viernes, 15 de mayo de 2009

Crónica del veinticuatro (ejercicio)

Mirta Leis

      El reloj destella las tres de la mañana con una tenue luz sobre la cuna blanca: Bárbara llora.
      El timbre se eterniza en el sonido. Golpes, que parecen patadas, acompañan voces que ordenan abrir de inmediato.
      Saltar del lecho, alzar la niña, prender las luces, buscar los zapatos debajo de la cama y correr hacia la entrada a medio vestir.
      La puerta se abre y ellos entran. Corren por la casa en filas verdes, lo llenan todo, como las hormigas cuando avanzan voraces sobre el azúcar. Lo revisan todo: cocina, baño, patio, sillones, placares, biblioteca…
      Acurrucada en un rincón con la niña en brazos veo caer libros, discos, cuadros, leer cartas, guardar agendas, dar vuelta cada uno de los cajones de la cómoda ¿qué buscan?
      Entre aquellos hombres de verde, irrumpe un rostro conocido con uniforme azul: el policía lugareño se acerca, toma de un brazo a mi esposo y se dirige a su madre, le asegura que lo traerá más tarde — cuando todo se aclarare.
      Ella llora. También la niña…cómo si entendiera.
      Atónita, los veo irse calle abajo.
      Algunas hormigas siguen metiéndose por los rincones, hojean textos, revisan documentos y se llevan algunos objetos de la casa: un catalejo de bronce, un índice telefónico, algunos libros de política y economía. Nada me importa, solo él.
      Salen tan rápidamente como entraron: disciplinados, mirando al frente, impersonales. Sostienen firmes las armas y hacen sonar sus borceguíes marrones sobre los escalones del frente de la casa.
      El camión los espera en la esquina. La fila avanza al trote despertando al pueblo dormido.
      Ahora, el silencio se hace eterno y vacío. Lentamente, caminamos hacia la cocina para derrumbarnos en las sillas que recogemos del piso.
      Las preguntas… y las suposiciones que no conforman. La espera. El reloj que no avanza, el tiempo que pesa sobre la esperanza del regreso.
      Amanece. Por décima vez me asomo a la vereda: no hay nadie en las calles. Un gato salta sobre los techos; de tanto en tanto pasa algún vehículo militar repleto de soldados.
      El mate, compañía fiel, calienta la angustia de las horas. Es 24 de Marzo de 1976, al son de marchas militares la radio despeja la incógnita: —Comunicado número uno…dice una voz casi solemne. Es un golpe de Estado.
      Con la niña en su cuna y el dolor en los brazos comienzo a ordenar el caos.
      Otro mate, las miradas, las palabras que no salen, la tarea de esperar.
      A media mañana mi padre trae noticias: —Lo llevaron a Paraná, junto con el intendente, dos o tres militantes de la JP, uno de la juventud radical y un abogado que quiso oponerse a que se lleven su hija.
      Oscurece. Aún no vuelve.
      Duermo junto a mi hija con la radio encendida: acunada por marchas militares…, esas mismas que escuché en casa cuando era niña, pero esta vez suenan distinto, será tal vez, porque la vida me hace oírlas desde el otro lado, justo, desde la vereda de enfrente.

miércoles, 13 de mayo de 2009

El ciclón del 46

Mabel Bellante

      El tren de las 22 llegó puntualmente, ese viernes 13 de Septiembre de 1946, a la estación desgarrada. El periodista descendió en medio de la desolación y comenzó a caminar las calles, envuelto en la polvareda, las sombras y la circunspección, tratando de ver algo más, por sobre los escombros y la oscuridad.

      Esta historia de dos días se inicia el miércoles cuando, a pesar de que todas las descripciones coinciden en que el pueblo anocheció en calma, los árboles -en ejemplo de esa quietud siniestra que anuncia al desastre- inmóviles entre una brisa desaparecida, durante todo ese día no necesitaron tapar la palidez nacarada de un sol que se retiró demasiado rápido.

      Desprevenidos, indefensos, sobresaltados. Así se despertaron esa madrugada. Algunos pocos trasnochadores memoriosos recuerdan que un murmullo incipiente fue creciendo hasta que, fulminante, se transformó en aquel rugido inolvidable que recorrió el lugar, arrancando todo o casi todo a su paso. Sostienen que la impresionante espiral, que duró un santiamén pero que fue vivida como interminable, dejó -al alejarse- un silencio más oscuro que la misma noche.
      Nadie sabía a qué atenerse. En la población, pasmada y reaccionando a tientas tras el espanto, gradualmente hacía su aparición el sentimiento, entre escenas desvastadoras que la pobre iluminación de las lámparas parecía acentuar. El ambiente –en sí mismo- era llanto. Preguntas que venían desde todos lados y volvían a irse sin respuesta, entre desprendimientos de chapas y de hierros, entre paredes que se caían estruendosamente... Las raíces de las plantas, desparramadas por todos lados, fueron la escenografía agónica de las primeras víctimas encontradas. Y, con la precariedad que contagiaban los incesantes desmoronamientos, a las 3 de la madrugada se estaban prestando los primeros auxilios.
      Por aquí y por allá animales muertos o en agonía, trozos de muebles, cartas embarradas, techos desperdigados por las calles. De esta forma llegó la mañana, con un trágico asombro en los ojos de los niños, con miradas petrificadas sobre los hogares aniquilados, y con un sufrimiento absorto en lo indescifrable, espeso, a medida que se iban encontrando los demás cuerpos sin vida. Fue en este escenario de caos y desconcierto, donde los gestos de solidaridad y amor al prójimo se transformaron casi en lo único, porque esos fatídicos treinta segundos de un viento soplando a 150 km/h dejaron un saldo impresionante de soledad y desgracia, pero también de colaboración, de mano tendida, de incorporarse para ser más fuertes que el mismo horror, en la ayuda al que necesita; las farmacias entregaban gratis los medicamentos; las tiendas, frazadas, abrigos, mantas; y aquel poblador que había tenido la fortuna de salir indemne físicamente, ayudaba a los más débiles y a los heridos.

