por Ignacio
1.
La
presidenta del Fondo Monetario Internacional se atusa con gesto distraído el
mechón de pelo que le adorna la frente. Cabello suave de tonos plateados,
corto, peinado casi de forma masculina. Se acomoda el echarpe de cachemira roja
sobre los hombros. Mientras firma con pluma de oro, frunce ligeramente los
labios. Labios finos cubiertos de una suave sombra peluda. Más allá de los
tintes y el carmín, su boca parece hocico de rata ávida. Luego enrosca el
capuchón de la pluma, despacio, mientras contempla el garabato de su nombre al
pie del protocolo que las autoridades rumanas han tenido que aceptar sin
condiciones, como una rendición.
A
esa misma hora Elena Cisuic sale de la tienda donde trabaja de dependienta. La
Presidenta del Fondo ignora la existencia de este pueblo rumano y nunca ha oído
hablar de Elena Cisuic que camina enfundada en un viejo chaquetón militar. Ella
sí ha visto a la Presidenta en las fotos de los periódicos o por televisión, ha
visto su echarpe de seda roja y sus ojos grises de mirada fría. Sus manos bien
cuidadas que baten el aire cuando exige sacrificios dolorosos al pueblo rumano.
¿Qué sabrá ella del dolor de pueblo rumano? Elena se ajusta el pañuelo del que
se escapan mechones rebeldes, negros, brillosos. Si el gobierno decide los
recortes que exige esa señora, Catalin, su marido, perderá el trabajo. Se lo
dijo anoche en la cama, después del amor: Van a dividir por dos el número de
funcionarios y me va a tocar a mí. ¿Tendrá marido la Presidenta?, se pregunta
Elena. Trata de imaginarla en la cama hablando con él mientras sus dedos se
enredan en los rizos del vello que tiene en el pecho. Le dirá, los rumanos van
a pagarnos al fin todo el dinero que nos deben. Que trabajen más y que se
aprieten el cinturón. ¿Dormirá desnuda la Presidenta? Su cuerpo seco y duro
como sus ojos ¿será capaz de ternura o de deseo? Elena sortea un charco de agua
sucia en el que ha estado a punto de meter los zapatones de invierno.
Como
todas las tardes cuando regresa a casa, se para delante del escaparate de la
tienda de ordenadores. Sueña con comprarle uno a Razvan, el más moderno y el
más caro, si pudiera. Elena, su hijo no es como los demás, le ha dicho el
maestro, él puede adelantar mucho, salir de esta miseria en la que vivimos.
Razvan acaba de cumplir diez años, y Elena piensa que el ordenador sería el
primer paso de su hijo hacia ese mundo a la vez tan inalcanzable y tan próximo.
Pero ella sólo gana noventa euros, y su marido va a perder el trabajo porque la
Presidenta del Fondo le exige que paguen una deuda que alguien contrajo en
nombre suyo. ¿Cómo va a pagar ella con sus noventa euros mensuales todos esos
miles de millones de dólares? Si le
hace la pregunta a Catalin, su marido abre las manos vacías y sonríe, fácil, me
echan del trabajo y el sueldo que me daban a mí se lo dan a esa señora para que
ella lo reparta entre los bancos. Y si hay miles de Catalin como yo...
2.
Elena
no ha querido renunciar al ordenador. Es como si ya no tuviera otro objetivo en
su vida. Una obsesión, un duelo personal de mujer a mujer entre ella Elena
Cisuic y la Presidenta del Fondo que con su inmenso poder y sus hocicos de rata
ávida trata de privar a su hijo del ordenador que le abriría las puertas del
futuro. Elena imagina a la Presidenta con su echarpe rojo sobre los hombros
dictando decretos sañudos; por las noches, sueña con ella persiguiendo al
pequeño Razvan para tragárselo crudo o encerrarlo en la caja fuerte de un
banco. En sus largas horas de duermevela, trata de responderse a la pregunta ¿qué
será un fondo monetario?, y ve a la Presidenta sentada sobre montañas de
monedas doradas o asomada a un pozo sin fondo donde va echando el salario que
mes a mes le quita a Catalin.
Desde
que llegó a Italia, Elena duerme mal. Si no la despiertan los gritos de la
vieja paralítica que le pide una pastilla para el dolor, se desvela acordándose
de Rezvam, de sus ojos negros donde apareció una tristeza inconsolable al
enterarse de que ella se iba a trabajar a Italia; regresaré para comprarte un
ordenador, trató de consolarlo, me pagan el triple de lo que gano aquí. No
tardaré en volver, en cuanto reúna el dinero. Si te sientes muy solo, ya sabes,
el teléfono, pídele a papá.
3.
Catalin
no ve el cambio, pero sí lo ve el maestro o lo sospecha. Catalin anda encerrado
en su propio drama, sombrío, casi celoso de ese ordenador maldito que se ha
llevado lejos a su mujer.
Sin
su mamá Razdam no es Razdam. Anda distraído, ensimismado, arrastra una tristeza
que lo ahoga como si el mundo fuera de repente un desierto desolado. Se pasa la
semana esperando que llegue el viernes que es cuando llama por teléfono pero
luego ese momento tan deseado y esperado resulta más doloroso aún, una puñalada
en su frágil corazón de niño que no sabe de fondos ni de deudas. A sus
compañeros les dice que haría cualquier cosa para que su mamá vuelva pronto.
Y
un viernes Catalin le dice que no queda dinero para llamar, que primero es
comer; o fumar responde Rezvam sin que su padre le oiga.
Sin
lágrimas, Rezvam se refugia en la pequeña cabaña que hace las veces de cocina.
Trepa a una silla y planta un clavo grande en la pared, a martillazos rabiosos.
Se ata una cuerda al cuello y anuda el otro extremo en el clavo, apretando con
todas sus pequeñas fuerzas. Cuando todo está preparado, murmura para sí, ahora
mamá tendrá que volver para quedarse conmigo.
Luego
se deja caer, de golpe.
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