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martes, 1 de abril de 2008

La biblioteca

Juan Abril


      Me habían designado un pequeño armario húmedo y corroído por las ratas; pero el lugar que utilizaba para trabajar era mucho más grande que este cubículo, mucho más grande incluso que toda la biblioteca. La mayor parte del tiempo me dedicaba a mis propios asuntos. No soy un hombre misterioso, así que mi oficio consistía en colocar los papiros más amplios sobre mi mesa de trabajo, cubriendo obras prohibidas con argamasa; así, los papiros que un día cantaron poemas heréticos, ahora se dedicarían a alabar a nuestros dioses. Alguna vez se hablará de esta biblioteca como un recinto de saber universal, y olvidarán que detrás del arte y de la ciencia impregnada en sus muros y en su gente, hay una maquinaria opresiva en movimiento, que controla nuestros ojos y oídos. Pero hay libertades que nuestra astucia nos puede proveer, como leer con frenesí las tragedias de Gogarth el malvado y observar con deleite los dibujos de Ajun, el monje de las siete montañas, que narra las aventuras de un dios que se devora a sí mismo y que odia la luz de las estrellas. Los viejos inspectores egipcios ya no hacen mucho caso a las normas antiquísimas, que prohibían las obras de ficción entre los escribas. Mi alma se regocija al observar hipocampos y paisajes corrompidos de magia y oscuridad, paisajes donde nunca estaré. Que los demás desperdicien su torpe existencia, creyendo que lo que ven sus ojos y tocan sus manos, es real; pues, yo no creo que tanta barbarie pueda atribuirse a la autoría de un dios que cree en la materia; a menos que ese dios esté loco.
      Cuando concluí mis labores, el atardecer se cernía sobre mi espalda; el alabastro, el oro y las sinuosidades del mármol eritreo lucían todo su esplendor, mientras me dirigía al puerto de Faros. El camino se extendía con amplitud y generosidad dimensional, desde el muelle hasta la biblioteca; mercaderes, adivinos y colosales embarcaciones, se hallaban distribuidos en cada plaza y alrededor de los templos dedicados a los dioses; también habían esculturas de bronce cuya textura hacía imposible medirlas cronológicamente; de algún modo insinuaban la eternidad; modeladas más por el viento y los días, que por manos humanas. En el horizonte se extendía una sombra. Algo entonces, despertaba en mí recuerdos únicos y preciosos, cubriéndome de una odiosa y pueril nostalgia. Si hay un atributo (o más bien vicio) que no podré olvidar de esta ciudad, será su obsesiva forma de acumular todos los excesos, así como su extraña política de otorgar poderes ilimitados a sus escribas.
      Quizás cierta arrogancia mal disimulada, cierta humildad falsa impregnada en mis gestos, me hacían un extranjero hostilizado entre extranjeros. Sería fácil, pensé en el principio, conservar mi carácter y condición de hastiado en medio de tantos escribas hebreos y romanos. Imaginé inclusive hacerme pasar como un cartaginés extravagante y aburrido, o un poeta mediocre, enamorado de su soledad y de sus conclusiones erráticas. Pero ya les dije que soy torpe para tratar con los habitantes de la biblioteca.
      El Faros, ciclópeo y terrorífico como un imponente titán, guiaba el melancólico vaivén de las embarcaciones que llegaban al puerto. Mi padre se hizo marino, precisamente para olvidar la inmensidad del océano y la brevedad de su vida consumiéndose entre las olas. En el puerto, me esperaba hacía mucho tiempo un trasbordador fenicio, en cuyas velas se dibujaban unos símbolos que sólo los miembros de la biblioteca reconocerían. A simple vista, estos símbolos semejaban el cruce de dos letras griegas, muy parecidas a la que usaban los romanos en sus insignias de guerra. En la cubierta del trasbordador, habían enormes mantas enceradas y decenas de centinelas apostados alrededor de la proa; el capataz del trasbordador, hombre recio y de mirada audaz, me hizo una señal y entonces corrí presuroso a recoger el pedido de mi señora que, gracias a los dioses, al cosmos, o quizás al caos, habían llegado a buen recaudo.
      Cosmos es una palabra griega que significa el orden del universo. Los eruditos de la biblioteca estudiamos el Cosmos en oposición al Caos. El cosmos presupone el carácter profundamente interrelacionado de todas las cosas. No es vano afirmar que la intrincada y sutil construcción de nuestro recinto, inspiraba admiración a las embarcaciones que surcaban nuestras orillas. Dentro de esta fastuosidad externa vive una comunidad de virtuosos que exploran la física, la literatura, la medicina, la astronomía, la geografía, la filosofía, las matemáticas, la biología y la ingeniería. La ciencia y la erudición han llegado a su edad adulta y sé que después de nosotros no habrá nada novedoso ni deslumbrante. El genio florece en nuestras salas: nuestra ciudad es el lugar donde los hombres han reunido por primera vez de modo serio y sistemático el conocimiento del mundo. Pero eso a mi no me ha interesado jamás. Así que me dispuse a inspeccionar el catalogo de mi señora. Leí con brevedad algunos párrafos que describía económicamente a los grandes hombres que vivieron en la biblioteca:
      Además del astrólogo Eratóstenes, estuvo Hiparco, que ordenó el mapa de las constelaciones y estimó el brillo de las estrellas; Euclides, que sistematizó de modo brillante la geometría y que en cierta ocasión luchaba con un difícil problema matemático, cuando halló un disco que tenía un sólo lado; Dionisio de Tracia, el hombre que definió las partes del discurso y que hizo en el estudio del lenguaje lo que Euclides hizo en la geometría; Herófilo, el fisiólogo que estableció, de modo seguro, que es el cerebro y no el corazón la sede de la inteligencia; Herón de Alejandría, inventor de cajas de engranajes y de aparatos de vapor, autor del Autómata, la primera obra sobre máquinas con voluntad propia; Apolonio de Pérgamo, el matemático que demostró las formas de las secciones cónicas del elipse, parábola e hipérbola, las curvas que como sabemos actualmente siguen en sus órbitas los planetas, los cometas y las estrellas; Arquímedes, el mayor genio mecánico de la historia; el astrónomo y geógrafo Tolomeo, que compiló gran parte de los libros habidos y por haber de la astronomía: su universo centrado en la Tierra será una verdad que abarcará milenios. Y entre estos grandes hombres del pasado y del presente hay una gran mujer, Hipatia, matemática y astrónomo, la última lumbrera de la biblioteca, en cuyo nombre se han copiado estos papiros en la ciudad de Aquilonia..
      Un esclavo númida cubierto de huesos y pieles me observaba desde la proa del trasbordador. Llevaba una antorcha cuyo fuego tenía un extraño color azul. Me aproximé para contemplar mejor semejante prodigio.
      —No te acerques —me advirtió un centinela de cabellos dorados— es un leproso.
      El númida permanecía impasible, observando el horizonte de sus propios pensamientos.
      —Si es un leproso ¿cómo es posible que haya burlado la seguridad de las comisarías del puerto? —dije—; cuyas leyes explican que toda embarcación dejará animales domésticos, niños y toda cosa enferma y deforme. El clima de Egipto ha calentado tu sangre, ¿verdad, guardia hibernés? Pero no te preocupes, muy pronto regresarás a tu querido bosque de nieve, en la última Thule..
      El centinela retrocedió con la cabeza inclinada y me cedió el paso con fingida humildad. Nadie dijo una sola palabra mientras me veían aproximarme hacia el númida. De pie ante el esclavo, los pequeños cráneos que le colgaban del cuello me causaron aversión; si estos cráneos eran de hombre o de bestia, o de ambos juntos, eso no lo podía asegurar. Varias cicatrices amarillas surcaban su rostro... pero sus ojos, llenos de oscuridad y furor, esos ojos hasta ahora sólo los había visto en los reptiles antiquísimos que alguna vez estudié en la biblioteca. Cuando habló, su voz fue como el sonido de una tormenta, como abejas huyendo de un panal roto.
      —Te atrae el fuego de mi antorcha, escribano —dijo el númida. Me aproximé con cautela, mi curiosidad hacia su extravagante antorcha vencía mis prejuicios y temores. Esperé un poco, antes de disponer que lo azotasen por haberme dirigido la palabra.
      — A ningún plebeyo o esclavo le esta permitido dirigirse directamente a un escriba —dije —, salvo en cuestiones estrictamente practicas; para advertirnos del peligro, o responder a nuestras peticiones con servil asentimiento, torpe númida.
      En una época, pisar nuestra sombra o tocarnos, implicaba la pena de muerte. Muchas de estas surrealistas disposiciones se han vuelto obsoletas, a pesar de que todavía la aplicamos por puro capricho. Ahora, en una realidad muy distinta para la que fue concebida, tenían un carácter meramente ornamental; se nos permitía ejercer dicho poder, para recordarles a todos cuán celoso era el manejo de la información por parte de los administradores y custodios de la biblioteca. Ante el pueblo, éramos seres mudos e impenetrables. Salvo cuando cumplíamos el papel de jueces o de verdugos.
      —Ante la poderosa inteligencia de los dioses, tú y yo no nos distinguimos —dijo el esclavo.
      Acostumbrado a la vastedad gramatical, y a su total ausencia de significado, sentí cierta asincronía en aquellas palabras; las sentí forzosamente intelectuales; las repudié, porque no encajaban con el momento ni con la figura que lo pronunciaba. —No estamos en el cosmos por accidente —continuó el esclavo—. Los sabios de mi raza dicen que todas nuestras obras son un pretexto para llegar a saber cuán capaces somos de destruir, o construir este mundo.
      A pesar de mi afectado desdén ante semejante (y ominosa) verborrea, sus palabras me provocaron cierto regocijo interior; un cierto sabor antiguo, de reprimida ingenuidad, se apoderó de mis sentidos. Retrocedí con indignación y vergüenza, mostrando desatención y al mismo tiempo ocultando mi adhesión sobre lo que había dicho el esclavo. Es natural sentir público desprecio hacia los seres que admiramos, me dije, así que giré para irme, pero el númida me detuvo del brazo con una mano anormal parecida a una garra.
