Por Luis Javier Osorio
Al entrar en
aquella mensajería, José Luis deleitó su olfato con el desodorante ambiental; jazmín
y cigarrillos. La compañía no era su mejor elección aunque sí puntual, barata,
se ubicaba cerca de su apartamento. El aire acondicionado lo deleitaba lengüeteando
su cabeza. Le pareció de repente como trasladarse por un portal desde el Hades hasta la Antártida. Esa
encogida oficina se convirtió en un oasis del desierto urbano.
Una
empleada que, quizá frisaba cinco décadas como don Quijote, lo miró antipática. El joven
de veinticuatro se acercó al cetrino mostrador. Tres cajas de cartón bajo el brazo.
—¿A dónde?
—Solicitó saber la mujer hablando por la nariz.
—Mexicali,
Sao Paulo y Madrid —Fue la respuesta del muchacho.
—Llena las
formas, ya sabes cómo.
La dama encendió
un cigarro. Tosió como tísica después de arrojar aros hediondos.
—¿Me llegó
algo?
—Sí,
tienes un paquete, permíteme un momento.
Diez
Minutos más tarde, la mujer volvió con una cajita. La deslizó. José Luis le entregó
sus envíos y los documentos. Examinó el talón que acompañaba la mercancía
recién recibida.
—Oiga
—Dijo él—, esto llegó hace dos semanas, ¿Por qué me dijo hasta ahora?
—Porque
nunca preguntaste, muchachito.
—Bueno,
¿Cuánto le debo?
—Son
doscientos pesos.
—Aquí está
—Entregó el dinero—. Y ahora sí, déme la factura, la otra vez no lo hizo.
Él volvió
a la calle, se asaría vivo mientras esperaba un taxi. No podía examinar su
mercancía con tantos mirones alrededor. La brutal desventaja de vivir en la
ciudad de México era lo imposible de mantener el espacio personal así. Su natal
Monterrey no era muy diferente, aunque, allá tenía menos espectadores.
Minutos
después, llegó el transporte. Un humoso Volkswagen sedán. Abordó.
José Luis
abrió su caja dentro del vehículo. El conductor lo miraba con disimulado
recelo por el
retrovisor. Vio cómo sacaba una muñeca completa embutida en un traje de baño celeste y otra de
cuerpo más articulado desnuda, sin cabeza.
—Oiga
joven —Dijo el taxista—. No es que yo sea metiche. Pero, ¿no cree que ya está
grandecito para jugar con muñecas?
—No son
para mí —Aclaró el pasajero—. Voy a regalar una.
—¿Y la
otra?
—¿No cree
que mejor debería seguir conduciendo?
El chofer
guardó un silencio
cadavérico. José Luis pensó que tal vez fue demasiado grosero con el hombre, ¿dónde
quedaron sus modales?
—Tengo un
negocio —Informó el joven—. Vendo juguetes por Internet.
—¿De
cuáles? —Preguntó el sujeto al volante—, ¿Barbies, carritos y todo eso?
—No. En
realidad, vendo muñecos y otros artículos. Todo acerca de dibujos animados japoneses
o Animé, como le dicen los
aficionados. Ésta muñeca, la que tiene cabeza, es una Jenny. Se vende nada más en
Japón; voy a cambiarle el cuerpo para regalársela a una amiga.
—¿Y qué
tal le va?
—Más o
menos bien. Sale para pagar la comida, la renta, la escuela.
—¿Y en dónde
estudia?
—En la
UNAM. Letras clásicas.
La charla
se interrumpió al arribar el taxi a su destino. El pasajero descendió frente a
un pequeño condominio de cinco pisos, paredes revestidas con estuco blanco,
palmeras, ventanas opacas, losetas ajedrezadas, una escalera lateral. Él subió a la tercera planta después de
pagarle al conductor.
El
apartamento de José Luis, número 28, tenía una vidriera en la puerta igual que
los otros. Le desagradaba. Los ladrones en esa urbe no descansaban jamás,
aunque, a él nunca lo habían visitado. Varias veces le pidió a la dueña del
edificio que cambiara las puertas. Ella siempre decía que sí, al final, no
hacía nada. Él Llevaba la caja de las muñecas bajo el brazo derecho. Buscó sus
llaves en el bolsillo del pantalón, las introdujo en el picaporte. La puerta se
abrió con un ruido metálico.
—¡Hola!
—Una voz femenina llamó su atención. Zendaia.
—¿Y ese
milagro? —Saludó él —. No te dejas ver desde la semana pasada, cuando fui a tu
restaurante. Oye, ¿y no te regañó tu jefe?
—¡Al
contrario!, se ríe cuando recuerda cómo bañaste a esa señora con la soda.
—A mí
todavía no se me pasa la vergüenza. Bueno, ¿qué te habías hecho?
—Pues
nada. He ido a varias audiciones.
—¿Y?
