sábado, 20 de septiembre de 2008

Revelación post mortem

María Ester Fernández Apud

      Cuando la abuela llegó a Reconquista después de la muerte del abuelo, luego de los consabidos llantos y lamentos, me sacó aparte para que nadie la oyera y me dijo, con tono de desilusión, que después de haber vivido 60 años con el mismo hombre, jamás había pensado que tendría secretos tan terribles, que tenía una doble identidad.
      Otro ataque de lágrimas se desparramó en catarata y agregó: No sabés, nena, lo que me enteré en el velorio, toda una vida ocultándomelo. No tenía derecho.
      Me imaginé lo peor, alguna amante había caído a la sala y se habría tirado dándole besos al finado en presencia de su esposa e hijos, pero me pareció ridículo .Mi abuelo Juan era un hombre transparente. Había sido durante años director de escuela en La Pampa y sus alumnos tenía veneración por él, hasta lo homenajearon cuando cumplió los ochenta, poniéndole su nombre a una calle: Juan Mariano Fernández Villanueva. Había asistido todo el pueblo para agasajarlo porque era un referente moral. ¿Cómo podía tener ese tipo de doble vida?
      Se me ocurrió algún hijo ilegítimo pero lo descarté en seguida.
      Entre mocos mi abuela no podía seguir y la expectativa agrandaba la posible tragedia. Tantos años durmiendo juntos, nena, éramos como hermanos, creí que no me ocultaba nada.
      La abuela Ester era algo exagerada como buena hija de andaluces, pero a esa altura del partido, todo me hacía presumir que se trataba de algo gravísimo.
      Se habían conocido cuando ella tenía 17 años , cuando su madre la mandó a hablar con el maestro que le pegaba a su hermano menor. Obedeció, se puso los mejores trajes y se enamoró del docente que le llevaba diez años. Al poco tiempo se casaron y tuvieron nueve hijos. A pesar de su pobreza, la vieja, mantenía una postura aristocrática y renegaba de que papá fuera peronista. Decía que los cabecitas negras habían arruinado Buenos Aires, que había sido en un tiempo la Francia argentina, lavándose las patas en la Plaza de Mayo. No había argumento de mi progenitor que la hiciera recular. Pobre y agrandada, decíamos sus nietos.
      Sus ascendientes españoles habían sido primero dueños de campos con esclavos en Brasil, después de un accidente del padre vinieron a morirse de hambre a Buenos Aires, donde sobrevivieron como zapateros y sombrereros. Su viejo había sido el inventor de la famosa máquina Paulina para coser zapatos.
      El abuelo, también pobre como todo maestro, tenía una familia de prosapia, sus antepasados vascos lecheros y gallegos, habían peleado durante las guerras civiles en los ejércitos argentinos. En su casa podía faltar la comida, pero nunca los libros. Era yo su nieta preferida. Gocé durante mi infancia de sus increíbles cuentos de terror.
      No estaba preparada para que me desmitificara al abuelo en medio del dolor.
      Aguanté un rato el berrinche hasta que le dije que se despachara. Entonces entre sollozos me contó que ni bien empezó el ritual fúnebre apareció una corona espectacular y un montón de hombres y mujeres que la saludaban con deferencia. Ella no entendía un carajo (así hablaba mi abuela). Se pusieron a hacer una guardia de honor mientras los presentes le preguntaban quiénes eran. Como era miope y lloraba, se había sacado los anteojos y no podía leer la inscripción dorada de la corona. Sus hijos estaban tan asombrados como ella. Un hombre de traje negro sacó un papel y empezó el discurso en el que decía que el abuelo había sido su camarada de toda la vida, un ejemplo de honestidad para el partido al que asistía semanalmente. La abuela empezó a recordar que los domingos, cuando ella iba a la escuela espiritista, su marido que era un ateo, se vestía para salir. Con la confianza que le tenía nunca le preguntó adónde iba.
      La arenga de estos extraños seguía con una narración pormenorizada de todo lo bueno que había hecho el abuelo desinteresadamente.
      Entonces, presa de la curiosidad, se puso los anteojos y a qué no sabés lo que decía, nena. Si no me lo decís, no lo voy a adivinar. Como quien descubre una maldición me dijo que la banda lila rezaba: Al camarada Juan Fernández Villanueva, Partido Socialista. Y volvió a enchufar el llanto de una mujer traicionada.
      A mí me dio un ataque de risa que ella no comprendió. Había que tener bolas para ser de ese partido en aquel país nuestro. El amor por mi abuelo se agigantó y lo reconocí ideológicamente, más allá de los genes. Una mirada hacia atrás, me hizo comprender muchas de sus acciones que a otros les parecían ridículas.
      Su afiliación al socialismo hizo que los sintiera más mi abuelo que nunca. La dejé a Ester llorando y le ofrecí una copa de tinto que solía calmarle todos los problemas.

