sábado, 15 de diciembre de 2007

Mal asunto (ejercicio)

Pilar Dublé


      Yo sabía eso. Sabía que la vaina iba a salir mal. Ya llevábamos demasiados días en una de esas peleas sordas entre mujeres, llenas de indirectas fulgurantes, de ácido disparado a los ojos, de voces que no se callan nunca y de manos que aletean esbozando cachetadas.
      Elida se las da de gran dama y, por ende, que las funciones que le corresponden son las administrativas; es a los demás a quienes les toca patear el asfalto, tragar humo y llevar en la nuca ese sol de las dos de la tarde, que se te mete por entre la ropa y te pica en la piel. Así que se queda siempre sentadita, bajo el toldo, a la sombrita ella, fresquita y muy tiesa, con su culote rebosando la silla. Y desde allí da instrucciones sobre lo que no sabe hacer.
      Tras dos horas de pie, abordando a los conductores de los vehículos que pasaban lentamente, buscando dónde estacionar frente al automercado, yo había recolectado sesenta mil bolívares y despachado dos resmas de volantes. Un récord. Luminosa, caminé hacia el toldo y por fin pude sentarme bajo su sombra a beber mucha agua fría. Vertí un poco en el cuenco de la mano y me la pasé por las sienes; logré respirar mejor, me cepillé el cabello con parsimonia, retoqué mis labios, encendí un cigarrillo, miré a Elida y sonreí.
      Minutos después ella frunció la cara, y los labios casi inexistentes se curvaron hacia abajo, mientras su acento andino preguntó, impertinente. “Y usted, ¿ya terminó?”
      —No Elida, no terminé. De hecho, no hemos terminado ninguno, ni ellos —señalé con el cigarrillo al grupo en la esquina—, ni tú, ni yo.
      —Ahhh, es que como ya lleva rato sentada…
      —Más rato llevas tú, ¿no? Además, ¿crees que pedir dinero es fácil? En dos horas recogí esto —aleteé el aire con los billetes—. Es bastante. Diría que mucho.
      —Eso lo hace todo el mundo…
      —No todo el mundo…. tú no sabes hacerlo, Elida.
      —¡Sí sé!
      —No, ¡qué va! Hay que sonreír a pesar de lo que sea; muchos no abren el vidrio, otros te insultan, algunos dan excusas infantiles y provoca partirles la jeta. Es más, chica, te reto: ¡a que no aguantas ni veinte minutos! ¡Vamos! Sal al asfalto, párate ahí, toca las ventanillas de los carros, estira la mano, cálate el sol y los rechazos.
      Se puso roja y murmuró algo. Luego salió del toldo con paso lento y se paró de frente, al otro lado de la calle, con la mano trémula cargada de volantes. Yo señalé mi reloj de pulsera con sorna, y le hice el veinte abriendo dos veces todos los dedos.
      Ella comenzó a sudar cuando una nube se alejó, pero recompuso la cara y sonrió a los carros de vidrios cerrados. Uno tras otro pasaban, ignorándola; yo no perdía detalle mientras pretendía leer la prensa que ella había abandonado sobre la mesa de plástico blanco.
      Cinco minutos más tarde había repartido unos pocos volantes, pero de dinero, ni un real. Le hice el quince con señas, luego froté tres dedos como contando dinero y mi cabeza negó con fingida pesadumbre. Me reí un poco, también.
      Justo entonces pasó un camión cargado de material de construcción, bloques y sacos de arena, y el conductor le gritó un par de cosas exultantes al culo de Elida. Sus ojos se humedecieron pero fingió ser sorda, mientras yo me reía a carcajadas; dibujé un gran trasero con mis dos manos mientras ponía cara de asombro.
      Y allí sucedió.
      Regresó meciéndose, con zancadas de energúmena: lanzó los volantes sobre la mesa y luego la derribó con las manos. Se puso a gritar y a llorar, a acusarme, a patear insistente la cava de las botellitas de agua hasta que partió el anime y se regaron los trozos de hielo y las botellitas por la acera.
      Los demás acudieron el tropel.
      Y yo… ¿qué le hice? ¡Si es que esto se veía venir!


