Descargar cuento Marcos Wever
Lo primero que me viene a la mente de aquel imborrable tiempo de mi niñez, es el polvorín que a su paso dejaba el camión que nos trasladaba desde “El Sol”. De aquel pueblo lejano en donde casi no alcancé a hacer amigos y que sin pena ni glorias quedaba atrás, inerme en el recuerdo y difuso entre la polvareda que anunciaba nuestra llegada a Caleras.
Caleras es un poblado que está entre Valparaíso y Santiago de Chile.
Cuando llegamos sofocados y con las caras pegajosas y sucias, me llamó poderosamente la atención lo gris que se notaba todo.
Las hojas de los árboles de tanta polvareda estaban grises. Tan grises, como las grises tristezas de mis grises días.
En ese pueblo del puerto de Caleras, cual pila de agua bendita estaba una fábrica de cemento.
Al detenerse el camión, quise bajar de inmediato algunos de los pocos bártulos que como silenciosos fantasmas, nos acompañaban en cada mudanza. Y me quemé los pies, porque ese piso estaba caliente. Tanto o más, que el más caliente de los tizones de un candente fogón de leña. Mis pies estaban encallecidos para andar sin zapatos, pero no para pisar suelos tan calientes como ése.
Y empezamos a descargar los utensilios. Yo pensaba que llegábamos a una casa, pero había un cuarto hecho nomás. Bajamos nuestras cosas y pusimos una carpa para poder pasar la noche, porque disponíamos de tan solo un cuarto de concreto armado. Un cuarto de esos que nosotros llamamos pandereta. Un cuarto rústico cuyo único techo al anochecer de nuestra llegada, estaba confeccionado de rutilantes estrellas.
Al día siguiente y desde muy temprano, comenzamos a darle duro al trabajo, buscando terminar aquella construcción. Mi padre, era albañil, mecánico y carpintero. Sabía de zapatería y de un sin fin de muchas otras profesiones. Aún así, siempre teníamos que estar de pobretes y de gitanos de un lugar a otro porque a él lo perdía el juego. Así que no acabábamos de instalarnos en un pueblo, cuando teníamos que saltar para otro. Huir de las deudas y de los líos a causa del juego.
Cual grillos asustados brincábamos, ya que mi padre sin mucho esfuerzo, se buscaba serios problemas, por culpa del vicio de la apuesta y del vicio de la trampa.
Recuerdo que desde aquel nuevo domicilio (Si es que así podíamos llamarle a ese maltrecho cuartucho), se divisaban a unos tres kilómetros, algunos cerros pelados y llenos de orificios, de donde se extraía el material para fabricar el cemento. Frente a la casa, había una línea por donde pasaba el ferrocarril que iba hacia el norte de Chile. También pasaba el “Calerano”, un tren largo de carga que tenía como quince vagones. A mano derecha y a más o menos cuadra y media, estaba el río. También al frente pero al lado izquierdo, algunas casas de aspectos muy pobres y más cerros taciturnos e incoloros.
En el sitio había gran vegetación. Sin embargo como era tiempo de verano, los días eran calurosos. El sol pegaba fuerte calentando la polvareda de las calles. Todo estaba polvoriento, no de polvo de tierra sino de polvo de cal. De tanto polvo calizo, hasta la gente parecía de cemento.
Mi papá, después que emparchamos la casa, toda mal hecha y a lo que saliera, no demoró en instalarse en la esquina del poblado.
La esquina era una punta en donde se cruzaban dos calles. Allí se juntaba toda clase de gente y allá a la esquina, también se fue mi padre. No había sitio en donde él llegara, en que no se armaran las ruedas y que de inmediato se jugara a los dados y a las cartas.
Se armaban las ruedas y se jugaba no por matar el aburrimiento sino por dinero. Entonces con él y sin que mucho demoraran, también venían las camorras.
Para mi padre no existía excepción de lugar para pelear. Así pues como al sexto día de ser un conocido allí, peleó. Peleó sin más allá o más acá. Porque pelear para él, era más que una hazaña su afición. Por eso hasta para dormir andaba armado. Todo el tiempo, la cúspide de su talento era irse a las trompadas. Que decir que como imán y por deporte, le atraían las broncas. Su fama de peleador era tal que en donde se metía, rápido que dejaba su marca para que lo reconocieran.
A él le decían “El Sombrerito” por que nunca dejaba de andar con su sombrero. Su extravagancia consistía en colocárselo como los gauchos. Como los argentinos que lo usaban en las Pampas. Con un ala arriba y otra abajo se lo acomodaba y por eso así le apodaban desde mozuelo.
Esa vez tuvo su encontrón con un tipo que le llamaban. “El Empera”. Resulta que como siempre, armó la rueda y empezaron a jugar. Como era muy ágil con las manos, cambiaba con facilidad los dados. Sustituía los dados normales por unos que los tenía cargados con plomo. Por aquellos que los artificiosos y embusteros les llamaban “Las Chivas”. Parece que como tiraba y siempre le salían sietes, “El Empera” que era el villano de ese pueblo, lo pilló.
