por Lidia
Eran gemelas. Dos gotas de agua. Sin embargo si algún
distraído encontraba sólo semejanzas era porque no las conocía como nosotras.
Una permanecía siempre sobre los rieles de una búsqueda
que consideraba de antemano interminable. Sus preguntas ansiosas tejían todo
tiempo vacío. Recelosa, le ordenaban el espacio en que acostumbraba moverse.
Había aprendido que las respuestas no eran importantes, que los signos de
interrogación eran el único combustible vital, y observaba como águila cada
detalle para atraparlo y hacerlo suyo. Pero no era lo que se dice una
neurótica. Era una mujer de preguntas y
de señales. Preguntas que monótonas, dulcificaban los oídos como si los demás
fuésemos Ulises amarrados al mástil.
La hermana tenía todas las respuestas y las seguridades.
Se cuestionaba e ignoraba poco y nada. Su saber era inagotable y siempre
asombroso. Casi no hablaba; creíamos que en insomnio constante, se alimentaba
sólo de libros. Con el tiempo la descubrimos tímida, hasta vergonzosa. En su
mundo parecía no existir el miedo. La confianza serena que sentía,
tranquilizaba los ánimos revoltosos.
Ambas eran bellas, cada una a su manera. Las dos reían
con soltura. Según después lo demostraron, eran dóciles ante el cariño y
fuertes ante las contrariedades. Tantos años de amistad nos habían permitido
saber, fácilmente, quién era quién.
Un día apareció él, mucho más joven que los demás, un
sabihondo de dudas y para decirlo poéticamente, “interminable de penas y
caricias refrenadas”. Las conoció al unísono como a un dueto de violín y cello.
Aceleraron su respiración y su pensamiento. Nosotras fuimos testigos. Como
fuertes tentáculos, sus brazos ajustaron dos cinturas hacía tiempo, vacías.
Para qué decirlo, otros hubieran querido conquistarlas, pero ninguno era lo
bastante para cualquiera de ellas.
El nuevo no podía elegir una presa y soltar la otra.
Además, creemos que nunca le importó distinguirlas. Las dejaba hablar,
interrumpiéndose entre sí, entusiasmadas por el hecho de ser escuchadas sin
apuro. No parecieron recordar las tantas ocasiones en que Juan y Raúl lo habían
hecho. La ilusión del enamoramiento, pensamos. Respondía preguntas
interminables de una y buscaba respuestas en la otra. El destino había
preparado para él, nos confiaba, la plenitud ansiada por todo hombre. El cielo
y la tierra. La serenidad y la inquietud. La pasión y la frialdad. Aunque no
sabía cuál era cuál. No era importante, pensaba. Craso error.
De pescador se convirtió poco a poco en carne de
anzuelo.
Observamos desconcertadas cómo ambas comenzaron a
compartir el calor de su cuerpo, la expresividad intencionadamente silenciosa
de su mirada, el tiempo que se les hacía corto a su lado, la escucha paciente y
la palabra acertada. Nada parecía impedir el flujo suave en ese triángulo.
Nosotras éramos tres comadronas comentando los laberintos de la nueva relación.
De a poco, los lugares de encuentro se convirtieron en
propiedad conjunta. Los tres empezaron a habitar un lugar al que llamaron
hogar.
Hasta que él hizo la primera pregunta a quien no tenía
ni quería tener respuestas y, sin prudencia, despertó dudas en quien no las
poseía. Mala decisión en un momento erróneo. Estábamos ahí. Nadie respiró: el
tiempo se nos hizo interminable.
Por una semana dejamos que el ambiente se pacificara.
Según los rumores que ‘corrieroncomoliebre’, las hermanas descubrieron casi sin
buscarlo, que una caricia entre ellas les despertaba la misma sensación que las
de él. No lo pensaron dos veces. Lo echaron sin piedad.
Derrotado, el siguió su camino de
hembras.
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