Pilar
Diciembre 2007

Odanibober (ejercicio)

Carlos

      Qué cosa tan rara. De pronto estoy en la calle, desnudo, medio metido en un armario alto y estrecho, como de un sólo cuerpo, que está tirado en medio de la calzada. Diseminadas por el suelo algunas perchas con ropa. Ropa de mujer. Hay gente mirándome, lo que me produce una zozobra quenitecuento. En las caras de los mirones hay de todo: estupor, risa, curiosidad, sorpresa. En la mía no puedo verlo, aunque seguramente hay lo mismo pero más. Estoy aturdido y me duele todo el cuerpo. Me llevo una mano a la frente y al pasar frente a mis ojos, veo que regresa con sangre. No puedo comprender qué hago allí, ni quién está gritando frente a mí, en el primer piso de esta casa que (horror) es precisamente la de Marieta. Parece haber una bronca allá arriba. Al menos dos hombres gritan como descosidos y una mujer (parece la mismísima Marieta) está llorando.
      Y lo que sucede a continuación ya es cosa extraordinaria. Las perchas con la ropa de mujer vienen por el aire y se meten al armario conmigo. Despega el armario a toda velocidad, a juzgar por este modo de aplastarme la inercia contra su fondo, y de repente oigo el estruendo terrible de un cristal que se rompe en pleno vuelo. Hostias Pedrín: a la mierda la Ley de la Gravedad. Asustado, no acabo de entender por qué el armario se ha quedado parado, de pie, quién sabe dónde, con sus puertas cerradas y yo dentro, mientras oigo muy cerquita un cuchicheo, mejor dos; una especie de risita contenida a ambos lados.
      Voy a salir pero escucho perfectamente la voz de Marieta, al otro lado del armario que parece justificarse ante alguien con una frase más bien absurda: «¡Yo siempre duermo desnuda!» dicho esto a voz en grito. Inmediatamente la voz de un hombre le pregunta —precisamente— por qué coño está desnuda. Y añade si le parece bonito que la vea así su hermano. Todo esto parece tan rarito que determino quedarme un rato aún dentro, para ver si acabo de comprender qué cosa está pasando. Miro el reloj: es medio día. Pasan unos segundos que parecen una eternidad y de pronto abre la puerta Marieta con mucha prisa, me coge del brazo y me arrastra con un rostro cuya preocupación no deja lugar a dudas. Está sola. No hay nadie en la habitación con ella. Me lleva a todo trapo a la cama, me tumba sobre sí y de pronto me grita: «!Mi marido!», para, inmediatamente, dulcificar el semblante y asestarme un largo beso de tornillo. Mi marido: no hay frase que más me hiele la sangre que este grito en los labios de una mujer desnuda. Siempre he temido un momento como éste, y, a pesar del aparente apaciguamiento de la cara de Marieta permanezco crispado bajo sus babas.