      Transcurrieron muchas horas hasta que la noticia se conoció en la Capital Federal. Un primer parte informaba que en un ignoto pueblito llamado Carlos Casares, a las 2 y 40 de la madrugada del jueves 12, había pasado un ciclón, dejando un saldo de 13 fallecidos, más de 100 heridos y cerca de 120 casas derribadas. En honor a la verdad, al otro día todavía no se podía establecer la magnitud de la catástrofe, pero la gente, para entonces, estaba preparando el entierro a sus muertos; y en el colmo del desconsuelo, pasadas las 5 de la tarde, ese viernes, una agobiada caravana de más de 5.000 personas, acompañó a los féretros bajo la llovizna, hasta su última morada.

      El diario capitalino, enterado de lo sucedido, decidió enviar a uno de sus periodistas para que realice la cobertura del suceso. El tren de los viernes llegó –en este estado de las cosas y su luto- se podría decir que milagrosamente sin alarma, a la estación.
      Al bajar, el cronista percibió el frío, y la desolación lo apabulló ni bien se dispuso a recorrer las calles, en dirección al centro. Lo primero que pensaba hacer era ir hasta la escuela Bernardino Rivadavia, ya que tenía noticias de que allí se encontraban albergadas muchas de las 1.300 personas que habían quedado sin techo.
      Jamás antes había escuchado hablar de Casares, pero durante el viaje se había enterado detalles de la tragedia; por esta razón, al girar la cabeza y toparse con un viejo árbol que, malherido, se mantenía de pie tozudamente, asistido por una estaca que seguramente algún vecino le había acercado, se conmovió ante la evidencia del cuidado. Parecerá lo contrario, pero este pueblo no está acabado, se dijo para sus adentros y, pensando en los porqués del destino y su furia natural siguió su marcha para el lado de la plaza, por las veredas cubiertas de ramas, flores despedazadas y trozos de ladrillo.

