jueves, 20 de octubre de 2011

Las putas (ejercicio)



Por Antonio Varela
Lucía
          Esa mañana el más puro azul explotaba de nubes gordas. La lluvia amenazando. Me ponía apática. No. Era más profundo. Desazón. La necesidad de que alguien me dijera que fue lo correcto. Lo hablaríamos al mediodía, compartiendo una piza. O lo que sea.
       Me había levantado tarde, vapuleada, cansada. Después que mamá me llamó repetidamente. Quería verlo. “¿Hoy no trabajas?”. “Sí”. Y me dijo y le dije varias veces. Mi prioridad era  recuperar fuerzas. Levantarme, desayunar bien, que sí, que vengo a almorzar…. No le dije que iría con él. Abrí la perfumería puntual. Me crucé al lado a escuchar sin ganas a la verdulera. Nada. Igual. Apenas una hora aguanté. Cuando me cansé de los silencios largos y de su olor agrio a papas le aclaré: “Me voy a dar una vuelta”. Creo que prestó más atención a los pájaros volando. Me fui. Tomé por el boulevard. Compré un chocolate que comí mientras cruzaba otra vez la plaza, con rumbo incierto. Sin darme cuenta a los cinco minutos estaba bajando por 9 de Julio. Tenía que verlo, saber que pensaba, porque en el viaje de vuelta no pronunció palabra. Cuando llegué a la biblioteca corría una brisa suave. Llevaba el cabello suelto. Antes de entrar peiné el pelo con los dedos, alisé los pliegues de la falda, acomodé la campera… me sentía en el primer día de clase. Con vestido “de domingo”, diría mi madre. Adentro no escuché ni el más mínimo sonido. Justo lo que esperaba. A esa hora estaba solo. Abrí con mi mejor sonrisa, intentando sorprenderlo, porque yo tenía que estar ofreciendo perfumes y sales de baño a las viejas crápulas del otro lado de la avenida. Mientras cerraba  la puerta me dieron ganas de patear a alguien. Ella estaba en el escritorio, leyendo un libro. Sus manos pálidas, con ese puto anillo que él le había regalado sostenían su cabeza. Los ojos pardos me miraban sin sorpresa. Avancé.
— ¿Está Santiago?
— No, salió... ¿Necesitás un libro?— lo dijo con su sonrisita falsa. Me temblaba el mentón, siempre pasa si estoy nerviosa. No sabía que decir y ella me escrutaba.
— ¿Qué hacés acá? — dije sin poder contenerme. Se paró lentamente, con sus pechos de armazón y espuma.
— Estoy. Siempre estoy disponible cuando el bibliotecario lo necesita— aborrecible. Su doble sentido me asqueaba. Todos saben que a veces cierran y pasan la tarde tirados entre los libros.
— Si, siempre tenés que estar disponible— me quedé mirándola, sopesando las palabras— por ahí ahora no va a hacer tanta falta. Él ya sabe que me tiene a mí…— ella empezó a temblar como una hoja. Su piel lechosa se puso más rosada en los cachetes. La verdad la estaba matando.
— ¿Lo hiciste?— dijo. Me quedé callada, estudiándola. Después de todo las dos sabíamos la respuesta.
— Por supuesto. Vos te regalaste mucho antes y no pienso dejarte ganar. ¿Creías que se iba a conformar con una calentona como vos?— nos quedamos calladas. En el fondo sabía que las dos nos sentíamos unas prostitutas.
— Cuando se sepa vas a ser la puta del pueblo— me escupió sin rabia.
— Si me dedicara te sacaría el puesto, pero yo solo soy puta de Santiago— agarré con bronca una libro del escritorio y me lo apoyé en el pecho como si fuera un escudo. Di  media vuelta y antes de llegar a la puerta le dije con desprecio.
–Perdé cuidado, el resto del pueblo te lo dejo— abrí la puerta y salí a la calle. El aire fresco hizo que aletearan mis narices. Me agarré el vestido con la mano del libro, por miedo a que lo embolsara alguna ráfaga. Con la otra busqué en la cartera la hebilla grande. Se había levantado viento.



Selena

          El sol hacía más de una hora que levantaba la humedad de la noche anterior. Frío subiendo por el jean, por los huesos. El falso lunes lo sentía en mis ojos mal dormidos. Las calles estaban apenas animadas, sólo algunos corriendo tarde a la delegación o a estudiar. Parecían deambular como sin sentido, pero apurados. Esa pesadez de fin de semana largo que querían sacarse de encima. Por mi parte había esperado este día con un insomnio infatigable. Quizás la única que había deseado que llegara. Un escozor en la nariz, en los ojos... El deseo de que ellos en la excursión por el río no se animaran. Que pudieran ser felices o al menos no ser condenados en un pueblo chico tan oscuro como su propia imaginación colectiva. El bien o el mal que no dependen de una acción, sino del juicio “exacto” de dos o tres vecinas mientras barren las veredas..

          Lo encontré en la biblioteca. Lo saludé y me esquivó: — Tengo que ir hasta la Delegación ¿podés quedarte?— Quería hablarle, sentirlo contándome el viaje como cuando me leía esos cuentos antológicos. Asentí con la cabeza y se fue. Quedé como apagada, las manos enguantadas sobre el escritorio, rodeada por el murmullo continuo que eran el mayor de los Ñanqueo y los mellizos. La mañana empezó a deslizarse entre San Martín, una discusión sobre si las mulas usan o no herraduras y los apodos de la maestra de Lengua. Apenas se fueron el silencio fue viento y calefactor tibio. Sola. El libro de préstamos eran garabatos incomprensibles. Comencé a recorrer las líneas de sus firmas, como tantas veces, descubriendo su humor cada vez. Una a una, cada devolución. Había terminado hacía un rato cuando llegó Lucía. Entró buscando, perforando los libros, la hilera de estantes. Su mano no soltaba el picaporte.

 — ¿Santiago?— dijo casi mirándome. Y la pregunta no era para mí, sino con la esperanza de que él estuviera hundido y semiperdido entre libros de aventuras, física o historia. Hubo un momento en el que tuvo que mirarme, obligada.