      ¿Es esto un sueño? ¿Qué me está pasando? ¿Se habrá vuelto loca? ¿Dónde se ha metido el tipo que gritaba? ¿Y su hermano? ¿Y su marido? Marieta está tan abrumadoramente cariñosa conmigo que no puedo evitar hacerle un amorcito de urgencia, uno de esos amorcitos que empiezan por el pumba-pumba y acaban en los preliminares, no se vaya a acabar el mundo. Luego fumamos. Todo es tan agradable que no me atrevo a romper el hechizo de tanta lujuria y tanto pringue con preguntas extrañas. Por otra parte ella está completamente tranquila —dentro de lo tranquila que suele estar Marieta cuando se mete en la cama conmigo— y no hay rastro en su cara que denote la zozobra de hace un rato.
      Le pido una tirita para taparme la brecha de la frente. Pero ella me come una vez más a besos y me pregunta que qué brecha. Y, mimosa, me requetebesuquea con una cancioncita de niña burra que dice cura, sana, si no cura hoy, curará mañana. Volvemos a fumar, con las sábanas por debajo de los sobaquillos, si bien yo ando más bien mosca, esperando que algo catastrófico vuelva a ocurrir. Marieta está muy besucona, como siempre. Y, mientras me sujeta la cara entre sus manos suaves, sus dedos largos, sus uñas de Fumanchú, me felicita por los dos amorcitos que le he echado. (¿Dos? Será que he estado tan poderoso que ha valido doble, pienso. O será que desde hace un rato se averiaron las matemáticas, temo).
      En el fondo es agradable estar tumbado a su lado. Como siempre. Me cuenta cositas suyas, tonterías acerca del aerobic, de unas botas de montar a caballo que se quiere comprar. Me dice que esta mañana no sonó el despertador y, de no ser por una llamada telefónica de no sabe quién, a eso de las ocho, su marido aún estaría en casa durmiendo. Habrá llegado más de una hora tarde al taller. Yo la besuqueo por todos sus distritos, mientras se ríe como un niño travieso. Hacemos otras dos veces el amor, de nuevo como si fuera a llegar el terremoto, dejando las caricias para luego. Debe de ser tarde. Le pregunto la hora a ella, que nunca se quita el reloj de la muñeca, y me dice que las nueve y media. ¿De la tarde? Pone cara de broma, de complicidad. Empiezo a temerme que es de la mañana, de la misma mañana que antes. ¿El tiempo tampoco funciona?
      Así que me levanto como un rayo, me pongo la ropa, me llego hasta la puerta y allí le doy un beso de película. La puerta se cierra, llamo al timbre. Como no me vuelve a abrir, bajo de varias zancadas los dos tramos de escalera (¡caminando hacia atrás! admirado de esta circense habilidad ignorada hasta ahora incluso por mí). Y, como se me da tan bien, voy corriendo —siempre marcha atrás— hasta mi casa. Subo al piso, abro la puerta, dejo la boina en el perchero, cojo el teléfono y marco el número de Marieta. Tiene la voz algo ronca (se habrá acatarrado por dormir desnuda); le pido que me confirme si su marido no vuelve hoy hasta por la tarde. Lo piensa un poco y me dice sí. Cuelgo. Voy a la cocina, el reloj marca las ocho de la mañana, me asomo a una taza vacía pero sucia. Para cuando la dejo sobre la mesa está llena de café con leche, remuevo la mezcla, saco dos terrones de azúcar y los meto en su caja, guardo la leche en el frigorífico y me voy corriendo a la cama, me desnudo y me meto deprisa. Justamente cuando cierro los ojos, suena el despertador.

