Los dedos regordetes de Andrey
acarician el teclado deteniéndose cada tanto para apretar alguna tecla y
sonreír. El sonido aleatorio se transforma casi en una melodía para su abuela
que lo mira embelesada.
−¿Te gustaría aprender a tocarlo?−le
dice mientras se acerca y hunde sus dedos en los rulos rubios y largos del
pequeño.
−Sí, enséñame−ordena el niño
mientras se estira un poco para poder descubrir ese mar blanco y negro lleno de
sonidos.
Doña Ekaterina se sienta en la
banqueta y con uno de sus brazos sube al crío a su regazo. Hábil aún con el
instrumento interpreta una alegre melodía y luego, suavemente, conduce las
manos del chiquitín a la aventura de la música.
Todos los días durante la siesta,
cuando el sol pinta los verdes de brillo, frente al ventanal abierto a la luz,
la paciencia de la abuela rinde frutos y Andrey dibuja sube y bajas en el piano
mezclando los sonidos con el canto de los pájaros.
A Ekaterina le gusta pasar largas
horas junto al río cercano a la ciudad. Desde allí divisa las altas masas
cubiertas de ventanas que emergen entre la arboleda, las lejanas chimeneas de Chernóbil
humeantes día y noche, la gigantesca rueda del parque que hace las delicias de
chicos y grandes en Pripiat.
−Sin dudas han hecho un buen trabajo−
piensa, aunque como de costumbre termina su caminata a orillas del río con las
mejillas húmedas por el recuerdo…Nunca quiso dejar su humilde casa, pero su
único hijo, recién recibido de ingeniero y de padre, quiso darle un nuevo hogar
en Pripiat junto a su mujer y al recién nacido.
Era Andrey su vía de escape
cuando los recuerdos parecían robarle fuerzas a sus días. Ese chiquitín
necesitado de brazos cariñosos mientras mamá y papá trabajaban, ocupaba casi
todos los momentos de sus días.
El niño, como su abuela, aprendió
a amar la música, la transparencia del
río, las mariposas, las flores silvestres y hasta los rugidos de los animales
salvajes que poblaban el bosque cercano. Su vida en aquella ciudad moderna y
rodeada de tanta naturaleza era feliz y placentera. Cada mañana asistía a
clases poco después de que sus padres se marchaban a trabajar a la planta. Allí
llegaban día a día casi todos los adultos de la ciudad para cumplir sus tareas.
Ella, imponente, dominaba el paisaje desde el horizonte: chimeneas altas,
grandes, grises, como una cadena montañosa de volcanes vivos humeando etéreas e
inocentes caracolas blancas.
Junto a su abuela, Andrey crece
en estatura y en arte, tanto, que es número puesto en cada fiesta escolar, en
cada acto, en cada velada que se hace en la ciudad. En pocos años, el teatro lo
recibe con su gran piano de cola y su magia de luces, butacas y cortinados. Los
aplausos y los elogios se multiplican
una y otra vez en cada recital. El rubio jovencito ya está listo para seguir
creciendo junto a grandes maestros en Suiza.
Ekaterina lo acompaña con su
incondicional cariño y su fortaleza sin pedirle permiso a los años. Otro
tiempo, otro idioma, otro paisaje, otra cultura y el mismo amor por la música
forman su nuevo nido lejos de casa.
Fue estando en Berna cuando
sucedió todo. Una falla en el reactor y la melodía triste del adiós a sus
padres instalada entre los dedos como único consuelo.
La radiación fue comiéndose
mordisco a mordisco el paraíso. El río
se hizo espejo de una ciudad vacía que el tiempo fue pintando de grises y
dolor. Los pinos viraron del verde al rojizo, la vida se hizo fantasma entre las
paredes guardando ecos de tiempos felices.
Andrey intenta proteger a su
abuela, pero el dolor fue minando sus huesos
de la misma manera que la radiación corroe a los seres vivientes. Su
mirada fue haciéndose distante hasta que se perdió en algún recoveco de los
recuerdos para no regresar nunca.
El piano ofreció el único refugio
para sobrevivir y los dedos, ahora largos y finos, recorrían el teclado como
una lluvia triste hasta que el tiempo supo darle una pizca de consuelo.
Los mejores teatros del mundo se
transformaron en su casa, Su música, perfecta, armoniosa y pulida fue aplaudida
en los cuatro puntos cardinales. Andrey, el pianista de Chernóbil, hizo las
delicias de los entendidos de la música y llenó los bolsillos de sus hábiles
promotores.
