Pandora
Marcelo tenía veintidós años cuando dejó
su puesto en la empresa de su padre, después de una fuerte discusión. Era
irresponsable, inconsecuente y despreocupado. Por más que sus progenitores le
reprendiesen, no había cambio alguno en su carácter inmaduro. Pasó mucho tiempo
enfrascado en desacuerdo con sus padres, intentando convencerles que su camino
estaba en las Bellas Artes. Cuando por fin logró el consentimiento de ambos,
asistió a las clases durante el primer año y luego abandonó la facultad.
—¿Cómo piensas vivir? —preguntaba su
padre constantemente cuando discutían— ¿Cómo piensas crear una familia, un
futuro?
—No pienso casarme, papá.
—¿Y qué, vas a vivir siempre dependiendo
de nosotros? —voceó el padre— No viviremos para siempre. —bajó la cabeza y le
dio la espalda— Será mejor para todos que te vayas.
Marcelo quedó paralizado al escuchar
aquellas duras palabras de los labios de su padre, pero era cierto. Lo estaba
echando de casa. Desde que tenía memoria, recordaba su padre trabajando, llegando
en casa a altas horas de la noche, siempre con papeles en mano y el maletín a
rebozar. Levantó un hogar sólido para él y su hermana pequeña, Paula.
Aquel día, Marcelo subió a su habitación
para recoger sus pertenencias, pero al pasar por delante de la puerta del
cuarto de su hermana, decidió entrar. La encontró sentada en el suelo de una
esquina, abrazada a sus rodillas y la cabeza baja. Estaba llorando. Seguramente,
había escuchado toda la discusión. Era normal que se escondiera en el alto de
las escaleras del segundo piso, para escuchar los reproches de su padre para
con su hermano, cuando al final de la tarde se encerraban en el despacho,
siempre después de cenar.
Marcelo se arrodilló a su lado.
—Muñeca, —siempre le llamaba así— papá
me ha echado de casa. Así que me voy.
La adolescente de diecisiete años le
saltó en el cuello.
—No te vayas por favor. —suplicó.
—Tengo que hacerlo, si no papá nunca me
respetará. Ya lo entenderás cuando seas mayor. —le alisó el pelo—Te prometo
mandar una carta a la semana para contarte como me van las cosas.
Después le secó las lágrimas, le dio un
beso en la frente y se fue a su habitación. En menos de una hora, se había
marchado, dejando un padre furioso por su tozudez, una madre disgustada por perder
su predilecto y una hermana desesperada y frustrada.
Estuvo unos días viviendo con un amigo,
luego dejó Senlis y fue a París, donde estuvo trabajando en los cafés del
Barrio Latino, en la plaza de Sain Michel, pegado a un canal del Sena. El
Barrio Latino, también considerado como el Barrio Gay de Paris, esta a escasos
metros de Notre Dame, cruzando el Sena, es uno de los lugares más animados de
las tardes-noches parisienses. Y sus calles y callejuelas estás plagados de
bares y restaurantes de los cinco continentes. Allí trabajaba Marcelo y también
allí vivía, en la calle, hasta que conoció a Marisa, una española que pasaba
sus vacaciones en Francia.
La joven lo invitó a su habitación, en
el hotel que se hospedaba y Marcelo aceptó. Llegaba todas las madrugadas,
borracho y algo colocado. Alguna que otra vez, Marisa, pasaba por el Café Bruleire
Lanni y le esperaba, luego iban por allí a emborracharse juntos y conseguir
algo para colocarse.
Después de la partida de Marisa, Marcelo
volvió a estar por las calles, pero ya tenía el dinero suficiente para salir
del país. Así que se fue a España.
Cuando llegó en Barcelona, encontró a
una joven muy diferente. Maestra de lengua en un instituto, se presentaba una
mujer correcta de lunes a viernes; día claro que se desbocaba por las calles de
la ciudad, acompañada de Marcelo, que tenía por costumbre llevar una botella de
vino encima. Trabajó de barrendero, transportista, peón, camarero y segurata en
discotecas nocturnas.
Entonces, Marisa, fue trasladada para un
instituto en Málaga. Ofreció a Marcelo la posibilidad de quedar con el piso,
pero él no tenía trabajo seguro y luego no cumpliría con el alquiler. Resolvió
acompañarla al sur e intentar la suerte por allá. De allí, se fue a Setúbal,
ciudad costera al sur de Portugal. Fueron tres meses sin noticia alguna de
Marcelo, para exaspero de su madre, que lo tenía como favorito.
Cuando por fin envió alguna noticia, fue
en nombre de Paula. En sus cartas, narraba sus aventuras, que siempre eran
llenas de emociones. Para su hermana, Marcelo simbolizaba el “Indiana Jones” de
las películas.