Un objeto singular, ejercicio

Myriam Toker

      Madame Marchesi escribía, llevándose hacia atrás el mechón de cabello blanco que le caía sobre la frente. La sombra de su mano se extendía, monstruosa, sobre el papel. Detrás de la mesa con la lámpara de aceite, un piano. Sobre el piano, la cabeza marmórea de Rossini mirando con ojos vacíos a un metrónomo Mälzael. Retratos, programas de conciertos, partituras en el piso. El pensamiento de Madame Marchesi parecía ser lo único que se ordenaba con firmeza en aquél cuarto.
      “Es un objeto precioso, único. Si usted cree que le pertenece, está equivocado. Es de Dios, y de todos nosotros, que cultivamos este arte. No es suyo porque su cuerpo lo produce. Este objeto que tanto le costó a Usted obtener y perfeccionar, lo repito, es de todos.”
      El señor Marchesi se asomó a la habitación; en la estufa chisporroteó un leño.
      −Le estás escribiendo. Te he dicho que no vale la pena.
      −Salvador, después de más de cincuenta años de matrimonio no me conoces. ¿Cuándo has visto a Mathilde hacer algo que no valiera la pena?
      −Tú sabrás. Se te apaga la lámpara. No te esfuerces demasiado. Buenas noches, Mathilde.
      El hombre se encaminó hacia las sombras de la casa y los últimos ruidos de la noche lo siguieron hasta la cama. Madame Marchesi suspiró; los remolinos de nieve golpeaban a su ventana. Otro diciembre en París. Volvió a redondear su espalda y acercó más los ojos al papel.
      “Después de cuarenta y cinco años enseñando a excavar en las minas que tan pocos maestros conocen, puedo decir que ya sé cuál es el objeto que estamos buscando. Es flexible, y a la vez fuerte y resistente. No obstante, es fácilmente destructible, y muy sensible a malas influencias. Como la llama de un humilde pabilo, necesita un mínimo de aire para subsistir. Resiste una corriente continua de soplo que no supere su propia energía, y se apaga cuando la energía del aire es superior a él mismo. Está hecho de dos materias: una materia vibratoria y otra continua. La vibratoria es, lógicamente, el sonido, y la continua es el pensamiento. Éste último, como el aire, puede ser más grande o más pequeño que el objeto que debe sostener, y de esta cualidad depende, luego de la del aire, que el objeto se pueda extraer sano y se mantenga sano a lo largo del tiempo”.
      Una brasa incandescente bisbiseó en la estufa. Otro remolino produjo un silbido contra el marco de la ventana. Madame Marchesi se acomodó un chal de lanilla liviano que le resbalaba por los hombros. La lámpara tosió y largó un escupitajo de humo; ella sintió el escalofrío de las visitas inesperadas. Entre la nube cenicienta le pareció ver perfilarse el volumen de la cara de su maestro, García.
      −¿Emanuel?
      El humo, la cara y el escalofrío se disolvieron más rápido que el nombre, que todavía flotaba en el aire cuando ella se sonreía ante el ensueño que creyó real. Cosas de vieja, se dijo. Cosas de vieja. Al fin y al cabo, qué tenía ella, más que viejos sueños. Nada palpable, nada importante. Cosas hechas del pasado evanescente, de la experiencia que es deleble, de ideas que ahora tenía que rescatar de la sombra que ya le arrebataba todo. Los rostros de las alumnas cruzaban la habitación inestable a la luz flava de la lámpara. A ésta la hizo rica, a aquélla la hizo feliz. Esa otra: hubiera muerto cosiendo sombreros de paja y tosiendo en el frío de un taller de costura. Ninguna hubiera conocido el cielo en la tierra; pero ninguna la visitaba ya. Unas tarjetas de navidad mandadas por un secretario no hacían las veces de una visita. Y su hija, Blanche, a quien ya no le escribiría.
      “Una vez encendido el camino por el pensamiento y alimentado con una cantidad exacta de aire, vamos a ver aparecer a este objeto precioso. Que es luminoso sin tener luz, que es tangible porque toca y no porque se puede apresar. Por el contrario, es un objeto que se desvanece al intentar asirlo. Se va a revelar con timidez y su forma se adivinará con esfuerzo. Es como una escultura.”
      Madame Marchesi pensó que el mármol era todo lo contrario de la materia del objeto. El escultor, en cambio, era en todo como debe ser un maestro de canto. Revisó la escritura.
      “Se va a revelar con timidez y su forma se adivinará con esfuerzo, como adivina el escultor lo que se esconde inefable y trémulo dentro del mármol indiferente.”
      Blanche. Su preciosa Blanche. Lejana, herida. Había dejado de ser su hija, para ser su alumna y luego un retrato más en la pared, junto al resto de las jóvenes cantantes.
      “Se erguirá un objeto redondo, con las características de brillo de una madreperla. Claro como reluciente plata, oscuro como para no herir con su metal. Como flor, perfecto en su abertura, ni muy madura y abierta, ni muy precoz y cerrada. Este capullo perenne tendrá un latido. Si late muy aprisa, se agitará sobre sí mismo y será nervioso, inestable. Si late lentamente, oscilará en el aire como las lámparas que van quedando sin aceite y arrojan luz intermitente. El latido deberá ser saludable y equilibrado.”
      Cruzó la noche un carro, el cochero silbando en el pescante al ritmo de los cascos. Del atril se desprendió un papel como un pájaro nocturno. Desde el piso, la letra de Salvador se reconocía firme en la receta de “Les Pêches au Cygnes” del amigo Auguste Escoffier. Era lo poco que les quedaba de la alumna Melba, un sabor agradable para disolver y tragar el pasado. Mme. Marchesi se durmió sosteniendo la pluma. Un cabeceo ligero la quitó del palco en el que se soñó por unos segundos; un frío intenso en los pies, el agua del Sena entrando por debajo del palco y sus manuscritos de canto flotando desteñidos, pegándosele a las piernas.
      “Tendrá un color claro y oscuro, en concordancia con el timbre brillante pero no estentóreo. Claro para poder afinar con facilidad, con un sombreado que apenas ayude a la redondez. El objeto es, definitivamente, redondo. Un objeto muy afilado o con aristas, dará como resultado falta de flexibilidad. La flexibilidad es necesaria para que el objeto describa movimientos amplios, para que realice saltos, rebotes y largos pasajes de agilidad sin ayuda de renovación aérea. La flexibilidad del objeto es la piedra de toque de su agilidad, y ésta, a su vez, la madre de la fuerza. La fuerza del objeto está dada por su permanente movimiento, que da una sensación de continuo pero que, como la llama, se crea a sí mismo a cada instante. De esta renovación instantánea se adquiere una fuerza que permitirá al objeto proyectarse en grandes salas, a través de grandes orquestas”.
      El señor Marchesi entró a la habitación con las primeras luces de la mañana. Su mujer estaba erguida en la silla, soñando tranquila. La pensó, una vez más, alemana.
      Durante el desayuno, Mme. Marchesi sonreía.
      −Lo has leído, Salvador, te lo adivino. Ni lo disimulas.
      −Por lo menos, no le has escrito a Blanche. No tiene sentido.
      −Les escribo a los que no conoceré.
      Mme. Marchesi vio con cierta decepción que seguía nevando. Los copos de nieve se demoraban en caer. Redondos, claros, sin peso.

Myriam Toker, septiembre de 2008.


lunes, 1 de septiembre de 2008

Las sesiones de terapia de Lucrecia Resnik

Norberto Zuretti

      —No, no, no sucedió así esta vez, en el verano sí, pero hace un rato no, le aseguro que no. No había bebido alcohol, no fumé marihuana ni nada parecido, estaba en el sillón, escuchaba música, lo había puesto a Sabina, trataba de encontrar qué leer en una revista, ni dormida, ni ensoñada, ni volada, ni nada, y empecé a flotar, pero no de golpe. Estaba observando en la revista la foto de una expedición arqueológica, y de repente me parece que la foto se mueve, siento un vahído, un leve vértigo, y se me resbala la revista de las manos. Qué va, qué revista, todo se movía, flotaba, yo estaba flotando.
      —Lucrecia, cálmese, respire hondo y escúcheme.
      —Estoy tranquila, licenciado, usted no se preocupe, no fue como la otra vez que le conté, además me lo esperaba, ya era demasiado tiempo sin…
      — ¿Usted está segura, Lucrecia, mire que…?
      —Pero sí, Gutiérrez, sí, flotaba. No tuve pánico, no grité, no me asusté, sólo la sorpresa, el desconcierto. Imagínese, flotar, ¿le pasó alguna vez? Me acordé de usted, de las sesiones en que me hizo representar otras experiencias, de todo lo que hablamos, de lo que me hizo ver. Sirvió. Habré estado en el aire unos tres o cuatro minutos, nunca perdí el control, respiraba hondo, hondísimo, como usted me indica siempre. Y largaba el aire lentamente, bien de a poquito, por las dudas esa fuera la fuerza que precisaba para no caerme, para mantenerme a flote, como los aliscafos, ¿vio? Si alzaba la mano apenas sobre mi cabeza, tocaba el cielorraso. Ahí estuve, a centímetros del techo, observando mi living desde las alturas.




