por Ignacio
—¿Por qué será que las mujeres siempre nos quedamos viudas las primeras? —doña Encarna se inclina para tomar la taza.
—A ellos se les
estropean los fuelles antes que a nosotras, como llevan siempre una vida tan
ajetreada. —A doña Laura le parece una tontería lo que acaba de decir, pero
sabe que su amiga tiene razón: ellos se marchan y a ellas les toca seguir
viviendo, encerradas en la jaula de su soledad, olvidadas en una casa que poco
a poco se les va llenando de fantasmas—. ¿A usted no le da miedo tener que ir
cerrando habitaciones, doña Encarna?
—Me asusta tanto
sentir que la casa empieza a enfriarse como si fuera una tumba... —alza la mano
a la altura de la boca, acaricia los bordes de la taza de porcelana fina con
sus labios y bebe un sorbo de té, sin ruido; después suspira—: estas tacitas no
se las conocía.
—Ni cuando
venían los amigotes de mi difunto las sacaba, pero ¿para qué las voy a dejar
pudrirse en el aparador?
—Parece que no
son de mucho luto.
—Va ya para
tantos años... —Doña Laura se queda con la taza a medio camino entre el mantel
y la boca, vencida por la melancolía.
—Ande, doña
Laura, olvídese de esas tristezas, ¿le corto otro trozo de pastel de manzanas?
Doña Laura
espera mientras doña Encarna maneja con delicadeza el cuchillo de mango
plateado. Cuando le acerca el plato a su vecina, suplica:
—No sé si voy a
poder con tanta.
—¿También perdió
el apetito?
—Si se me alarga
la digestión y no cojo el primer sueño, me paso ya toda la noche en vela.
Amortiguado por los cortinajes polvorientos, entra por la ventana el rumor del tráfico callejero. El paso de un autobús o de un camión hace temblar las copas de licor en la vitrina del aparador, y las lágrimas de la araña tintinean suavemente. Doña Encarna alza la vista hacia la ventana:
Amortiguado por los cortinajes polvorientos, entra por la ventana el rumor del tráfico callejero. El paso de un autobús o de un camión hace temblar las copas de licor en la vitrina del aparador, y las lágrimas de la araña tintinean suavemente. Doña Encarna alza la vista hacia la ventana:
—¿Cuánto hace
que no pone usted los pies en la calle, doña Laura? Algún día tendremos que
salir a ventilarnos un poco.
—¿Y qué íbamos a
hacer por la calle, con tanto desaprensivo suelto?
—¿Su hija no la
saca nunca?
—¿De ciento en
viento y siempre con prisas, venga mamá que se me hace tarde.
El motor del
ascensor ronronea en el hueco de la escalera y las dos se quedan escuchando.
—Yo diría que se
ha parado en el cuarto —Laura frunce los labios—. Tendríamos que decirle a
Félix que ponga un letrero...
—¿Dónde, doña
Laura?
—En el ascensor,
para que no fumen dentro.
– Es verdad ¿No
ha notado usted la peste a tabaco que traigo encima?
—¿Pero no se ha
bajado usted andando?
—Dos pisos son
muchas escaleras para tantos años. Y además, como parece que Félix no tiene otra
cosa que hacer que pasarse el día sacándole brillo a las escaleras.
—Es verdad, para
que nosotras nos desnuquemos un día.
—¡Qué falta de
educación! Me echó todo el humo del cigarro en las narices.
—¿Y quién era?
—¡Cómo lo voy a
saber! Una vive rodeada de desconocidos hasta en su propia casa.
Doña Encarna y
doña Laura están ya casi a oscuras. La penumbra amortigua el brillo de los
cubiertos plateados, acelera el latido del péndulo en la pared. Doña Laura
rebulle en su butaca.
—Me parece que
ya va siendo hora de que empiece la novela.
—Félix dice que
la televisión nos está comiendo el coco.
—¿Y cuándo se lo
ha dicho?
