por Lidiymdp
Ella sabe que estuvo mal, que gritó, que se puso fuera de sí.
Pero es que cuando él le dijo que tendría que ausentarse durante una semana por
cuestiones de negocios, no pudo sino reaccionar. No le gustaba quedarse sola.
Estaba acostumbrada a compartir la cena, y el cognac junto al fuego de la
chimenea, tomados de la mano.
Recapacitó:
era tonto enojarse por tan corta separación. Después de todo, era una vez al
año, y se lo dijo.
El, callado como
siempre, salió de la casa con su pequeña maleta.
Ahora, sentada
en el sillón del living, mientras teje un centro de mesa amarillo al crochet,
se siente más tranquila. Pasaron por esta discusión muchas veces. Cada mediados
de diciembre. Y como antes, él regresaría después de siete días, se iban a
abrazar, se besarían y todo iba a volver a la normalidad. Siempre había sido
así.
Ella sigue
tejiendo. Penélope, la llama él, cuando al entrar la ve así, sentada con las
piernas recogidas sobre el sillón, el fuego del hogar encendido, y esa cara de
culposa tristeza con la que le expresa su arrepentimiento por haberle levantado
la voz.
Piensa que él
salió sólo con el traje de sarga fino de verano; que ahora está haciendo frío y
llueve. Por la ventana ve cómo vuelan a raudales las hojas otoñales de los
árboles. Imagina que su marido se va a mojar y vendrá empapado. Cuando entre le
preparará un té caliente y una rica cena y todo se dará por terminado.
Mira a su
alrededor y le parece que ya está tardando demasiado: las cortinas, la
alfombra, los almohadones, el mantel, la funda del sofá, un tapiz, sus medias,
los asientos de las sillas… todo tejido en crochet amarillo.
Wakefield
entra después de veinte años y le besa el pelo canoso.
—Querido,
qué rápido se pasó la semana. Casi ni me di cuenta. Todavía me falta terminar
el almohadón… ¿Cómo te fue?
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