      —No es maldad lo que tu corazón ansía, escribano. —Ahora que le veía más de cerca, me percaté de los repugnantes bulbos de carne seca y rojiza que sobresalían de los cráneos de su pecho y de su cuello. Le empujé con violencia e incontrolable repugnancia, pero el númida permaneció erguido y desafiante. —Es extraño cómo los hombres han otorgado tanto poder a las palabras —dijo—. Una palabra tan simple como muerte, o infinito, abarca algo que está mucho más allá de nuestra capacidad de tocar y percibir; sin embargo, sus sílabas son tan fáciles de pronunciar, tan fáciles de reducir a la experiencia de un día.
      Le observé fijamente; estudié con terror cada parte de su rostro y cada uno de sus músculos. Recordé de inmediato la forma en que los demás hombres sonríen o entristecen. Los sentimientos son como las letras de un alfabeto, recordé; letras que pueden identificarse mediante el hábito y la costumbre. Este desconocido guardaba en la configuración de su rostro algo tan terriblemente ajeno , que me conmovió hasta el silencio, hasta la rigidez más insoportable.
      —Si el devenir y tu voluntad han sido capaces de decidir nuestro encuentro para este tiempo y esta geografía, debemos esperar que algo más se altere a nuestro alrededor —. Volvió a pronunciarse el esclavo. Una sensación de increíble perplejidad me hizo trastabillar, sentí que el cielo se volvía rojo y que todo desparecía en una humareda de conceptos infames; infames por su simpleza, pero terribles por su misteriosa ingenuidad. Con el tiempo, los escribas se acostumbran a las diatribas y moralejas, y las acepta con mansedumbre. Esto más bien se trataba de un poseso que profetizaba el final de una execrable labor.
      —¡Inclínate ante lo que te ata a esta tierra, como si el fluir de sus aguas fuese tu sangre, y el fuego de sus infiernos, el paraíso que ansías, escribano! —profirió el esclavo, a pesar de estar sujeto a unas tenazas que el capataz asía en sus brazos.
      Los centinelas le apuntaron con sus lanzas; uno de ellos me observaba, con el miedo que origina la ignorancia y la creencia en conjuros y hechizos.
      —¡Señor! —me dijo— ¿Con quién habla usted?
      Agua, sangre, fuego, e infierno. Las palabras del esclavo me confundían. ¿Quién era este extraño ser que me hablaba con la misma destreza de un núbil orador? ¿O más bien, de dónde había obtenido la facilidad para jugar con definiciones que debían ser intocables e inasequibles para un simple esclavo? ¿Por qué me estaba diciendo todo esto, ahora, sin ningún motivo?
      Lo que a continuación dijo, despejó parcialmente mis dudas.
      —Soy Alkhur Trael —dijo el númida—; en mi juventud fui el rey de una ciudad de oro y pertinaces ríos sangrientos. Los sabios de mi tierra me enseñaron a descifrar el pasado y el futuro, en los astros y en las olas del mar. En todos los rostros he visto a un animal salvaje que siempre tiende a remedar los vicios de sus ancestros. Los libros sólo exaltan de Roma y Macedonia el genocidio y el holocausto. Los sueños y las esperanzas honestas han sido colocados en una montaña de oro y hielo llamada poesía, que es inexpugnable. Todas las palabras que he leído, hasta las más amorosas y anodinas, son más que simples metáforas de la destrucción. Entonces, si todas las cosas ya han sido dichas, y todo ha muerto, pues el ahora es sólo un mero espejismo; ya no hay motivo alguno para construir y crear, pues sólo somos las cenizas de un pasado sangriento y tenebroso, que vuelve, como un eco maligno.
      Lágrimas oscuras caían por sus rígidas mejillas y sin embargo, sonreía. A pesar de mis años disfrutando de historias fantásticas y otros asuntos esotéricos de la biblioteca, me resultaba difícil comprender del todo el lenguaje metafórico y afectado del númida. Después de mucho tiempo, mis ojos veían (¿regocijados?) un sentimiento carente de artificio ¡Era como si aquel miserable leproso sintiera auténtica satisfacción con su destino! Quizás individuos como él, que creían profundamente en el destino preconcebido, abundaban en el orbe. Aquí en Alejandría ya estaban extintos.
      Quise completar alguna de sus frases; quise compartir mis propias concepciones acerca de la injusticia y de la magia de los sueños, pero el númida interrumpió esta confesión, cuya trascendencia entre estos mercenarios, no me lo hubiera perdonado jamás.
      —Llévate mi luz y haz lo que tu corazón te ha implorado en tus tardes solitarias, escribano; aunque, lo que harás, sólo será un pálido reflejo de lo que otros han hecho y harán; el camino de los hombres sigue el curso de una vía circular, que finaliza donde se inició la partida; el verdadero dios que rige este universo es una serpiente que se devora la cola ¿ya has visto ese símbolo, verdad? ese es el único dios posible en este caos de repeticiones imparables. Todo destino es un círculo apocalíptico, una veladura revelada de forma inevitable, la verdad iluminará hoy con su luz negra las murallas, la realidad de este mundo está exhausta de éter y azar.
