Es domingo y llueve como nunca, tarde
ideal para refugiarse en el ocio y gozar la magia inocente de alguna película,
situación para la que se están preparando Alejandra y Fabrizio. Su hija
Fernanda y la amiguita Giselle en el dormitorio de arriba, el termo con café y
la bolsa de palomitas bien cerca, los dividí
que alquilaran la noche anterior junto al televisor, los dos almohadones
grandes para él, el teléfono del lado de ella. Y es ella quien elige la
película, y él el encargado del mando a distancia.
Fabrizio está a punto de pulsar play, cuando un sordo alboroto que desciende
de la planta alta y se eleva sobre la continua llovizna, lo inmoviliza. Una
puerta se abre y se cierra violentamente. La misma sorpresa se repite en el
rostro de Alejandra.
—Mamá…, papá… —grita Fernanda. Se oyen
sus pasos alborotados que bajan por la escalera—, hice desaparecer a Giselle…,
se evaporó, les juro que no fue a propósito, pensé que no iba a pasar nada…,
pero no está, desapareció…
Alejandra y Fabrizio se miran
consternados.
—¿Otra vez? —pregunta él mientras se
levanta del sofá. Quiere mostrar enojo pero se le escapa el temor en la voz—. ¿Volviste
a hacer lo mismo que con Pipo?
—No, papá…, te juro que yo no quería…,
sólo estábamos jugando.
Alejandra aparta a su hija y abandona
la sala. Rebotan los pasos apresurados por la escalera. Luego del batir de una
puerta que se abre la escuchan maldecir.
—¿No te das cuenta de lo que hacés,
Fernanda? —grita el padre antes de correr a reunirse con la esposa. Desde la
sala la niña lo oye repetir—: ¿No te das cuenta de lo que hacés?
Alejandra se asoma en lo alto de la
escalera y, más paciente que el marido, le dice suavemente a la niña:
—Vení, hija, vení —y se agacha para
recibirla, después de que Fernanda esquivara al padre saltando de a tres los
peldaños—, decíme, maja, ¿hiciste lo mismo que con Pipo?
—Pero no, mamá, Pipo era un muñeco y
fue muy fácil, ahora tuve cuidado, se trataba de mi amiga y yo la quiero mucho,
sólo seguí las instrucciones del libro, no hice nada distinto.
—¿Qué libro, Fernanda? —interrumpe
nervioso el padre.
La niña se cobija en Alejandra, quien
le hace señas a Fabrizio para que se calme sin que la vea la pequeña.
—¿Se trata del libro grande con tapas
de cuero viejo? —pregunta la madre conteniendo el aliento.
Fernanda asiente con la cabeza,
mordisqueando su labio inferior.
—¿Y quién te dio permiso para tomar ese
libro? —exclama Fabrizio dando un manotazo al marco de la puerta. Alejandra lo
mira con reprobación.
—¿Quién olvidó guardarlo en su lugar? —le
recrimina al esposo y luego respira hondo, la niña tiembla en silencio entre
sus brazos. Con voz muy suave, prosigue—: Escuchame, Fernanda, nos vas a tener
que decir dónde estaba Giselle cuando... bueno, cuando desapareció, y qué
hiciste vos exactamente.
La niña levanta el rostro, mira primero
a la madre, luego al padre, pero permanece en silencio. Fabrizio se agacha, le pone
una mano sobre el hombro y consigue usar un tono amable para animarla:
— Por favor, decinos, Fernandita, es
importante saberlo, papá y mamá no se van a enfadar.
La pequeña mantiene su mutismo, los
labios se le estremecen en sendos pucheros, la barbilla encogida recibe las
lágrimas que han empezado a escapar de sus ojos y le resbalan por las mejillas.
—Giselle me… me había quitado el payaso
—comienza a tartamudear en medio del sollozo y del hipo—, yo le dije que… que
el payaso no, pero ella no me hizo caso…, me enfadó mucho, y…, entonces la miré
fijo y…, y me concentré en el embudo… como dice el libro…, y cerré los ojos, hice
fuerza y cuando los abrí ella ya no estaba…, y el payaso tampoco…
—Andá, Fernandita, contame —le susurra
Alejandra—, ¿en qué lugar se encontraba Giselle cuando vos hiciste aquello?
—Sobre mi cama, estaba sentada sobre mi
cama la muy cabrona, retorciéndole una pierna al pobre payaso y con las
zapatillas sucias arriba de la colcha, yo le dije, pero ella dale que no, y no
paraba de estrujarlo al pobrecito.
Fabrizio se dirige al cuarto de la
hija, entra y cierra la puerta.
—Niña —le dice la madre—, ahora te vas
a ir abajo y nos esperás en la sala, hay chocolate en la cocina, te quedás
quieta hasta que nosotros bajemos, ¿entendiste, mamita?
Fernanda baja las escaleras despacio y
oye cómo los padres hablan encerrados en su habitación. Las voces suenan
alteradas, no se entiende lo qué dicen. La niña se dirige a la cocina y abre el
armario donde sabe que se encuentra el chocolate. Aún le tiemblan un poco las
manos mientras arranca un pedazo de la tableta y se lo lleva a la boca. Se
sienta en una silla y escucha con atención. La casa está ahora en completo
silencio. Entonces algo tibio y peludo le acaricia las piernas. Fernanda salta
con un grito corto y agudo, la silla se vuelca. Sólo cuando alcanza la puerta
de la cocina se atreve a girarse: es Cube, el gato de los vecinos que la
contempla relamiéndose desde debajo de una silla.