      — ¿Licenciado Gutiérrez?
      — ¿Cómo le va, Lucrecia Resnik, qué dice usted?
      —Necesito contarle, unos minutos, ¿puede oírme, por favor?
      —Diga, Lucrecia, la escucho.
      —Hablamos tanto con usted sobre que necesito integrarme, que tengo que abrirme, usted conoce mi proceso. Ya sé que no me hace bien recluirme. Pero bueno, al día siguiente de mi última sesión lo conocí a Aquirayá. Salí, fui a un cine debate, una película de Herzog, el de Aguirre, y ahí estaba, en primera fila para ver la de los enanitos, era la tercera vez que él la veía, y para mí la cuarta. Fanático como yo. A los dos nos pasó algo, lo supimos enseguida porque aparte de Herzog descubrimos otras coincidencias, empezábamos a hablar a la vez, nos pusimos colorados, tartamudeamos. Estuvimos caminando toda la noche, quedamos en vernos. Me besó. Yo también. No me escapé, tampoco me vinieron los sudores, fue un beso de lengua, largo, cálido, muy breve, bueno no, fue largo, a mí me pareció breve, como cuando uno recién comienza a comer un helado y se le cae al piso, y ahí nos damos cuenta de las ganas.
      — ¿Y los síntomas de siempre, temor, pánico, vértigo, contracturas?
      —Nada, Gutiérrez, nada. Pensé que me hacía bien la terapia. Y todo anduvo bárbaro hasta que me supe el significado de su sobrenombre.
      —Ah, sí, Aquiya, ¿qué quiere decir, a todo esto?
      —No, licenciado Gutiérrez, no es Aquiya, es Aquirayá. Já. La abreviatura de aquí para allá.
      — ¿Cómo?, no entiendo, Lucrecia, no entiendo.
      —Es fácil. De aquí, para allá. Él no flota como yo. Cada tanto, se desplaza. Adelante, atrás, a los costados. Pero siempre sobre el piso, paralelo al piso. Nos desencontramos, ¿sabe, Gutiérrez? Los amigos le pusieron así, porque va y viene. Es triste porque nos gustamos, pero de repente él arranca para la izquierda, y a mí me da por subir al techo.




      —No, mire, licenciado, hoy mejor no me acuesto, me quedo en el sillón, a ver si me pasa como la otra vez.
      —Donde usted se sienta cómoda, Lucrecia.
      —Yo le insisto, Gutiérrez, para mí que usted me hipnotizó, sin quererlo, sin fórmulas mágicas ni el péndulo ni música ni sahumerios, en una de esas fue su voz, el ambiente. Le conté que otras veces me había dado esa sensación.
      —Sí, recuerdo. Y es posible, tal vez usted se encuentra sumamente receptiva y una nimiedad basta para lograr un estado aparentemente hipnótico. ¿Cómo anduvo en estos días?
      —No volví a caer en trance, tampoco floté. Pero ayer, ayer me vino esa sensación de liviandad, cuando recién comienza. Y sé que estaba a punto de flotar, lo sentía en todo el cuerpo, que no me pesaba, ya casi me estaba deslizando por el aire.
      — ¿Y entonces, qué pasó?
      —Me controlé, sin miedos, controlé el ascenso. Y ahora me preocupo, ¿estaré dominando este hábito, volverá?




      —Prefiero así, Gutiérrez, lo más tradicional si a usted no le molesta, otra vez en el sillón, me sigue dando no sé qué el diván, usted comprenda. Pasé bien la semana sólo que…
      — ¿La sensación de alivio?
      —No. Algo nuevo, hasta me da vergüenza.
      — ¿Qué pasó esta vez, Lucrecia?
      —Por suerte estaba con mi madre, mi madre sabe lo de la liviandad, a usted le conté.
      —Sí, sí, me contó que su madre le cree.
      —Me esfumé.
      — ¿Cómo, Lucrecia, qué le pasó?
      —Me volví invisible. Sí, lo que oye. Invisible. Unos segundos.
      — ¿Y su madre?
      —Estaba conmigo, pero no se dio cuenta. Recuerda que por unos instantes no me vio, pero ella pensó que yo me había ido hasta la cocina a buscar algo.
      —Aaaah.
      —Pero yo no fui a la cocina, Gutiérrez. Me quedé en la sala con ella. Ella estaba ordenando los libros en la biblioteca, me daba la espalda. Entonces fue que me volví invisible. Mi madre lo debe haber presentido, porque en ese momento se dio vuelta y no me vio.
      — ¿Y usted, Lucrecia, cómo puede estar tan segura?
      —Me estaba observando en el espejo de la sala y de repente no me vi más, le aseguro que me esfumé. Pero no sentí nada, nada, ni frío ni calor, ni una cosquilla. Primero me puse contenta porque ya no me daba miedo. Ahora me aterra. ¿Y si algún día dejo de controlarlo, como esfumarme sin desearlo, o no poder desesfumarme, qué hago, dígame usted, qué hago?




      —Mire, licenciado, esta semana me di cuenta de que estoy enamorada de Aquirayá. No dejo de pensar en él, estoy obsesionada como una chiquilina.
      — ¿Volvió a verlo?
      —No. Me da no sé qué llamarlo. Vivimos en mundos paralelos, es como si cada uno perteneciera a otro plano, planos opuestos, dos paredes distintas. ¿Para qué llamarlo?, me pregunto, si esto es peor que hablar idiomas diferentes, uno puede aprender el del otro, pero usted dígame, ¿cómo nos encontramos si a mí se me da por subir o volverme invisible y a él por correrse a los costados?
      — ¿Y por qué surgió otra vez Aquiyará?
      —Aquirayá, Gutiérrez, Aquirayá. Acuérdese, de aquí, para allá. Aquí-rayá
      —Perdón, Lucrecia. Aquí… rayá. ¿Por qué otra vez?
      —Debe ser porque no se me fue nunca. Yo no tengo la varita mágica. Con lo que a mí me cuesta relacionarme, usted me conoce. Lo cierto es que Aquirayá me está comiendo el bocho, y yo que no puedo darle bola.
      — ¿Tuvo alguna otra de esas sensaciones extrañas?
      —Extrañas no, Gutiérrez, para nada extrañas ahora que ya forman parte de mí. Pero volar, volé muy poco. La otra noche se me hacía tarde, el colectivo se demoraba demasiado, así que di un salto de unas veinte cuadras para evitar la espera y llegar pronto a casa. Lo de la invisibilidad ya es más difícil de detectar. Tendría que encontrarme delante de un espejo, ya que cuando me toca, yo me veo como si nada, las manos, los brazos, la cintura, las piernas, los pies, me veo toda normal, no transparente. Son los demás los que no pueden verme. Los demás y los espejos. ¿Usted cree que si me pongo a practicar, podré emularlo a mi Aquirayá? Podría ser una posibilidad, ¿no le parece, usted qué haría?




