Por Antonio Varela
Lucía
Esa mañana el más puro azul explotaba de nubes gordas. La lluvia amenazando. Me
ponía apática. No. Era más profundo. Desazón. La necesidad de que alguien me dijera
que fue lo correcto. Lo hablaríamos al mediodía, compartiendo una piza. O lo
que sea.
Me había levantado tarde, vapuleada, cansada. Después que mamá me llamó
repetidamente. Quería verlo. “¿Hoy no trabajas?”. “Sí”. Y me dijo y le dije
varias veces. Mi prioridad era recuperar fuerzas. Levantarme, desayunar
bien, que sí, que vengo a almorzar…. No le dije que iría con él. Abrí la
perfumería puntual. Me crucé al lado a escuchar sin ganas a la verdulera. Nada.
Igual. Apenas una hora aguanté. Cuando me cansé de los silencios largos y de su
olor agrio a papas le aclaré: “Me voy a dar una vuelta”. Creo que prestó más
atención a los pájaros volando. Me fui. Tomé por el boulevard. Compré un
chocolate que comí mientras cruzaba otra vez la plaza, con rumbo incierto. Sin
darme cuenta a los cinco minutos estaba bajando por 9 de Julio. Tenía que
verlo, saber que pensaba, porque en el viaje de vuelta no pronunció palabra.
Cuando llegué a la biblioteca corría una brisa suave. Llevaba el cabello
suelto. Antes de entrar peiné el pelo con los dedos, alisé los pliegues de la
falda, acomodé la campera… me sentía en el primer día de clase. Con vestido “de
domingo”, diría mi madre. Adentro no escuché ni el más mínimo sonido. Justo lo
que esperaba. A esa hora estaba solo. Abrí con mi mejor sonrisa, intentando
sorprenderlo, porque yo tenía que estar ofreciendo perfumes y sales de baño a
las viejas crápulas del otro lado de la avenida. Mientras cerraba la
puerta me dieron ganas de patear a alguien. Ella estaba en el escritorio,
leyendo un libro. Sus manos pálidas, con ese puto anillo que él le había
regalado sostenían su cabeza. Los ojos pardos me miraban sin sorpresa. Avancé.
— ¿Está
Santiago?
— No,
salió... ¿Necesitás un libro?— lo dijo con su sonrisita falsa. Me temblaba el
mentón, siempre pasa si estoy nerviosa. No sabía que decir y ella me escrutaba.
— ¿Qué
hacés acá? — dije sin poder contenerme. Se paró lentamente, con sus pechos de
armazón y espuma.
— Estoy.
Siempre estoy disponible cuando el bibliotecario lo necesita— aborrecible. Su
doble sentido me asqueaba. Todos saben que a veces cierran y pasan la tarde
tirados entre los libros.
— Si,
siempre tenés que estar disponible— me quedé mirándola, sopesando las palabras—
por ahí ahora no va a hacer tanta falta. Él ya sabe que me tiene a mí…— ella
empezó a temblar como una hoja. Su piel lechosa se puso más rosada en los
cachetes. La verdad la estaba matando.
— ¿Lo
hiciste?— dijo. Me quedé callada, estudiándola. Después de todo las dos
sabíamos la respuesta.
— Por supuesto.
Vos te regalaste mucho antes y no pienso dejarte ganar. ¿Creías que se iba a
conformar con una calentona como vos?— nos quedamos calladas. En el fondo sabía
que las dos nos sentíamos unas prostitutas.
— Cuando
se sepa vas a ser la puta del pueblo— me escupió sin rabia.
— Si me
dedicara te sacaría el puesto, pero yo solo soy puta de Santiago— agarré con
bronca una libro del escritorio y me lo apoyé en el pecho como si fuera un
escudo. Di media vuelta y antes de llegar a la puerta le dije con
desprecio.
–Perdé
cuidado, el resto del pueblo te lo dejo— abrí la puerta y salí a la calle. El
aire fresco hizo que aletearan mis narices. Me agarré el vestido con la mano
del libro, por miedo a que lo embolsara alguna ráfaga. Con la otra busqué en la
cartera la hebilla grande. Se había levantado viento.
Selena
El sol hacía más de una hora que levantaba la humedad de la noche anterior.
