por Luis Osorio
“El Nocturno” fue un justiciero valeroso y admirado hasta
por los niños. Pero casi nadie recordaba aquel heroísmo. Ese día, él era José
Cruz Maldonado a secas, un paladín jubilado haciendo fila en el banco nacional.
Para no aburrirse, comenzó a juguetear con su bastón.
El hombre adelante de él parecía nervioso. No sacaba las
manos de su cazadora y miraba constantemente hacia la calle hasta que un cajero
le hizo pasar a ventanilla.
—Dame todo el dinero —exigió el asaltante tras amenazar
con una pistola.
José sintió su sangre arder. Tenía mucho tiempo sin vestir
un súper traje bajo la ropa ni atrapar un criminal. Pero eso no le impediría
ser “el Nocturno” de nuevo. Tenía el arma perfecta. Se acercó a la ventanilla, empuñando
sigiloso el bastón cual espada, y lo rompió de un golpe en la cabeza del atracador.
Éste se desplomó con los ojos en blanco. Quedó tumbado en un charco rojo que le
brotaba de la sien.
Nadie detuvo a José cuando se marchó. Pero al llegar la policía,
un testigo les dijo todo. Desde entonces, “el Nocturno” peleó más batallas,
aunque para nada le agradaron.
Lo mejor, el blanco (de los ojos) y el rojo del charco de sangre que brota de la sien. Bonito contraste un tanto cruel, pero por malo se lo merecía
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