      — ¿Licenciado Gutiérrez?, Lucrecia Resnik, ¿tendrá unos minutos?
      —Sí, sí, Resnik, la escucho, dígame, ¿qué le anda pasando?
      —Verá, es algo nuevo totalmente.
      — ¿Liviandad, invisibilidad?
      —No, no, licenciado, le dije que algo totalmente distinto me pasó hace un rato. Me desplacé en el tiempo.
      — ¿Cómo, qué me está diciendo, Lucrecia?
      —Me puse a practicar los desplazamientos, por lo de Aquirayá, ¿se acuerda, no? Bueno, en eso estaba. Me iba para arriba, no podía controlar la dirección, pero de a poco. Me concentraba y detenía el vuelo. En un momento me corrí a la derecha. Fue todo un logro, pero choqué la rodilla contra la mesa y me caí al piso. No pude repetirlo por más que lo intenté. Ardía de bronca, usted no se imagina. Tan cerca estuve. Y ahí fue.
      — ¿Qué, qué le pasó?
      —Hice algo, no sé todavía qué, un guiño, una mueca, algún suspiro…, y di un salto en el tiempo, me fui un mes más adelante. Lo vi a Aquirayá, y a mí con él en un futuro cercano. No funcionaba lo nuestro. Al principio sí, bailábamos valses por el aire, pero enseguida él comenzó a sentir desprecio por sí mismo. Él sólo podía desplazarse, nada más desplazarse. Me envidiaba cuando yo me hacía invisible o volaba un poquito. Me odiaba cuando yo viajaba en el tiempo, no podía tolerarlo. Yo lo hacía como muestras de amor hacia él, puros halagos y mimos, pero Aquirayá cada vez se ponía peor. Él horizontal, yo ambivalente. No iba una relación así, ¿comprende?, entonces decidí cortarla, buscar por nuevos caminos.




      — ¿Cómo estuvo esta semana, señorita Resnik?
      —Bien, Gutiérrez, bien.
      — ¿Tomó los medicamentos?
      —Sí, sí, más o menos, sí
      — ¿A qué se refiere con más o menos?
      —Y…, sucede que las pastillas blancas que tenía que tomar cada cuatro horas, resulta que me daban un poco de sueño. Y yo pretendía estar atenta, por si surgía algún cambio, no me puede agarrar desprevenida, imagínese, medio dopada volando sobre los edificios, o aparecerme en el mañana con el efecto de los remedios y no poder volver. A mí me aflige mucho esto de no saber si acaso perderé los poderes en cualquier momento, y me toque quedar del lado más ingrato. Así que me tomaba las seis juntas a la noche y de paso dormía de un tirón, bien relajada, por más que me viniera el efecto que fuera, no iba a afectarme. Las azules no las tomé, sabían muy amargas, me venían arcadas.
      — ¿Síntomas?
      —Ninguno, ninguno nuevo, claro, porque tenga en cuenta que para mí los que usted llama síntomas ya no son tales. Deben ser atributos míos, debería sentirme orgullosa, ¿no cree usted, licenciado?, hay que sostener estos poderes, ¿no le parece?
      —Hummmm.
      —Seguí ejercitándome con los desplazamientos, ya tengo asumido que con Aquirayá hay otras barreras que nos separan, pero lo hago por deporte, por conocerme a mí misma. Ya casi consigo atravesar la sala, que tiene como siete metros de largo, voy bien, de a poco.
      — ¿Y los viajes en el tiempo?
      —Ah, mire usted, a estos les tengo un poquito de miedo, fantasías mías ante lo desconocido, a ver si en una de esas me quedo atrapada entre mañana y pasado. Es una obsesión esto de no poder regresar. ¿Se imagina lo que sería convivir con mi otra versión? Una paradoja. Pero practico, como le dije, de a poco y hasta ahí nomás. Por ahora averiguo apenas cuándo está disponible el ascensor, el resultado de un partido, cositas así, sin mucha importancia, ya me atreveré a mayores. Gracias a usted aprendí a controlarme, darle tiempo al tiempo, no pasarme de revoluciones.




      —Mire, licenciado, yo no puedo ni imaginarme por qué me pasa lo que me pasa, pero me pasa, usted sabe. Vuelo. Desaparezco. Aprendí a desplazarme, ya domino la técnica, no le conté. Y ahora, el nuevo poder, la metamorfosis.
      — ¿A ver, Lucrecia, de qué se trata esto, su nuevo poder?
      —Puedo, puedo reformarme a mí misma. Me concentro y…
      —Desde el principio, Lucrecia, por favor.
      —Estoy ahí y lo pienso y cambio mis formas y…
      —Despacio, despacio. Tranquilícese, respire hondo.
      —Empezó durante los ejercicios para desplazarme, maldito Aquirayá, aunque el pobre no tiene nada que ver, yo soy la multifacética, la que le despertó o despertará esa serie de desvalorizaciones, pero bueno, él ya es historia vieja. Le decía, entonces, mientras me concentraba para aprender a desplazarme, me di cuenta de que cada vez que desequilibraba un poco los esfuerzos, le aclaro que me estaba observando en el espejo, algo en mi cuerpo se deformaba. Si el desplazamiento era brusco, como solía ser debido a la inexperiencia y al ímpetu que yo le ponía, mi cuerpo se estiraba, como si no abandonara el espacio inicial. Después mejoró, aprendí otra vez. Ahora estoy practicando el cambiar únicamente el aspecto de mi rostro. Le aviso por si un día me aparezco en la sesión con un cuerpo distinto, así no se asusta. Otra cosa, también avancé un montón con el aprendizaje de los viajes por el tiempo, soy muy buena autodidacta, ¿quiere que le cuente?
      —Un momento, por favor, ¿por qué no me aclara antes esto de la metamorfosis, como usted la llama?
      —Como no, licenciado. Reconozco que es bastante difícil de creer, se lo explico un poco más detallado así usted comprende. ¿Le preocupó, no? La posibilidad de que me aparezca a la sesión con otro cuerpo, digo. Já.




      —Buenas tardes, Gutiérrez.
      — ¿Cómo le va, Lucrecia, qué pasó?
      — ¿Cómo qué pasó, licenciado, llego tarde acaso?
      —No, no, pero hoy es miércoles, su próxima sesión es el viernes, estoy atendiendo a un paciente. ¿Se trata de algo urgente?
      —No, no, disculpe usted, regreso el viernes entonces, mientras voy a seguir con mis prácticas, otra vez le pido disculpas, todavía no domino del todo esta técnica, me faltan ejercicios, ensayarla, tal vez más dedicación. Usted no se aflija, está todo bien. Nos vemos.




      —Licenciado Gutiérrez.
      — ¿Sí, señorita, qué desea?
      —Venía por una consulta.
      —Bueno, si me aguarda traigo la agenda y le doy una cita.
      — ¿Usted está ocupado ahora, licenciado?
      —Espero un paciente en unos minutos.
      —Ah.
      — ¿Es una situación urgente, algo grave?
      —No se preocupe, puede esperar.
      —A ver, hoy es jueves, ¿le parece bien el lunes próximo por la tarde?
      — ¿Usted no me conoce?
      —No, ¿por qué, nos conocimos acaso alguna vez?
      —Está bien, entonces, déjelo así, cualquier cosa lo llamo. Buenas tardes.




