Benita Lar
Nació en el seno de una familia común, de esas corrientes
en los barrios de los años cincuenta.
En esa época, las mujeres profesionales eran pocas, la
mayoría que trabajaban lo hacían como maestras o costureras, no había mucho para
elegir. Aunque también podían ser peluquera, atender un comercio o ser
simplemente ama de casa.
Además de esas opciones, lo más importante era casarse.
Era de esperar comenzar a noviar a los quince años. Generalmente el novio
oficial, era ese que comenzaba de mandadero en el almacén de ramos generales o
de changarín en la gomería de la
esquina; todos comenzaban a trabajar de jóvenes, la cultura del trabajo era la
cultura. Eran muy bien visto los
jovencitos que andaban con mameluco sucio por las mañanas, pero se acicalaban al anochecer, los
identificaban como hombres que tenían un oficio digno y que a la vez no
descuidaban su aspecto.
Ella consiguió novio a los dieciséis años. Él se había
inclinado por la fuerza pública, era agente de policía y se apostaba en la
esquina de la casa de gobierno. Se habían visto por primera vez cuando pasó con
su madre camino al centro para comprar telas. Pronto sería el cumpleaños de una
prima y el festejo ameritaba estrenar.
Lo vio ahí, tan firme, elegante, prolijo que no pudo
dejar de notarlo y no tuvo más salida que enamorarse de él.
Él no dio muestras de registrar su paso, pero como buen
profesional, no había detalle que se le escapara, aunque no pudiera demostrarlo.
Esa niña era una belleza, o quizás no, pero para él lo era. De ahí en más, cada
mañana ansiaba que ese fuera el día de volver a verla.
Desde aquel día, ella intentaba hacer todos los mandados,
caminaba innumerables cuadras de más, solo para poder pasar por su esquina. Y
por ahí pasaba, lentamente, con un suave contoneo, imaginando que él la miraba
aunque no lo podía jurar. Un día creyó notar un cierto movimiento de
reconocimiento de parte del vigilante, pero no se animó a mirar nuevamente,
caminó rápidamente, su pudor la corría. No volvió más.
La buena dicha hizo que él también estuviera invitado al
cumpleaños de esa prima, y todo se selló en la primera pieza que bailaron
juntos.
Cuando ya habían comenzado con los proyectos de boda;
cuando ella había comenzado a bordar su ajuar a regañadientes -se consideraba
demodé-, las tías ya no tenían nada más para criticar de la novia ni del novio;
en esos días, un camión sin frenos atropelló al novio y las esperanzas de
estabilidad.
Un chirrido de ruedas enmudeció el eco de su amor. En un
suspiro se perdió el último él.
Quizás también, en esos días, ella se dio cuenta de la
verdadera dimensión de su sentimiento, en esos días de irremediable pérdida
entendió que no era ‘un novio’, él era su amor, él lo había sido y únicamente
él lo sería; un inútil y estúpido accidente, lo convirtió en pasado
inalcanzable con futuro imposible, en un pretérito punzante y furioso padre de
un inmóvil dolor desgarrador e impotente.
Se enroscó en el dolor, se abrazó a la desolación, se
entregó al vacío, no solo su cuerpo lo delataba con su andar encorvado y
cansino, sino que también la tenue nube de su mirada evidenciaba la ausencia.
Los años de viudez en soltería pasaron, años de duelo sin
derecho, de melancolía caprichosa y empecinada. Sus tías volvieron a la carga
diciendo que ya era tiempo de buscar a otro, que ninguna mujer debería quedarse
sola. Ella eligió ignorar a las tías y sus ignorantes consejos.
Ya se quedó a vestir santos. Pero de verdad vestía
santos. Pasaba tardes enteras en la Iglesia limpiando, ordenando y cuando era necesario,
lavando y planchando la ropa de los santos.
Se hizo costurera, como se podría haber hecho cocinera, o
dependienta en una mercería.
Sus padres fueron a acompañar a su amor y ella quedó sola
en la casa con doce metros cuadrados de patio trasero.
Comenzó a odiar el invierno, el inmenso patio se cubría
muy temprano de sombras y la gran casona, solo era habitaba por ella, la
humedad y el frío. El verano le daba un poco de vida, pero no la suficiente
como para encarar con entusiasmo cada mañana.
Por muchos años evitó conscientemente pasar por la
esquina de la desgracia. Un día se propuso espantar el fantasma. Su casa
quedaba a diez cuadras de ese fatídico lugar, caminó el trecho, y en cada paso
el nudo en su estómago se iba desatando, se iba liberando poco a poco de esa
mochila que ya estaba olorosa de vejez.
Al llegar a la esquina de la casa de gobierno ya ni
sentía la polilla carcomiendo sus tripas, en su lugar apenas tenía un tímido malestar.
Se paró en diagonal, se aseguró que la esquina no era peligrosa y cruzó en
escuadra al lugar exacto.
En eso estaba cuando se acercó un gato, un atorrante,
apestoso y mugriento gato que recorría el parque cercano. Ambos se miraron,
midieron la peligrosidad del otro y se ofrecieron tregua.
Se sentó en un banco, el gato la acompañó en esa espera
de ausencias, se adoptaron. Fue su
primer gato, nunca había querido cuidar nada, siempre rechazó cualquier animal,
sobre todo los callejeros. Él fue el primero de sus 38 gatos.
Cada uno de sus 38 indiferentes, soberbios e interesados
huéspedes fueron recogidos en “la esquina”. Le llevó muchos años, pero nunca
cejó, siempre había un rinconcito en su casa para llenar con un quejoso e
imperativo maullido.
Cada uno fue nombrado en honor a su amor, estaba Botas,
Ojitos, Bigotes, Gomina, Panzón, Rulo, Beto y así todos y cada uno formaron
parte, en su imaginario, de su amor atropellado por la fatalidad.
En el barrio le decían la Loca de los Gatos, pero ella,
en realidad, era Rosa, la niña que perdió su amor a los dieciocho años y que se
quedó sin saber qué hacer con tanto. Solo se sintió satisfecha cuando pudo
volcarse en sus mascotas. Cualquier cantidad de animales era poca, cualquier
exigencia insuficiente, había demasiado para dar, necesitaba desesperadamente
gastar ese amor.
Cuando Rosa heredó soledad a nadie, cuando pasó a
descubrir qué había más allá del más acá, los 38 se desperdigaron por la ciudad
buscando la próxima o al próximo a quién hacer sentir el vanidoso abandono del
amor.
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