— No está. Fue a la Intendencia— estoy segura que pensó en irse, como yo pensé en Santiago que se había ido (o escapado) antes que ella. Entonces se puso roja, decidida. Titubeó, al fin abandonó la puerta. — Lucia... — Sus pupilas también me parecen rojas, como si ella fuera una foto con flash. Siento aquel escozor en los ojos que ahora baja hasta mi boca, con una maldita certeza que me obliga a saber... — ¿Lo hiciste?
— Sí— ahora su mirada se ponía más firme, quizás creyéndome vencida.
— Estás loca. Lo vas a perder
nadie se casa con una puta— se lo dije sin pasión, con verdadera tristeza. Lo había perdido ella y yo ya lo tenía perdido desde el día en que acepté su juego.
— Él ahora es mío. No te le acerques— caminó alrededor de la mesa. Su cuerpo estaba tenso, tampoco hablaba con pasión. La columna recta, el mentón bajo, no llevaba sostén, los pezones me apuntaban bajo el vestido — Sé que vos también lo hiciste…
— Una no pierde lo que no quiere... — y me lo repetía mentalmente para convencerme... no me creía y la verdad que me importaba. Cuesta amar en un asqueroso pueblo donde todos saben lo que deseás, necesitás y lo que vas a tener mucho antes que lo pienses.
–No sos menos reventada que yo. Él me dijo que te gustó— me buscaba, intentaba escarbar alguna herida. Quería que reaccionara...
–Sigue arañando mi ventana cada noche... — apoyó su mano en la mesa. En su mirada había sorpresa.
–O sea que es cierto... — no es tan tonto. Santiago no le había dicho nada. Dejé que se revolviera, que sus tripas y cerebro explotaran, hasta hacerse insoportable. Yo miraba el piso, tenía ganas de llorar.
— No, no es cierto
nadie se casa con una puta— me odié, pero a medias tenía razón. Ella también me odiaba. Un odio sin esfuerzo y sin ganas.
— Lo amo... Y siempre vendrá a mi puerta— abrazó el libro que estaba sobre la mesa y se fue.
— ¡Lucía!— La llamé porque no quería que odiara, yo odiaba desde hacía mucho y dolía… que él no quería a nadie, no importaba lo que sintiéramos. Decirle también o sino, que no lo amaba y que no podía, porque él no amaba a nada tanto como para huir de todo, de este pueblo olvidado; que ni siquiera lo intentaré nunca eso de llevármelo; que me conformaría con su voz, los cuentos y él entre los estantes, violándome cuantas veces quisiera. Y todas esas cosas que se me ocurrieran para que no odiara ni se convirtiera en una puta. Cuando comencé a llorar, Lucía estaba en la vereda de enfrente.


 Santiago
          La despedí con un beso más largo de lo que hubiera querido. Sentía el cuerpo caliente temblar de frío y ya me había dado cuenta que no podría decirle mañana que había sido bueno, que qué lindo y que hasta ahí. Seguro se me cuelga del cuello con cualquier excusa cuando este alguna de esas copetudas que le compran chucherías… Con la formidable seguridad de que sería una semana corta, pero muy difícil de sobrellevar, me fui a dormir directamente a la biblioteca... y que me despertara el primero que llegara.
          Dormir fue solo el intento. Recordaba su cuerpo exacto, temible en su perfección. Le había hecho el amor cuando ya estaban los bolsos del regreso, cuando ya me había felicitado a mi mismo por haber vencido el deseo de violarla cada noche, hermosa en su mansedumbre bajo mis caricias. Y todo pasó muy rápido, sin sacarle la ropa, por miedo a esa pasividad que confundí con desgano. Ella se me había ofrecido en los últimos besos, poniendo mi palma fría sobre sus pechos hinchados, con esa dureza excitante que le daban sus 25 años. Pero fue solo eso y su cuerpo temblando. Su pasividad se me presentó como la más absoluta sumisión. No creo que hayan sido más de cinco minutos. Pero quería más, estaba desesperado, más sabiendo que la combi salía en diez minutos. Ella se había quedado quieta, aun recostada sobre la mesa, boca abajo. Fue entonces que me sentí un fauno mitológico, entregando una virgen al sacrificio... Porque era exactamente esa la visión. La sangre manchaba la tabla y chorreaba por sus piernas. Le pregunté si estaba indispuesta... las formas de mil disculpas cruzaban por mi mente. Todas llevarían horas. O tal vez toda una vida. Se enderezó con mucho esfuerzo, creo que la ayudé tomándola del brazo, aunque es más factible que estuviera idiotizado agarrándome la cabeza. Solo dijo que necesitaba cambiarse... no hubo quejas, ni reproches. Se desvistió y ese cuerpo más perfecto en su visión que al tacto me despertó un frenesí, que me convertía en un pobre hombrecito desesperado... alguien que solo podía vivir poseyéndola. Y el desgraciado de Héctor había empezado a tocar bocinazos. Se quedó mirando el bolso. Yo ya no existía, porque la vergüenza le impedía medir en ese momento lo hecho y lo que vendría. Al final, después de recorrer con la vista la habitación, envolvió todo en una camisa y lo metió en el fondo del bolso grande. Entonces me imaginé eso, la prueba de su doncellez, manchando la cámara digital o tal vez el taper azul, donde vinieron las empanadas de su madre...
          Todo el viaje de vuelta estuvo abrazada a mí. Y a todos me parecía verles cara de “yo sabía que se la volteaba”. Cerraba los ojos y un momento después los tenía abiertos, viendo como subía el vapor de mi respiración. Conocía a Lucía desde hace siete años... ocho. Dos antes de que la vieja le pusiera la tienda, para que no se vaya. El negocio o el estudio. Y ya entonces había elegido quedarse cerca mío. Recién hoy cerraba el círculo de sucesos sueltos que siempre había mirado como ajenos. Los muchachos rechazados, el estudio, un porvenir que no fuera este pueblo chato... Selena... Se habían peleado aun mucho antes que Selena fuera mi amante... Al final de ese laberinto, Lucía, años esperando para que la haga mujer... Me daba asco por no haberme dado cuenta, por ser un macho estúpido, típico... si había soñado mil veces que la llevaba a la cama y en todos habían sido noches perfectas. Con cenas, con velas, en la mejor habitación de un hotel que conocí en Mendoza, en la perfumería rodeada de los aromas más frescos, los que a ella le fascinan.  Y lo peor es darme cuenta que ella es mía para siempre. Una posesión absoluta que me asusta. Me dormí con ese miedo.
          A las ocho y veinticinco apareció doña Francisca de Ibañez a renovar un libro. Me despertó en medio de un sueño que ahora se negaba a mi memoria. Me esforzaba y no podía recordarlo. Y sentía cada vez más que era algo importante, casi revelador... Me obstinaba y movía la cabeza despacio, tratando en vano de iluminarme. Doña Francisca me miraba seria (o asustada). Se estaba yendo cuando llegaron los mellizos. Ellos se rieron en mi cara. Sospeché por un instante y me pareció ver a todo el pueblo hablando por teléfono, toda la noche. Hasta que uno de ellos se sacudió todo el pelo, entrecerró los ojos y dijo “¡Qué hacen los melli!” poniendo voz rasposa. Claro, la vieja se espantó. Y esa inocencia tan directa de los chicos me hizo ver qué se asustaba de mi peor cara de la mañana. Seguía sin recordar detalles del sueño perdido, pero el axioma resultante estaba frente a mí: una virgen no toma pastillas. Y había quedado claro que no estaba indispuesta. Sentí la puerta y pegué un salto. No era Lucía. Sixto Ñanqueo. Los melli lloraban de la risa. Me fui a lavar la cara. Cuando volví Selena estaba en mi escritorio, mirando hacía el bolso grande que sobresalía detrás del segundo estante. –Tengo que ir a casa a cambiarme y después a ver al delegado... Vuelvo en una hora, cuarenta minutos— asintió apenas con la cabeza. Fue lo primero que se me ocurrió. Además tenía olor a ella. El sexo de Lucía invadiendo todo. Cuando salía, me volví apenas. Le pedí por favor que me esperara. Corrí a casa y me bañé. Las ideas me asustaban. No sabía si estaba preparado o si quería estarlo. Tomé un papel de la impresora. Con letra casi rasante escribí “renuncio” y lo metí en un sobre. Tome el bolso y lo di vuelta en el canasto de la ropa sucia. Metí la ropa que encontré con cierto olor a limpio y salí. No llegué a la calle. Volví y rompí el sobre. En la parte de abajo de la hoja puse “irrevocable”. La metí en otro sobre, saqué el auto y salí para la delegación. Se lo dejé a la secretaria. Aceleré hacia la perfumería. Hacía cálculos mentales a mil por hora, además imposibles porque me faltaban certezas. Sabía cuando era el período de Selena, es más, sé a qué hora toma las pastillas, pero eso no me indicaba nada de los tiempos de Lucía. Cuando llegué, ni siquiera había bajado el toldo. Golpeé varias veces. Era una tapera. Se asomó la verdulera y se quedó mirando, mientras se frotaba las manos con un trapo marrón. No decía nada, solo estaba ahí. Volví a golpear, entonces calculé que le había contado todo a esa tipa y que por eso me miraba, después me acordé que ninguno de estos locales tiene teléfono, me calmo  y me digo que tranquilamente la llamó a la casa... No, Lucía no habla de  estas cosas por teléfono. “Lucía se fue para la plaza”— me dijo al fin y se metió adentro. Empecé a dar vueltas en el auto. La biblioteca queda para el otro lado. No me fue a ver a mí. Tal vez a la farmacia. No, a qué. Es virgen... era. No se cuida, no tiene conciencia de que es una mujer fértil. De que pude tener un par, como los melli... Dios mío. Entonces me decido por la otra opción. Lucía tal vez volvió a la casa... ¡No sé cómo reaccionan! Selena no era virgen. Es más ella trajo los forros la primera vez. Y ahora que lo pienso nunca le hice el amor con una cena, con velas... Doblé en 9 de Julio, le debía muchas ocasiones especiales a Selena. No recordaba cuando había sido la primera vez... nunca habíamos celebrado aniversario de nada. No era de su estilo. ¡Pero qué idiota, si todas las mujeres quieren ser especiales, tener días especiales! No podía perderla. Tenía que llegar antes que las viejas chusmas. A esta hora doña Francisca de Ibañez le debe estar diciendo a la vecina que le contó antes, que ella me sintió “olor a sexo de mujer”. Y mucho perfume, porque “la perfumera se pone de los frascos que están a la venta”. Lo mínimo que van a decir. Tras cada nuevo pensamiento mi desesperación crece... por un segundo me pongo a pensar que por lo incomoda de la posición, la ropa molestando... si, hasta casi me convenzo de que debo haber eyaculado más de la mitad afuera. Estaciono en la esquina y corro hasta la biblioteca. Selena no me perdonaría. Si lo sospechara se aguantaría, pero si lo confirma... el viento se arremolina y levanta las hojas y los papeles del fin de semana largo. Pienso que tendría que barrer y después me grito que soy un boludo... Entonces la veo por la ventana, parada... No. Esa es Lucía. Abraza un libro y parece que están a punto de agarrarse de los pelos. Imagino los gritos. Los chicos no deben entender nada. O peor. Entienden todo, si a veces parece que me llevaran cuadras de ventaja. Retrocedo. Me quedo un segundo, en suspenso, y las miro impávido. Están petrificadas y creo que Selena llora. Se lo dijo. Corro al auto y acelero. No puedo más. Si me apuro, tal vez antes del mediodía llegue a la ruta tres.

