—¡Mamá!…El abuelo está en la cárcel— Amanda
gritó llorando.
—¿Que que qué?— respondí incrédula.
Ella entre hipos y sollozos empezó a contar:
—Se lo llevó la policía porque dicen que
balaceó a su patrón, que lo iba a despedir del trabajo disque por flojo;
discutieron, el patrón sacó una pistola, el abuelo lo desarmó y se la descargó.
Salí corriendo a la comandancia para tratar de
hablar con mi papá Eran apenas las
nueve de la mañana y con eso me almorcé el primer disgusto del día. Ya antes, había tratado de convencerlo de que no
trabajara; si tenía su pensión, para qué se malmataba por un sueldo de hambre.
Pero no, el decía que aquí era puro
aburrimiento, que mejor sacaba unos centavitos de más, para sus bilimbiques.
Llegué a la policía y me dejaron esperando,
hasta que llegara el juez calificador. Pasaron unas horas y nada, cerca de las cuatro
llegó el tal juez. Entonces me dejaron verlo. Allí estaba, acurrucado en la
banca de cemento de la celda. Hecho un ovillo, tapándose la cara con el
sombrero. Se me achicó el corazón verlo tan desprotegido, tan incapaz de
cometer delito. Cuando me volteó a ver, se le iluminaron los ojos, a mí se me aguaron.
—¡Pos si yo no tuve la culpa!— casi me gritó.
—pos cómo no, si lo balaceó.
—Pos solito se lo ganó…
Con el manojo de llaves como sonaja, el policía
que cuidaba las celdas me dijo que ya lo iba a ver el juez. Tuve que salirme,
me fui a sentar de nuevo.
Mientras esperaba, llegó Amanda con un amigo
abogado, les conté lo que me había dicho el abuelo y todos nos quedamos
callados un rato, pensando en el destino; como dicen en el pueblo: “Al perro
más flaco le caen las pulgas”. Así ha sido nuestra suerte toda la vida.
Rafael, el abogado, nos juntó en cónclave y
empezó a decirnos:
—Lo van a retener en la cárcel, y si todo sale
bien, con suerte lo mandarán a su casa. Habrá que argumentar que fue en defensa
propia. El arma es de su patrón. Vamos a esperar que dice el juez. ¿Hay testigos
…?
En eso, se acercó el policía para avisar que
iban a tomar la declaración del acusado. Nos arrimamos a la mesa del secretario
para oír.
— Nombre.
—Gustavo Rodríguez.
—Edad.
—Ochenta y dos años.
—Ocupación.
—Obrero trabajador.
—
…
— …
— Cómo se declara.
—Inocente.
Lo llevaron de regreso a las celdas, nosotros
incapaces de tomar acción, seguíamos acongojados. Rafael dijo que iba a
platicar con papá para poder presentar
la defensa. Le dije que yo lo acompañaba, ya que él no lo conocía.
Le pedimos al agente del Ministerio Público que nos dejara pasar, que
éramos su familia y su abogado.
Entramos
de nueva cuenta a las celdas, estaba otra vez hecho nudo, chiquito, ¿Cómo sería
que desarmó al patrón y le disparó? ¡Si es un anciano pequeño!
La celda apenas medía cuatro metros cuadrados,
no había donde sentarse sólo en la plancha de cemento que hacía las veces de
cama, mesa, silla. A un extremo, un agujero para las necesidades. Era fría, sin
ventanas oliendo a orines y mierda. Miró
a Rafael y preguntó:
—Y éste… ¿Quién es?
—Tu abogado— contesté.
—Rafael Márquez, a sus
órdenes—
—…mmm
—A ver, don Gustavo,
cuéntenos qué pasó. Por qué dice que es inocente.
—¿Me van a sacar de
aquí?
—Seguro, haremos todo
lo posible según la ley. No claudicaremos hasta que esté libre.
—Según la ley…, ¡pos
ya no salí!
—Por eso, necesitamos
conocer su versión y la de los testigos; cuéntenos cómo sucedió.
Empezó a contar:
—
Yo trabajo para la
familia Domínguez desde el padre, tengo más de veinte años a su servicio. He hecho
de todo: mensajero, ayudante, maquinista, chofer. Para Don Manuel (que Dios
tenga en su gloria) era yo su mejor empleado. Nomás llegó su hijo David, un
verdadero hi’ de puta, no se puede ni hablar con él, creyó que era el amo…. Se
quiso propasar con mi nieta… Pero, pos no, esos tiempos ya pasaron, yo estuve
en la Revolución y sé de lo que le hablo. Ya no somos esclavos…
—¿Pero qué pasó?
—Mire licenciado, ya
estoy viejo y me deben respeto. Soy trabajador y nos deben tratar con respeto.
—Pues sí, pero… ¿qué
pasó?
—Estaba yo en la
oficina. Como todos los días, fui por el periódico al estanquillo. De regreso,
me paré en la puerta para fumar un cigarrito. En eso, se asoma el señor David y
me dice:
—¿Dónde está el
periódico?
—Un cigarrito,
patrón, adentro no se puede fumar— y me recargué en la pared.
—¡Qué cigarrito ni
qué carajos!, aquí no voy a tener flojos que cobren por nada— dijo todo enmuinado.
—Para lo que pagaba, podía fumarme uno y otro
más— repliqué
Me dijo que me iba a despedir, yo contesté: —¡Éso lo quiero ver!—; había sido Don Manuel el
que me había recontratado a pesar de haberme jubilado. Se enchiló más y me dijo:
—¡Ora sí, pos lo vas a ver!— y sacó su pistolón.
Le pegué con el periódico, se cayó la
pistola, y la recogí. Entonces me grita:
—¡Viejo hijo de la chin…, pendejo!
—Y yo, pos… le disparé —a mí, el único que me
ha gritado es mi padre y murió hace
cincuenta años. Yo soy una persona mayor y a mí no me va gritar cualquier
cabrón.
— No, pues sí — agregó el abogado.
Por
Roberto Carreño
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