—Pues ya
sabes, lo de siempre: “No nos llame, señorita. Nosotros le llamamos”.
—Qué mal. Siempre
he creído que tienes talento.
—¿En
serio?
—Tan en
serio como que me encanta despertar cuando vocalizas.
Zendaia se
le lanzó a los brazos, como si él fuera su amante distanciado por alguna
guerra. José Luis la recibió con su brazo libre. Un afluente de sudor le
escurría de las manos.
—Eres muy
talentosa —Le dijo sin soltarla—. No me gusta verte así. Pero a veces pasa, las
editoriales y el mundo artístico no son muy diferentes con los novatos.
—Gracias —Respondió
ella con voz ahogada—. Hoy audicioné para el papel de Evita. ¿Sabes qué me
dijeron? Mi voz no pasaba de la primera fila.
—No saben
lo que dicen. Aunque, a veces creo que deberías tomar más en serio esas
críticas y...
—¿Tirar la
toalla? Eso nunca. No vuelvas a pedírmelo, ni siquiera jugando.
Zendaia se
despidió dándole un beso. Ella se mudó hacía
seis meses al condominio. Era dueña de una belleza élfica, facciones de ángel,
esponjada melena con rizos achocolatados, ojos de miel.
La joven
se introdujo en la vivienda frente a la de José Luis, número 22. Aseguró la
puerta con tres pasadores. Él también
volvió a su casa. Sus escasas posesiones lo esperaban: Un sillón de dos plazas
en la sala, una mesa redonda y un escritorio sobre el cual descansaba su laptop.
La cocina estaba separada de los otros cuartos por una simple arcada; el patético domicilio era iluminado solo por
una lámpara fluorescente.
Con más
tranquilidad y menos público, el chico sacó las muñecas de su empaque junto con
una diminuta peluca rizada, botitas de cuero, minifalda y blusa ombliguera. El
proceso para el cambio de cuerpo sería complejo. Necesitaba un poco de agua
caliente para decapitar a Jenny; también aprovecharía para preparar café. Mientras el agua se calentaba, él encendió su
portátil. Trabajaría en su segunda novela como todas las noches.
El tiempo volaba
cuando escribía. Anocheció para cuando José Luis recordó lo que había dejado en
la estufa. El agua se consumió y el hierro del pocillo despedía un olor acre.
Alguien
llamó de súbito a su puerta. Abrió.
—Disculpa
que te moleste —dijo Zendaia. Sus delicadas manos cargaban un envoltorio de
carne molida—. Lo que pasa es que se me acabó el gas.
—Pasa
—respondió él—. No es ninguna molestia. Mi casa es tu casa.
La dejó entrar
aprisa. Ella dejó la carne sobre la mesa y se acomodó en el sillón; él se desparramó
a su lado. La joven vestía un short de mezclilla apenas más largo que su ropa
interior y el hombro de su blusa blanca ligeramente deslizado por el antebrazo. Nunca la
vio más hermosa.
—Acabas de
salvarme la vida —Sonrió la chica—. Iba a guisar picadillo. Si quieres, lo
preparo para los dos y mañana te hago el desayuno.
—Por mí
puedes quedarte a dormir, como la vez pasada. ¿Te acuerdas?
—Ya sé.
Pero aquello fue un error y acordamos no hacerlo otra vez.
—¿Estuve
tan mal?
—No es por
eso. Me gustó mucho, de veras. Fue mi
primera vez, me siento feliz que fuera contigo y también quisiera repetirlo. Pero, no puede haber
más.
—¿Por qué
no? Ya sé que no solo de sexo vivirá el hombre. Pero, yo quiero que seas mi novia, es en
serio y no te lo pido porque nos acostamos. ¿Qué te cuesta decirme que sí?
—José
Luis, ya discutimos esto.
Cambias de tema o me voy.
Los dos
fueron a la cocina y prepararon una cena deliciosa, sencilla. Sirvieron el
guisado con vino, solo por variar. Gustaron un poco de los platillos.
—¿Cómo va tu novela? —Quiso saber Zendaia.
—¿Cuál?
—¿Cómo que
cuál? ¿No viniste a México porque querías publicar una novela?
—Así es.
Pero, como hacía mucho que no nos reuníamos más de una hora, no he tenido
oportunidad de contarte nada.
José Luis
dejó la mesa, entró a su dormitorio y regresó con un libro.
—Ojiisan
—Leyó Zendaia la portada en voz alta—. Por José Luis Briones.
—Significa
abuelo en japonés —Informó él—. Trata de un samurai del periodo Tokugawa. Te lo
regalo.
—Caray, no
merezco algo así. Me intereso muy poco por ti y tú estás a mi lado siempre. Si un día se te ocurre cobrarme, nunca
terminaría de pagarte.
—No me
rendí, sabes. No fue fácil. Dos años viviendo solo, tocando puertas,
entrevistándome con amigos de mi tía Adelaida que me recibían por compromiso.