jueves, 7 de mayo de 2009

Movida a dúo

Pedro Carriere

      Es improbable que dos personas con rasgos físicos tan similares no tengan, al menos, un progenitor en común. Esta entramada suposición se evidenciaba en cuchicheos y miradas de reojo de profesores y de padres hacia las respectivas madres, cuando estas esperaban a sus hijos a la salida de la escuela. Pero esta silenciosa condena social jamás influyó en la excelente relación que, desde muy pequeños, tuvieron el Pichi y el Colo, o “los geme”, como los habían apodado cariñosamente por su parecido, hace años, los compañeros de segundo grado sumidos en sus inocentes períodos freudianos de latencia.
      Los dos tenían dieciséis años y, a primera vista, parecían hermanos: en ambos un flequillo rubio y desprolijo disimulaba un avanzado acné en la frente y caía sobre unos ojos empequeñecidos por el grosor de los lentes de sus anteojos; caminaban arrastrando los zapatos con las puntas de los pies hacia afuera, como las agujas de un reloj que marca las diez y diez. Eran flacos, desgarbados y hasta compartían el tic de sacarse los mocos y hacerlos bolitas, cuando estaban concentrados.
      A “los geme” se los consideraba los “genios de la escuela” y eran los favoritos para ganar el torneo intercolegial de matemáticas por parejas. Para “la Fernández”, su profesora, el hecho de tener a estos dos adolescentes en la competencia, no sólo era motivo de orgullo, sino que también en caso de que ganaran, se vería beneficiada con el reconocimiento monetario que el cura director daba a los profesores de los alumnos que promocionaban la institución al triunfar en este tipo de certámenes.
      No sólo su parecido físico llamaba la atención: eran dos personas comunicadas por una sintonía psíquica particular que resultaba hasta palpable cada vez que, sin hablarse, se proponían hacer algo entre ambos. Parecían movidos por una misma voluntad y un mismo cerebro, como si un titiritero omnipresente y ambidiestro moviera hilos invisibles controlando cada una de sus acciones. Dicen algunos, aunque resulta difícil de comprobar, que esas habilidades fueron adquiridas por jugar innumerables partidas de ajedrez mirándose a los ojos, sin fichas ni tablero. Es probable que con dicho juego, al tratar de predecir las estrategias y los futuros movimientos del contrincante, se llegue a conocer en profundidad la lógica de su razonamiento; y seguramente, en este caso en particular la ausencia del tablero y de fichas, haya contribuido a que se llegue a interpretar en el semblante, en el movimiento de los ojos y en imperceptibles muecas del rostro, pistas que denoten detalles de sus pensamientos como también de los procesos intelectuales que les dan origen. Era con esas habilidades que lograban un total reconocimiento y admiración por parte de sus compañeros, sobre todo cuando las usaban con fines siniestros, si es que se puede usar el adjetivo de siniestro para denotar una capacidad innata de dirigir con precisión matemática y una pizca de maldad cuanta picardía inteligente se cometía en su curso. Y hacía meses que venían planeando lo que para ellos era un plan perfecto.
      Varias semanas atrás el Pichi había robado los planos constructivos del establecimiento que el plomero había olvidado en el depósito de herramientas, con el fin de observar cuidadosamente dónde estaban embutidas las cañerías que llevaban agua al baño de las profesoras, y el mejor ángulo en que se tendría, desde el baño del los varones, una buena vista de los “paisajes docentes” correspondientes.
      El Colo llevó a la escuela una agujereadora en la mochila, el Pichi consiguió las mechas. Tomaron cuidadosamente las medidas y rompieron el caño en diez segundos, justo esos diez segundos en que el timbre suena furioso, sobre todo en los baños, invitando a sus ocupantes, que salen con las palmas sobre sus oídos, a dirigirse a las aulas.
      Luego, todo aconteció en base a lo planeado: inundación, plomero, rotura de pared, caño nuevo y una nueva jugada arriesgada. El Pichi ya conocía de vista al plomero, el mismo que se había olvidado los planos en el baño y el que siempre realizaba algún trabajo en la escuela, de verlo en el ciber casi todas las tardecitas en la misma máquina escondida en el rincón, donde van esos que miran páginas pornos. Ellos supusieron, sin temor a equivocarse, que si al plomero le gustaba ver mujeres desnudas en la computadora con más razón le interesaría espiar a las profesoras, y sobre todo a “la Fernández”. Además, el Pichi lo había escuchado decirle a unos transeúntes eventuales, en la plaza de su barrio mientras todos miraban de reojo a la Fernández que caminaba por la vereda del frente“¡que culo tiene esa mina! ¿no les parece?” .
      El plomero, una vez terminado el trabajo, dejó el agujero en la pared desde donde no sólo se podía ver a las “profes” durante toda su estadía en el baño, sino también sacarles fotos, claro que sin flash, para no delatar su presencia. El Pichi y el Colo para ser los dueños del agujero lo taparon con una pequeña tapa de metal, asegurada con dos candados, ubicada detrás de un viejo tablero de básquet en desuso cerca de un inodoro fuera de servicio y clausurado.