domingo, 16 de octubre de 2011

Marcelo, el hermano (Ejercicio)


Pandora


Marcelo tenía veintidós años cuando dejó su puesto en la empresa de su padre, después de una fuerte discusión. Era irresponsable, inconsecuente y despreocupado. Por más que sus progenitores le reprendiesen, no había cambio alguno en su carácter inmaduro. Pasó mucho tiempo enfrascado en desacuerdo con sus padres, intentando convencerles que su camino estaba en las Bellas Artes. Cuando por fin logró el consentimiento de ambos, asistió a las clases durante el primer año y luego abandonó la facultad.
—¿Cómo piensas vivir? —preguntaba su padre constantemente cuando discutían— ¿Cómo piensas crear una familia, un futuro?
—No pienso casarme, papá.
—¿Y qué, vas a vivir siempre dependiendo de nosotros? —voceó el padre— No viviremos para siempre. —bajó la cabeza y le dio la espalda— Será mejor para todos que te vayas.
Marcelo quedó paralizado al escuchar aquellas duras palabras de los labios de su padre, pero era cierto. Lo estaba echando de casa. Desde que tenía memoria, recordaba su padre trabajando, llegando en casa a altas horas de la noche, siempre con papeles en mano y el maletín a rebozar. Levantó un hogar sólido para él y su hermana pequeña, Paula.
Aquel día, Marcelo subió a su habitación para recoger sus pertenencias, pero al pasar por delante de la puerta del cuarto de su hermana, decidió entrar. La encontró sentada en el suelo de una esquina, abrazada a sus rodillas y la cabeza baja. Estaba llorando. Seguramente, había escuchado toda la discusión. Era normal que se escondiera en el alto de las escaleras del segundo piso, para escuchar los reproches de su padre para con su hermano, cuando al final de la tarde se encerraban en el despacho, siempre después de cenar.

Marcelo se arrodilló a su lado.