      Mientras le arrebataba su antorcha de flama azul, reflexionaba sobre las limitaciones de mi entendimiento. Si me comparaba con ese rey-esclavo traído desde los desiertos, obligado a realizar las labores más bestiales e insoportables, y aún así, dueño de una hiperbólica determinación para mantener íntegra su humanidad y su educación, veía cuan poco ingenioso y aletargado había sido yo hasta ahora, rodeándome de sofismas y mitos vaporosos. He compartido un hermoso sueño en el que los hombres pueden reunir todo el conocimiento en un solo lugar de la tierra; preceptos indiscutibles han regido la armonía y sencillez de mis decisiones. ¿Qué más puede exigírsele a un escribano?
      Sin embargo, ahora la duda y una fangosa lucidez, me revelaban que no todos los hombres ansían ese conocimiento. Esto me producía infelicidad. ¿Quién puede ser capaz de renunciar a su egoísmo sin perder la cordura? ¿Esa verdad significaba que la enorme empresa de la biblioteca era absurda? Sentí vergüenza de estos pensamientos. Repudié la incapacidad de mi alma, por no sentirse digna de compartir una esperanza de luz intelectual, por no poder asirse a un trozo de materia y proclamarlo útil y real, como lo hacían mis demás hermanos escribas.
      Ahora esta vasta ciudadela me parecía horrible, recargada, inútil; un tartamudeo degenerado y horrísono.
      Ordené que se llevaran al leproso y que le diesen muerte lejos de mi vista. Alkhur Trael me observó por última vez, con siniestra complacencia. Las olas del mar borraron sus palabras mientras se alejaba, empujado por dos guardias acorazados. Si hay algo que siempre me ha atemorizado, es ese tipo de fanatismo capaz de aniquilarlo todo con ciega convicción. Todos tememos a lo monstruoso, no por su diferencia irreconciliable o su contrahechura, sino por su promesa de convertirse fácilmente en parte nuestra.
      Intenté contener el torrente de imágenes y posibilidades que despertaban, como geniecillos bestiales, dentro de mí; intenté concentrarme en mi tarea de trasladar unos papiros traídos del norte del mundo, sólo para incrementar la vanidad de unos bibliotecarios decadentes.
      Dos enormes carretas egipcias transportaron los rollos hacia los jardines palatinos: un edificio anexo a la biblioteca, de arquitectura irregular, con grandes columnas de granito. El ambiente de este almacén era sombrío y silencioso. Un guardia indiferente abrió las puertas y nos dejó pasar sin hacer ninguna requisa. Los papiros fueron depositados sobre una amplia mesa de mármol jaspeado.
      Ordené que se retiren todos. Me quedé inmóvil, esperando que las sombras del lugar lo impregnaran todo. Observé (o intuí) palmo a palmo la gloriosa amplitud de los anaqueles, percibí el olor de la tinta fresca sobre los papiros. La figura putrefacta del númida se apareció con lúgubre esplendor, en medio de la sala, retorciendo mi cordura, aplastando mi serenidad, destruyendo los últimos hilos que retenían mi razón, y surgió esa terrible voracidad interior, que todo lo quiere hacer cenizas. Sentí cómo la última gota de razón, de admiración, era envenenada con el vino negro de la envidia ¿Será posible percibir los actos del futuro, como antiguas y odiosas reminiscencias? ¿Por qué ahora percibo que todo esto es un simple eco proveniente quizás de eras antiquísimas? ¿Sería mi razón capaz de tolerar semejante disparate? ¿Serán posibles esas burdas supersticiones provenientes de las culturas más bestiales, acerca de la trasmigración de las almas y una historia universal cíclica y repetitiva? La antorcha, el fuego azul, el extraño círculo formándose en mi cerebro: La conclusión entonces aún me pareció difusa; hasta que su carácter infantil empezó a adquirir rasgos aberrantes.
      ¡Si el númida era un mero accidente, pues entonces esa decisión ya la había tomado de antemano! Pero ¿por qué? ¿Cuál era la razón para hacer lo que iba a hacer? ¿Envidia? ¿Falta de aceptación? ¿Un rencor demoníaco? ¿Incoherencia senil? ¿O es que esta determinación pertenecía a ese punto cósmico en donde las cosas que vemos y sentimos no pueden ser medidas por la razón y la inteligencia?
      Antes de verter el fuego por la biblioteca, cogí con superstición uno de los papiros de mi armario, con la esperanza de hallar en alguna de sus frases, o en tan sólo una de sus palabras, la clave que interpretara este desmán que estaba a punto de provocar. El papiro recogido al azar, era un conjunto de caóticas distribuciones gramaticales y estaba escrito en una lengua hyperbórica; el centinela hibernés que me advirtió sobre la enfermedad del númida, me hubiera ayudado a interpretarla; eso era seguro.
      Desalentado, estuve a punto de arrojarlo junto al resto de documentos que pronto se convertirían en cenizas; pero entonces vislumbré unas letras fosforescentes en la base del manuscrito; desglosé lo que parecía ser una especie de prólogo escrito en un idioma ya muerto del norte del mundo, cuya gramática, el Cthulhu, felizmente conocía:
      “No hay en el mundo fortuna mayor, que la incapacidad de la mente humana para relacionar entre sí todo lo que hay en ella. Vivimos en una isla de plácida ignorancia, rodeados por los negros mares de lo infinito, y no es nuestro destino emprender largos viajes. Las ciencias, que siguen sus caminos propios, no han causado mucho daño hasta ahora; pero algún día la unión de esos disociados conocimientos nos abrirá a la realidad, y a la endeble posición que en ella ocupamos, perspectivas tan terribles que enloqueceremos ante la revelación, o huiremos de esa funesta luz, refugiándonos en la seguridad y la paz de una nueva edad de las tinieblas.
