por Lila 
La vejez, esa decrepitud. El olor permanente a orina, olor a gato.
Ella amaba a su gato, se lo acomodaba entre los pechos blancos y él ronroneaba allí junto al escote de terciopelo verde. Yo sentía odio por él pero nunca lo dije y ella, con un mohín fruncido de los labios pintados murmuraba: “mi astuto felino, minino, pantera” mientras los dedos de uñas granates ligeramente sucias hacían caricias circulares sobre la cabeza del animal.
Yo la amaba, eterna y raídamente como mi único traje negro. Me atraían su perfume, sus muslos suaves sin vello, el sabor a chocolate de la boca y hasta esa leve acritud de las axilas.
Nos conocimos en la oficina en donde ella, Amanda, trabajaba. Creo que la impresioné la primera vez con mi pelo engominado y la corbata oscura. Tengo la certeza de que pensó que yo era algo más de lo que soy.
Me presentaron como “nuestro joven procurador, una promesa jurídica…” y a partir de ahí aceptó riendo la rosa que le llevé una mañana. La esperé a la tarde de ese mismo día y con naturalidad se tomó de mi brazo. Su blusa blanca contra mi manga oscura.
A veces hablábamos. Hablaba ella de su madre, del gato, de la veneración que los “egipcios” tenían de ese noble animal. Yo asentía, parco como siempre porque las palabras no me brotan rápidamente.
La invité a cenar en mi departamento. Ninguna mujer había entrado antes y esa noche lo vi a través de sus ojos. Decepción ante la vajilla despareja, indiferencia frente a las fotos familiares en la pared y a las carpetas de crochet tejidas por mi madre, una ligera mueca de desagrado frente a los muebles oscuros y las sillas tapizadas de gobelino. El péndulo del reloj marcó las dos horas que duró la cena: entrada de jamón con palmitos, pollo al horno con papas ―que cociné yo mismo― y masas finas de postre. Ella trajo una botella de vino y dejó la marca de los labios pintados en el borde de las copas.
Volvió otra tarde y la amé; fui torpe pero a ella pareció no importarle demasiado. Me preguntó después mientras se calzaba las medias por los asuntos de la escribanía. De la procuración, quise decirle, pero qué sentido tenía aclarar la confusión en ese momento de humedad agria, sábanas revueltas y mi ineficaz desempeño.
―Ahí van ―dije―. Muchos trabajos. Mucha gente que muere.
Después de unas semanas me presentó a su madre y no le gusté. A mí tampoco me agradó pensar que Amanda se parecería a ella, que las mejillas le caerían flojamente sobre los labios endurecidos y que el olor a gato perfumaría sus polleras.
Nuestra relación se parecía a los expedientes que yo fatigadamente arrastraba por oscuras secretarías de juzgados. No prosperaba.
Un día, casi al pasar, como un roce felino entre las piernas, me dijo que había conocido a un abogado, un hombre ya mayor, y que se iba con él. Vivirían fuera de la capital y ella iba a ser secretaria en el estudio jurídico.
No le reproché nada; tampoco me había hecho promesas de amor eterno ni yo supe retenerla. ¿Para qué servirían las palabras? Más bien, después me recriminé a mí mismo por ser así, tan tímido, tan poca cosa. Sufrí, sí, pero seguí viviendo.
Permanezco en el mismo lugar, un poco mejor. Me he deshecho de las carpetas de crochet, otras láminas adornan las paredes, reemplacé las sillas y el sofá por muebles más modernos y he encontrado una compañera silenciosa a la que no sé si quiero o aborrezco.
Me sorprendí al oír el timbre y al abrir la puerta la vi: Amanda, más voluminosa.
Al entrar los ojos azules recorrieron el lugar al que sentía extraño. Noté que su pelo sin brillo necesitaba un retoque de tintura, que había perdido un diente y que los dedos que jugaban nerviosos con el collar estaban amarillos de nicotina.
Habló como si se hubiera ido el día anterior y yo no podía entenderla ni escuchar sus razones. Oía, sí, el tiempo latir en el reloj de péndulo.
Le hice un gesto con la mano, un gesto de despedida, sin palabras. Pero me di cuenta de su asombro cuando vio sentada entre almohadones a la gata rayada.
Cerré la puerta cuando se fue, una silueta pesada y torpe. Me encaminé luego acomodándome los anteojos hasta el espejo de azogue manchado y me vi, triste procurador de oficios pendientes.
Nada que contar. Un papel blanco en el archivo. Un inconfundible olor a gato.