Hice sacrificios y renuncié a muchas cosas. Éste fue el resultado de…
—Yo
tampoco me voy a rendir. Cantar ha sido mi sueño desde niña. Yo también dejé a
mi familia, me he topado con productores que solo han querido aprovecharse de
mí. Si no fuera por ti, no sé que habría hecho. Tal vez ya estuviera de regreso
en Saltillo hace mucho.
Se tomaron
de la mano con fuerza, impulsados por un magnetismo en el ambiente.
—Mira, es cierto que nuestras vocaciones
tienen mucho en común: Sacrificios, carencias afectivas, soledad. Pero, hay
cosas que no debes dejar nunca.
—¿Eso
crees?
—Sí. Hay
ciertas cosas a las que si renuncias, recuperarlas puede ser imposible.
—¿Cómo
cuáles?
—El amor
es una.
—¿Me amas?
—Mucho.
Se
acercaron más, apartaron los platos a medio comer, las manos de uno sostuvieron
el rostro del otro, unieron sus labios con la delicadeza de una caricia
maternal.
Ella se
alejó de pronto, tras un breve y apasionado beso.
—No puedo
—Anunció Zendaia—. Sé lo que sucederá si me dejo llevar, y no quiero
lastimarte. Ya te lo dije antes.
—Zendaia,
eres muy bonita y talentosa. No dudo que algún productor famoso se interese en
ti más allá de lo profesional. Si sucede, ¿también lo rechazarías?
—¿Qué te
piensas que soy?
—No me
malentiendas. Lo que quiero es una oportunidad.
—Perdóname,
pero ya es muy tarde. Mañana tengo que ir temprano a un casting.
La
muchacha partió intempestiva.
José Luis
apagó las luces de su casa, exceptuando la del comedor y la cocina. Decidió
retomar el trabajo con las muñecas. Trabajó febrilmente hasta muy tarde. Colocó la cabeza
de la muñeca Jenny en su nuevo cuerpo, reemplazó el cabello con la peluca
rizada, la vistió. Si fuera una mujer
real, aquello parecería un trabajo digno del doctor Mengele. La diferencia
entre uno y otro era que Jenny sobrevivió.
La mañana
sorprendió al escritor con la cara embarrada en la mesa. Un toque a su puerta lo despertó.
De nuevo, Zendaia
vino de visita.
—¡Me
aceptaron! —Exclamó emocionada—. ¡Voy a entrar a un reality musical!
—¿De
verdad?
—¡Sí!
—¿Y en qué
programa vas a salir?
De pronto,
ella vio el juguete en la mano de José Luis. Era una replica de la joven, miniatura,
con rasgos de dibujo animado japonés.
—¿No estás
grande para jugar con muñecas?
—En
realidad, eres tú. Quiero decir, es tu doble y es para ti.
—Que
lindo. ¡Gracias!
Ella tomó
el regalo. Era una imitación perfecta. Le dio la carta a su amigo.
—Estimada
señorita Mayagoitia —Leyó José Luis—, es un placer
informarle...
Continuó
la lectura en silencio. Ella esperaba.
—¿No te da
gusto?
—Mucho.
—Pues no
parece.
—Estarás tres meses ausente. Todavía no te
vas y te extraño.
—Yo
también te voy a extrañar mucho. Me vas a hacer falta.
Se
abrazaron. Él se acercó sigiloso hasta el oído de su amiga.
—¿Y qué
has pensado de lo que te dije anoche?
—José
Luis. Me gustaría mucho aceptar, créeme. Pero entiende, no quiero que una
pareja me distraiga de mis objetivos. Esta es una profesión difícil, que
requiere de total dedicación, es algo que amo de verdad. Por eso no puedo
dedicarle tiempo a un novio. Tal vez tampoco se lo pueda dedicar a un esposo.
—¿Esa es
tu última palabra?
—Sí. Ya me tengo que ir, perdóname.
Zendaia se fue.
Al llegar
a los estudios de la televisora, los productores la entrevistaron. A pesar del
nerviosismo, la joven tuvo un desempeño satisfactorio. Se desenvolvió mejor que
un político en campaña. Los directivos quedaron tan sorprendidos con el talento
de la joven que ya
era favorita desde antes de iniciar el programa. Cuando su entrevista concluyó,
le informaron que debía presentarse en una semana más. Recibió una identificación para entrar a los estudios y
un contrato. Los firmó.
Ella volvió
a su casa, en aquel humilde condominio donde solía vivir. Su corazón quería
estallarle en el pecho. Sonreía como si llevara encima un millón de dólares en
efectivo.
Se detuvo
frente a la puerta del departamento 28. Dudó en hablar con su amigo. Pero, al
fin se armó de valor. Le debía muchas explicaciones, anhelaba darle
algo más que un patético adiós, ahora sí entregaría su corazón.
Llamó a la
puerta. Aunque insistió por horas, ya nunca más le abrieron.
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