      ¡Qué tarea colosal y absurda la de las bibliotecas, al querer preservar las luces de la mente humana! en soportes cuyo exquisito contenido no podría redimirse de la combustión ni de la humedad. Observé la antorcha, observe (adiviné) las bellas imágenes que rodeaban la sala principal de la biblioteca. Qué microscópico y brutal me sentí al arrojar el fuego sobre el papiro que había leído; las imágenes que me habían mostrado sus letras, de una perfección tan exquisita, y que por eso mismo no se salvarían, empezaron a consumirse con ansiedad demoníaca Corrí trastornado como un demente, deseando alcanzar una meta ilusoria; intenté organizar mis ideas, mis motivos, esa locura improvisada y sin sentido aparente que me impelía a destruir. Por años amé cada parte de este recinto, me dije. Lo amé y cuidé del polvo y del desgaste, de las ratas y del hombre que no entiende las maravillas que alberga y que ahora empezaban a disiparse. La biblioteca no terminaba nunca. Exhausto me detuve. A lo lejos, podía distinguir el fuego que había iniciado como si se tratase del resplandor de una vela raquítica.
      Durante mucho tiempo me guié de esperanzas infundadas; pensé que el conocimiento reunido del mundo traería una era de prosperidad moral e igualdad entre los hombres. Ahora, el desengaño me sabía como un amargo y repugnante tufo en el paladar; un quiste morboso que ahogaba mi corazón y mis ganas de vivir.
      Una nueva fe autoritaria e inculta y un imperio expansionista eran simples accidentes históricos, meras coincidencias que se confundían con mi destino. Al menos eso intentaba creer, mientras mi amor y devoción antigua, luchaban contra esa criatura desengañada y vacía, que ahora me aproximaba hacia la verdadera entidad que sentía el deber de destruir: yo mismo.
      La sabiduría humana es una afrenta a la humildad del alma, cuando no está al servicio de la mayoría de los hombres. Aunque el dios que otorga esa inteligencia, tampoco puede ser justo, prudente y honesto, cuando ha premeditado la maldad de esos hombres. Esa es la verdadera esencia de las cosas. Todos aquellos anaqueles, todas aquellas letras, todo aquel recinto era una aberración y una afrenta a los ojos de cualquier sabio capaz de soñar con la igualdad real entre los hombres. Tanta fastuosidad y lujo aglomerados en un sólo lugar, eran la consecuencia de una injusta distribución de las riquezas. El dios nuevo de Roma me ha convencido hace tiempo que los plebeyos poseen un sentido práctico mucho más desarrollado, que un puñado de aristócratas celosos, que se vanaglorian de reunir cantidades ingentes de conocimiento, que se pudre con el tiempo en sus mansiones de mármol y granito, en donde jamás carecerán de cuidados, sí, pero en donde ya no hay escribanos ni eruditos que los comprendan, porque el conocimiento se ha convertido en un peligro latente, para una prole que se ha degenerado y que ahora sólo busca la facilidad y el solaz.
      Cuando logré salir de la biblioteca (el único vigilante que custodiaba la biblioteca estaba ocupado en su propio saqueo) observé a una turba de esclavos que venía de un festín de sangre y espadas. Un hombre con el torso desnudo arrastraba la cabeza y parte de la columna vertebral de Hipatia, señora y custodia de la biblioteca. Las dos legiones de panonia y Tiro habían ingresado y cercenado la defensa de la ciudad. Galeras romanas vertían todo su poderío de fuego y destrucción sobre las murallas y las embarcaciones cerca del puerto de Faros. La magnifica edificación no tardaría mucho en ceder a los embates de las catapultas y los escorpiones.
      Los últimos de los guardias fieles a Hipatia, cayeron bajo el fuego de las flechas con brea de los arqueros griegos, quienes se habían puesto del lado de Roma por la décima parte del dinero que a mí me habían ofrecido. La escena de esta traición me conmovió mucho más que la fidelidad de los guardias de mi reina. Días antes, había observado la desolación en los rostros de estos arqueros alejandrinos, cuando el general Casio Furcio les otorgaba la categoría de libertos y veinte monedas con el rostro del César. Puedo dar fe que cada uno de ellos amaba a su manera la ciudad y sus símbolos; el hambre y la enfermedad de sus familiares pudo más que el amor a lo grandilocuente y ostentoso de este mundo.
      Cogí la espada de un soldado caído, envolví con mi túnica su cuerpo —moriré defendiendo algo en lo que ya no creo —, me dije. Intenté correr hacia la entrada del Faros, pero este ya era sólo una pira de escombros. Me dirigí hacia el puente que anexaba la sede principal de la biblioteca; cargué contra un centurión que me empujó y escupió con un gesto de desprecio. Me dijo en latín que me conocía. En sus ojos había una fiereza que me supo familiar.
      Recordé las palabras del númida, y mis ojos lo contemplaron todo con asombro y verdadero miedo, ahora que la circunferencia del círculo cubría toda Alejandría.