sábado, 1 de diciembre de 2007

Adiós

Montse Villares


      Casi me entró la risa al entrar a la oficina. Debían ser las diez o más. Entré radiante. ¡Me sentía tan bien con mi decisión! Sonreía. Todos los ojos se clavaron en mí. Aquéllos rostros contemplándome… atónitos, ante mi actitud de desacato evidente… eran simplemente patéticos. Animales encerrados en jaulas transparentes que ni siquiera ellos veían. Y yo había salido. La primera en saludarme fué Karina, la recepcionista, una rana con sueños de princesa que no entendía porqué le sonreía. Avancé con paso seguro por el pasillo mientras veía las papagayas enfundadas en pantalones ajustados y blusas marcando buche, ocultas bajo un maquillaje multicolor. Cotorreaban, como siempre, pero ante mi presencia callaron. Me miraron como a un elemento perturbador del cómodo hábitat que disfrutaban. También había ardillas y nutrias trabajando en silencio para llenar la despensa o construir su casa, pero eran las menos.

Más atrás un grupo de paquidermos con traje gris y corbata a juego seguían sin titubear al gran elefante; a su despacho, al lavabo o a donde éste decidiera ir. La manada de lobos habitaba en un despacho contiguo. Sus mesas eran más grandes, sus sillas más cómodas y sus ordenadores más potentes. Sus trajes más caros y sus frustraciones mayores. Al fondo había una pandilla de guepardos, éstos iban cada uno por su lado intentando escalar una cima inexistente por la cual se mataban. También había una pandilla de monos. Se escaqueaban saltando de rama en rama y a su regreso traían notas de cenas y copas con clientes. Eran, sin duda, los que mejor vivían. Presidiendo aquélla selva, ¿como no?, el Sr. Leoncio Hernández. Fumaba un habano cuando me vio aparecer por la puerta. ¿Dónde se había metido? Así empezó la bronca. Su presencia antes me incomodaba. Cualquier comentario sobre mi vestuario o mi trabajo me encendía, aunque debía guardar las apariencias y sofocar el fuego al salir, con un cubata o dos. En cambio, en aquél momento lo vi claro. Aquélla era su madriguera, allí era donde se sentía seguro, donde podía chillar, mandar, reír o golpear la mesa. Podía hacer lo que quisiera. Era el amo del lugar y el resto sus súbditos. Enseguida me imaginé que en su casa era probablemente su mujer la que llevaba los pantalones. Le vi sacando la basura a regañadientes, o planchándole una camisa a su mujer mientras le recriminaba lo poco que hacía por ella y acababa tomándose una copa solo en la barra de un chino, mientras esperaba le prepararan la cena para llevar. Vociferaba pero yo no le oía. No precisaba ese trabajo, por ello él había dejado de ejercer su poder sobre mí. Le miraba con actitud superior. Veía cómo se le congestionaba la cara, cómo parecía salírsele los ojos de las órbitas, como se le marcaban las venas en el cuello, cómo le palpitaban las sienes ante mi silencio. No necesitaba hablar. Mi mente estaba ya lejos. Era una sensación de irrealidad. Mi cuerpo estaba allí pero como si, sin quererlo, me hubiera metido en la vida de otra persona. Esa ya no era mi vida y aquéllos chillidos no iban conmigo. Tras un cuarto de hora de gritos ininterrumpidos apagó el habano. Me miró fijamente, como esperando respuesta al centenar de preguntas que me había hecho y que yo no había escuchado. Yo, sentada frente a él, saqué lentamente un cigarro de mi bolso, lo encendí y le tiré el humo a la cara. Oí por fin algo con sentido. Estás despedida. Se levantó, gritó al jefe de la manada de lobos que de un salto me trajo el finiquito. ¡Qué bien, aún encima me daba dinero! Sonreí sin decoro cosa que enervó aún más a mi ex-jefe. Guardé el cheque en mi bolso. Apagué mi cigarro junto a su habano. Me levanté, le miré a los ojos sin miedo y simplemente le dije: Adiós.
      Al salir del despacho mi corazón palpitaba de euforia, si hubiera tenido amigos creo que me habrían vitoreado, pero sólo vi envidia en algunos ojos y miedo en otros. Sonreí y marché. Lo que dejaba atrás no valía la pena. Me esperaba una nueva vida.

Peligro de gol

Lejos

Pilar Dublé

      Me llamas a veces, cuando llego, o cuando salgo. Tu voz suena nítida, redonda, y te contesto. A veces nos reímos de lo que me dices. Otras, lloro tus sarcasmos que restallan como un látigo. O mis respuestas acres.
      Manejo hacia la nada, de donde también vengo. No me doy cuenta de lo que hago. Mis pies trazan círculos en la arena, sin sentido. Sudor del sol caliente me traspasa los párpados y los ensueños, como harías tú. Oigo romper el mar cuando estoy de espaldas. Cuando lo miro me recuerda tu risa, y ya no lo escucho. Me quejo tirada en la arena. Sollozos de perro.