—Muñeca, —siempre le llamaba así— papá me ha echado de casa. Así que me voy.
La adolescente de diecisiete años le saltó en el cuello.
—No te vayas por favor. —suplicó.
—Tengo que hacerlo, si no papá nunca me respetará. Ya lo entenderás cuando seas mayor. —le alisó el pelo—Te prometo mandar una carta a la semana para contarte como me van las cosas.
Después le secó las lágrimas, le dio un beso en la frente y se fue a su habitación. En menos de una hora, se había marchado, dejando un padre furioso por su tozudez, una madre disgustada por perder su predilecto y una hermana desesperada y frustrada.
Estuvo unos días viviendo con un amigo, luego dejó Senlis y fue a París, donde estuvo trabajando en los cafés del Barrio Latino, en la plaza de Sain Michel, pegado a un canal del Sena. El Barrio Latino, también considerado como el Barrio Gay de Paris, esta a escasos metros de Notre Dame, cruzando el Sena, es uno de los lugares más animados de las tardes-noches parisienses. Y sus calles y callejuelas estás plagados de bares y restaurantes de los cinco continentes. Allí trabajaba Marcelo y también allí vivía, en la calle, hasta que conoció a Marisa, una española que pasaba sus vacaciones en Francia.
La joven lo invitó a su habitación, en el hotel que se hospedaba y Marcelo aceptó. Llegaba todas las madrugadas, borracho y algo colocado. Alguna que otra vez, Marisa, pasaba por el Café Bruleire Lanni y le esperaba, luego iban por allí a emborracharse juntos y conseguir algo para colocarse.
Después de la partida de Marisa, Marcelo volvió a estar por las calles, pero ya tenía el dinero suficiente para salir del país. Así que se fue a España.
Cuando llegó en Barcelona, encontró a una joven muy diferente. Maestra de lengua en un instituto, se presentaba una mujer correcta de lunes a viernes; día claro que se desbocaba por las calles de la ciudad, acompañada de Marcelo, que tenía por costumbre llevar una botella de vino encima. Trabajó de barrendero, transportista, peón, camarero y segurata en discotecas nocturnas.
Entonces, Marisa, fue trasladada para un instituto en Málaga. Ofreció a Marcelo la posibilidad de quedar con el piso, pero él no tenía trabajo seguro y luego no cumpliría con el alquiler. Resolvió acompañarla al sur e intentar la suerte por allá. De allí, se fue a Setúbal, ciudad costera al sur de Portugal. Fueron tres meses sin noticia alguna de Marcelo, para exaspero de su madre, que lo tenía como favorito.
Cuando por fin envió alguna noticia, fue en nombre de Paula. En sus cartas, narraba sus aventuras, que siempre eran llenas de emociones. Para su hermana, Marcelo simbolizaba el “Indiana Jones” de las películas.
Cuando volvió a enviar noticias, éstas venían desde el otro lado del Atlántico. Mandaba postales y fotos de logares que había estado. En Ecuador, estuvo viviendo seis meses en Quito. Allí vivió del turismo y de lo que conseguía sacar en el mercado de Otavalo. Ya en Perú, estuvo otros seis meses en Machu Picchu. Estuvo en Ayacucho, Moquegüa y de allí atravesó el océano Pacífico y aterrizó en Nueva Guinea, luego Filipinas y China. Allí, crió raíces por así decir. Estuvo un año entero. Para entonces habían pasados cinco largos años.
En una de sus visitas a Shimizu, un pueblo cercano al pueblo de Fuji, Japón, conoció a Toshio; una joven oriental de veinticinco años, natural de Shibata, y con quien solidificó una estrecha amistad, que luego pasaría a un noviazgo y terminaría en un matrimonio feliz.

Aquel día, Paula llegó a su casa por la noche y su madre aún la esperaba despierta.
—Ha llegado una carta de Marcelo. —informó la madre no más verla entrar— ¿Puedes abrirla y decirme si mi hijo esta bien?
En sus primeras cartas, la madre no pudo esperar y abrió las correspondencias que venían direccionadas a Paula. Hubo una gran discusión y la mujer prometió no volver cometer tal error. No abriría ninguna carta que no fuera para ella, la madre.
Paula abrió y mientras leía, su madre pudo cerciorarse de que la expresión del rostro de la joven iba cambiando. Dejó que la carta cayera de entre sus manos y sin decir palabra se fue a su habitación.
La madre recogió el papel del suelo y leyó:

Hola Muñeca,
Tengo buenas noticias. Me voy a casar. Ella es japonesa y ya estamos viviendo juntos, además vas a ser tía.
Dilo a los viejos la buena nueva y escríbeme para contar como se lo tomaron.
Esta será mi dirección a partir de ahora.
Besos. Nano.