      A Lovecraft y Sagan.

sábado, 1 de marzo de 2008

El corazón delator

Juan Abril


      Este cuento es una conjunción de mis pasiones favoritas: los conciertos de rock, la estética gore de los jóvenes directores europeos y norteamericanos, la prosa eficaz de Clive Barker… y mi teoría (más bien fe) de que es posible estructurar un cuento como una sucesión de viñetas o imágenes cinematográficas. Al final, el acto de escribir, es como un delicado y persistente cercenar de figuras retóricas en aras de una pobre invención cosmética; un exótico “cadáver exquisito”, vomitando sobre el espacio en blanco, párrafos y párrafos aparentemente conexos, que nos conmueven, que nos vuelven seres superiores o infames, pero ya nunca iguales.

      Así, EL CORAZON DELATOR, quizás sólo forme parte de un pastiche experimental, o sea el intento abstruso de concebir una historia, pretenciosa hasta el absurdo, que aspire permanecer en la mentalidad del lector; aunque sólo sea la rimbombante metáfora de una vanidad castigada, aunque sólo desee unas limosnas de aprobación. Sin embargo, algunas tardes rojizas de otoño Limeño, o ciertas sombras reflejadas a través de mi ventana, hacen innegable la posibilidad de que mis palabras no formen parte de una verdad oculta. Carezco de falsa modestia; al fin y al cabo, un escritor no puede desdeñar sus propias excrecencias; tampoco existen críticas lo suficientemente poderosas o inteligentes que le puedan persuadir de que no haga lo que considera el único propósito, digno y justificable, que mantiene alerta su pureza creativa, pese a estar rodeado de un universo retorcido y soporífero. Por ahora, esta fábula formará parte de aquellas aborrecibles historias de aparecidos y de monstruos, que la crítica recibe siempre con burla y sin prestarle mucha atención. En cierto modo, persistir en empresas absurdas es una cualidad estorbosa y a veces fatal, de aquel que sabe muy poco y que juzga con ingenuidad una situación. La inocencia, bien decía Baudelaire, es una característica inherente a todo escritor. Negarnos esta predisposición, sobre todo en la juventud (fuente de las más frenéticas ingenuidades) es una blasfemia y una insolencia, que nos podría condenar a ese infierno estéril y lúcido de los que ya saben demasiado y que, simples como son, mueren de certeza.
I

      Donde se transcribe un párrafo de la fábula llamada En tinieblas, de León Bloy, como marco de fondo y principio para El corazón delator.


      “El Génesis es la advertencia escrita de un Dios que pretende ocultar cuánto sabe. El árbol prohibido fue la vía del conocimiento y de la vergüenza; pero cuando Adán es increpado a delatar, comete la estupidez de culpar (con su nueva y virginal comprensión) a su mujer, por haberle persuadido a que comiese y desobedeciese al arquitecto del universo. Esto me hace inferir, de manera muy directa, que la mujer comió mucho más de aquel fruto, y que por ello su género ha heredado mucha más inteligencia que el hombre, sobre todo para mentir; así como para otras cosas igual de vitales. Género delicioso, fémina natura est terribilis ut castrorum acies ordinata, la mujer también ha heredado la fea predisposición a chismorrear con serpientes intrigantes. Aun así, no olvidemos nunca a la primera mujer, Lilith, que fue hecha de lodo y que no pecó.
Dans les Ténèbres . Leon Bloy (escrito en el año tenebroso de1914)

II

      Aquí empieza la fantástica, hiperbólica y rimbombante aventura de Cerati, en medio de aplausos y luces segadoras.


      La historia comienza en Buenos aires o Dublín; para mayor economía imaginaria, digamos, Buenos aires, el teatro Colón; un telón bellísimo que se abre y un divo surgido del vapor, mientras ronronea una orquesta sinfónica. El poeta, de mirada errática y frases oníricas, no es importante; hay suficiente artilugio en sus poses para dibujar cientos y cientos de bocetos gramaticales; dibujar una escena bulliciosa y recargada contribuiría a aliviar mi horror al vacío. Sus versos, que ya me son lo suficientemente molestos e inevitables, distraen, sin embargo, mi recientemente adquirida economía prosódica, embelesándola de giros arcaicos; vastas oraciones, recargadas de kenningar (simbolismos nórdicos que deforman con belleza la forma original de lo evocado) han cumplido satisfactoriamente su función —como antaño— de maquillar la violencia y la mutilación.