      El plan fue perfecto, hasta previeron que el curso tenía veinte pares de ojos masculinos para mirar por un mismo agujero, por lo cual se “vendían” los segundos que cotizaban según la profesora que entraba al baño. Los más caros, obviamente, eran los de “la Fernández” que, además de hacer las cosas normales que pueden hacerse en los baños, se sacaba la camisa y la pollera o el pantalón, o a veces se desnudaba totalmente y de esa manera hacía sus necesidades o se acomodaba el pelo o se pintaba los labios. Así, los “geme” se aseguraron, además de dinero, también cigarrillos, chocolates, favores y hasta “tranza con hermanas”. Sólo el plomero tenía unos segundos gratis, que generalmente donaba a los menos “pudientes”.
      Fue entonces cuando decidieron dar el golpe final, el jaque mate de esa partida inolvidable. La movida, que les daría el triunfo total y los catapultaría como genios indiscutidos entre sus compañeros, era llegar a tener “algo” con “la Fernández”, se conformaban con un “algo” moderado: unas caricias, unos besos; sin perder las esperanzas que la profesora, sorprendida por la originalidad y la fuerza de su estrategia, cayera excitada y gustosa en la trampa. Aunque, más allá del mero acercamiento sexual, que como a todo adolescente lo consterna y lo ilusiona, el objetivo final era demostrar cómo sus mentes juntas se potenciaban al límite de lo impensado, de lo imposible.
      Cotejaron opciones: una era amenazarla con no ir a las olimpíadas, y sabiendo lo importante que era para “la Fernández” su reputación y su deseo de viajar, había buenas posibilidades que aceptara la propuesta; y otra era lograr su cometido intimándola con publicar las fotos que le habían sacado en el baño. Estuvieron un día evaluando las alternativas hasta que llegaron a la conclusión que lo de las fotos era más fuerte.
      Ya no había vuelta atrás, como una piedra que acaba de ser arrojada o una palabra que se aleja de la boca, el proceso era irreversible, esta vez no sólo se trataba de demostrar sus capacidades para formular estrategias exitosas sino también estaba en juego su valor y reputación frente a sus compañeros.
      Sin mirarla a los ojos, con los lentes semiempañados y un cosquilleo paralizante en las piernas, el mismo que se siente en las ocasiones que se tiene mucho miedo o cuando, asustado, se intenta correr en sueños, se acercaron a ella en la entrada de la escuela. No se animaron a hablarle; llevaban un sobre con una carta, en donde explicaban sus intenciones cuasi-sexuales, y unas copias de las fotos:
      -Tome, esto es para usted señorita -dijeron a dúo con tono respetuoso, evitando su mirada, al momento que estiraban ambas manos derechas con las que asían el sobre, en un movimiento ridículo pero sincronizado.
      Ella asintió con su cabeza sin emitir ni una palabra, apretó sus labios como si aseveraba una duda o se escondiera una sonrisa, y bajo un instante sus párpados. Tomó el sobre rozando con sus uñas largas y rojas las palmas de las manos transpiradas y temblorosas de los adolescentes, e ingresó al colegio.
      Dos idénticas sonrisas forzadas se dibujaron en sus caras, de esas que se realizan con la mitad inferior del rostro, mientras los pómulos y los ojos permanecen inexpresivos, típica de cajera de local de comidas rápidas, y en silencio se fueron caminaron lento hacia el sótano, sus piernas se iban entumeciendo y no les permitían apurar el paso. Los invadió una rara mezcla de orgullo y terror; las probabilidades de que el plan fallase, hasta ahora insignificantes, empezaron a aumentar de repente, parecía que el titiritero bajaba por sus hilos descargas eléctricas que sacudían sus estructuras lógicas: se preguntaban por qué lo hicieron, qué pasaría si ella se animaba a mostrar las fotos al director, el cura seguro llamaría a los padres, sería un desastre. El sótano les pareció frío. Unas repentinas ganas de orinar los invadió, como cuando se juega a las escondidas. El cosquilleo ya no se limitaba a las piernas, avanzó hacia la espalda y la nuca. Esa noche ninguno de los dos comió; el Colo no pudo dormir.
      A la otra mañana, desde media cuadra antes de llegar a la escuela ya vieron a “la Fernández” que, con un traje negro bien al cuerpo, un rodete prolijo y unos anteojos redondos que le daban un aspecto de secretaria agria, los esperaba en la puerta. Se acercaron caminando muy juntos, rozándose los hombros. Al Pichi le dolía el pecho, la saliva había desaparecido de su boca y no podía hablar, y el Colo, para que no se note el castañeo de sus dientes, mordía fuerte una goma de mascar agotada por el insomnio.
      –Buenas fotos aunque hay mejores –les dijo con una sonrisa neutra, giocondina, mientras les entregaba un sobre, para luego dar media vuelta y dirigirse al curso.
      –Los espero en el aula, no tarden– agregó.
      Tardaron en reaccionar. Qué les quería decir “la Fernández” con eso de que “hay mejores”, además no se la vio ofendida, quizá aceptó la propuesta. El miedo fue dejando paso a la exaltación. Abrieron confiados el sobre; la carta decía:

      Hay mejores fotos mías en www.exibicionistas.com. Busquen las de una pareja llamada: La profe y el plomero.
      No era tan difícil imaginarlo. Los consideraba mejores.
      Creo que no ganaremos las olimpíadas.
      Ah, me olvidaba. No se molesten en denunciarme a las autoridades de la escuela; hay un agujero mucho más viejo que el de ustedes en otra pared del baño, y que da a la bodega privada de los curas.
            Prof. Fernández


      El Pichi y el Colo quedaron con sus bocas entreabiertas un buen rato, mientras sus ojos sin pestañar permanecían clavados en la carta que, como una lámpara de Aladino inversa, fue convirtiendo a los genios en humo.

sábado, 2 de mayo de 2009

Los enanitos de Adna y de Tiziano

Norberto Zuretti

      Por eso, cuando después del diariero y de la monja fue lo del indio, no le llamó la atención y apenas si levantó el rostro de sus cabellos para retornar pronto a esa mecánica traviesa de gritos y risas, manos y besos. Adna tampoco se inmutó, pero cómo podría si ella era la causante de todo y lo más probable es que ni se planteara el asunto más allá de aquella somera charla para explicar que estaba tan alegre y feliz porque eso tenía que significar amor, felicidad, y la concreción de tantos sueños infantiles sobre que todo ello va acompañado de tambores y campanas y trompetas, angelitos blancos y flores de colores. Tiziano no la contradijo porque en lo de las campanas tenía razón ya que se conocieron luego de oír cada uno el sonido de la campanita que usaba el otro, una excusa original y dos sonrisas inevitables hasta que por fin y por supuesto un café y después de las trivialidades de siempre saber que ella es pintora y él está sin trabajo, que a ella le disgusta Van Goh, admira a Seurat y un poco menos a Degas, mientras él no está de acuerdo con sus apreciaciones sobre el autor de Granjas en Cordeville, le gusta Paco Ibáñez y Sui Generis, coinciden de pe a pa en la concepción del absurdo que teoriza Ionesco y que para todo es mejor el invierno, el calor los agobia a ambos, tal como reconocieron las primeras veces que durmieron juntos, ahogados en las propias transpiraciones y el aire espeso del hotel en San Miguel del Monte, pegado a la humedad de la laguna y los mosquitos. Ese fin de semana no sucedió nada, a excepción de profundizar el mutuo conocimiento, caminar bajo la llovizna y tratar en vano de conseguir un bote, prometiéndose otros mundos y otras citas. Tiziano terminó conociendo los principios básicos del Kama Sutra y del Tao, a los que jamás les había prestado atención. Por su parte, Adna vivía una experiencia totalmente distinta a cualquiera anterior, salvo aquella primera vez con Roberto, que le había quedado tan grabada por ser la primera y por ser Roberto ese novio muerto que aún la observaba desde un portarretrato de pino en su mesita de luz, y por sus entonces veintidós años tan tiernos, y recordados, y lejos.
      La rutina del lunes se extendió hasta el viernes, y esa noche, en un alojamiento sin pretensiones, hicieron el amor como ella quería, alcanzando extremos de placer que Tiziano nunca hubiera sospechado. Tal asombro le causó vencer sus propios límites que no captó el ligero movimiento de Adna de espaldas, escondiendo algo en su bolso una de las veces que se levantó a ducharse. Primer turno para la ducha, decía ella con una sonrisa cómplice que en rea-lidad llevaba implícita la orden de que después obviamente debería ba-ñarse Tiziano antes de reiniciar las caricias en sus pieles frescas y cabellos mojados.
      La vez siguiente fue en el departamento de ella un par de días más tarde, cuando él dijo oír unos ruidos que venían del placard, Adna le llenó la boca de besos y tonto, no puede ser, oíste mal, vení, besame, tri tri. Entonces le contó el chiste del loro y el sacerdote sordo y así fue para él la primera vez que lograba un orgasmo riendo y llorando de alegría, sintiéndose tan satisfecho y tan contento, tonto, tonto, ahí no hay nada, tonto. Pero esta vez ella no pudo ocultarlo y ni bien le tocó ducharse, Tiziano los descubrió en el fondo del armario, dentro de una caja de zapatos y haciendo mucha bulla porque querían salir, y evidentemente debía de faltarles el aire. Con una mano levantó al diariero y con la otra a la monja. Hablaban, le gritaban, pero en una escala auditiva tan reducida como sus tamaños, y él no alcanzaba a comprender las palabras, apenas le causaban mucha gracia, sobre todo ella que parecía terriblemente ofendida y se había puesto colorada mientras le taconeaba la palma de la mano. El otro personaje le ofrecía un diario diminuto gritándole algo que bien podría ser Larrazoooón o Shestaaaaadiarieee.
      Pero..., ¿cómo?, decía él más tarde. No sé, no sé, te juro, no sé. Bueno, pero estas cosas no pasan así como así, de golpe y sin que uno se de cuenta. No pero. ¿Sí? Pasó como vos decís, el otro día. ¿Cómo? Sin que me diera cuenta, de repente apareció, sentí un hormigueo, un chucho de frío, y ahí estaba, chiquitito, frotándome la cara con un diario, sentado a medias sobre mi pelo y la almohada, lo levanté y lo metí en la cartera. ¿Y después? No hubo después. No, ¿cómo que no? No, así de simple, en casa abrí la cartera y ya no estaba, había desaparecido. No entiendo ni jota. Y yo menos, agregó ella, ¿qué te pensás? ¿No te pasó anteriormente? ¿Por qué a mí, no puede ser a los dos, no puede ser culpa tuya? No, ni loco, a mí no me pasó nunca nada parecido. ¿Y por qué a mí, eh, por qué a mí?