“Nano” era como trataba Paula a su hermano desde pequeña, cuando aún no podía pronunciar su nombre.
Sus padres querían desheredarlo por tal locura. Primero había salido por el mundo, apenas mandaba noticias y ahora esto. Los padres no podían imaginar su hijo casándose sin la presencia de la familia. No, el problema no era este, el problema era que Marcelo se casaba sin el consentimiento de sus progenitores que, a su vez, se olvidaban de que el muchacho ya había crecido y que ahora era un hombre. Solo no lo hicieron por que Paula se lo impidió, amenazando con dejar la empresa si lo hiciesen.
Mientras tanto, Marcelo se estabilizó en Shibata, ciudad donde nacieron sus dos hijos Ohto y Miang.
Él y Toshio trabajaban en la industria del pescado en salazón y llevaban una vida sencilla, muy diferente a su cuñado Obushi, que trabajaba en una grande industria de tecnología. La cual buscaba expandirse en el mercado internacional. Marcelo vio allí la posibilidad de involucrar la empresa de su padre en un gran negocio. Además, su hermana había tomado el frente y las cosas iban mucho mejores. Pensó que él podría sacar una buena tajada si lograba hacer negocios con los japoneses. Así que sin más pérdida de tiempo, arregló todo para una entrevista.
—¿Marcelo, así que tu padre enviará un representante? —preguntó Obushi un día de visita.
—Sí. Es bien probable que envíe a mi hermanita.
Obushi torció el gesto preocupado.
—¡Una mujer! No sé, estará arriesgando mucho. Sabe como son conservadores los representantes de mi empresa. Tal vez sería mejor que mandara un hombre para tratar con hombres.
—Obushi, mi hermana es muy competente, en tan solo cinco años, ha triplicado el capital de la empresa de mi padre y también han expandido en territorio internacional.
Tuvieron que esperar dos años para que Paula pisara Japón. En el día de su llegada, la familia de Marcelo se desplazó hasta el aeropuerto de Tokio, solo para recibirla.
—Mira Ohto, Miang, aquella mujer es tu tía Paula. Es hermana de papá. —apresuró Marcelo en decir a sus hijos orgulloso de ella.
Toshio estaba nerviosa, no sabía si su cuñada la aprobaría. Se había enterado, por su esposo, la reacción que habían tenido sus suegros cuando recibieron la noticia del matrimonio y no parecían entusiasmado con el nacimiento de los nietos.
Después de pasado el primer trago, se dirigieron al Pacific Hotel Shiroishi, donde cenaron en familia. Ella estaba preocupada en demostrar a su cuñada que era buena esposa y excelente madre. Pasó toda la velada pendiente de su familia. Casi agradeció cuando su esposo quiso retirarse. Al final era unos cuantos kilómetros más hasta la ciudad de Shibata y ya era por la noche.
En el camino de regreso, Marcelo no calló ni un solo instante, hablando de su hermana. “Que era muy delicada cuando pequeña.” “Que siempre fue la mejor de la clase.” “Que era igual que su padre en los negocios.” “Que estaba muy linda.” “Que era lista, etc, etc, etc…”
Toshio en pensamiento, le pedía que se callara un poco. Deseaba preguntar si su cuñada la había aprobado, pero Marcelo no le dio oportunidad. Los niños, de tanto parloteo se durmieron nada más salieren de Shiroishi.
Al día siguiente, Marcelo salió muy temprano y fue buscar a su hermana en el hotel. Estaba entusiasmado con la posibilidad de mostrar un poco de su nuevo mundo a quien tanto lo admiraba y a quien él tanto quería.
—Estuve investigando un poco y Obushi, hermano de Toshio me ha dicho que estos dos clientes están en el mismo edificio de oficinas, aquí en Shiroishi. Podrás liquidarlos en un día y disfrutaremos el resto del tiempo, a costas de papá, claro, del programa que te he preparado. —sugirió Marcelo.
—No creo que sea buena idea. Ya sabes como es papá con las finanzas. —espetó ella como disculpa.
Marcelo la dejó en el portal del edificio de oficinas y fue a trabajar. Cuando salió para comer, hizo un viaje perdido. En la oficina le informaron de que Paula había ido a comer con los ejecutivos.
No tranquilo, volvió luego más por la tarde y la esperó en recepción. Cuando vio a su hermana salir con una sonrisa, a pesar de la cara cansada, sabía que lo había conseguido, pero no pudo dejar de molestarla, como solía hacer cuando aún era una niña.
—¿Difícil negociación, hermanita? —le preguntó Marcelo.
Pareció escuchar un gruñido, pero no le importó, era su hermana.
—Toshio quiere que vengas a cenar con nosotros. —Marcelo intentó otra vez comenzar un diálogo.
Entonces Paula dijo que no estaba con ánimo para fiestas. Había lidiado muchas horas con los japoneses y estaba cansada. Fue cuando paró y se volvió. Miró a Marcelo directamente a los ojos.
En aquel momento un frío gélido recurrió su espina dorsal.
—Nunca pensaste en nadie más que en ti mismo. No pensaste en cómo sería mi vida después de cinco años dedicados a estudios, pues ahora llevo siete dedicados al trabajo. Mientras tú salías por el mundo a vivir aventuras…
En aquel momento su cabeza dio mil vueltas. ¿Qué pasaba con su hermana? Se había transformado en una mujer sí, pero amargada y triste. ¿Sería culpa de él, Marcelo? Mil preguntas le atravesaron el cerebro en un segundo, mientras su hermana descargaba sobre él, más de una década de furia reprimida.
En todo el camino de regreso al hotel, intentaba encontrar las palabras para expresar lo que sentía, pero le fue imposible. Al final, resolvió callar.
Cuando paró el motor delante del Hotel, su fría hermana se despidió como quien se va para siempre. Dispensó sus servicios de chofer y desapareció en el interior del recinto. No hubo ni una mirada hacía atrás.
Marcelo se marchó a su casa en Shibata. Se sentó en la terraza de su piso, después de acostar a los niños y perdió su mirada el la nada de un cielo vestido de negro.
Detrás de él estaba Toshio con una cerveza en la mano.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó la mujer.
Marcelo le contó todo que le había dicho su hermana y toda su inquietud espiritual.
—No te preocupes, esta nerviosa por que tu padre ha puesto mucha confianza en ella y no quiere defraudarle. Es una mujer fuerte, pero bajo toda esta fortaleza es frágil y te necesita. Siempre te ha necesitado, mismo cuando estabas lejos. Ahora es distinto, estas aquí y ella quiere castigarte por haberla abandonado. Por haber escogido a mí y a tus hijos.
Las palabras de Toshio siempre eran acertadas. La mujer tenía un sexto y séptimo sentidos aflorados. Siempre había sido así. Era como una bruja japonesa que solo por mirar las personas sabía quien era de fiar y quien no.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Marcelo.
—Debes ir a la cama, descansar para ir por tu hermana mañana.
Así hizo él. Salió en la madrugada y viajó hasta Shiroishi. Estaba en el coche, delante del hotel cuando un primero temblor se hizo sentir. Inmediatamente, salió del coche y entró en el hotel. Miró en dirección a los ascensores. Estaban parados. Miró en la recepción y los agentes allí dispuestos ya estaban tomando las medidas necesarias.
Entonces hubo otro temblor. De esta vez, escuchó los frenazos de los coches en el exterior y algún que otro golpe. Los ventanales de la parte delantera se hicieron añicos. Miró el techo y vio algunas grietas, aunque pequeñas. Corrió hacía los ascensores y comenzó a apretar los botones.
Un joven se le acercó por detrás.
—Señor, no funcionan. Tenemos un sistema de bloqueo para los ascensores al menor temblor.
Entonces escuchó la voz de su hermana que gritaba. Estaba dentro del ascensor. Miró al joven y le cogió por los hombros.
—¿Cómo podemos sacar a las personas que están presas en los ascensores? —preguntó Marcelo sacudiendo al joven.
—No lo sé señor, soy nuevo aquí. —dijo el joven botones con cara de espanto— Hable con el gerente o el recepcionista.
Marcelo estaba desesperado. No podía dejar que pasara nada a su hermana pequeña. Primero, porque era su hermana pequeña. Segundo, porque le había acusado en la noche anterior de algo que no era su culpa y necesitaba aclarárselas. Tercero, porque había llegado muy lejos para acabar así, no lo merecía.
Junto a otros empleados del hotel, Marcelo subió a la segunda planta, donde se había parado el ascensor. Él seguía escuchando a su hermana gritar. Con una llave especial, lograron abrir las puertas externas. Luego silencio. Entonces alguien apareció con una pata de cabra y forzaron las puertas internas. Lograron abrir un espacio de unos cinco centímetros.
—¿Paula, estás bien? —preguntó Marcelo.
La respuesta vino en una súplica. —No, necesito salir.
Emprendieron una ardua tarea, pero lograron entre todos abrir las puertas del ascensor. Vio como un hombre oriental, de mediana edad, con un traje azul oscuro, sacaba a su hermana con la ayuda de un joven. Estaba casi desvanecida. La cogió en brazos y bajó las escaleras.
Era como si el fin del mundo estuviera haciéndose presente en aquel mismo momento. Pasó por los ventanales con cristales rotos y llegó a la calle donde todo era desastre.
Los gritos, llantos, coches siniestrados, bocas de incendios reventadas. Los ojos de Paula fueron abriendo despacio. Ella dijo algo que Marcelo no entendió, peor paró de repente.
Marcelo vio a su coche en medio de un brutal accidente. Inmediatamente corrió la mirada en busca de algo y encontró. Un coche parado, con la puerta abierta y el motor arrancado. Dentro no había nadie. Metió a Paula en el asiento del copiloto y se sentó al volante. No le importaba a quien pertenecía el coche, solamente pensaba que debía salir de allí. Sí, Marcelo robó el coche de alguien y se dirigió a Shibata.
Cuando llegaron a su casa, vio la nota que Toshio le había dejado, avisando de que estaban todos en casa de su padre.
La casa del suegro era de una sola planta, en un terreno amplio, con mucho menos posibilidades de que un techo le cayera sobre la cabeza de nadie. Allí estuvieron viviendo, Marcelo, su familia, y sus suegros, Paula, Obushi y su esposa. Desde allí acompañaron todo el desastre de Japón. Y día a día Marcelo intentaba convencer a su esposa a que abandonase Japón.
—Será una buena oportunidad para conocer a mis padres y que ellos conozcan a ti y a los niños. —decía Marcelo a modo de disculpa para persuadirla
—No me gusta la idea de dejar a mis padres aquí. —respondió ella— Ni a mi hermano.
—¿Y por qué no nos vamos todos? —sugirió Paula.
Sí, era una idea. Solo tendrían que convencer a sus suegros y a su cuñado para que abandonasen Japón. Fueron siete días de lucha para conseguir los documentos pertinentes y el visado, mismo porque el país estaba arrasado. Pero valió la pena.
Siete días después del desastre estaban todos embarcando, rumbo a Senlis, Francia. A una nueva tierra, con nuevas costumbres y una nueva esperanza.
—Será un buen lugar para educar a los niños… —pensó Marcelo en voz alta cuando tomó asiento en el avión.