      "Hoy quiero bailar desnudo y drogado sobre la mesa más hermosa del Universo. Untaré mis pies de mantequilla y danzaré para ti, Cecile", decía Cerati, observando sus manos disolviéndose entre el humo azul del escenario: "Me comeré tus ojos en una copa de cristal. ¡Cómo es posible encontrar entre todas las butacas inocuas del teatro Colón, una definición tan morbosa y letal de finura y concupiscencia!"

      El director de orquesta observaba la pantalla del monitor. Los músicos seguían atentos la señal precisa. Cerati se acomodó un mechón que caía sobre su cutis nacarado, cubierto de gotas frías de sudor. Sonrió a una miríada de ojos que se fueron diluyendo con el vapor: "Tu sonrisa es como un ramo de flores exóticas, diosa mojada, flor salvaje, atardecer rojo, lluvia de verano, cordillera virginal hecha carne". La música dio comienzo, y sus mejillas se cubrieron de resplandores rojizos. El azul de su traje napoleónico resplandeció entre las luces anaranjadas del escenario, sus pasos lo aproximaron a un público extático que lo admiraba desde un abismo de butacas y oscuridad. La mirada de Cerati se hizo transparente, dichosa, cubierta de inteligencia y sensualidad atemporal.


      El fagote dibujó un breve susurro en el espacio; el cello se explayó con grave sensualidad; el oboe sonó como un lamento y su sonido fue como un canto que intentara rozar la cúspide del arrebato místico. Cerati sonreía dramáticamente, con los ojos cerrados; se llevaba la mano al pecho, moviendo la cabeza, siguiendo el ritmo de la canción. Al abrir los ojos, su expresión fue arrogante y feliz; sus labios segregaron un brillo matizado de rubores carmesíes:
      —Como un Mantra, de mis labios fluye todo lo que hay que conocer de ti –dijo—. Debes ser una forma compleja, un objeto de proporciones inconcebibles; una luz que emana simetría y perfección euclidiana. Podría concentrar en ti las imágenes más repugnantes, pero tu pureza no disminuiría un ápice. Todos los malvados de la Tierra deben poseer un símbolo perfecto como tú, que los redima y les otorgue esperanza; en este mundo, todo mal debería poseer y recibir la redención a través de la belleza".

      La mujer a quien iban dirigidas estas palabras, sonrió, mientras que la punta de su lengua aparecía juguetona, entre sus labios oscuros.

      Algún espectador silbó desde el refugio negro donde se encontraba la dama, pero su acción no fue capaz de romper, con su vulgaridad, la pureza musical que se deslizaba por todo el teatro, bajo la bruma de los cuernos listos para la batalla, alrededor de los tiernos jadeos de un violín, entre la conjunción orgásmica del oboe viril y del travieso clarinete.


      Los aplausos llovieron sobre el silencio de Cerati, que extendió sus brazos para recibir a la inmensidad vertiginosa que le aplaudía sin piedad; el bullicio se volvió tan poderoso que le hizo estremecer y apretar sus párpados.
      —¿Eres una hieródula?— le interrogó Cerati a través del micrófono— ¿una bacante que ha venido a devorarme, o es al revés? ¿Cómo es que conozco tu nombre, Cecile, si es la primera vez que mis ojos se encuentran contigo?"

      El director de orquesta gesticuló en medio de una batalla que era sólo suya y que no compartía con nadie, excepto con los que comprendían el lenguaje de su negra batuta, que refulgía, como una espada moderna diseñada para lidiar con el alfabeto caprichoso reflejado en su pantalla de cristal.

      Cerati respiró muy despacio. Ahora observaba sin temor, con un desprecio total, a esa criatura con miles de ojos, bocas y gritos que le aplaudía con frenesí:
      —El amor es la conjunción de todas las delicias de este mundo. Pero las delicias de este mundo, no podrán disfrutarse a plenitud si nuestra conciencia no está preparada para sentir el mismo placer ante la muerte. Así como nos enorgullecemos cuando inventamos frases sorprendentes, también debemos enorgullecernos cuando nuestra vileza aniquila lo irremplazable. ¡Fragilidad, pecado, oscuridad y jadeos irresistibles es lo que yo quiero en mi vida! Hoy mi corazón se siente delator.
      “Hoy Cecile, no me vas a decepcionar”.


      El poeta recogió las rosas que habían sido arrojadas a sus pies. Luego se dirigió hacia su camerino, donde una mujer cubierta con pieles de gamuza le aguardaba.
      Detrás del escenario los técnicos permanecían concentradísimos en la sincronía de luces y efectos de sonido. Cerati cruzó desapercibido toda esa barahúnda de seres anónimos y entró en el camerino. Al cerrar la puerta se hizo un silencio absoluto; agradeció al equipo de logística por haberle provisto un refugio a prueba de ruidos.
Al costado de un biombo cubierto de toallas, una mujer le observaba con devoción. Cerati sintió como una especie de hechizo sensual, que le embriagaba; no intuyó otro impulso que el de correr hacia esa imagen y cogerla entre sus brazos. Pensó: “Esa actitud es la decisión más perfecta, la travesura más sublime que haré esta noche”.