      —No tenía agendada su cita para esta hora, si no para la siguiente, pero estoy disponible, adelante, señorita Resnik. ¿Cómo van los viajes temporales?
      —Justamente de eso quería hablarle hoy, licenciado Gutiérrez. Como le había contado, fui de a poco. Primero logré lo de las fechas, llegar al destino propuesto. Me costó bastante más el tema de las localidades, el lugar geográfico escogido. Pero pasó, no puedo asegurarle que ya sea toda una experta, pero ahora llego allí dónde me propongo en el momento justo elegido. Y vengo también a pedirle disculpas.
      — ¿Por qué, Lucrecia, que sucedió?
      —Lo espié.
      — ¿Cómo, qué dice?
      —Lo estuve espiando durante toda la semana. Y llegué demasiado lejos. ¿Usted se acuerda lo del miércoles, cuando me equivoqué de día? ¿Y se acuerda del jueves también, la mina que vino y se fue enseguida?..., sí, sí, era yo. Bueno, en realidad no fueron el miércoles y el jueves, para mí fue hace un rato nada más, y encima la última vez vine metamorfoseada, usted no fue capaz de reconocerme. En las demás visitas estuve invisible. Vi demasiado, le aseguro, ahora ya es tarde, ¿cómo olvidar lo que se ha visto?
      —No entiendo, ¿por qué no me explica?
      — ¿Cómo podría, y por qué razón, si ya es inútil? El futuro siempre será aquello que ya he visto, nunca podré salir de este encierro. Lo sé todo, y ya me siento aburrida, es un agobio. Usted debe dejar de atenderme, es la única salida, no sólo para nosotros, también para el mundo, no puedo seguir analizándome con usted, usted no es capaz de imaginarse.
      — ¿De qué me habla, Lucrecia?, no la entiendo.
      —Sucede que me adelanté una hora a la llegada de mi sucedánea, le dije que ahora acierto con el momento preciso, para convencerlo de que no me atienda, de hacerlo se complicaría todo. Créame. Se lo digo a raíz de todo lo que sé.
      — ¿Por qué?, digame, no la comprendo.
      —Porque soy yo la que está viniendo a la hora acordada, dentro de unos diez minutos, pero usted no debe recibirme. Es fundamental que no me reciba. Y ahora debo irme. No puedo encontrarme conmigo misma, usted sabe, se produciría una paradoja en el espacio tiempo, ya nada sería igual, finí, kaput. Gracias por todo, licenciado, y recuerde, cuando llegue mi hora dentro de unos minutos, usted no me atienda por más que insista con el timbre o el teléfono, por nada del mundo vaya a recibirme, confíe en mí, es cuestión de vida o muerte, nunca más. Gracias por todo, Gutiérrez.