—Gato tonto —exclama en un susurro, aún
presa de los temblores.
El gato maúlla y de un salto sube a la
mesa, le brillan los largos bigotes. Desde allí resulta aún más amenazador. La
niña recula hacia el comedor, y desde el marco de la puerta lo observa.
Fijamente. Más fijamente y frunciendo el entrecejo. Luego cierra los ojos.
En cuanto vuelve a abrirlos después de aflojar
las muecas y respirar muy profundo, el gato ha desaparecido. Fernanda comienza
a sonreír, pero la sonrisa se le congela en un mohín de asombro ni bien percibe
el canturreo que proviene del otro extremo de la sala. Avanza unos pasos para
esquivar el sillón, y entonces la ve. Sentada en el suelo, contra la biblioteca
y debajo de la lámpara de pie, está Giselle acunando al payaso mientras le
canta una canción de cuna. Sobre sus piernas recogidas se despereza el minino
con el habitual despliegue de arrumacos gatunos.
—Mamaaaaaaaá…, papaaaaaá… —grita la
niña alborotada—, aquí, vengan…
Giselle se gira hacia ella y sonríe.
—¡Qué sitio más chulo! —exclama— nunca
me habías hablado de él.
Fernanda la mira confundida.
—¿Qué sitio? ¿Dónde te habías metido?
Giselle se ríe con ganas. Se sienten
los pasos atolondrados descendiendo por la escalera.
—¡Pero si fuiste vos la que me llevó
allí! —su expresión cambia repentinamente, los ojos se le achican— ¿Sos bruja
vos…?
Fabrizio y Alejandra ingresan al salón
con expresión de terror en los rostros.
—¿Qué sucede, Fernanda? —pregunta él.
Alejandra no dice nada. Ya ha visto a la niña en el suelo.
—¡Giselle! —exclama con forzada
naturalidad— ¿dónde estabas? Te estuvimos buscando por todas partes.
La niña sonríe maliciosamente. Luego
acuna el payaso en un brazo, y sin apartar los ojos del muñeco afirma mientras
con la mano recorre el lomo del gato:
—Ustedes son brujos —luego ríe—, ¡mamá
no me va a creer!
Fabrizio y Alejandra se miran con
inquietud.
—Vamos, niña —le dice suavemente
Alejandra—, ya es hora de que te lleve a tu casa. Y vos, Fernanda…
—De nuestra hija me encargo yo —se mete
Fabrizio, muy serio—, que tenemos mucho de qué hablar.
—Adiós, brujos —se despide riendo a carcajadas Giselle.
—Ven, pequeña, ven, que ya te voy a
explicar lo de las bromas de tu amiguita —le dice con marcada paciencia Alejandra,
en tanto salen y cierra la puerta.
Fabrizio se sienta en uno de los
sillones, y le señala el que está enfrente a la hija, quien se deja caer con
desgano, todavía refunfuñando.
—¿Qué no te parece que te has pasado,
hijita?
—Pero…, la muy cabrona lo estaba
estrujando a…
—Mira, Fernandita, que vos sabés
ciertas cosas…, y también que esas cosas únicamente podés tratarlas con mamá y
papá…
—Te digo que lo hacía a propósito y no
me hacía caso…
—Fernanda, bajá la voz, por favor, bajá
la voz.
—Algo tenía que hacer…
Fabrizio se levanta, la niña hace
silencio mientras sigue al padre con la mirada. Él llega hasta el escritorio, ubicado
junto a la ventana. Se agacha, abre el último cajón.
—No, no, no, papá, no, la caja no.
Fabrizio regresa con una caja de
cristal en las manos, todas sus caras se encuentran espejadas en múltiples
facetas, está por sentarse cuando se da cuenta de que están desapareciendo sus
piernas, desde las rodillas hacia abajo.
—Fernanda, ¿qué estás haciendo?
—La caja no, papá, por favor, la caja
no, te lo prometo, no lo voy a hacer más…, pero la caja no…
Alejandra está de regreso, llavea la
puerta y se apoya sobre ella luego de colgar el impermeable empapado en el
perchero, cierra los ojos, respira lentamente tratando de relajarse, está
segura de que ha convencido a Giselle, sobre todo cuando le prometió que el próximo
fin de semana la llevarían a pasear desde la mañana temprano. Luego de la
tercera o cuarta expiración comienza a percibir las voces, que llegan muy
débiles desde un costado de la sala de estar. Sacude la cabeza, evidentemente
aún no es su tiempo de descansar. Se acerca, y los ve, a lo que se puede ver todavía
de ellos. A su marido casi le han desaparecido las dos piernas y el brazo
derecho, sorprendida por la situación, descubre que también le falta la oreja
izquierda, le está increpando a Fernanda algo que no se entiende. Su hija no
tiene pies ni manos, tampoco tiene boca, pero igual se escucha el susurro de su
voz en un contrapunto con la del padre.
—Pero, jodidos de mierda, ¿qué están
haciendo ustedes dos?
—Mmmñññuug –dice Fabrizio abriendo
inmensamente los ojos.
—Iiiiiiuuuuuiii –retruca la niña
golpeando el suelo con su pierna mocha.
Alejandra acciona la llave, se apaga la
luz, y saliendo de la sala se detiene y les dice con voz y tono notoriamente
contenidos:
—Me voy a dormir, espero que ustedes
dos mañana hayan superado vuestro complejo de Edipo y la casa esté nuevamente en
orden.
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