Cuanta quietud
silenciosa. Ni murmullos, ni ruidos de rodillas restregándose contra el piso al
avanzar. Ni tan siquiera, la monótona acompasada resonancia de la respiración.
¡Qué extraño! Tanta gente de rodillas, quieta o no.
Unas y otras, las formas
andróginas avanzan, paran. Unos contra otros, estos conatos de personas
vocalizan y atienden absortos sus conversaciones mudas, sordas. Igual que peces
tras los cristales de un acuario: movimiento de bocas expresivas vanas.
De rodillas, en postura
de castigo, los seres gesticulan; sin moverse.
Se estremecen sin
aspavientos, nadie atiende; son entes inaudibles, ¿muertos?
Voces envenenadas,
contaminadas de la nada. Oídos clausurados por tapones invisibles. ¿Son ánimas
deambulantes, castigadas por un dios mudo a vagar en los confines del silencio?
Y yo, ¿acaso estoy muerto?
Al menos yo, leo mis
pensamientos, pero, me oprimen la razón llevándome algo más lejos de la locura.
Traspasando el entendimiento de este sosiego negro y átono.
No comprendo como
puedo ver sombras si no descubro ninguna fuente de luz. Las siluetas,
recortadas sobre el inexistente fondo ¿son también mentira?
Avanzo, de hinojos, por
este purgatorio oscuro y viudo en busca de algún eco, de un hálito de luz que
ilumine mis ojos cegados por esta muchedumbre, plena de la nada, que me rodea.
Lanzo un grito agónico y
desgarrado que no logra atravesar mi garganta. La desazón embota mi cerebro, el
ambiente aplasta mis lamentos.
Por qué chillo si no me
oyen. Para qué escucho si no me hablan. Me derrumbo en el suelo, quedo inerte…
─¿Son risas lo que oigo?
Dos o tres sombras me
observan. Sus dientes y ojos brillan sarcásticos, se ríen. Desde aquí abajo,
pegado al suelo, los veo… los oigo.
─Otro ciudadano que cree ser
persona.
─Cada vez son más ¡qué asco,
qué cortos de miras!
Se alejan mezclándose
con otros seres, intento llamarlos, agarrarlos. Por fin comprendo que yo desde
aquí tirado, los oigo, los veo. Ellos se encuentran en un plano superior,
únicamente se perciben ellos mismos.
Despacio me incorporo
hasta llegar a su altura:
¡Ahora lo advierto! Es
el olor; inunda su cabeza, es el aroma del poder. ¡Hediondo! Tiro mi cuerpo al
suelo y me arrastro, repto para salir de este sueño. Estoy en un mapa político,
una cartografía válida para el papel, no para los humanos.
Me deslizo, culebreo…
debo alcanzar el atlas físico, el de las personas.
Aquel en el que se
sufre, se ama, se ríe, se llora. Entrar en el mundo de los que sudan su piel en
el trabajo para mejorar y abandonar este universo de vidas subvencionadas, de
voluntades compradas.
Huir… para ponerme de
pie.
Por Félix Carbajosa Santos
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