por Pablo
El lugar, hasta donde alcanzaba la mirada, era desmesurado, pavoroso, irreal. Allí reinaba el fuego, las aguas malolientes y las mareas pintadas de sangre. En medio de toda esta atmósfera perturbadora se alzaba una criatura que el tiempo había ido transformando hasta convertirla en una imposibilidad de la imaginación; en un ser mítico, casi un Dios: Lucifer, que a pesar de todo el dolor y los gritos de millares de almas condenadas que se retorcían y vociferaban de dolor, parecía, en esos momentos, sentirse sólo, cansado y sin más inspiración para hacer el mal.
Se habían sucedido pocos siglos de historia humana ―aquella en la cual todavía no se vislumbraba el cristianismo―, desde que el Príncipe de las Tinieblas había sido expulsado violentamente del cielo al gran abismo. Mientras acomodaba sus ásperas alas y se daba vuelta para observar mejor su reino diabólico, recordó todo lo que alguna vez poseyó y que ―por sus actos de maldad―, había perdido irremediablemente. Fue, alguna vez, el más noble de los ángeles, el ser más resplandeciente y perfecto –El Lucero de la mañana―, ahora era todo lo contrario. Su luz se había extinguido y había sido tornada en oscuridad; su belleza, por una fealdad que aterrorizaba a sus más fieles servidores. Nunca antes desde el castigo recibido por el Señor, sintió la necesidad de un nuevo amanecer. Mantenía una desapacible sensación de vacío dentro del alma; deseaba sentirse amado por su hacedor.
Reflexionó que las criaturas espirituales más insignificantes de la creación ―los mortales―, recibían el amor de Dios en abundancia, casi sin hacer nada por merecerlo; que suerte tenían y que despreciables se hacían ante sus ojos. Recordó la ocasión en la que Dios le mostró al primer hombre: Adán, y le dijo que se inclinara ante la reciente creación. ¿Cómo puede inclinarse el Hijo de fuego ante el Hijo de barro? –respondió indignado―.
Observó a su alrededor, dentro de las aguas ardientes, a los condenados que por un deseo mundano, le habían vendido alguna vez el alma y pensó que si a él, Dios le pudiera conceder un "deseo", este sería el de volver al principio; tener una nueva oportunidad para ser Luzbel. ¿O es que por tratarse de Satán no podía ser perdonado por Dios? ¿No era el Señor todo misericordia? Meditó largamente la idea y al final se cuestionó. ¿Era acaso posible alcanzar el perdón?
Desplegó sus enormes alas y por primera vez en cientos de años, posó sus largas pezuñas por sobre un mar de cabezas sumidas en el fango, y tomando cada vez mayor impulso, alzó vuelo, ante la mirada atónita de miles de legiones demoníacas, que finalmente, le vieron hacerse un punto imperceptible camino al Cielo. Cuando llegó a las puertas del Reino Celestial pidió audiencia con Dios. Cuando Yahvé fue advertido de la visita de Satán, dejó por un momento el cielo y sus cuidados y se apresuró a descender desde su mansión y recibir al ángel caído. Una vez Lucifer sintió todo el poder y la perfección que emana del Espíritu Divino se arrojó penitente ante Dios y se arrepintió de corazón diciendo: ¡Padre, he pecado contra el Cielo y contra Ti! ¡No soy digno de ser llamado hijo tuyo! El Padre, cuya esencia era dada a la misericordia, abrazó al Hijo que muerto estaba y que había resucitado a la vida, que había sido dado por perdido y que finalmente había sido encontrado y lo vistió con las mejores prendas celestiales e invitó a los demás ángeles para que recibieran a su hermano y lo reconfortaran.
Un arcángel al ver todo lo sucedido se enojó en grado sumo. ¡Cómo era posible ―se dijo―, que el demonio, que maldijo muchas veces el nombre de Dios y había condenado a la tercera parte de los ángeles al abismo, ahora, con un sencillo retornar y arrodillarse volvía a recuperar su posición de ángel e Hijo del Señor. ¿Era esto justo, posible? ¿Y qué pasaría con toda la perversidad desperdigada por el mundo, con la ruina de los hombres y de las naciones?
Cuando Luzbel, ahora purificado por el perdón, ocupó su lugar en el Cielo y conoció el malestar que había causado con su regreso a uno de sus hermanos; hubo de reconocer que éste tenía la razón de su parte y que sólo había una forma de redimirse, de limpiar sus pecados, de salvar a aquellos que había condenado a la pobreza, la infelicidad y la muerte espiritual. En su nueva condición angelical ya no podía ejercer autoridad contra las legiones infernales que aún reinaban en las profundidades; no obstante cumpliría una misión, "esto si Dios se lo permitía" y le daba la oportunidad de bajar a la tierra, nacer como hombre, predicar la verdad divina y morir clavado en una cruz. "Y Dios lo permitió" y envió al mundo al ángel, a su hijo bien amado, al que le puso por nombre Jesús.