Cubiertos de primera (Ejercicio)


Benita

¿Qué estás haciendo? -dijo Sofía con los ruleros puestos, desabillé y pantuflas.
Lo que ves, estoy retirando todos los cubiertos –levantó la mirada Juan Ignacio, y rengueando siguió con su trajín.
Pero, ¿cuáles vas a poner? –Sofía, chillando casi sin respiración.
Voy a poner los cubiertos buenos. Ya te conozco, pusiste los de segunda porque contratamos mozos y pensás que los van a tirar cuando levanten el servicio –Juan Ignacio siguió sin interrumpir la acción.
Y así será. ¡Imaginate lo que diría mamá si desarmáramos el juego bueno!
Lo de siempre, lo que diría aunque todo salga perfecto “Esto fue una porquería”
¡Me estás dando la razón! –Sofía elevaba cada vez más el tono
¡No! Lo que digo es que de cualquier forma lo dirá, entonces que lo diga con razón –Juan ya había terminado de recogerlos.
¡No! ¡Dejá los cubiertos!
¡No! ¡Aprendé a vivir! Si cometés el gran error de casarte, por lo menos, ¡tirá la casa por la ventana!

Sí, sí, mucho disfrute, pero veo tu cara de resaca y tu renquera de perro.
¿Perdón? Esta no es renquera de perro, esta es renquera real y doliente. Anoche, después de que tu prolijo prometido nos abandonara en plena despedida de solteros, seguimos de candombe con los muchachos, nos pasamos un poco de copas y metí la pata en un pozo. ¡Mi pata está coja a toda honra!
¡Gran hazaña! ¿Y eso es “vivir la vida”? –Sofía casi no pudo disimular una sonrisa.
¡Claro que sí! Ya que vas a cerrar tu ataúd, por lo menos, que el último día de soltería feliz, sea con cubiertos de primera. Aunque también deberías haberte emborrachado conmigo anoche –dijo Juan con esa sonrisa encantadora, su sello personal.
─¡Uf!, excelente consejo de hermano mayor. “Cerrar el ataúd, emborracharse”- Sofía salió de la habitación meneando la cabeza y dejando una estela de resignación.

Aunque Juan Ignacio quería parecer indolente, su angustia por el inminente casamiento de su joven hermana, lo tenía a mal traer.
No hacía mucho que la llevaba de la mano al jardín de infantes. Y esas pequeñas y blancas  manos seguían teniendo la virtud de hacerlo sentir protegido.

Sus padres no se divorciaron, no hacía falta, se separaron de su hijo e hicieron vida de solteros. Una despreciable actitud que no hizo feliz a nadie. Las fiestas en las que ellos participaban tampoco llenaban el vacío, sobrevivían  monótonamente a una vida desobligada y regalada de personas sin otra preocupación que la de respirar.
Cuando diez años después nació Sofía, él ya sabía manejarse en su mundo. Sabía a quién acudir para cada una de las contingencias y todo sucedía con placidez. El llanto de esa luminosa bebé solo fue un obstáculo menor en la dicha de sentir que había otra persona más en su misma situación. Sin proponérselo, casi sin pronunciarlo, hizo un juramente: “jamás dejaría sola a esa niña”. Nunca extrañó lo que no tuvo, pero sabía con certeza que lo que tenía no era lo correcto. Sofía no sufriría por abandono.
Juan Ignacio echó sobre su espalda el deber de preservar el bienestar y seguridad de la hermosa y dulce pequeña. Él nunca lo sintió como una obligación, fue tan natural como su propio desamparo. El desgano pertinaz de su madre y la indiferencia despectiva de su padre, lo acompañaron desde su primer suspiro. La atención cariñosa de la Nana y el chismorreo sigiloso de las mucamas y el chofer fueron su canción de cuna. Le urgía, evitárselo a su hermana. Quería preservarla de cualquier desilusión. Se empeñó en que ella se sintiera especial, única, elegida, atendida.
Se convirtió en un halcón, no permitió que nadie la tocara –a excepción de la Nana- sin que él estuviera presente. Las puertas de sendas habitaciones estaban enfrentadas y él le pidió al chofer que corriera su cama para poder mirar desde ahí la cuna de su hermana. Hasta cuando su madre, en excepcionales ocasiones, la levantaba en brazos, él no se separaba de su lado.
De bebé, Sofía no despegaba los ojos de él, lo buscaba ansiosa cuando escuchaba su voz,  reía hasta el hipo cuando jugaba con ella. La tibieza que Sofía inculcó en el corazón de Juan hizo que él viera su soledad desde un ángulo absolutamente distinto. Hizo que esa soledad se fuera diluyendo lenta pero tenazmente. Nunca más estaría solo.
Sufrió tremendo impacto cuando internaron a Sofía en un colegio de monjas y solo podía verla los fines de semana y fiestas de guardar. Pero no tenía autoridad para evitarlo, bien claro lo dejaron sus padres cuando él hizo una escena que dio cuenta de varios platos, vidrios y macetas, y aún así, no triunfó en su afán.
Los años de adolescencia de ella, por lo tanto, los separó físicamente. Pero él, aunque ya iba a la Universidad, no dejaba pasar un día sin hablarle por teléfono y hasta escribirle cuando lo ocasión lo ameritaba. Las monjas sabían que cualquier contratiempo o necesidad de Sofía, sería rápidamente atendido por el joven Juan más que por los padres mismos. Y así como de responsable era para los asuntos de Sofía, tanto más irresponsabilidad para con su propia vida.
Aprendió de muy joven a transitar las noches de parranda. Era número fijo en cualquier celebración y cualquier celebración no era tal sin su presencia. Lo llamativo de esta vida alocada era que cualquiera que mirara un poco más allá de la fachada, vería a un joven que lo único que hacía era llenar su vacío con ruido. A diferencia de sus padres, él no solo estaba preocupado por respirar, su vida estaba pendiente de la dicha de su hermana, sin su hermana, perdía el rumbo.
Cuando Sofía llegó de ese retiro de cinco años, volvió siendo una educada, prolija y sumisa mujercita. Esto molestó a Juan. Pretendía para su hermana una vida llena de felicidad y relajo. Pero ella se empecinaba en ser absolutamente encantadora y responsable.
Juan debió resignarse al carácter tranquilo de su hermanita. No pasó demasiado  tiempo del regreso de Sofía para que un educado caballero se prendara de semejante belleza.
Juan lo puso a prueba. Hizo que su red de contactos intentaran seducirlo, lo atrajeran a la vida nocturna o por lo menos, lo hicieran caer en alguna tentación. Esteban ignoró cualquier invitación en donde no estuviera incluida Sofía.
Juan investigó, por su cuenta, las finanzas de Esteban, su linaje, su carácter y hasta su conducta en la secundaria.
Esteban logró conquistarlo a ambos.
Pasado el tiempo prudencial, Esteban y Sofía se comprometieron y ya estaban con el casamiento en puertas.
“Nada puede salir mal”, pensaba Juan. Sofía debía tener una bella boda y aunque lo desgarrara, ella debía irse a vivir con su marido dejando a Juan tan desolado que únicamente pensaba en emborracharse, como la noche anterior. Pero no importaba, importaba el bienestar de ella y sabía que la entregaba en buenas manos. Todo debía ser perfecto, la mejor celebración, los mejores cubiertos.


