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jueves, 1 de septiembre de 2011

El ángel caído

por Pablo

El lugar, hasta donde alcanzaba la mirada, era desmesurado, pavoroso, irreal. Allí reinaba el fuego, las aguas malolientes y las mareas pintadas de sangre. En medio de toda esta atmósfera perturbadora se alzaba una criatura que el tiempo había ido transformando hasta convertirla en una imposibilidad de la imaginación; en un ser mítico, casi un Dios: Lucifer, que a pesar de todo el dolor y los gritos de millares de almas condenadas que se retorcían y vociferaban de dolor, parecía, en esos momentos, sentirse sólo, cansado y sin más inspiración para hacer el mal.
Se habían sucedido pocos siglos de historia humana ―aquella en la cual todavía no se vislumbraba el cristianismo―, desde que el Príncipe de las Tinieblas había sido expulsado violentamente del cielo al gran abismo. Mientras acomodaba sus ásperas alas y se daba vuelta para observar mejor su reino diabólico, recordó todo lo que alguna vez poseyó y que ―por sus actos de maldad―, había perdido irremediablemente. Fue, alguna vez, el más noble de los ángeles, el ser más resplandeciente y perfecto –El Lucero de la mañana―, ahora era todo lo contrario. Su luz se había extinguido y había sido tornada en oscuridad; su belleza, por una fealdad que aterrorizaba a sus más fieles servidores. Nunca antes desde el castigo recibido por el Señor, sintió la necesidad de un nuevo amanecer. Mantenía una desapacible sensación de vacío dentro del alma; deseaba sentirse amado por su hacedor.
Reflexionó que las criaturas espirituales más insignificantes de la creación ―los mortales―, recibían el amor de Dios en abundancia, casi sin hacer nada por merecerlo; que suerte tenían y que despreciables se hacían ante sus ojos. Recordó la ocasión en la que Dios le mostró al primer hombre: Adán, y le dijo que se inclinara ante la reciente creación. ¿Cómo puede inclinarse el Hijo de fuego ante el Hijo de barro? –respondió indignado―.
Observó a su alrededor, dentro de las aguas ardientes, a los condenados que por un deseo mundano, le habían vendido alguna vez el alma y pensó que si a él, Dios le pudiera conceder un "deseo", este sería el de volver al principio; tener una nueva oportunidad para ser Luzbel. ¿O es que por tratarse de Satán no podía ser perdonado por Dios? ¿No era el Señor todo misericordia? Meditó largamente la idea y al final se cuestionó. ¿Era acaso posible alcanzar el perdón?
Desplegó sus enormes alas y por primera vez en cientos de años, posó sus largas pezuñas por sobre un mar de cabezas sumidas en el fango, y tomando cada vez mayor impulso, alzó vuelo, ante la mirada atónita de miles de legiones demoníacas, que finalmente, le vieron hacerse un punto imperceptible camino al Cielo. Cuando llegó a las puertas del Reino Celestial pidió audiencia con Dios. Cuando Yahvé fue advertido de la visita de Satán, dejó por un momento el cielo y sus cuidados y se apresuró a descender desde su mansión y recibir al ángel caído. Una vez Lucifer sintió todo el poder y la perfección que emana del Espíritu Divino se arrojó penitente ante Dios y se arrepintió de corazón diciendo: ¡Padre, he pecado contra el Cielo y contra Ti! ¡No soy digno de ser llamado hijo tuyo! El Padre, cuya esencia era dada a la misericordia, abrazó al Hijo que muerto estaba y que había resucitado a la vida, que había sido dado por perdido y que finalmente había sido encontrado y lo vistió con las mejores prendas celestiales e invitó a los demás ángeles para que recibieran a su hermano y lo reconfortaran.
Un arcángel al ver todo lo sucedido se enojó en grado sumo. ¡Cómo era posible ―se dijo―, que el demonio, que maldijo muchas veces el nombre de Dios y había condenado a la tercera parte de los ángeles al abismo, ahora, con un sencillo retornar y arrodillarse volvía a recuperar su posición de ángel e Hijo del Señor. ¿Era esto justo, posible? ¿Y qué pasaría con toda la perversidad desperdigada por el mundo, con la ruina de los hombres y de las naciones?
Cuando Luzbel, ahora purificado por el perdón, ocupó su lugar en el Cielo y conoció el malestar que había causado con su regreso a uno de sus hermanos; hubo de reconocer que éste tenía la razón de su parte y que sólo había una forma de redimirse, de limpiar sus pecados, de salvar a aquellos que había condenado a la pobreza, la infelicidad y la muerte espiritual. En su nueva condición angelical ya no podía ejercer autoridad contra las legiones infernales que aún reinaban en las profundidades; no obstante cumpliría una misión, "esto si Dios se lo permitía" y le daba la oportunidad de bajar a la tierra, nacer como hombre, predicar la verdad divina y morir clavado en una cruz. "Y Dios lo permitió" y envió al mundo al ángel, a su hijo bien amado, al que le puso por nombre Jesús.