—Anoche, cuando
subió a por el cubo de la basura; yo estaba con mi programa, ya sabe usted, el
de las parejas, y no me levanté a abrirle hasta que no se supo quién iba a
volver esta semana.
—¿Pero él no
tiene llave?
—Dice que
estando yo dentro, prefiere esperar a que le abra.
—Félix es tonto
de remate. Que vigile a quien fuma en el ascensor, que es su trabajo, y que no
ande metiéndose en lo que nosotras hacemos o dejamos de hacer.
Doña Encarna
baja la voz:
—Como tiene
usted tantos televisores...
Doña Laura
sonríe.
—Uno en cada
habitación con su altarcito de flores artificiales y su guirnalda de luces
multicolores.
—¡Pero si no le
funciona ninguno!
Doña Laura
suspira, se inclina hacia su amiga, apoya una mano en su brazo:
—¿Usted no ha
oído hablar de esas personas que parece como que están muertas pero después
resulta que no, y de repente vuelven a respirar y preguntan qué les ha pasado?
—Si supiera
usted el miedo que tengo a que me entierren viva...
—Pues con mis
televisores, igual; a lo mejor un día les da por funcionar.
—¡Qué cosas
tiene usted, doña Laura! A ver si se me va a poner a comparar a la televisión
con las personas.
—Si yo le
contara —sus ojos rehuyen ahora la mirada de doña Encarna, descubren los restos
de la merienda olvidados sobre el mantel; coge la servilleta de hilo con las
iniciales bordadas en una esquina y barre las miguitas desparramadas, después
no sabe qué hacer con ellas y trata de cambiar de conversación—. ¿Quiere que dé
la luz?, estamos en tinieblas. —se
levanta apoyándose en la mesa, que responde con un chasquido quejumbroso, casi
vegetal. La luz de la lámpara dibuja un círculo amarillo en el techo. Al final
dice
—Los personajes
de las novelas son como las personas, doña Encarna.
—Que todo es de
mentirijillas, son actores, cosas de película.
—Bueno, pues los
actores. Ellos saben que yo existo, que estoy sentada en mi butaca mirándoles.
—A ver si va a
resultar ahora que Félix llevaba razón.
—¡Qué va a saber
ése...! Si yo le contara...
Doña Encarna se
impacienta:
—Me está usted
poniendo nerviosa con tanto misterio. Desembuche de una vez.
Doña Laura se
lleva la mano al corazón, como si le doliera
—Ayer no pude
aguantarme las ganas de orinar y tuve que ir al baño cuando estaban en lo más
emocionante.
—También me pasa
a mí cuando me hacen reír mucho con tanta payasada.
—Sí, pero...
—¿Pero, qué?
—No habían
seguido. Cuando volví del baño pensando que me había perdido lo mejor, estaban
parados en la pantalla esperando a que yo volviera y me sentara para seguir.
Doña Encarna
sacude la cabeza como si riñera a un niño que acaba de hacer una travesura.
Señala el televisor.
—Venga, que nos
vamos a perder el principio.
* * *
Como ha
llamado tres veces y nadie sale a abrirle, Félix mete la llave en la cerradura,
empuja la puerta de servicio y adelanta una mano tanteando hasta dar con el
interruptor, mientras rezonga « están como una tapia estas dos
majaretas ». Saca la bolsa de debajo del fregadero y antes de marcharse se
asoma al pasillo y vocea:
—Doña Leo, soy
yo, Félix, a por la basura.
El pasillo está
a oscuras, pero de la salita le llega una claridad congelada. Se acerca con la
bolsa de la basura en la mano y, al entrar, ve a doña Laura sentada en su
butaquita con la cabeza caída hacia un lado; doña Encarna, a su lado, se
retuerce las manos y llora con un temblor de idiota. Al verle, le mira
sorprendida y le muestra la pantalla del televisor donde los personajes
perplejos, inmóviles, miran con desconcierto el cadáver de doña Laura en la
butaca.
—Están esperando
a que se despierte para seguir —dice doña Encarna—. Si usted me ayuda, Félix,
quizás podamos despertarla entre los dos.
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