Pandora
Eran los años ochenta. En pleno verano en el
país de los carnavales, Brasil.
Esther trabajaba como administrativa en una
pequeña empresa de cilindros hidráulicos, en uno de los muchos pueblos
industriales de São Paulo. No era guapa de rostro. Tenía la nariz algo
preponderante para sus trazos faciales y las cejas muy pobladas, pero era
poseedora de un cuerpo escultural, digno de una modelo. A sus 23 años, estaba
terminando la carrera de administración de empresas y sacando el carnet de
conducir. También desfilaba en la Escuela de Samba Gaviões da Fiel.
Aquel año, saldría en el ala de las bahianas,
aunque siempre desfilaba ligera de ropa, era una estupenda bailarina.
Fue en un lunes del mes de febrero cuando ella
recibió la invitación para una fiesta de disfraces, en el Hilton Palace Hotel.
Este hotel, de cinco estrellas, estaba ubicado
en el mismísimo corazón de São Paulo. Uno de los más visitados por las
estrellas del rock, famosos y extranjeros.
En el sobre no traía el remitente, pero su
nombre figuraba en la parte de atrás. Era la fiesta que ella siempre había
soñado. Con sus máscaras y disfraces diversos. Más que deprisa, llamó a las
tiendas de alquiler de disfraces y concertó entrevistas en un par de ellas para
aquella misma tarde.
Después del trabajo, se escaqueó de la
universidad y fue a sus compromisos con los disfraces. Por más que mirase no
encontraba ninguno que le agradase, pero entonces, vio al fondo de la tienda,
un bonito vestido colgado.
—¿Y este? —preguntó a la dependienta, mientras se dirigía hacia el vestido
colgado.
—Esta reservado para otra
clienta —respondió la dependienta—. Debería haberlo recogido
hoy por la mañana.
“Es perfecto”. Pensó Esther para sus adentros.
En aquel momento, detrás de las perchas salió el encargado.
—Si me das veinte mil
cruzeiros, es tuyo por cuarenta y ocho horas —dijo el encargado.
Esther no se lo pensó dos veces. Sacó la
cartera y extendió el cheque. Cuando salió de la tienda, estaba radiante, pues
llevaba consigo el disfraz perfecto, el de dama antigua.
Llegó el día de la fiesta.
Esther estaba ilusionada, se puso el vestido
con todas sus capas de faldas, la peluca rubia y la máscara. Cogió un taxi y se
fue al hotel.
Cuando llegó en la portería, encontró con los
tres mosqueteros, Piolín, Rapunzel, Cenicienta, el Rey Arthuro, entre otros
tantos. Todos hablaban y se reían animados.
Esther llegó algo tímida. No sabía como debería
comportarse en una fiesta de disfraces, ya que todos tenían el rostro cubierto
y no conocía a nadie. Resolvió entrar, pero entonces, el portero le pidió la
invitación.
—¡Dios, no la traje! —dijo algo desconcertada.
—Lo siento señorita, la
fiesta es para las personas invitadas… —estaba contestando el
portero.
—Oye, yo estoy invitada, solo
que, he olvidado la invitación —espetó ella.
Pero no hubo manera que convencer al joven
para que la dejase entrar. Toda una noche de fiesta. La fiesta de sus sueños y
ahora, por culpa de un trozo de papel, todo había ido al traste.
Volvió sobre sus pasos hasta la calle.
Sin saber muy bien que hacer, estaba lista
para volver a casa, quitar toda aquella parafernalia y olvidar lo ocurrido,
cuando alguien le agarró por el brazo.
Era el príncipe Eric, de la Sirenita.
—Estas aquí, por fin te
encuentro. Vamos —dijo el príncipe mientras la
arrastraba salón adentro.
Ella no se preocupó en desmentir, o desengañar
al pobre principito. Se limitó a ser guiada por él hasta una mesa reservada en
el fondo del enorme salón, al lado de la pista de baile. Sus ojos bailaban de
un lado al otro, observando cada detalle. Todo estaba a pedir de boca. La
decoración, los disfraces, la iluminación, la música…
Para Esther, fue su noche de realización, y
como su acompañante se había excedido con el alcohol, no fue descubierta en
ningún momento.
Bailó como nunca, bebió el mejor champagne y
comió el mejor caviar. Al final, el día siguiente, volvería a ser una
Cenicienta otra vez.
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