Frío subiendo por el jean, por los huesos. El falso lunes lo sentía en mis ojos
mal dormidos. Las calles estaban apenas animadas, sólo algunos corriendo tarde
a la delegación o a estudiar. Parecían deambular como sin sentido, pero
apurados. Esa pesadez de fin de semana largo que querían sacarse de encima. Por
mi parte había esperado este día con un insomnio infatigable. Quizás la única
que había deseado que llegara. Un escozor en la nariz, en los ojos... El deseo
de que ellos en la excursión por el río no se animaran. Que pudieran ser
felices o al menos no ser condenados en un pueblo chico tan oscuro como su
propia imaginación colectiva. El bien o el mal que no dependen de una acción,
sino del juicio “exacto” de dos o tres vecinas mientras barren las veredas..
Lo encontré en la biblioteca. Lo saludé y me esquivó: — Tengo que ir hasta la
Delegación ¿podés quedarte?— Quería hablarle, sentirlo contándome el viaje como
cuando me leía esos cuentos antológicos. Asentí con la cabeza y se fue. Quedé
como apagada, las manos enguantadas sobre el escritorio, rodeada por el
murmullo continuo que eran el mayor de los Ñanqueo y los mellizos. La mañana
empezó a deslizarse entre San Martín, una discusión sobre si las mulas usan o
no herraduras y los apodos de la maestra de Lengua. Apenas se fueron el
silencio fue viento y calefactor tibio. Sola. El libro de préstamos eran garabatos
incomprensibles. Comencé a recorrer las líneas de sus firmas, como tantas
veces, descubriendo su humor cada vez. Una a una, cada devolución. Había
terminado hacía un rato cuando llegó Lucía. Entró buscando, perforando los
libros, la hilera de estantes. Su mano no soltaba el picaporte.
—
¿Santiago?— dijo casi mirándome. Y la pregunta no era para mí, sino con la
esperanza de que él estuviera hundido y semiperdido entre libros de aventuras,
física o historia. Hubo un momento en el que tuvo que mirarme, obligada.
— No
está. Fue a la Intendencia— estoy segura que pensó en irse, como yo pensé en
Santiago que se había ido (o escapado) antes que ella. Entonces se puso roja,
decidida. Titubeó, al fin abandonó la puerta. — Lucia... — Sus pupilas también
me parecen rojas, como si ella fuera una foto con flash. Siento aquel escozor
en los ojos que ahora baja hasta mi boca, con una maldita certeza que me obliga
a saber... — ¿Lo hiciste?
— Sí—
ahora su mirada se ponía más firme, quizás creyéndome vencida.
— Estás
loca. Lo vas a perder
nadie se
casa con una puta— se lo dije sin pasión, con verdadera tristeza. Lo había
perdido ella y yo ya lo tenía perdido desde el día en que acepté su juego.
— Él
ahora es mío. No te le acerques— caminó alrededor de la mesa. Su cuerpo estaba
tenso, tampoco hablaba con pasión. La columna recta, el mentón bajo, no llevaba
sostén, los pezones me apuntaban bajo el vestido — Sé que vos también lo
hiciste…
— Una no
pierde lo que no quiere... — y me lo repetía mentalmente para convencerme... no
me creía y la verdad que me importaba. Cuesta amar en un asqueroso pueblo donde
todos saben lo que deseás, necesitás y lo que vas a tener mucho antes que lo
pienses.
–No sos
menos reventada que yo. Él me dijo que te gustó— me buscaba, intentaba escarbar
alguna herida. Quería que reaccionara...
–Sigue
arañando mi ventana cada noche... — apoyó su mano en la mesa. En su mirada
había sorpresa.
–O sea
que es cierto... — no es tan tonto. Santiago no le había dicho nada. Dejé que
se revolviera, que sus tripas y cerebro explotaran, hasta hacerse insoportable.
Yo miraba el piso, tenía ganas de llorar.
— No, no
es cierto
nadie se
casa con una puta— me odié, pero a medias tenía razón. Ella también me odiaba.
Un odio sin esfuerzo y sin ganas.
— Lo
amo... Y siempre vendrá a mi puerta— abrazó el libro que estaba sobre la mesa y
se fue.
—
¡Lucía!— La llamé porque no quería que odiara, yo odiaba desde hacía mucho y
dolía… que él no quería a nadie, no importaba lo que sintiéramos. Decirle
también o sino, que no lo amaba y que no podía, porque él no amaba a nada tanto
como para huir de todo, de este pueblo olvidado; que ni siquiera lo intentaré
nunca eso de llevármelo; que me conformaría con su voz, los cuentos y él entre
los estantes, violándome cuantas veces quisiera. Y todas esas cosas que se me
ocurrieran para que no odiara ni se convirtiera en una puta. Cuando comencé a
llorar, Lucía estaba en la vereda de enfrente.
