por Lidia Castro
Todos se atropellan en el edificio de tres plantas,
tratando de bajar en la oscuridad y salir a la calle. La cosa fue repentina.
Ninguno estaba preparado: se resbalan, se caen.
Él salía a
caminar como todas las tardes por la costa: vive en el tercer piso y nunca baja
con el ascensor. Los escucha gritar, lo golpean mientras corren, y lo
desestabilizan un poco, sólo un poco. Qué
extraño a esta hora, tanto chico llamando a su madre. Lo usual es que esas
voces ruidosas se olviden por un rato que son propiedad de adultos que toman
mate y comentan las últimas noticias. No, hoy todos los chicos buscan a sus
padres con voces desesperadas.
Demasiadas
personas pasan a por la escalera. No es habitual: a todos les gusta el ascensor;
es más rápido y cómodo. Un nudo en la garganta lo sorprende. Decide detenerse.
Se sienta en un escalón del segundo piso, el perro echado a su lado. Todo lo
desconcierta.
Si él viera, se daría cuenta de que aún así no puede
ver nada, por la falta de luz eléctrica.
Pero toda su vida fue oscuridad.
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