Cuando volvió a enviar noticias, éstas
venían desde el otro lado del Atlántico. Mandaba postales y fotos de logares
que había estado. En Ecuador, estuvo viviendo seis meses en Quito. Allí vivió del
turismo y de lo que conseguía sacar en el mercado de Otavalo. Ya en Perú,
estuvo otros seis meses en Machu Picchu. Estuvo en Ayacucho, Moquegüa y de allí
atravesó el océano Pacífico y aterrizó en Nueva Guinea, luego Filipinas y
China. Allí, crió raíces por así decir. Estuvo un año entero. Para entonces habían
pasados cinco largos años.
En una de sus visitas a Shimizu, un
pueblo cercano al pueblo de Fuji, Japón, conoció a Toshio; una joven oriental
de veinticinco años, natural de Shibata, y con quien solidificó una estrecha
amistad, que luego pasaría a un noviazgo y terminaría en un matrimonio feliz.
Aquel día, Paula llegó a su casa por la
noche y su madre aún la esperaba despierta.
—Ha llegado una carta de Marcelo.
—informó la madre no más verla entrar— ¿Puedes abrirla y decirme si mi hijo
esta bien?
En sus primeras cartas, la madre no pudo
esperar y abrió las correspondencias que venían direccionadas a Paula. Hubo una
gran discusión y la mujer prometió no volver cometer tal error. No abriría
ninguna carta que no fuera para ella, la madre.
Paula abrió y mientras leía, su madre
pudo cerciorarse de que la expresión del rostro de la joven iba cambiando. Dejó
que la carta cayera de entre sus manos y sin decir palabra se fue a su
habitación.
La madre recogió el papel del suelo y
leyó:
Hola
Muñeca,
Tengo
buenas noticias. Me voy a casar. Ella es japonesa y ya estamos viviendo juntos,
además vas a ser tía.
Dilo
a los viejos la buena nueva y escríbeme para contar como se lo tomaron.
Esta
será mi dirección a partir de ahora.
Besos.
Nano.
“Nano” era como trataba Paula a su
hermano desde pequeña, cuando aún no podía pronunciar su nombre.
Sus padres querían desheredarlo por tal
locura. Primero había salido por el mundo, apenas mandaba noticias y ahora
esto. Los padres no podían imaginar su hijo casándose sin la presencia de la
familia. No, el problema no era este, el problema era que Marcelo se casaba sin
el consentimiento de sus progenitores que, a su vez, se olvidaban de que el
muchacho ya había crecido y que ahora era un hombre. Solo no lo hicieron por
que Paula se lo impidió, amenazando con dejar la empresa si lo hiciesen.
Mientras tanto, Marcelo se estabilizó en
Shibata, ciudad donde nacieron sus dos hijos Ohto y Miang.
Él y Toshio trabajaban en la industria
del pescado en salazón y llevaban una vida sencilla, muy diferente a su cuñado
Obushi, que trabajaba en una grande industria de tecnología. La cual buscaba
expandirse en el mercado internacional. Marcelo vio allí la posibilidad de
involucrar la empresa de su padre en un gran negocio. Además, su hermana había
tomado el frente y las cosas iban mucho mejores. Pensó que él podría sacar una
buena tajada si lograba hacer negocios con los japoneses. Así que sin más
pérdida de tiempo, arregló todo para una entrevista.
—¿Marcelo, así que tu padre enviará un
representante? —preguntó Obushi un día de visita.
—Sí. Es bien probable que envíe a mi
hermanita.
Obushi torció el gesto preocupado.
—¡Una mujer! No sé, estará arriesgando
mucho. Sabe como son conservadores los representantes de mi empresa. Tal vez
sería mejor que mandara un hombre para tratar con hombres.
—Obushi, mi hermana es muy competente,
en tan solo cinco años, ha triplicado el capital de la empresa de mi padre y
también han expandido en territorio internacional.
Tuvieron que esperar dos años para que
Paula pisara Japón. En el día de su llegada, la familia de Marcelo se desplazó
hasta el aeropuerto de Tokio, solo para recibirla.
—Mira Ohto, Miang, aquella mujer es tu
tía Paula. Es hermana de papá. —apresuró Marcelo en decir a sus hijos orgulloso
de ella.
Toshio estaba nerviosa, no sabía si su
cuñada la aprobaría. Se había enterado, por su esposo, la reacción que habían
tenido sus suegros cuando recibieron la noticia del matrimonio y no parecían
entusiasmado con el nacimiento de los nietos.
Después de pasado el primer trago, se
dirigieron al Pacific Hotel Shiroishi, donde cenaron en familia. Ella estaba
preocupada en demostrar a su cuñada que era buena esposa y excelente madre.