Mira, este es Louis

Carlos


      Andaba buceando en las tripas de un Renault cuando el teléfono móvil comenzó a sonar en el bolsillo derecho del mono. Al principio discretito, luego una horterada sinfónica. Sonrió, con su cara tiznada, pensando que por fin la buena Olguita había capitulado y le llamaba para concertar una cita. Se limpió, como pudo, parte de la grasa de las manos con un trapo y contestó.
      —¿Luis? —dijo ella sin ser Olga.
      —Sí —dudó él.
      —Puede que no te acuerdes ya de mí. Soy Judy.
      —¡Hosti, Judy! —se asombró él, con cierta reserva— Hace casi tres años que no sabía de ti. ¿Dónde estás?
      —De vacaciones por España otra vez. Menos mal que no has cambiado de celular. No te habría sabido encontrar si lo haces.
      —¿Cómo es que no me has llamado en todo este tiempo? —preguntó por preguntar.
      —Ya puedes imaginar. He estado ocupada.
      —¿Y vas a estar mucho tiempo aquí? —preguntó Luis, con la esperanza de escuchar no.
      —No. Quiero conocer Barcelona. La otra vez quedó pendiente. Pasado mañana me voy.
      Luis respiró tranquilo. La norteamericana estaba en Madrid aparentemente, pero no tenía especiales ganas de verle. Así que podía seguir dedicando la semana al acoso y derribo de Olga, que eso sí que era material flamante.
      —¿Qué te parece si nos vemos esta tarde, Luis? —amenazó Judy.
      —Qué pena, esta tarde no puedo. Si lo hubiera sabido antes....
      —Te traigo algo que quiero que veas —insistió la yanqui.
      En realidad aquella cita no tenía interés, porque Judy era ya una mujer conquistada y olvidada. Y sabido es que, de estos lances amorosos lo único excitante es desde que ella dice me llamo Pepi, hasta que dice te quiero mucho. De todos modos la chica estaba bastante potable, si no le traicionaba la memoria: una falsa flaca, dorada y tetuda, de esas a las que se ven los pechos incluso si van de espaldas. Y traía un regalito; lo mismo una gorra de los Chicago Bulls, o unos pantalones blancos de escalada, de los que se usaban en los tiempos radiantes del Yosemite. Le fastidiaba ser un tipo con estos momentos de debilidad, pero peor habría sido salir maricón, así que dijo sí. Ella sugirió una cita, que ya tendría pensada de antemano, y él volvió al carburador, que era lo suyo en aquellos momentos.
      Hacía mucho calor a las cuatro de la tarde en la Plaza de España. A ningún madrileño se le habría ocurrido una tal temeridad. Los gorriones cruzaban de una sombra a otra haciendo zigzag, con el pico abierto, y no había allí más que unos cuantos turistas, de esos nórdicos refractarios, para los que el sol no es una flama criminal, sino una novedad de fábula.
      —Te presento a tu hijo —dijo Judy. Y Luis sintió que el estómago se le iba de vacaciones.
      —No me gastes bromas como ésa, que soy muy miedoso.
      Allí estaba Judy, tan bonita como hace tres años, tan sobrenaturalmente rubia al sol más inclemente, con un vestido rosa que Luisito quisiera llenar de manos, pero esta vez, ay, con un elemento extraño a su lado, un personaje cuya estatura comenzaba por cero coma, de pelo blanquecino y ojos grises. ¡Y con una trencita atrás! ¡Como él!
      —Es cierto. Es hijo tuyo —remató la yanqui.
      —Mira, muñecácana, no me vengas con milongas que se me suelta el vientre echando leches.
      —Puedes pensar lo que quieras —concedió Judy, intentando traducir a duras penas aquello.
      —Este niño no puede ser mío. ¡Es sajón!
      —No seas ingenuo —dijo la yanqui— no lo traigo para que te quedes con él; no voy a pedirte una pensión, es hijo mío en exclusiva. Simplemente me pareció correcto que os conocierais.
      —¿Pero cuándo ha nacido esto? —preguntó espantado.
      —Hace dos años. Veintiséis meses, para ser exactos.
      —Tú tomabas la píldora.
      —Pero la primera noche no pude hacerlo. Recuerda. Y, cuando llegué al hotel, eran ya las doce de la mañana siguiente.
      —¿Y por qué no dijiste nada antes?
      —Sabía que lo interpretarías mal. Y que dudarías —acertó ella.
      Luis sacó del bolsillo trasero un abanico verde oliva, con un semicírculo negro y comenzó a abanicarse compulsivamente. Judy contemplaba medio divertida su cara de niño sobrepasado por las circunstancias. Aquel tipo, evidentemente, nunca ejercería de padre, era un irresponsable. De todos los modos seguía siendo un hombre atractivo. Le gustaba la idea de que el crío se pareciera un poco a él, cuando fuera mayor. Alto, flaco, de ojos vivos, con un pendiente de oro en la oreja, el pelo muy corto y una trenza delgaducha colgando por detrás unos veinte centímetros, como si fuera un húsar. Y ahora el abanico.
      —Decididamente eres un mecánico singular —dijo, y pareciera que con aquel cumplido le perdonaba tanta zozobra.
      —No sé qué pensar, —confesó Luis— todo es tan... repentino.
      —No te preocupes, Luisito, pasado mañana habremos desaparecido de tu vida. Te lo juro. Sólo quiero pedirte dos favores. El primero es que sujetes al niño en brazos mientras os hago una foto —fuchí, fuchí, ni tiempo le dio a atusarse un poco—. Y el segundo, que te quedes con él esta tarde. Traigo contratado desde casa un concierto de Turina.
      —¿Quién es Turina? —trató de informarse él.
      —Tan ignorantito como siempre —respondió Judy, tan sabihonda, tan intelectual, tan capaz de aprender un español perfecto en un año, tan sobrada. Y a Luisito le jodió lo indecible el diminutivo.
      Mira que comprar en Carolina del Norte una entrada para un concierto que se celebrará en Madrid. Hay que joderse con la nena. ¿Y el Turina? ¿Pero no se llamaba Turina, de apellido, el Curro de Navajita Plateá? Estaba por jurar que sí. Ella preparaba al niño para el traspaso de poderes, le estaba dando agua y poniendo una gorra a toda prisa, y Luis pensaba cómo coño se iba a quedar con un niño de dos años, si él sólo había visto los niños en la televisión. Tanta rabia le estaba dando la situación, que le entraban ganas de asesinarla, aunque tuviera que leer mañana en la comisaría la prensa diaria: «Mata a su ex amante golpeándola repetidamente con un niño».
      —A las nueve me lo devuelves, aquí mismo —dijo ella tirándole un besito volante.
      —¡Pero no sé qué hacer con él! ¿Qué autonomía tiene?
      —No te preocupes, lleva pañales. No te va a mojar —procuró tranquilizarlo, ya inquieta.
      —¿Cómo se llama? —preguntó Luis.
      —Louis.
      —Vaya ¡Qué casualidad! ¿Y cómo voy a entenderme con él? ¡Yo no sé inglés!
      —Él tampoco —dijo Judy, parando un taxi.
      —Que sepas —gritó Luis, apuntando con el dedo, mientras la moza se metía en el taxi— que sé quién es Turina (ella le miró sonriente desde el otro lado de la ventanilla). Pero no me da la gana decírtelo.
      Había terminado la frase bajando el tono, porque después de todo el taxi ya había arrancado. Vio cómo se alejaba hacia la cuesta de San Vicente y giraba a la derecha para tomar Ferraz. Miró a su alrededor y todo eran pájaros asmáticos. Miró hacia abajo y había un niño contemplándole desde debajo de una gorra de barras y estrellas, como esperando una orden.
      —Qué raro que no llores —le dijo— Me parece que tu madre es un pendón que ya te tiene acostumbrado a estas huidas.
      Así que comenzó a caminar con el niño de la mano, como un extraño. Zumbaban dentro de su cráneo un par de ideas, a cual más desagradable y su cabreo iba en aumento a medida que subían por la Gran Vía hacia Callao. El crío, contra lo que había temido en el primer momento, no se había soltado de su mano, ni se había puesto a berrear como un poseso. Simplemente se dejaba llevar, suavecito. El contacto con aquella mano pequeña era algo insólito en su vida. Sentía los dedos menudos moverse dentro de su mano, a veces apretándole sus propios dedos, a veces —desinteresados— tratando de soltarse. De rato en rato el chico le miraba; de momento su cara no indicaba preocupación. Pero comenzó a temer que el crío se viera invadido por un ataque de nervios, al ver que su madre tardaba; de modo que le empezó a poner caras raras. Le guiñaba un ojo, le sacaba la lengua, se ponía bizco, torcía la boca, parpadeaba como una ametralladora, y otras cosas. Por fortuna, el yanqui no parecía anunciar tormenta, todo lo más renqueaba algún ratito por aquella subida interminable, y dedicaba su mano libre a repasar todos los escaparates de la acera de los impares, por lo cual aquella mano regordeta parecía ya de otra persona al llegar a Callao.
      «Esta me quiere endiñar al nene», pensó en voz tan alta que Louis levantó al mismo tiempo los ojos y la visera para mirarle. Encontraba dantesca la estampa de él mismo agarrado de la mano del norteamericano; trató de imaginar qué haría, qué diría, si se topase con alguna de sus conquistas en actitud tan comprometida, paseando a un nene que difícilmente podría ser su hermanito, haciendo proselitismo del imperio con ¡aquella gorra! ¿Y qué pasaría si le descubría algún compañero del sindicato?