jueves, 1 de abril de 2010

El lado oscuro de la luz

Pablo Nicoli

      Avanzaba inexorablemente la noche, y las puertas de la Catedral fueron cerradas. El lugar quedó en el más absoluto silencio. Los dos últimos feligreses que durante largas horas habían permanecido postrados a la demanda de favores celestiales, traspasaban bajo el inalcanzable frontispicio y se perdían tan de súbito como habían llegado. Por último, se escuchó el enorme ruido que provocó una de las tantas bancas de madera que hacían procesión al altar. Fue un sonido agudo, comparable a la voz de soprano. Alguien habría tropezado con algún mueble, camino a la salida posterior. De seguro se trataría del guarda que antes de marcharse, clausuraba inevitablemente el templo.
      En ese momento consulté mi reloj. Eran las diez. Tenía aún que aguardar dos largas horas. ¿Qué haría con todo este tiempo por delante? Esa fue la primera pregunta que me hice; después de todo, antes de la medianoche nada sucedería; y por consiguiente, no había ningún motivo para seguir oculto. Afortunadamente, hacía unas semanas el descomunal órgano había sido desmantelado; creo que fue enviado en partes a Europa para ser reparado, y los pequeños compartimentos -bueno, pequeños para el cuerpo del órgano y no para nosotros-, habían servido de cómodo escondite.
      Decidí que lo más sensato sería utilizar la linterna, la que conservaba como el más querido recuerdo de mi fallecido padre, y tomar de una mano a Giovanna. Ella no me hablaba. Sin duda estaba atemorizada. Desde que le conté cuáles eran mis propósitos y le expliqué el porqué de éstos, se opuso en el acto; sin darme la oportunidad de reflexionarlo siquiera. Me preguntó si yo había perdido la razón, e incluso, me amenazó con terminar nuestra larga relación, si no me olvidaba de la idea. Pero ahora que nos encontrábamos dentro del lugar, ya no decía más nada. Había sido muy difícil convencerla; pero finalmente, después de tanto argumentar, accedió a acompañarme. Quizá en el fondo imaginaba que antes de que algo grave nos sucediera, podía disuadirme de abandonar aquella arriesgada espera y salir huyendo junto a ella; pero en realidad, los dos sabíamos que esa posibilidad de evasión era muy remota. La decisión ya había sido tomada y ahora, nada ni nadie podía evitar su desenlace.
      Pasada la primera media hora, nos aventuramos a salir de nuestro improvisado refugio y deambulamos por una de las tres naves que hacen interminable el recinto; mientras pétreas imágenes de santos y arcángeles nos observaban pasar irreverentes, o quizá realmente no podían notarnos. La verdad es que esto poco interesa. Lo importante, lo fundamental era que faltaba algo menos de dos horas para el encuentro, y nosotros dos nos encontrábamos encerrados deliberadamente en el interior de la Catedral. Distantes, muy distantes de algún salvador, de amigos, de familiares o simplemente de la gente. En fin, alejados del bullicio mundano, que de seguro a esas horas y en aquella noche de sábado, empezaría a vivirse en calles, plazas y centros nocturnos. Nadie en la ciudad sospecharía lo que habíamos venido a esperar; ni siquiera podían soñarlo.
      Pasaron varios minutos, antes de que posáramos nuestros pies sobre los gastados escalones que ascienden al púlpito; aquél cuya columna aplasta la figura tallada del demonio.