De ese hombre “El Empera”, todo el mundo se resguardaba. Se cuidaban de él porque era muy malo y diestro para desacomodarle las tripas a cualquiera. “El Empera” era el matón del pueblo, pero ahí jaló rabieta con mi padre. Jaló una tremenda ira porque éste sí que no era ningún manco. Mi padre no le temía al Demonio ni a espanto que se le pareciera y en él, “El Empera” encontró la horma de su zapato.
Me acuerdo que los dos se desafiaron. Vomitaron improperios sin importarle ni con chicos ni con grandes. Mi viejo, sintiéndose ofendido sacó su navaja de afeitar y el otro, un filoso cuchillo de cocina. Mi viejo se enrolló su saco en el brazo izquierdo y empezaron a repartirse cuchillazos. El tipo lanzó y cortó por el estómago a mi padre quien a su vez, le respondió. Le tiró a uno de los bíceps que por cierto lo tenía bien ancho, abriéndole la carne en dos.
El malandrín al verse sangrando, buscó escapar a todo vapor. Mi padre a pesar de su herida, lo siguió y le mandó una sajada en las nalgas. Temiendo por su vida, el sujeto prosiguió en veloz estampida, chorreándole el brazo y las asentaderas de harta sangre.
Arrancó a mil “El Empera”. Se tiró por los lados del puente para abajo y por entre los matorrales. Ante el alboroto, una tanda de vagos inconsecuentes, como si fuera una fiesta, corrió para ver la contienda.
Esos repetitivos espectáculos terminaban por desesperarme. Por eso yo siempre negaba que era hijo de ese valentón. Si me preguntaban ¿Tú eres hijo de sombrero? ¡No! Respondía, con la vergüenza pegada a la tierra. Odiaba ver que después de todos esos bochornos, regresaba a nuestro cuchitril. Limpiaba su navaja con la ropa, rompía cualquier trapo para vendarse las heridas y gritaba: “Bueno, vieja me voy... Me tengo que ir”.
Y se largaba. Se echaba el saco al hombro y se corría. Desaparecía y al tiempo volvía tan fresco como una lechuga y como si nada hubiese sucedido. Se largaba, sin importarle de qué manera comprometíamos nuestras almas a los santos o a los diablos, para poder sobrevivir.
No sé dilucidar, cómo hacía para que no lo despacharan. Una vez por ejemplo, después de un pleito, volvió a eso de las seis de la tarde. Los policías, los carabineros que en ese tiempo hacían la ronda a caballo, nos rodearon. Se acomodaron y desde afuera le gritaban, “Sombrero, sale de ahí”. Mi papá recién había llegado y estaba agarrando el mate para tomárselo tranquilamente como si nada pasara. Sin asustarse de que los carabineros apuntaban en nuestra dirección ¡Con carabinas!. “Vieja, dijo, ¿No hay de comer?” Sí contestó mi vieja, sirviéndole media muerta de pánico. Él se puso a tragar con toda la paciencia del mundo, mientras la policía afuera seguía gritando. “Sombrero sale de ahí. Sabemos que tas ahí. Tas rodeao. No nos obligues a arriarte plomo”.
Mi papá indiferente a los gritos murmuró: “Ya vienen a joder estos huevones. Bueno, vieja me voy. A las diez estoy aquí. Teneme algo de comía caliente, porque a las diez estoy aquí”.
La policía lo sacó y lo ató a las sillas de dos potros. Lo colocaron con los brazos amarrados a la montura de cada caballo, como si fuera crucificado. Mientras lo llevaban a pie y entre los cuadrúpedos, iba cantando tonadas folklóricas cual si fuera todo un guaso. Frente a ese descaro me sentí humillado y tan poca cosa. Pese a observar la flacidez de mi mirada, para él mis sentimientos y mi vergüenza, no tenían ningún significado.
Los mirones en la calle al ver como se lo llevaban se morían de risa, más a pesar de que ya uno lo veía encerrado de por vida, tal como lo anticipó a las diez de la noche estuvo de vuelta. Nunca pude averiguar cómo se escabullía. Sospecho que sabía algo de rezos y de oraciones misteriosas o que compraba a sus apresadores porque siempre se escabulló y nunca lo exterminaron. A las diez de la noche repito, resucitó.
Como era habitual, hacía cualquier trastada, comía y se evadía. De madrugada y por costumbre si no lo agarraban a tiempo, acometían los carabineros para hostigarnos. Sin respetarnos el sueño, llegaban a requisarnos. Registraban por todos lados, pero era por gusto.
Era una cosa de sobresalto tras sobresalto, lo que vivíamos. En esa ocasión y dejando casi muerto a “El Empera” a tan sólo seis días de estar viviendo allí y fiel a su manía, otra vez se ausentaba y nos dejaba en el ruin desamparo.
Perpetuamente era la misma penitencia. Mi hermano mayor, lo mismo que mi hermana la segunda de los cinco que éramos, se salvaban de esa agonía al no convivir con nosotros. Juntos quedábamos pues, dos de mis hermanas, mi madre, yo que frisaba los 8 años y nuestra eterna crucifixión.
En Caleras, con sus opacos días y con mis años infantiles embotellados bajo la presión diaria, fue donde lo valoré. En donde en verdad comprendí que aunque te doliera en lo más profundo vivir sin un padre que te cubriera, ni que curara tus manos cuando el fragor del día te las laceraba, aquel dicho que decía que más valía andar solo que mal acompañado, era realmente cierto.