Pasó toda la velada pendiente de su familia. Casi agradeció cuando su esposo
quiso retirarse. Al final era unos cuantos kilómetros más hasta la ciudad de
Shibata y ya era por la noche.
En el camino de regreso, Marcelo no
calló ni un solo instante, hablando de su hermana. “Que era muy delicada cuando
pequeña.” “Que siempre fue la mejor de la clase.” “Que era igual que su padre
en los negocios.” “Que estaba muy linda.” “Que era lista, etc, etc, etc…”
Toshio en pensamiento, le pedía que se
callara un poco. Deseaba preguntar si su cuñada la había aprobado, pero Marcelo
no le dio oportunidad. Los niños, de tanto parloteo se durmieron nada más
salieren de Shiroishi.
Al día siguiente, Marcelo salió muy
temprano y fue buscar a su hermana en el hotel. Estaba entusiasmado con la
posibilidad de mostrar un poco de su nuevo mundo a quien tanto lo admiraba y a
quien él tanto quería.
—Estuve investigando un poco y Obushi,
hermano de Toshio me ha dicho que estos dos clientes están en el mismo edificio
de oficinas, aquí en Shiroishi. Podrás liquidarlos en un día y disfrutaremos el
resto del tiempo, a costas de papá, claro, del programa que te he preparado.
—sugirió Marcelo.
—No creo que sea buena idea. Ya sabes
como es papá con las finanzas. —espetó ella como disculpa.
Marcelo la dejó en el portal del
edificio de oficinas y fue a trabajar. Cuando salió para comer, hizo un viaje
perdido. En la oficina le informaron de que Paula había ido a comer con los
ejecutivos.
No tranquilo, volvió luego más por la
tarde y la esperó en recepción. Cuando vio a su hermana salir con una sonrisa,
a pesar de la cara cansada, sabía que lo había conseguido, pero no pudo dejar
de molestarla, como solía hacer cuando aún era una niña.
—¿Difícil negociación, hermanita? —le
preguntó Marcelo.
Pareció escuchar un gruñido, pero no le
importó, era su hermana.
—Toshio quiere que vengas a cenar con
nosotros. —Marcelo intentó otra vez comenzar un diálogo.
Entonces Paula dijo que no estaba con
ánimo para fiestas. Había lidiado muchas horas con los japoneses y estaba
cansada. Fue cuando paró y se volvió. Miró a Marcelo directamente a los ojos.
En aquel momento un frío gélido recurrió
su espina dorsal.
—Nunca pensaste en nadie más que en ti
mismo. No pensaste en cómo sería mi vida después de cinco años dedicados a
estudios, pues ahora llevo siete dedicados al trabajo. Mientras tú salías por
el mundo a vivir aventuras…
En aquel momento su cabeza dio mil
vueltas. ¿Qué pasaba con su hermana? Se había transformado en una mujer sí,
pero amargada y triste. ¿Sería culpa de él, Marcelo? Mil preguntas le atravesaron
el cerebro en un segundo, mientras su hermana descargaba sobre él, más de una
década de furia reprimida.
En todo el camino de regreso al hotel,
intentaba encontrar las palabras para expresar lo que sentía, pero le fue
imposible. Al final, resolvió callar.
Cuando paró el motor delante del Hotel,
su fría hermana se despidió como quien se va para siempre. Dispensó sus
servicios de chofer y desapareció en el interior del recinto. No hubo ni una
mirada hacía atrás.
Marcelo se marchó a su casa en Shibata. Se
sentó en la terraza de su piso, después de acostar a los niños y perdió su
mirada el la nada de un cielo vestido de negro.
Detrás de él estaba Toshio con una
cerveza en la mano.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó la mujer.
Marcelo le contó todo que le había dicho
su hermana y toda su inquietud espiritual.
—No te preocupes, esta nerviosa por que
tu padre ha puesto mucha confianza en ella y no quiere defraudarle. Es una
mujer fuerte, pero bajo toda esta fortaleza es frágil y te necesita. Siempre te
ha necesitado, mismo cuando estabas lejos. Ahora es distinto, estas aquí y ella
quiere castigarte por haberla abandonado. Por haber escogido a mí y a tus
hijos.
Las palabras de Toshio siempre eran
acertadas. La mujer tenía un sexto y séptimo sentidos aflorados. Siempre había
sido así. Era como una bruja japonesa que solo por mirar las personas sabía
quien era de fiar y quien no.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Marcelo.
—Debes ir a la cama, descansar para ir
por tu hermana mañana.