      El niño le miró como un mochuelo cuando notó que le levantaban la gorrita. Luis le sonrió como si fuera San Francisco de Asís. «¡Qué calor!» le dijo, llevándose la mano a la frente, para que el extranjero comprendiera. Luego acarició su cabezón rubio y, como el nene seguía mirándole en silencio, le compró un enorme martillo de caramelo a modo de desagravio. Empezaba el muchacho a meterle mano al martillo cuando Luis mandó de vuelta hacia Plaza de España la gorrita de la discordia, facturada en la cabeza de otra criatura. En seguida volvió a mirar con satisfacción los morros pegajosos del infantito. «Bien, compañero», le dijo, «si eres bueno luego te compro la hoz».
      A la altura de la Red de San Luis el niño se paró, cortándole el paso, y le dijo algo ininteligible, con los brazos alargados hacia él, como si quisiera abrazarle. «¿Te vas?» preguntó Luis. Y el niño se impacientó un poco y bosquejó una mueca de dolor, o de pena. Luego su cara se arrugó como una ciruela pasa, cambió de color, achinó los ojos hasta hacerlos desaparecer en una de sus muchas arrugas y comenzó a emitir un infrasonido que, con el paso de los segundos, fue engordando hasta convertirse en una especie de sirena aguda y espeluznante. Para entonces Luis lo había despegado del suelo y se lo había puesto junto al cuello de la camisa, mientras miraba avergonzado cómo los peatones se paraban a mirarle, y cómo su propia voz resonaba en la Gran Vía, asombrosamente cursi: «No llores, pajarito. No llores, enanácano».
      En Cibeles —aquella excursión parecía durar toda la vida— el crío llevaba largo rato dormido sobre su hombro, y un engrudo de mocos y caramelo unía a ambos. Los brazos empezaban a doler, de sujetar a aquel tiparraco y el estómago de Luis había sufrido un nuevo sobresalto al reparar en la oreja derecha del nene. Tenía dos pequeños hoyitos, como producidos por una grapa; nada extraordinario, si no fuera porque su padre también los tenía en el mismo sitio de la misma oreja. Este hallazgo le había llenado de estupor. Era preferible cuando estaba seguro de que todo era un montaje, o una broma, de Judy. Ahora la cosa adquiría tintes verdaderamente inquietantes. No obstante, tampoco había motivos definitivos para la alarma: las casualidades —pensó— también existen. Inspeccionó, como pudo, las pantorrillas, los brazos, el cuello, los posibles chichones del niño durmiente, sin encontrar nuevas evidencias reconocibles, y así alcanzó, en pleno trajín policiaco, la puerta del Retiro.
      El niño despertó mientras Luis tomaba una jarra de cerveza helada en una terraza bajo los plátanos. Abrió sus ojos grises, habitantes de una cara minúscula y relajada, y pronunció su primera palabra: «UATA». Anda, jódelo.
      —¿Qué va a pasar, tío? —respondió Luis— ¡Que hace un calor tremendo!
      Defendía resueltamente Luis su jarra del acoso de las manitas guarrindongas del nene, cuando el camarero se acercó a la mesa de nuevo.
—¿Quieres un vaso de agua para el niño?
      Así que era eso, qué torpe. El yanqui tomó su vaso como un talismán y lo vació en unos segundos. Cuando lo dejó sobre la mesa, su camiseta había oscurecido. «¡Coño, este niño se sale!», pensó Luis, levantándolo en vilo. Apuró la cerveza, pagó, tomó al niño de la mano y lo sentó sobre la hierba. Luego le quitó la camiseta y la extendió al sol para que se secase.
      Tenía el chaval un cuerpito blancucho, hecho a escala 1:2,1, que parecía más frágil sin la camiseta. La cabeza algo grande, los brazos un poco pequeños, los hombros graciosos, y la trencita platino cayendo sobre su nuca. Estuvo un rato sentado, mirándose las costillas y apartándose las hormigas de los pantalones. Canturreaba en swahili una canción desconocida y, según iba tomando confianza, lo hacía cada vez más alto, poniendo una voz gritona, como de gitanillo que acompaña al guitarrista delante de la fogata. Luego se levantó —no hay bien que dure cien años— y se puso a correr en pequeños círculos, mirándose los pies, siempre cantando. Iba describiendo círculos concéntricos, cada vez más amplios, más espaciados, hasta que perdió la órbita y se entretuvo un rato por ahí, observando a los vecinos de pradera. Luis aprovechó para tumbarse un rato, a llenar los pulmones de parque y mirar las hojas de los castaños, los huecos inquietos por donde se cuela el cielo. Cuando volvió el niño, traía una amiga, un conocimiento, quién sabe, con una minifalda indecorosa, de la que colgaban unas patitas regordetas y un pañal sucio de sentarse en el suelo.
      —Hola. ¿Cómo te llamas? —preguntó la mamá, que venía siguiéndola.
      Louis no contestó. Es como si se hiciera el sordo. Cogía a la niña de los hombros y se acercaba a ella tanto que parecía que iban a bailar.
      —¿No sabes cuál es tu nombre? —volvió a preguntarle la madre. Y Luis se incorporó un poco, con la espalda llena de pajas, para mirarla. Así, en cuclillas, sus piernas parecían interesantes.
      Entonces el crío dijo algo; una, dos, cuatro, puede que seis palabras. O tal vez fueran las mismas repetidas. El caso es que la mamá dio un pequeño respingo y lo miró con mucha curiosidad.
      —¡Eso es inglés! ¡Habla inglés! ¿Cuántos años tiene?
      —Dos —dijo Luis.
      —¿Parece que asimila lo que le enseñan en la guardería, no?
      —Pone mucha atención, desde luego —respondió Luis, repasando aquellas piernas.
      —¿Y sabe muchas palabras en inglés? —insistió ella en su interrogatorio.
      —Pues, para qué te voy a mentir: no lo sé. A mí, esto de los idiomas...
      El nene no perdía el tiempo. Había abrazado a la fresca de la niña, como un galán de cine, y la estaba besando en la boca, el muy jodío. Luis se quedó asombrado mirándolo, luego pensó que debía intervenir.
      —Louis ¿estás loco? Deja tranquila a la niña.
      —Es lo que ven en la televisión. Ahora los niños saben latín —dijo de nuevo la mamá. Y, como ella no parecía sentirse ofendida por el arrebato amatorio del niño, Luis no insistió en separarlos. Más bien repasó con la mirada a la madre, y supuso que no vendría mal una chilindrina.
      —Podríamos jugar a lo que hacen los hijos, hacen los padres —dijo.
      —Al papá se le entiende mejor que al hijo —repuso ella con un tono neutro.
      Y pues se fueron ya la madre y la hija, a sus menesteres. Los dos luises se quedaron sentados en el suelo, viendo cómo se alejaban, y cómo la madre se volvía al poquito para decirle algo a la niña, y ambas saludaban con la manita, desde lejos. Luis levantó la mano y movió los dedos, como acariciando un adiós esperanzado, en un piano imaginario. La pradera entonces se quedó más sola que antes, si no fuera porque el rorro trataba de sacarle las gafas del bolsillo de la camisa, y le estaba pisando las piernas, y con su cabezón le empujaba la cara hacia atrás, intentando tumbarlo en la hierba. Mientras, le agarraba las orejas con la fuerza de sus manitas gordinflonas, para recuperar las gafas. Luis veía sus ojos grises junto a los suyos, como los de un lobo báltico dispuesto a devorarle de mentiras, y oía sus esfuerzos pequeñitos para derribarle, su risa bravucona de niño bruto. Peleaban trabajosamente en un idioma que no existe, hecho de gruñidos y risas, y el americano le plantaba en la cara tan pronto las rodillas, como la cabeza, como una manita húmeda que no le dejaba abrir un ojo. Luis lo apartaba una y otra vez, empujándolo suavecito con la cabeza, como un toro bueno, haciendo que el niño caiga una y otra vez, muerto de risa y ganas de revancha; para rendirse por fin a la evidencia de que al chico no le abandonan las fuerzas, y dejarse entonces morder las orejas, la cabeza; y dejarse llenar los pómulos de babas y de risas; entregar las gafas a cambio de conservar íntegra la trenza —por lo demás bastante maltrecha— y a cambio de un beso inesperado.
      —Pelotillero, que eres un pelotillero.
      Entonces, así por mucho rato, jugando con el crío sobre la pradera. Llegando a pensar que después de todo ha estado bien la tarde. Esta tarde que se acaba con un color dorado sobre los castaños. Pensar en ponerle la camiseta al niño y levantar el campamento. Pensar en tomar un taxi, encontrarse en la Plaza de España con Judy y devolverle por fin el niño mocoso. Darles un par de besos, y a otra cosa, mariposa.
      Aunque tal vez sería bueno no cortar para siempre, mejor dejar una puerta abierta; por qué no encontrar la forma de enterarse de la dirección de Judy, allá en Carolina del Norte, sin que diera la impresión de que se ha creído lo del niño, sin ningún compromiso; sólo por si alguna vez —ya sabe— se le ocurre conocer Nueva York y —como está cerquita— decide pasar a verla, invitarle a una copa. En fin, puede que sea una tontería. ¿A ti qué te parece?

