por Ignacio
Araceli, la
hija del alguacil de la Audiencia, no tenía bici, y sin embargo nadie le
propuso nunca montarla en la barra, no nos gustaba a ninguno. Era flaca, con la
cara manchada de pecas sin gracia, un flequillo que le tapaba la frente y casi
los ojos. Ella trataba de quitárselo de delante avanzando el labio inferior y
soplando hacia arriba, como si le molestara una mosca y no pudiera espantársela
con las manos. No tenía tetas, o si las tenía se las arreglaba para que no se
le notaran, andaba encogida, con los hombros echados para adelante y la cabeza
gacha.
Sin
bici, Araceli subía al monte en el autobús de los tuberculosos. La gente lo
llamaba así porque lo cogían los familiares que iban al sanatorio a visitar a
sus enfermos. En aquellos tiempos de posguerra, todo el mundo tenía algún
pariente tísico. Habían construido el sanatorio allá arriba para que los
tuberculosos sanearan sus pulmones respirando aire puro con olor a jara y a
tomillo; pero sabíamos que ninguno o casi ninguno regresaba, se consumían poco
a poco y al final se morían escupiendo sangre. Una monjita sostenía la
palangana de loza blanca mientras recitaba las últimas jaculatorias.
Araceli subía
un tocadiscos a pilas, media docena de discos pequeños que duraban lo que dura
una canción. Sin tocadiscos Araceli quizás nunca hubiera formado parte del
grupo, y supongo que ella lo sabía. Lo que no sé si sabía es que nosotros
echábamos a suertes para saber quién tenía que bailar con ella, la chica fea,
dueña de la música.
Preferíamos
los boleros. Era más fácil arrimarse a la chica, apretarla poquito a poquito
como quien no quiera la cosa hasta sentir sus tetas bajo la ropa o atreverse
avanzar una pierna entre las de ella. Las parejas —cinco o seis—
nos íbamos alejando del tocadiscos que chirriaba a todo volumen en un claro
entre los chaparros; a una corta distancia ya no se oía la música, pero eso nos
no importaba, hacíamos como si la oyéramos y nos movíamos al ritmo de nuestro
corazón acelerado pumba pumba pumba. Nunca he vuelto a sentir al lado de una
mujer la turbación que sentía bailando en el Monte con una de nuestras
compañeras de clase; ella echaba la cabeza hacia atrás y fingía que miraba el
cielo azul mientras se dejaba llevar lejos, cada vez más lejos del claro donde
sonaba el tocadiscos.
Un domingo de
finales de junio, ya casi terminado el curso, me tocó bailar con Araceli, la
chica fea, dueña de la música y guardiana del tocadiscos. Hacía calor. Se podía
oír el chasquido de las ramas secas que se quebraban solas, la huida de un
lagarto entre la maleza, las vibraciones de la línea de alta tensión que pasaba
sobre nuestras cabezas, el motor del autobús que doblaba la última curva. Araceli puso la música y
todos los ruidos desaparecieron tragados por el altavoz. No sé por qué eligió
un vals, el Danubio azul... o no, creo que fue el Vals de las flores, el del
Cascanueces. Las parejas se alejaron bailando como siempre; Araceli y yo
permanecimos de pie al lado del tocadiscos. Nunca me había fijado en sus ojos,
medio ocultos por el flequillo lacio que le caía sobre la frente. Ojos almendrados,
tristes. Es lo único bonito que tiene, pensé. Avancé una mano para atrapar la
suya y empezar a bailar, pero Araceli se agarró a mí, para decirlo con un lugar
común, como el náufrago que se agarra a una tabla de salvación: me echó los dos
brazos al cuello y pegó al mío su cuerpo que yo imaginaba frío y seco, pero que
me contagió una fiebre extraña, desconocida. Rodeé su cintura y permanecimos
casi inmóviles, quizás sólo siguiendo el ritmo del vals con un leve balanceo. A
medio vals apoyó su cabeza en mi hombro, la sentí temblar y me imaginé que
trataba de disimular un sollozo, que lloraba por su horrible flequillo, por sus
hombros canijos y su cuerpo enclenque, pero entonces la oí toser, una tos seca
y convulsa que me estremeció y me causó pavor.
Ella notó mi
repelús porque me soltó. Dio una patada al tocadiscos y salió corriendo hacia
la carretera. Su silueta entre los chaparros parecía la de una marioneta, pobre
espantapájaros que huía del ataque de unos pajarracos invisibles.
Al cabo de un
rato fueron llegando los demás, acalorados. Al verme cerca del tocadiscos
destripado no se atrevieron a preguntarme. La hija de Arguello, sin embargo, se
me acercó y en voz baja me dijo señalándome el cuello con la mano:
—Tienes sangre en la
camisa.
Araceli no volvió
a clase. Al terminar las vacaciones nos enteramos de que estaba en el sanatorio
de los tuberculosos. En casa no me dejaron ir a verla.
Hola Ignacio,
ResponderEliminarme ha gustado tu cuento. Me has trasladado a otra época y me has recordado la obra El Jarama.
Abajo te indico alguna sugerencia:
Era flaca, con la cara manchada de pecas sin gracia, (te sugiero cambiar el orden "Era flaca, sin gracia, con la... o bien, poner una coma que separe "pecas" de "sin gracia)
Habían construido el sanatorio allá arriba para que los tuberculosos sanearan sus pulmones respirando aire puro con olor a jara y a tomillo; pero sabíamos que ninguno o casi ninguno regresaba, se consumían poco a poco y al final se morían escupiendo sangre. Una monjita sostenía la palangana de loza blanca mientras recitaba las últimas jaculatorias. (Si me permites, la última frase me gusta más unida a la anterior. Para que no quede tan larga cortaría tras "regresaba". Te muestro:" Habían construido el sanatorio allá arriba para que los tuberculosos sanearan sus pulmones respirando aire puro con olor a jara y a tomillo; pero sabíamos que ninguno o casi ninguno regresaba. Se consumían poco a poco y al final se morían escupiendo sangre junto a una monjita que les sostenía una palangana de loza blanca, mientras recitaba las últimas jaculatorias".)
Un domingo de finales de junio, ya casi terminado el curso, me tocó bailar con Araceli, la chica fea, dueña de la música (no creo que sea necesario repetir lo de la chica fea, ya ha quedado claro anteriormente)
para decirlo con un lugar común, (esto lo quitaría, sin esa acotación se entiende)
parecía la de una marioneta, pobre espantapájaros ("parecía la de una marioneta, la de un pobre espantapájaros")
El final... yo acabaría tras el diálogo eliminando el último párrafo. Tiene más fuerza.
Un abrazo,
Montse Villares
Relato muy bueno, y comentario igual de bueno. Yo sobre todo quitaría lo del lugar común,dejaría lo de la palangana y acabaría el cuento como dice Montse. Me ha gustado mucho.
ResponderEliminarUn saludo.
Cesar G.M.
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