      Tiziano no tuvo más remedio que encogerse de hombros mientras le acariciaba una oreja, pero claro, estaba ese cosquilleo y el chucho de frío y también esa especie de sensación de parto que le confesó Adna más tarde y eso tenía que significar lo único posible, sobre todo si a él nunca le había sucedido, así que insistió y entonces ella aceptó entonces que un par de veces con Roberto hubo algo parecido. ¿Ah, sí? Bueno, en realidad no tan parecido pero una vez fue una ratita blanca, otra un gato feo que llamaron Mac y finalmente un monito..., aunque no, pensándolo bien el último fue un loro que siempre parecía estar riendo a car-cajadas. Pero esos animalitos no desaparecían para regresar casi repentinamente como ahora, se quedaban con ellos, el monito abrazado a ambos saltando de uno a otro, la ratita se metía en sus bolsillos y carteras, el gato maullaba como cualquier gato y el loro reía, nada más reía. ¿Y Roberto, qué pensaba Roberto?, le preguntó Tiziano aunque le disgustaba hablar de Roberto por saber cómo lo había querido ella hasta su muerte en aquel accidente. Primero se asombró, mucho, más tarde nos fuimos acostumbrando ya que los bichitos tardaron casi un año en terminar de aparecer todos. ¿Y después? Después..., después cambiaron, no sé, ellos o nosotros, lo cierto es que cada vez se metían más en nuestras vidas, Mac me acompañaba a todos lados, Roberto descubrió en varias oportunidades al monito semioculto, siguiéndolo; así comenzamos a temerles, tratamos de apartarnos de ellos pero era inútil, no nos dejaban... ¿No probaron a encerrarlos?. Sí, pero de alguna manera que no conocíamos se fugaban y se nos aparecían en el baile o en el cine, siempre estaban con nosotros y cuando más deseábamos nuestra intimidad más nos la quitaban. ¿Y qué hicieron? Roberto lo hizo, no tuve nada que ver, te juro, en el fondo me resultaban simpáticos, eran tan cariñosos de no ser por esa persistencia... Sí, pero, ¿qué hizo él? Una noche los ahogó en la bañera, a todos juntos, le costó mucho, ¿sabés?, salió diciendo que todo había sido como desprenderse de algo de uno, muy de uno, muy de adentro, como la propia vida, salió retriste, nunca me voy a olvidar de su cara.
      Tiziano estaba desconcertado, sobre todo porque los enanitos surgían sin ninguna regla, pero siempre un par de horas antes de que hicieran el amor, y se quedaban cerca de ellos jugando sus juegos de miniatura. Tam-bién le resultaban agradables y tampoco era capaz de prever el nacimiento de uno nuevo. El cuarto fue una especie de atleta o acróbata y apareció sobre su espalda en una oportunidad que se amaban cantando. Al principio, oyeron como una tercera voz desacorde cuando ellos cesaban de cantar, y después lo vieron, en realidad él lo sintió descender sobre su columna dando vueltas al carnero y entonces sí lo vieron, tan ágil, tan incansable y saltarín.
      Durante tres meses no hubo nuevas visitas, tan sólo los cuatro de siempre. El indio les pinchaba la piel suavemente con su lanza, la monja les secaba el sudor de las frentes pasando de un rostro a otro, el diariero solía apantallarlos y el atleta rodaba por sus espaldas, hombros y cinturas realizándoles minúsculos masajes. Tiziano consiguió trabajo, ella pintaba y vivían en un departamento antiguo por Congreso. El había aceptado a los enanitos y al portarretrato con la vieja foto de Roberto sobre la mesita de luz. Las últimas semanas habían estado solos, casi llegaron a extrañarlos. Cuando esa tarde llegó Tiziano, la encontró a Adna divirtiéndose con los cuatro en el atelier, todos sucios de barnices y óleos. Hicieron el amor en el piso sin reparar en su presencia, y esta vez fue él quien contó un par de chistes y ella la que rió como una niña mientras lo despeinaba y abrazaba fuertemente con los brazos y las piernas.
      La descubrieron después del segundo orgasmo, dulcemente embriagados en sus propios olores y humedades. Parecía tímida acariciándole el hombro a Tiziano y observándola a Adna de reojo. Es una corista, dijo él contento por el descubrimiento, se llama Magdalena, la bautizó. Flor de puta, dijo Adna, no me gusta. ¿Por qué?, mirala, mirala, es muy chiquitita pero lo tiene todo tan bien puesto, fijate, está rejoya. No seas forro. Y vos no te pongas celosa que me hacés reír. ¿Celosa yo, de eso?, por favor... El amague de disputa terminó en un beso y en la ducha. Durante cuatro meses no volvieron a estar solos, pero de ahí en adelante la cosa se complicó porque los enanitos comenzaron a aparecer primero día por medio y al mes todos los días, siempre a eso de la hora de la cena. Se habían establecido en el dormitorio y cada uno repetía metódicamente sus tareas, a excepción de la corista, quien cada vez tomaba más con-fianza con el cuerpo de Tiziano y al parecer no tenía una labor fija y deambulaba por su piel como buscando quién sabe qué. No la trago, decía muy seguido Adna. No le hagas caso, contestaba él antes de descubrir que hasta la relación entre los enanitos se había fracturado porque el atleta competía con el indio a causa de la corista, la que no les hacía el menor caso, mientras el diariero los recriminaba apartándolos y pidiéndole ayuda a la monja que se negaba a intervenir.
      Para ellos, el desgaste y la sensación de asfixia no llegaron de golpe, algunos gestos comenzaron a hacerse repetidos, ciertos rincones parecian pequeñas cárceles, tumbas frías llenas de sombra, respuestas y preguntas que se dilataban o negaban. Una vez, al abrir el maletín en la oficina, Tiziano se encontró con Magdalena sonriéndole entre un montón de expedientes y formularios. Esa tarde, al regresar a su casa no pudo quitarla del bolsillo del pantalón y durante interminables quince minutos en el 56 sufrió sintiendo mientras ella le acariciaba el sexo y se aferraba a su pierna como una ventosa. De nada valieron los reproches esa noche porque volvió a aparecer una mañana en la fila de un banco, un sábado en el supermercado, dos veces en un cine y aquella tarde de vergüenzas y culpas durante la reunión con el gerente. También Adna tuvo lo suyo ya que el diariero y el indio se turnaban durante el día para no dejarla sola. En una oportunidad, creyó ver a la monja escondiéndose detrás de unas botellas en un anaquel de la cocina. Otra vez entre la ropa del placard. Una noche los encerraron en el lavadero, jamás supieron cómo hicieron para salir. La persecución se tornaba cada vez más rigurosa, más estrecha y persistente. De la misma forma la relación entre Adna y Tiziano se iba resintiendo a causa de los enanos, y ese amor sin porqués y sin