El mar

Pedro Conde

      La playa de Las Canteras está orientada al oeste, y su paseo en forma de media luna, con los edificios de apartamentos escalonados, asemeja un anfiteatro en el que se representa a diario la puesta de sol. La barrera natural que se encuentra como a cien metros de la orilla, frena las olas y mantiene el ruido y la espuma alejados. Hasta el filo de la arena, el agua quieta, forma un escenario de cristal que remeda, rompiéndolos en mil pedazos, los colores del cielo.
      Yo soy de tierra adentro. El mar para mí, fue siempre una barrera, un muro infranqueable. Pero cuando fui a vivir cerca de la playa, me aficioné a pasear por ella al atardecer. Me gustaba ver la transformación que sufría en esas horas cuando dejaba de ser una exposición de estáticos cuerpos tostándose al sol, y empezaba a bullir con la variada actividad de una maraña de gente que encontraba en ella el marco ideal para acabar el día. Jóvenes que juegan al fútbol; gente haciendo footing; cometas que vuelan; bañistas perezosos que apuran los últimos momentos; y los más, que como yo, dan paseos junto al agua, disfrutando del contacto de la arena bajo los pies descalzos.
      Aquella tarde me llamó la atención la figura de una chica, que sentada en la arena, se abrazaba a sus rodillas como quien se agarra a un salvavidas. Tenía los ojos perdidos en el horizonte. La brisa cargada de salitre despejaba de su cara la abundante cabellera negra, y el atardecer rojo, teñía su piel morena, y convertía en ríos de lava las lágrimas que corrían a perderse en el mar. Quise acercarme pero no tuve valor. Su imagen se quedó grabada en mi retina y en mi recuerdo. Aquella noche me dormí pensando en ella. Al día siguiente estaba en el mismo sitio, y tampoco encontré el valor necesario para hablarle. Una tarde, tal vez cansado de que fuera mi imaginación la que me contara el motivo de su llanto, tal vez deseoso de parar de una vez esa tristeza, o temeroso de que el mar terminara desbordándose por el vertido de sus saladas lágrimas, me acerqué con determinación y miedo a partes iguales.
      —Hola,… me llamo Pedro,… te… ¿Te importa que me siente?
      Ayudé a Rita a volver a reír, ella a cambio me enseñó a hacerlo, e hicimos de la playa nuestra casa por mucho tiempo. Las barcas de pescadores se convirtieron en nuestro techo. La arena nuestra mesa y nuestra cama. Por las noches contábamos las estrellas marcándolas con besos y en el fresco de la noche disfrazamos los motivos para los abrazos. Bailamos con las mareas. Hicimos hervir el agua. Buceamos el uno en el otro, y nos ahogamos para resucitarnos en un eterno boca a boca. Le dimos lecciones al sol de cómo calentar un cuerpo, y nos pescamos cada día en nuestras redes. Su olor era el del mar, su piel de sal era mi azúcar morena y mi pecho fue la almohada en la que cambió llantos por sueños. Cuando quería vida le miraba a los ojos. Ella era todo, y mi mundo era ella.
      Un día, me llamaron al trabajo y me contaron que Rita se había lanzado a salvar a un hombre que se ahogaba y no pudo sacarlo, el hombre, presa del pánico la ahogó y se ahogó él. Yo sé que fue el mar celoso.
      Cada tarde, me acerco a la playa, me dejo caer en la arena como pájaro abatido por un disparo, y contemplo el brillo de sus ojos en la superficie del agua junto al horizonte. El tono rojo de su piel imitado por el sol que se esconde, da paso a la negrura de su cabello, que envuelve el cielo y me muestra los besos inalcanzables que nos dimos. La brisa de salitre me trae el sabor de su piel recién mojada. Mientras, odio y maldigo el océano. A la vez que caigo en el profundo abismo del dolor, de la añoranza, a la vez que mis tripas se volatilizan de rabia, me abrazo a mis rodillas como a un triste salvavidas. Puede que el mar se haya arrepentido, o que sienta lástima, o que tenga miedo de desbordarse al recibir mi llanto salado, pero una voz corta mis pensamientos negros
      —Hola, ¿Te importa que me siente?,… me llamo Elena.

Recuerdos

Liliana Savoia

      El tiempo ha erosionado sin duda muchos los recuerdos de ese día, pero evoca perfectamente los ruidos que despertaron sus sentidos luego de esas largas horas de inconciencia.
      Estaba tendido de espaldas y una pequeña brisa cruzaba por su mejilla, luego unos ásperos sonidos, para los cuales la descripción en palabras sería inútil, lo despertaron. Un sopor acompañaba los latidos punzantes en su cabeza. Se sentía desamparado en esa jaula húmeda y oscura.
      Las circunstancias que lo habían llevado ahí eran confusas por más que se esforzara en recordar, pero estaba conciente del riesgo en que se encontraba.
      Tres personas desconocidas irrumpieron en el lugar encapuchadas de negro y lo condujeron a través de estancias que parecían calabozos
      Al cabo de unos minutos bajaron por unas angostas escaleras a un largo pasadizo oscuro y húmedo sin habitaciones a los lados, por lo cual confirmó sus temores de que lo llevaban a una prisión subterránea. Todo estaba construido de cemento. Solo la luz de una linterna alumbraba el camino entre pozos embarrados. Recuerda que una idea acorraló sus sentidos en aquel momento, pudo ver una imagen aparecer junto con la bocanada espesa de aire enviciado.
      Experimentaba las profundidades a las que a veces puede llevar la miseria humana. No sentía su cuerpo, solo la sensación de que lo iba perdiendo a medida que la figura avanzaba. Sus carceleros se quitaron las capuchas dejando ver sus caras. Comprendió que era el fin. Luchó con lo que quedaba de sus fuerzas, sus brazos se empeñaban en ademanes ridículos para defenderse de esos personajes. Un sudor frío empapó su piel y sus ropas. Sus manos se crisparon sobre el brazo de uno de los hombres. De pronto abrió los ojos, una luz lo enceguecía. Voces y ruidos metálico lo iban despertando.
      --Lo tenemos. Está estabilizado—dijo un joven médico mientras retiraba la mano que se había aferrado como una garra a su brazo.
      --¿Y mi esposa? ¿Dónde está mi esposa ?
      A unos dos kilómetros de distancia del hospital, en el cementerio nuevo, se daba sepultura a una mujer, los allegados volvieron a sus casas transidos de sombras y silencios.