¿Por qué, siendo el día más feliz de mi vida, siento esta tristeza en el corazón?
Juan debe estar pensando que lo abandono. Me podrá hacer el papelito de despreocupado y superado, pero a mí no me engaña. Guardarle un secreto me corroe –pensaba Sofía mientras comenzaba los preparativos finales del peinado  y maquillaje.
La primera imagen conciente que recuerdo son los ojos de Juan. Juan atento, Juan protector, Juan pendiente, Juan todo seriecito y con recursos inagotables –sonreía recordando las mil y una que le hizo pasar a su hermano. No había capricho que él no atendiera.
Creo que mamá y papá debieron hacerse a un lado para que Juan no los mordiera si me acaparaban.
Debe ser muy triste la vida de alguien que no tenga un hermano como él. Debe ser muy solitaria la vida sin alguien con quien contar incondicionalmente.
No, a mí no me engaña. Él está creyendo que lo voy a dejar en la estacada.
Nadie puede tener mejor suerte que yo. Nadie tiene mejor familia, nadie puede tener mejor novio.
Cuando Esteban me llevó a elegir la casa donde viviremos, me dijo que eligiera la que más me gustara con la condición de que debía tener un lugar para Juan. Cuando esta tarde le digamos que nuestra casa de huéspedes es para él, estoy segura que no podrá negarse. ¡No voy a dejar que se niegue! Nunca lo abandonaría. Juan, sin mí no sería Juan. Yo sin Juan no sería feliz.
Voy a dejar que  ponga los cubiertos buenos, es lo que menos me importa hoy.
Tengo a Esteban, tengo a Juan, que mamá se guarde los cubiertos.

jueves, 13 de octubre de 2011

Dos versiones (Ejercicio)

Maca
Primera versión:

Las llamadas sonaban siempre a la misma hora, me encontraba en mi primer sueño cuando el desalmado me despertaba. Sólo un suspiro al otro lado dejaba entrever que estaba ahí.
Después de varios meses de angustia acudí a la policía, me dijeron que hiciera una lista de las personas que habían entrado por último en mi vida o las poco conocidas, que la revisara y si encontraba algo que me pusiera en contacto con ellos de nuevo.
Pero no encontré nada que me llamara la atención, la lista resultó corta, pues después de anotar al panadero y al chico de la compra, me fue difícil encontrar a alguien que hubiera entrado en mi vida recientemente, tanto mi marido como yo llevábamos una vida de lo más insulsa, trabajo, casa y casa y trabajo.
Me sentía vulnerable, incluso por la calle pensaba que me podían estar siguiendo. La situación se volvió irracional cuando me enteré, con ayuda de la policía, que el acosador vivía bajo mi propio techo.

   Segunda versión:

La sentía  lejana a mí y con frecuencia recordaba el inicio de nuestra relación, en que ambos íbamos juntos a todas partes, nos comíamos el mundo con nuestras ilusiones y proyectos. Pero esa etapa de nuestras vidas acabó en cuanto a ella le propusieron un alto cargo en la empresa. La dedicación al trabajo le ocupaba las veinticuatros hora del día, yo pasé a ocupar un segundo lugar.
De ahí a tener habitaciones separadas hubo un paso, el pretexto fue que también era su despacho y que no descansaba bien con mis ronquidos.
A veces pasaba días sin verla, la echaba de menos, necesitaba el cariño perdido.
Llevo tres meses de angustia que cede un poco cuando la llamo, es el único momento del día en que se dedica... sólo a mí.

domingo, 2 de octubre de 2011

Los secretos


Sin alternativas


por Graciela
Lo más triste de la vejez
es carecer de mañana.
Santiago Ramón y Cajal
(Premio Nobel de Medicina 1906)

Fue  sobrenatural.  Desde que él murió  la abuela andaba con miedo de dormir en la cama grande. Y ahí estaba yo para protegerla. Había transcurrido un mes de su partida cuando apareció. Todavía lo llorábamos.   Esa noche, tomadas de la  mano como cada vez que me quedaba con ella,  para que no se sintiera sola, para no sentirme sola, sin mirarnos, desconsoladas, nos quedamos dormidas. La luz  que nos despertó fue muy intensa, las dos gritamos para que la otra lo supiera; él se acercó,  ¡me besó en la mejilla tan grato!, como  en simultáneo lo hizo con ella, nos arropó, como solía hacerlo, y luego partió. Para siempre.