límites que se profesaban ya desoía todos los consejos de la prudencia. Ella temía que él la considerara culpable y él, que si decía algo, ella se sintiera la causante de todo. No hubo algo en particular, nunca es así en estos asuntos, pero haciendo un ligero recuento podría deducirse que Magdalena fue la gota que rebalsó el vaso, decididamente era un notorio elemento de ruptura entre sus compañeros, coqueteaba y provocaba al atleta y al indio, hasta se atrevía con el diariero que era el más centrado del grupo, agredía permanentemente a la monjita que seguía callada, tal vez rezando. Adna y Tiziano estaban seguros de que era la corista quien planeaba y dirigía las persecuciones. Hubo un amanecer que les llegó sin sueño como tantos otros, una última excitación y el vicio de gozarse una vez más antes de dejarse vencer por el cansancio y la mañana del sábado. Nuevamente la monja secando sudores y el indio con su lanza, y el acróbata y el diariero. Cada uno de los pequeñitos en su tarea habitual pero Magdalena resbalando y mordiendo, forzando las nalgas de Tiziano y empujando y empujando con el mismo ritmo creciente del orgasmo, destrozando de una vez por todas la intimidad de la pareja en su afán casi enfermizo de penetrar y poseer y dividir, regresando a lo mismo cada vez que él la apartaba hasta que se sentaron en la cama y encendieron cigarrillos para mirarse sorprendidos y en silencio. Magdalena se había aferrado a un pie de él y se abrazaba girando sobre el mismo, aflojando y apretando. La monja se encontraba recostada sobre su pecho y le frotaba el pezón en una microscópica caricia. El diariero y el indio jugaban con el vello del sexo de Adna, mientras el acróbata se había enroscado en su cuello como un pequeño collar. Esto no va más, susurró Tiziano apagando el cigarrillo. Ella calló, muy seria, los ojos lejos como cuando se aferraba a un recuerdo, probablemente Roberto, penso él sin atreverse a interrrumpir ni a llamarle la atención para descubrir que ella lo mira a través de Roberto, y arruinar entonces esa hermosa sensación de compartir tan sólo sus propios presentes con ellos mismos, aunque todo fuera una dulce mentira. Habría que hacer algo, murmuró ella más tarde pero él ya se había dormido dejando apenas pegada en su rostro una arruga de preocupación, sobre todo por haberse abandonado al sueño pensando que ella seguía usando la varita de Roberto para compararlo, no la de Eduardo ni Alejandro ni Rudy, con quienes no habían aparecido animales ni enanitos ni nada, pero sí Roberto, ese primer novio y ese amor intenso y frustrado antes de tiempo, antes del tiempo natural para la plenitud o el desgaste.
      Se despertaron casi juntos, y ya era más del mediodía. Primero fue Adna quien abrió los ojos, estaba agitada y transpiraba, quitó al indio de su seno izquierdo y al diariero y al acróbata de su sexo, donde se encontraban durmiendo. Vio a la monjita acurrucada en el pecho de Tiziano y a Magdalena pegada como una sanguijuela a su pene, totalmente despierta, observándola con una mueca de odio, y se asustó mucho pensando que debió haber estado vigilándola durante toda la noche, elaborando quién sabe qué siniestros planes, con todo el tiempo a su disposición para desarrollar cualquier perversa fantasía. El se sentó en la cama y las apartó a ambas. Luego se miraron con ojos cansados y sus olores a dormidos, apenas atinaron a besarse y ya los cinco pequeñitos estaban otra vez sobre ellos. Fue inútil intentarlo, no pudieron hacer el amor. Después vino la ducha y un resto de sábado con tostadas y mate, una pizza a la noche y el sueño de compromiso igual que el domingo casi en silencio, encontrándose de vez en cuando sus miradas, rozándose apenas sus pieles mientras se dejaban usar cada vez más por los enanos que no les perdían pisada, que incluso los dirigían sin resistencia, como llegando de una vez por todas al límite de lo aceptable y ese límite resultara tan confuso y difícil, con Magdalena colgada del cinturón y con el indio o el diariero trepado a la pollera, con los cinco chiquititos persiguiéndolos por toda la casa, vigilándolos bien de cerca, cada vez más y más cerca, sin dejarlos a solas un solo instante. Ellos lo comprendieron en silencio, replanteándose las antiguas decisiones de aceptarlos. Se había acabado la libertad y la gracia del principio se transformó en asfixia, igual que la novedad en una angustia pesada, y hasta en miedo. Adna no podía olvidar que al despertarse halló a la corista espiándola, tejiendo odios y oscuras amenazas. Cada uno de ellos sentía la pérdida de su identidad, ese vacío espeso que se les iba instalando en los hombros y en las vísceras, como una peste inevitable y sin retorno.
      ¿Decías algo?, murmuró Tiziano ya muy de madrugada, semidormido. No, no, no, mintió ella, que evidentemente había estado pensando en voz alta mientras él dormía.
      Ese lunes fue un día distinto. Sin embargo, Tiziano no lo supo hasta regresar de la oficina e iniciar con el rito de desvestirse la serie de metódicos movimientos que lo llevarían a ducharse, y a la mentira cotidiana de dejar en el agua enjabonada el cansancio y los problemas. Pero antes estuvo Adna, tan cerca de la cama desabrochándose el sostén luego de quitarse la blusa muy despacio, mirándolo eternamente y reteniéndolo con un suspiro de esos que en su código íntimo de pareja significaba lo de siempre, por más que, en forma inexplicable, no estuviera lo de siempre. Esperá, esperá un poco todavía, un rato más, y entonces él acepta refugiarse en lo más hondo de su mirada y al captar de reojo la puerta cerrada del baño y la ausencia ya definitiva del portarretratos de pino en la mesa de luz, piensa que sí, que mejor aguardar a que todo allí dentro haya terminado y quede afortunadamente en reposo, más tarde habría tiempo de encargarse de la limpieza y del resto, por ahora bastaban este tan esperado silencio y esta soledad, esta mil veces bendita soledad para intentar cuanto antes borrar la reciente mueca de tristeza del rostro de ella.