      Encuentro uno de tus escritos y lo leo todo un día: “... para que persistas allí, en ese sitio conocido que me contiene completo por un segundo larguísimo y con toda la fuerza. Abrazándome o tendida, estabas allí integra, para ser un espejo y una retribución total, sin pasar facturas mezquinas ni medidas cuadradas y sin esperar nada, sino por el ser y estar presente. Alguien, enfrente abrazado o detrás colgado, me tiene de rodillas y sobre el pedestal, de cuatro y de dos patas, de lunes a domingo, desde el día del Bautismo hasta el de la Extremaunción. Háblame y vendré a verte si estás sola, si estás azul de frío o si estás donde no estarías o si te diriges a donde no irías estando yo presente, en el lupanar, en la iglesia, en la calle, en la cañada verde que me añora en tus suspiros, pidiendo favores a las puertas de tus enemigos”.
      Pasan horas enteras sin que logre, ni quiera, ni trate de moverme. Pasan semanas enteras sin que sepa la fecha del mes. A veces ni sé que mes. O qué hora. Me levanto y me acuesto en cualquier momento. Pasé dos meses viviendo de noche y durmiendo completas las dieciséis horas diurnas del verano.
Me invitan y me visto rápido con la ropa vieja. Allí hablé de ti, y me dicen: “Pero... ”
      Mi reflejo en el cristal de la puerta no me reconoce. Esa expresión no es mía. No sé de quién es. Siento una esfera impenetrable de la cual soy centro. A ratos gira lenta, si me agito, y fugaces tonos irisados la pueblan desde aquí adentro, como en las burbujas de jabón.
      Comprar. Comida que se pudre en la nevera. Ropa que cuelgo con la etiqueta y que no me pongo aún, después de semanas. Zapatos en su caja, la suela brillante, limpia.
      Preceptos y objetos viejos, imágenes y voces nuevas. Una segunda voz, menos conocida, masculina, dice cosas a mi espalda, y me sofoca un odio que trenza fuerte mi interior.
      Hace tres días que no como nada. Me agota la espera.
      Repaso tus cosas y quedaron perfectas, otra vez. Tomar sol en el balcón me da un color profundo, para que me encuentres linda. Me miro en el espejo, sucio desde hace meses. Hay días en que tomo un largo baño, me maquillo, me peino y limpio el espejo. Y te veo detrás de mí, sonriendo. A veces me abrazas y me cantas al oído.
      Espero, espero volver a verte. Espero. Espero.
      Salgo sólo con el objeto de caminar, para que la actividad mueva mis músculos y así mi sangre, y poder entonces tener fuerza para hablarte. Después de quién sabe cuánto tiempo, no sé ni dónde estoy, ni para qué salí... Intento regresar en un taxi, pero le di tu dirección. La antigua. No la actual.
      Cocino una y otra y otra vez tu plato predilecto. Alcanzo una confección impecable. Luego, se lo dejo a los pájaros en la ventana.
      Espirales de sueños con visos de vigilia me confunden y no sé si pasaron las cosas, o se soñaron a sí mismas. Te digo que no me hubiera importado, que te habría compartido para no perderte. Tejo una escalera de recuerdos calientes, púrpuras, ásperos. Subo y bajo por ella. Espero el timbre, sentada ante la puerta. Me detengo en la ventana. La toco y está fría de lluvia muda. Es el segundo invierno que no llegas, que no entras corriendo. Desde que mataste el cuerpo que era mío. Desde que te descubrí con otro hombre en la cama.


Pilar Duble
Caracas, 12 Septiembre 2003

El gusano

Alicia

      Un gusano ciego que no recuerda cuando ha nacido, lanza bocado tras bocado abriéndose paso lentamente entre las entrañas de algún lugar.
      No sabe si lo que está deglutiendo es manzana, tomate, patata o tierra. Ni tampoco le importa. Masca, come, despacio en su universo, sin pensar en nada más porque no hay nada más. Y avanza, pero lo mismo podría estar retrocediendo, ya que ahí dentro no existe delante ni detrás.
      No sabe cuanto tiempo ha estado así, toda una vida. Toda su vida. Y de pronto, sin que nadie avise, el universo se acaba. El siguiente bocado es sólo aire. El gusano sigue mecánicamente mascando y entonces se da cuenta que la intemperie hiere su cuerpo desnudo, como si miles de cuchillas lo atravesaran. Se retuerce, busca nuevos bocados que dar pero no hay nada.

      Y qué hacer ahora- piensa- si no se quien soy, no veo, no oigo, no tengo pies ni manos.
      Pero entonces un sonido estridente llega a su oído
      -¡Puaj!, es un gusano.
      Así que no estoy sordo.- Piensa- y soy un gusano.
      -¡Mátalo!- dice otra voz
      -No, me da asco.
      -Pues tira la manzana.
      Una manzana, era manzana lo que comía -piensa ahora el gusano. Y toda esa información le sorprende y agota.
      El universo se agita, se vuelve loco, se cae.
      Ahora el universo es oscuro y huele diferente. El gusano da nuevos bocados buscando un nuevo mundo al que pertenecer. Allí encuentra otro gusano que masca algo. El también se pone a mascar. Sí, eso vale. El gusano ahora sabe que no se trata de una manzana. Pero no sabe lo que es. Masca y sigue mascando. Intuye que pronto conocerá más gusanos.
      Tal vez la muerte no exista.