Santiago
La despedí con un beso más largo de lo que hubiera querido. Sentía el cuerpo
caliente temblar de frío y ya me había dado cuenta que no podría decirle mañana
que había sido bueno, que qué lindo y que hasta ahí. Seguro se me cuelga del
cuello con cualquier excusa cuando este alguna de esas copetudas que le compran
chucherías… Con la formidable seguridad de que sería una semana corta, pero muy
difícil de sobrellevar, me fui a dormir directamente a la biblioteca... y que
me despertara el primero que llegara.
Dormir fue solo el intento. Recordaba su cuerpo exacto, temible en su
perfección. Le había hecho el amor cuando ya estaban los bolsos del regreso,
cuando ya me había felicitado a mi mismo por haber vencido el deseo de violarla
cada noche, hermosa en su mansedumbre bajo mis caricias. Y todo pasó muy
rápido, sin sacarle la ropa, por miedo a esa pasividad que confundí con
desgano. Ella se me había ofrecido en los últimos besos, poniendo mi palma fría
sobre sus pechos hinchados, con esa dureza excitante que le daban sus 25 años.
Pero fue solo eso y su cuerpo temblando. Su pasividad se me presentó como la
más absoluta sumisión. No creo que hayan sido más de cinco minutos. Pero quería
más, estaba desesperado, más sabiendo que la combi salía en diez minutos. Ella
se había quedado quieta, aun recostada sobre la mesa, boca abajo. Fue entonces
que me sentí un fauno mitológico, entregando una virgen al sacrificio... Porque
era exactamente esa la visión. La sangre manchaba la tabla y chorreaba por sus
piernas. Le pregunté si estaba indispuesta... las formas de mil disculpas
cruzaban por mi mente. Todas llevarían horas. O tal vez toda una vida. Se
enderezó con mucho esfuerzo, creo que la ayudé tomándola del brazo, aunque es
más factible que estuviera idiotizado agarrándome la cabeza. Solo dijo que
necesitaba cambiarse... no hubo quejas, ni reproches. Se desvistió y ese cuerpo
más perfecto en su visión que al tacto me despertó un frenesí, que me convertía
en un pobre hombrecito desesperado... alguien que solo podía vivir poseyéndola.
Y el desgraciado de Héctor había empezado a tocar bocinazos. Se quedó mirando
el bolso. Yo ya no existía, porque la vergüenza le impedía medir en ese momento
lo hecho y lo que vendría. Al final, después de recorrer con la vista la
habitación, envolvió todo en una camisa y lo metió en el fondo del bolso
grande. Entonces me imaginé eso, la prueba de su doncellez, manchando la cámara
digital o tal vez el taper azul, donde vinieron las empanadas de su madre...
Todo el viaje de vuelta estuvo abrazada a mí. Y a todos me parecía verles cara
de “yo sabía que se la volteaba”. Cerraba los ojos y un momento después los
tenía abiertos, viendo como subía el vapor de mi respiración. Conocía a Lucía
desde hace siete años... ocho. Dos antes de que la vieja le pusiera la tienda,
para que no se vaya. El negocio o el estudio. Y ya entonces había elegido
quedarse cerca mío. Recién hoy cerraba el círculo de sucesos sueltos que
siempre había mirado como ajenos. Los muchachos rechazados, el estudio, un
porvenir que no fuera este pueblo chato... Selena... Se habían peleado aun
mucho antes que Selena fuera mi amante... Al final de ese laberinto, Lucía,
años esperando para que la haga mujer... Me daba asco por no haberme dado
cuenta, por ser un macho estúpido, típico... si había soñado mil veces que la
llevaba a la cama y en todos habían sido noches perfectas. Con cenas, con
velas, en la mejor habitación de un hotel que conocí en Mendoza, en la
perfumería rodeada de los aromas más frescos, los que a ella le fascinan.
Y lo peor es darme cuenta que ella es mía para siempre. Una posesión absoluta
que me asusta. Me dormí con ese miedo.
A las ocho y veinticinco apareció doña Francisca de Ibañez a renovar un libro.
Me despertó en medio de un sueño que ahora se negaba a mi memoria. Me esforzaba
y no podía recordarlo. Y sentía cada vez más que era algo importante, casi
revelador... Me obstinaba y movía la cabeza despacio, tratando en vano de
iluminarme. Doña Francisca me miraba seria (o asustada). Se estaba yendo cuando
llegaron los mellizos. Ellos se rieron en mi cara. Sospeché por un instante y
me pareció ver a todo el pueblo hablando por teléfono, toda la noche. Hasta que
uno de ellos se sacudió todo el pelo, entrecerró los ojos y dijo “¡Qué hacen
los melli!” poniendo voz rasposa. Claro, la vieja se espantó. Y esa inocencia
tan directa de los chicos me hizo ver qué se asustaba de mi peor cara de la
mañana. Seguía sin recordar detalles del sueño perdido, pero el axioma
resultante estaba frente a mí: una virgen no toma pastillas. Y había quedado
claro que no estaba indispuesta. Sentí la puerta y pegué un salto. No era
Lucía. Sixto Ñanqueo. Los melli lloraban de la risa. Me fui a lavar la cara.