Con dinero la vida es a veces más
fácil, y si bien no llena los huecos de los sentimientos, logra cubrir la
mayoría de las necesidades y de las ocurrencias. Por eso, años más tarde,
cuando todo parecía haberse olvidado decidió visitar su pueblo natal. No era una
simple ocurrencia, pero a los ojos de ciertos agentes de viaje que organizan
aquello que el cliente quiere, sin dudas lo era.
El 12 de Octubre de Dos mil diez,
a bordo de una camioneta de doble tracción que le procuró Mykola, su ocasional
guía, penetró los perímetros cercados de Pripiat.
A lo lejos, un sarcófago encierra
las otrora humeantes chimeneas. El sendero cubierto de piedras serpentea a
orillas del río, ese, que tanto recorrió prendido de la mano de Ekaterina. A un
lado, el Bosque rojo se mira en las aguas de aspecto inocente donde el cielo
duerme la siesta.
Las primeras casas lo miran llegar
desde sus ventanas rotas. Se detiene en la plaza principal. Las losetas grises
se han levantado en partes y dejan entrever rastros de pastos que intentan
colonizar la vida. Camina despacio, todo es allí como una postal mal dibujada,
la ciudad respira muerte y abandono. No
están las luces de colores adornando la gigantesca rueda, ni se escuchan los
niños corriendo por la plaza.
A un costado de la jefatura se alza
el teatro, ese, que lo viera tantas veces sentado frente al piano de cola. Ya
no hay puertas, seguramente a causa de los depredadores de costumbre, la luz
del sol es el único reflector de la velada, la banqueta está caída en el
escenario y un montón de butacas destruidas conforman el mudo auditorio.
Andrey camina titubeante. Los
recuerdos se agolpan en su mente. Las telas de alguna araña caprichosa forman
un velo que cae desde la lámpara central, el verde de los tapizados de alguna
butaca lo estremece y los recuerdos se agolpan llenándolo de alegrías pasadas.
El piano parece esperarlo. Sube
despacio los tres escalones y se sitúa en el centro de la escena mirando la platea. En primera fila su abuela, temblando como siempre,
a su lado Ivan, su padre, alto, corpulento y escondido tras los gruesos
cristales de sus lentes. Junto a ellos Olena, su rubia madre de ojos verdes y
mojados, envuelta en un chal blanco como su piel.
Andrey toma la butaca que está caída
a un costado del instrumento y se sienta frente al piano. La tapa rechina el
levantarse y un insecto pequeño se
dispara entre las cuerdas. Una partitura imaginaria se abre en la primera hoja
y dispara pentagramas a las manos del pianista.
El teatro está lleno y palpita la
música que sale de sus dedos. La ovación lo estremece. La sala entera aplaude
el concierto. Sus ojos se cruzan con los de Ekaterina que se ha puesto de pie
en el acorde final. A su lado, sus padres se abrazan y saludan con una mano en
alto.
Con los ojos llenos de
lágrimas Andrey baja a la platea, pero
ellos ya no están allí. Cabizbajo se dirige hacia la salida sin poder controlar
esas dos pequeñas lagrimitas que terminan por humedecer su cuello.
Las ruinas del teatro vuelven a
abrumarlo y camina ahora rápidamente hacia la puerta.
Su imaginación le ha permitido
ver a los suyos y de algún modo, despedirse tocando para ellos ese adagio que
tanto les gustaba.
−Hice bien en venir−se dijo, este
cementerio gris me devolvió el verde de los ojos de mi madre.
Afuera lo espera Mykola fumando
junto a la camioneta.
−¿Nos vamos?−pregunta aplastando
la colilla con las botas. Andrey sube sin decir palabras y desliza una última
mirada a la ciudad vacía.
Después de cruzar el bosque, un
camino de tierra los lleva de retorno al hotel. Andrey, todavía en silencio,
extiende dos billetes al guía y se dispone a entrar.
Mykola le agradece y haciendo un
gesto de espera con las manos, saca el escaso equipaje del auto.
−Nuevamente olvidas tu cámara y
el bolso−le dice sonriendo, menos mal que recordé buscarlos cuando los dejaste olvidados
en el teatro.
Ya en la habitación, Andrey
descubre que por un costado del bolso se asoman los flecos de un chal blanco.
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