A los seis años hube de mudarme del pueblo. Al que mas extrañé fue al abuelo. Tan vital, tan expeditivo; nos llamaba a mis primos y a mí cuando  tenía servido el desayuno.  Inolvidables despertares, tanta algarabía. Luego todos  a la escuela. Cursaba el segundo grado de un colegio de campo.  Maira y yo dormíamos en la misma habitación. Marcos y Luis en la del final de la propiedad.   Enorme,  de ésas que siempre están llenas de sol, con olor a sol. El abuelo levantaba la persiana que daba al norte y era como la autorización para que unas calandrias serenateras nos deleitaran cada vez. Higienizarnos -no olviden las orejas- las tostadas, el mate cocido, las disputas con mi primos. Luego todo cambió.

 Papá, mamá yo vivíamos al lado de su casa. Pero él me crió. Maira, Marcos y Luis habían perdido a sus padres en un accidente  y vivían con los abuelos, pero por circunstancias que sólo el corazón reconoce, era yo su preferida y lo adoraba.  Adoraba el olor de su colonia, aquella voz tan particular, el humor del hombre sin urgencias, el que no necesita gritar ni enojarse para calmar tanto brío. El que sabe de historias sin desperdicios, de pájaros, de árboles, de vida.
A papá lo trasladaron por trabajo a una gran ciudad; de ésas que representan progreso. Yo comencé con problemas de conducta. Andaba lloriqueando  todo el tiempo y sólo de noche volvía a ser feliz, cuando entrando por una puerta mágica  podía regresar a él.
Las cuestiones económicas mejoraron para mi familia y las prioridades  cambiaron. Pasó un año hasta que pudimos volver al pueblo. No pude reconocerlo. Me decían: dale un beso al abuelo, sentate en su falda, contale de la casa nueva. Aquél hombre envejecido, canoso, triste, no era mi abuelo.
Escuché por ahí que se había jubilado. Yo ya tenía siete y no entendía mucho. La abuela se quejaba de que era un gruñón, que se ponía terco, intolerante. Andaba siempre como buscando sentarse. Se volvió lento.  Yo seguía llorando pero un poco menos. Aunque inconsciente,  presentía que con su partida, iba  a perder todo lo bello que sólo él me reconocía.
Yo volví a los ocho, a los nueve y, a mis diez se murió. Como se habían muerto sus pares. Los que lo fueron resignando a un camino sin vuelta atrás. Los que lo hicieron tomar conciencia de su decadencia, su improductividad y, se fue entregando. Desde su enorme sapiencia supo que no  le servía a esta sociedad tan tecnológica, si ni siquiera aceptaba  hablar por teléfono. Entendió a  la muerte  como no tan lejana,  y admitió que era viejo, casi un estorbo. No encontró un espacio para seguir, el lugar  para un viejo, un tiempo, ni para su historia.

Seguí sin poder reconocerlo hasta aquella noche en que volvió para despedirse. Tan joven como entonces,  con el pijama a rayas que tanto  le conocía, y ese andar intenso, tanto,  como la luz que se lo fue llevando.

Flores en la mesa

por Benita  

Le enseñaron que las parejas son una simbiosis.
Desde niña creyó que cuando se casara, sería para siempre.
Desde niña creyó que su casita sería luminosa, repleta de exquisitos aromas, flores en el centro de la mesa, grandes ventanales dando a un gran patio con árboles perennes de flores y un  coro de pajarillos silvestres cantando.
Se dio cuenta de que los árboles no están estancados, tienen vaivenes, que cuando la flor se convierte en fruto, si no es consumido, se pudre; las  ilusiones también tienen ese destino.
No fue su primer novio el esposo elegido; tampoco el segundo ni el tercero.
No fue virgen en su noche de bodas; tampoco hubo dinero para la casa de sus sueños; nunca hubo pajarillos ni flores en el centro de la mesa.
Los hijos no quisieron venir; la más dolorosa desilusión.
El esposo no era su  simbiosis, no era el ideal, y ella fue pudriéndose como ese fruto al que se le pasó su tiempo.
Un día despertó distinta, se dio cuenta de que hay árboles estériles, a los que se los sigue llamando árboles.
Se dio cuenta de que hay mujeres solas, a las que se les sigue llamando mujeres.
Se dio cuenta de que su persona no se define ni por el fruto ni por la compañía, se define a sí misma, no necesita nada más, no depende de otros.
Se dio cuenta de que el mundo está lleno de personas insatisfechas con su historia, pero también las hay  que hacen algo para cambiarla.
Y en ese instante, en el duermevela previo a su amanecer, se identificó con las personas que no se arrepienten de lo que fueron, no lloran por el pasado, pero se arrepentiría si no hace algo para cambiar su presente desdichado.
Se despidió del hombre que la escoltó pero no la acompañó, se calzó el uniforme de mujer sola y se consiguió un departamento diminuto, con grandes ventanales, lo llenó de música; puso flores en el centro de la mesa, y se largó a vivir feliz,  ella misma, despoblada, con el corazón satisfecho de soledad.


El cuento de Mariana

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Enya Sol

por Antonio


Enya es una sonrisa luminosa. No, una nena luminosa con una sonrisa hermosa y viceversa. Sobre todo riendo a la hora de la siesta. Encandila. “Apagá esos ojos…”, dice su tío Nico. Allá, debajo de la oreja tiene un remolino rojo-remolacha, naranja-zanahoria. Ese rojo se repite en otro, en otro y en otro bucle. “¡Apagá ese pelo!”, le dice también.
Papá trabaja jugando con barro. Un día un elefante y otro una taza. Pero si Enya quiere, es una taza-elefante o un chancho de monedas. Los amigos le dicen Camote a papá. Él tiene un cartel que dice: Juguetes de Barro de Camilo Sol.
Ciertos días de verano, Enya se pone su vestido de flores y las botas de agua. El paraguas, rosa claro. Es su ropa de danza de la lluvia. Y muchas de esas veces, llueve. Entonces el papá pasa corriendo con los juguetes que están crudos. “¡ENYA! ¡No ves que estoy trabajando!”. Si se descuida le saca una ballena o un cocodrilo y juega a tomar el té en el jardín. Hasta que el invitado se convierte en chocolate al sol.
Una vez al mes cocinan los juguetes. Ella tira ramitas al fuego. Y vigila que no se apague cuando papá Camote está ocupado. Pone ramitas y hojas de laurel. Hacen ruidito a muchas patitas corriendo por el parque, pero en otoño. El olor es a guiso de lentejas de la Nona Tere.
Los sábados lo acompaña a la plaza o a la playa… Se despiden de osos, payasos, elefantes... Y de muchas, muchas ballenas,  pingüinos y lobos marinos. ¡A qué no saben donde vive! Sí…Puerto Madryn, Argentina.