      El estrépito que provocamos al contacto corporal contra la madera reseca por el paso del tiempo, inundó todo el lugar. Pero no tenía importancia. Nadie nos escucharía. Nadie hasta la media noche. En ese momento alguien me cuestionó. Era Giovanna, y lo que me dijo parecía ser el inicio de sus súplicas para que abandonáramos mi propósito. De mi parte, yo no me atreví a mirarla de frente. Sabía muy bien que ella tenía la razón de su lado; no obstante, no accedí a dar marcha atrás, y lo único que atiné a hacer, fue abrazarla y ceñirla contra mi pecho; decirle que la quería. ¡Que la amaba intensamente! Que sabía que no había sido fácil para ella permanecer a mi lado aquella noche. Pero también le confesé que su compañía me era necesaria. Que me daba el valor suficiente y que, sobre todo, me hacía inmensamente feliz. Por un momento pareció comprender. Me regaló una hermosa sonrisa y pareció también apaciguar sus temores.
      Subimos hasta lo más alto que la estructura del púlpito nos permitió, y desde aquel lugar contemplamos todo lo que pudo alumbrar la linterna de papá. Era una ubicación inmejorable para esperar y atisbar a la medianoche. Divisábamos casi todo el panorama y, si bien no podríamos hacernos de la ayuda de ninguna luz a la hora acordada, esto no debía preocuparnos. “Ellos” traerían seguramente las suyas...
      Transcurrió al menos otra media hora, antes que descendiéramos del púlpito, recorriéramos los rincones más olvidados del templo -la entrada al coro, la capilla de las plegarias, las criptas de los clérigos-, y volviéramos a subir a nuestra posición anterior, diez minutos antes de la medianoche. Durante los pocos minutos que nos quedaban, todo el lugar siguió en calma; tanta como la de un sepulcro; y ya estaba a punto de llegar la hora. Nos agazapamos detrás del resguardo tallado del púlpito. Giovanna apretó mi mano con notorio nerviosismo. Escuchamos que desde el exterior, el reloj de la torre dio las doce campanadas.
      Entonces fue cuando aparecieron. Observamos cómo fueron congregándose uno tras otro, hasta formar una procesión de cientos. Todos desplazándose lentamente, sosteniendo sus luces, y el interior de la Catedral pareció volverse de día. No hubo lugar que no fuera invadido por aquella luz intensa.
      Por un segundo tuve mis dudas y lo razoné nuevamente: Giovanna, expuesta inútilmente; la espera, una idea vehemente; mis planes, totalmente inejecutables; “ellos”... Y me invadió el terror; un terror como nunca antes lo había experimentado. Sujeté la mano de Giovanna aún más fuerte de lo que ella lo hacía conmigo, y mientras fue posible, corrimos despavoridos hacia la puerta posterior del templo. Lo más probable sería que estuviera clausurada; pero no teníamos otra posibilidad más que intentar. En esos momentos la linterna de papá se me cayó del bolsillo; Giovanna quiso detenerse y recuperarla; pero yo no se lo permití. Ya no era posible retroceder. Nos habían visto. Seguimos huyendo y le grité que no mirara hacia atrás; gracias a Dios no hubo discusiones, y nos pareció ver por delante que la salida lateral estaba milagrosamente abierta. Nos dirigimos hacia el pórtico, lo cruzamos y agradecimos al cielo que todo hubiera finalizado; aunque todavía no para “ellos”.