Cuando volví Selena estaba en mi escritorio, mirando hacía el bolso grande que
sobresalía detrás del segundo estante. –Tengo que ir a casa a cambiarme y
después a ver al delegado... Vuelvo en una hora, cuarenta minutos— asintió
apenas con la cabeza. Fue lo primero que se me ocurrió. Además tenía olor a
ella. El sexo de Lucía invadiendo todo. Cuando salía, me volví apenas. Le pedí
por favor que me esperara. Corrí a casa y me bañé. Las ideas me asustaban. No
sabía si estaba preparado o si quería estarlo. Tomé un papel de la impresora.
Con letra casi rasante escribí “renuncio” y lo metí en un sobre. Tome el bolso
y lo di vuelta en el canasto de la ropa sucia. Metí la ropa que encontré con
cierto olor a limpio y salí. No llegué a la calle. Volví y rompí el sobre. En
la parte de abajo de la hoja puse “irrevocable”. La metí en otro sobre, saqué
el auto y salí para la delegación. Se lo dejé a la secretaria. Aceleré hacia la
perfumería. Hacía cálculos mentales a mil por hora, además imposibles porque me
faltaban certezas. Sabía cuando era el período de Selena, es más, sé a qué hora
toma las pastillas, pero eso no me indicaba nada de los tiempos de Lucía.
Cuando llegué, ni siquiera había bajado el toldo. Golpeé varias veces. Era una
tapera. Se asomó la verdulera y se quedó mirando, mientras se frotaba las manos
con un trapo marrón. No decía nada, solo estaba ahí. Volví a golpear, entonces
calculé que le había contado todo a esa tipa y que por eso me miraba, después
me acordé que ninguno de estos locales tiene teléfono, me calmo y me digo
que tranquilamente la llamó a la casa... No, Lucía no habla de estas
cosas por teléfono. “Lucía se fue para la plaza”— me dijo al fin y se metió
adentro. Empecé a dar vueltas en el auto. La biblioteca queda para el otro
lado. No me fue a ver a mí. Tal vez a la farmacia. No, a qué. Es virgen... era.
No se cuida, no tiene conciencia de que es una mujer fértil. De que pude tener
un par, como los melli... Dios mío. Entonces me decido por la otra opción.
Lucía tal vez volvió a la casa... ¡No sé cómo reaccionan! Selena no era virgen.
Es más ella trajo los forros la primera vez. Y ahora que lo pienso nunca le
hice el amor con una cena, con velas... Doblé en 9 de Julio, le debía muchas
ocasiones especiales a Selena. No recordaba cuando había sido la primera vez...
nunca habíamos celebrado aniversario de nada. No era de su estilo. ¡Pero qué idiota,
si todas las mujeres quieren ser especiales, tener días especiales! No podía
perderla. Tenía que llegar antes que las viejas chusmas. A esta hora doña
Francisca de Ibañez le debe estar diciendo a la vecina que le contó antes, que
ella me sintió “olor a sexo de mujer”. Y mucho perfume, porque “la perfumera se
pone de los frascos que están a la venta”. Lo mínimo que van a decir. Tras cada
nuevo pensamiento mi desesperación crece... por un segundo me pongo a pensar
que por lo incomoda de la posición, la ropa molestando... si, hasta casi me
convenzo de que debo haber eyaculado más de la mitad afuera. Estaciono en la
esquina y corro hasta la biblioteca. Selena no me perdonaría. Si lo sospechara
se aguantaría, pero si lo confirma... el viento se arremolina y levanta las
hojas y los papeles del fin de semana largo. Pienso que tendría que barrer y
después me grito que soy un boludo... Entonces la veo por la ventana, parada...
No. Esa es Lucía. Abraza un libro y parece que están a punto de agarrarse de
los pelos. Imagino los gritos. Los chicos no deben entender nada. O peor.
Entienden todo, si a veces parece que me llevaran cuadras de ventaja.
Retrocedo. Me quedo un segundo, en suspenso, y las miro impávido. Están
petrificadas y creo que Selena llora. Se lo dijo. Corro al auto y acelero. No
puedo más. Si me apuro, tal vez antes del mediodía llegue a la ruta tres.
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