Así hizo él. Salió en la madrugada y
viajó hasta Shiroishi. Estaba en el coche, delante del hotel cuando un primero
temblor se hizo sentir. Inmediatamente, salió del coche y entró en el hotel.
Miró en dirección a los ascensores. Estaban parados. Miró en la recepción y los
agentes allí dispuestos ya estaban tomando las medidas necesarias.
Entonces hubo otro temblor. De esta vez,
escuchó los frenazos de los coches en el exterior y algún que otro golpe. Los
ventanales de la parte delantera se hicieron añicos. Miró el techo y vio
algunas grietas, aunque pequeñas. Corrió hacía los ascensores y comenzó a
apretar los botones.
Un joven se le acercó por detrás.
—Señor, no funcionan. Tenemos un sistema
de bloqueo para los ascensores al menor temblor.
Entonces escuchó la voz de su hermana
que gritaba. Estaba dentro del ascensor. Miró al joven y le cogió por los
hombros.
—¿Cómo podemos sacar a las personas que
están presas en los ascensores? —preguntó Marcelo sacudiendo al joven.
—No lo sé señor, soy nuevo aquí. —dijo
el joven botones con cara de espanto— Hable con el gerente o el recepcionista.
Marcelo estaba desesperado. No podía
dejar que pasara nada a su hermana pequeña. Primero, porque era su hermana
pequeña. Segundo, porque le había acusado en la noche anterior de algo que no
era su culpa y necesitaba aclarárselas. Tercero, porque había llegado muy lejos
para acabar así, no lo merecía.
Junto a otros empleados del hotel,
Marcelo subió a la segunda planta, donde se había parado el ascensor. Él seguía
escuchando a su hermana gritar. Con una llave especial, lograron abrir las
puertas externas. Luego silencio. Entonces alguien apareció con una pata de
cabra y forzaron las puertas internas. Lograron abrir un espacio de unos cinco
centímetros.
—¿Paula, estás bien? —preguntó Marcelo.
La respuesta vino en una súplica. —No,
necesito salir.
Emprendieron una ardua tarea, pero
lograron entre todos abrir las puertas del ascensor. Vio como un hombre
oriental, de mediana edad, con un traje azul oscuro, sacaba a su hermana con la
ayuda de un joven. Estaba casi desvanecida. La cogió en brazos y bajó las
escaleras.
Era como si el fin del mundo estuviera
haciéndose presente en aquel mismo momento. Pasó por los ventanales con
cristales rotos y llegó a la calle donde todo era desastre.
Los gritos, llantos, coches siniestrados,
bocas de incendios reventadas. Los ojos de Paula fueron abriendo despacio. Ella
dijo algo que Marcelo no entendió, peor paró de repente.
Marcelo vio a su coche en medio de un brutal
accidente. Inmediatamente corrió la mirada en busca de algo y encontró. Un
coche parado, con la puerta abierta y el motor arrancado. Dentro no había
nadie. Metió a Paula en el asiento del copiloto y se sentó al volante. No le
importaba a quien pertenecía el coche, solamente pensaba que debía salir de
allí. Sí, Marcelo robó el coche de alguien y se dirigió a Shibata.
Cuando llegaron a su casa, vio la nota
que Toshio le había dejado, avisando de que estaban todos en casa de su padre.
La casa del suegro era de una sola
planta, en un terreno amplio, con mucho menos posibilidades de que un techo le
cayera sobre la cabeza de nadie. Allí estuvieron viviendo, Marcelo, su familia,
y sus suegros, Paula, Obushi y su esposa. Desde allí acompañaron todo el
desastre de Japón. Y día a día Marcelo intentaba convencer a su esposa a que
abandonase Japón.
—Será una buena oportunidad para conocer
a mis padres y que ellos conozcan a ti y a los niños. —decía Marcelo a modo de
disculpa para persuadirla
—No me gusta la idea de dejar a mis
padres aquí. —respondió ella— Ni a mi hermano.
—¿Y
por qué no nos vamos todos? —sugirió Paula.
Sí,
era una idea. Solo tendrían que convencer a sus suegros y a su cuñado para que
abandonasen Japón. Fueron siete días de lucha para conseguir los documentos
pertinentes y el visado, mismo porque el país estaba arrasado. Pero valió la
pena.
Siete
días después del desastre estaban todos embarcando, rumbo a Senlis, Francia. A
una nueva tierra, con nuevas costumbres y una nueva esperanza.
—Será
un buen lugar para educar a los niños… —pensó Marcelo en voz alta cuando tomó
asiento en el avión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Redacta o pega abajo tu comentario. Luego identifícate, si lo deseas: pulsa sobre "Nombre/URL" y se desplegará un campo para que escribas tu nombre. No es necesaria ninguna contraseña.