      ―¿Sientes mi corazón Cecile? ―, atinó a susurrar el poeta, mientras que sus dedos acariciaban una cabellera hirsuta y muy blanca. El rostro de la mujer era pálido, como un cadáver, a Cerati le pareció que flirteaba con una escultura de alabastro.

      Dos bocas chocaron con presión; una danza de lenguas y unas manos hambrientas se apretaron, detrás de un biombo pintado de dragones y guerreros medievales.

      La boca de Cerati se abría juguetona y lujuriosa mientras sus uñas, cortantes como navajas, se hundían debajo de un pelaje humedecido y caliente; los ojos de la mujer se contrajeron; los besos se habían vuelto opresivos hasta la asfixia; no era nada extraño este paisaje erótico, en donde la sorpresa y la fugacidad actuaban como un poderoso y excitante alucinógeno. Pero Cerati se sentía ahora muy lejos de ese ensueño amatorio de fin de semana, porque, en un paréntesis del tiempo y de la común realidad, unas pinzas de aspecto infame le abrieron el tórax. Provenientes de un espacio inconexo, de una infernal dimensión, racimos de tentáculos inmundos, observaron atentos, provistos de babosas membranas oculares, los labios de Cerati. Un dolor quemante, sorpresivo, terrible, empezó a crecer hasta dejarlo paralizado. El miedo más brutal, la locura y el dolor se apoderaron de sus sentidos. Las orbitas de sus ojos sangraban, cegándolo, impidiéndole ver a un ser de anatomía perversa, que estaba muy lejos de pertenecer a este mundo; de dimensiones contradictorias en donde la perspectiva ha muerto y en su lugar la fisiología y la geometría han construido formas perversas y malignas, la abominación escarbaba en su carne. Cerati trató de sujetarse del biombo que los cubría, pero un apéndice o tentáculo nauseabundo se lo impidió, mientras que, otras “extremidades” igual de repugnantes, se hundieron poderosamente, una y otra vez, en su cuerpo paralizado de terror. Enormes garfios, fríos como el hielo, traspasaron con facilidad la suave costura de su piel.

      Los dedos del poeta palparon la candente humedad rojiza brotando de su vientre. Entonces, convertida en una perversión mucosa, Cecile introdujo un bulbo que remedaba en su disformidad a una cabeza humana, a través de un agujero sanguinolento hasta ubicar el corazón aun palpitante del poeta.

      ―¿Qué eres? ―gemía Cerati, resistente aún a los estertores de la muerte. El tiempo desaparece en los momentos más dolorosos; la agonía transforma el universo en una especie de eternidad monstruosa, en donde todos los suplicios se conjugan para quebrar nuestra lógica, nuestros sueños de razón y coherencia. Con ojos agotados ya de vida, Cerati vio que la anterior y pálida figura de Cecile le revelaba ahora su plasticidad oculta, una estructura invertebrada y rebelde a toda ley física, una despiadada sorna de forma humana; una especie de sanguijuela cruel cuyas proporciones contradictorias habían reemplazado a esa anterior imagen de alabastro llamada Cecile.

      ―¡Te amamos! ―dijo el monstruo antes de arrancar sin esfuerzo una madeja de arterias desordenadas y sangrientas.

      El poeta se desplomó en el piso.

      La criatura, ahora rodeada de un halo y un frenesí que la hacían infernalmente magnifica y extravagante, hacía gala de sus formas imposibles, dejando intuir en su caos, una manufactura deliberadamente perversa y corrupta, propia de un escultor que odiaba la simetría; se deslizó airosa en su desorden, por los sótanos del teatro; cada vez más en conflicto con las formas distinguibles que la rodeaban (arriba y abajo, atrás y adelante) sus estertores trataban de insinuar acaso una especie de organización insólita, similar a un desorden cuya esencia evocara alguna inicua y milenaria belleza, fruto del eco, de gritos y de aplausos interminables. Cecile sólo atinó a pensar que el corazón de ese hombre la había llamado desde hacía mucho tiempo. Una invocación tan poderosa (en estos tiempos en donde el poder de las estrellas y el resplandor de la magia casi están extintos) era algo que ella supo agradecer con respeto, pero también con irremediable voracidad. Los siglos y las batallas no habían modificado un ápice la esencia de sus victimas; esa búsqueda infranqueable de respeto y admiración, esos gritos desgarradores y extáticos que preceden a la gloria, la habían construido y la volverían a llamar. Esta certeza interior la llenó de gozo; una profunda convicción religiosa surgió en los sucios confines de su alma. El mundo le había dado un propósito a su increíble existencia. Después de todo, ella también era una representación emergente (y una víctima) del bullicio… y de la indiferencia moderna.
      La sombra del monstruo se tornó en una silueta perfecta de mujer. Salió del teatro y desapareció entre los confines de Buenos Aires.

      A Carlos Argentino.