Dos ensaimadas

Pablo Moreno

      Desde el momento en que nos anunciaron que Claudia, su esposa, había muerto, supe –lo leí en sus ojos gastados de lágrimas- que Gabriel nunca volvería a ser el mismo.
      Lo cierto es que intenté, por todos los medios a mi alcance, que Gabriel saliera del remoto lugar en el que sólo existían el dolor y la culpa. Traté de hacerle comprender que debía seguir adelante, que aquello era un bache que se podía superar, que volveríamos a disfrutar de todas esas cosas divertidas que nos gustaba hacer juntos.
      Hasta el día en que me di cuenta de que mis palabras eran como peregrinos errantes sin un santuario al que llegar. Y es que Gabriel ya no atendía a las voces de los vivos, por lo menos no a las de aquellos que todavía habitábamos en un mundo de realidad al que él había renunciado sin dar explicaciones… supongo que porque no existían, igual que no existía un camino para mis palabras peregrinas. Se exilió en la soledad de una casa vacía de Claudia y en el alcohol. Se pasaba horas delante del ordenador, navegando por foros y salas de chat, construyendo a través de Internet una vida que no existía más que en su trastornada imaginación. Escribía poemas sin sentido, palabras de desgarro que habían acabado por convertirse en una espiral cuyo vórtice era el abismo.
      La última vez que acudí a su casa, seis meses después del entierro de Claudia, tuve que decirle que en la empresa habían resuelto su despido. Cuando la dirección planteó, en una reunión ordinaria del consejo el tema de su cese me sentí tácitamente obligado a ser yo el que le comunicara la noticia. El presidente habló de mandarle un burofax, pero mi ética personal —o eso creía yo— me impedía escabullirme de una obligación que entendía como mía e ineludible. Intentaron, no obstante, persuadirme con argumentos que a mí me parecieron sólo propios de cobardes insensibles. Entendía el despido, entendía que en una gran corporación los buenos sentimientos tienen fecha de caducidad y que allí nadie consiente que un alcohólico, perdedor y sin ganas de vivir, siga cobrando una nómina. La productividad es un término que no admite matices en el mundo de las grandes corporaciones pero en aquel caso no se trataba de un frío número sino de mi amigo.
      A pesar de que todo indicaba que aquello no podía salir bien, me presenté en su casa, una fría mañana de domingo, y llamé repetidamente al telefonillo hasta que abrió. Llevaba cuatro meses sin verle —no había aceptado recibirme hasta entonces— pero cuando lo encontré esperando en el rellano de la escalera me pareció que hubieran pasado dos siglos. Yo, que buscaba un remedio desesperado, un acto que lo cambiara todo, había comprado unas ensaimadas en Viena Capellanes, nuestras favoritas; quería hacer un último intento por comunicar con él, apelar a los tiempos en los que todo estaba bien. Todavía no había dejado de sentir que su fracaso se debía a mi prematuro abandono, a mi falta de insistencia, que yo era su último asidero y que le había fallado. Quise imaginar que nos sentaríamos, como tantas otras veces, a desayunar y charlar tranquilamente en la cocina, frente al enorme ventanal que la presidía. Recuerdo que a través de aquella ventana se podía disfrutar de una hermosa vista del parque del Retiro, sobre todo en mañanas soleadas de inverno incipiente, en las que el sol calentaba tibio y el parque aparecía cubierto por las últimas hojas secas del otoño. Ni siquiera llegué a mirar a través de ella porque no pude llegar hasta la cocina.
      Me detuve en el rellano de la escalera, estupefacto, y escondí la bolsa de ensaimadas en un bolsillo del abrigo. Fue un acto reflejo. Todavía no acierto a entender como se me ocurrió semejante majadería., como pude pensar que iba a arreglar aquello con unas simples ensaimadas. En aquel momento me parecía mentira que Gabriel, siempre impecable, sonriente y cortés, hubiera llegado a semejante estado de deterioro personal. Cuando traspase el umbral y accedí hasta el salón, sentí ganas de vomitar. La estampa general, el conjunto de su figura enfundada en un sucio pijama, desaseado y maloliente, en aquel lugar que fue su hogar, parecía sacada de una novela de Bukowsky. Aquella casa, que fue lugar de luz, decorada con esmero, acogedora… aquel salón al que tantas veces había ido a cenar con mi mujer y con mi hijo, aquel pedazo de mi vida, en el que compartimos tan buenos momentos, parecía un estercolero, una de esas estaciones de autobús infecta y maloliente, plagada de botellas vacías, vómitos y orines de borrachos allá donde se mire. Sentí indignación y pena. Pensé que aquella era la peor de las formas para guardar la memoria de Claudia, aunque, quizás, era eso precisamente lo que Gabriel pretendía: lo más probable es que lo único que buscara era borrarla de su recuerdo… a ella y todo el dolor que traía consigo.
      Me ofreció un trago de vodka directamente de su botella, tenía los ojos perdidos en una expresión de imbécil y siquiera daba muestras de saber quien era yo, quien había sido. Armado de mi indignación, de un modo abrupto y rayano en lo desagradable, di cuenta de mi parte en aquella penitencia que me había impuesto. Apenas alcanzó a articular algunas palabras, algo así como que se lo esperaba y que lo entendía y yo ya estaba saliendo por la puerta. Huí despavorido, y sin mirar atrás, aliviado y culpable, tiré la bolsa con las ensaimadas en una papelera del parque. Pensé que todos aquellos que me aconsejaron no ir, tenían razón.
      Gabriel desapareció para siempre un par de semanas después de mi visita. Vendió su casa y borró su rastro. En estos últimos diez años, he oído todo tipo de rumores -desde que se hizo marinero hasta que dormía bajo un puente- pero cada vez que he intentado seguir su estela he llegado a lugares sin salida.
      Anoche tocaron a mi puerta. Cuando abrí no había nadie, sólo una bolsa de papel de Viena Capellanes con dos ensaimadas en su interior. No sé que demonios querrá decir, si significará que me ha perdonado o si simplemente reclama venganza, pero al menos sé que vive... y que recuerda.