LA FURIA DE LAS PESTES
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Gismondi
se extrañó de que los chicos y los perros no corrieran hacia él para
recibirlo. Intranquilo, miró hacia el llano donde, ya mínimo, se alejaba el
coche que regresaría por él al otro día. Llevaba años visitando sitios de
frontera, comunidades pobres que sumaba al registro poblacional y a las que
retribuía con alimentos. Pero por primera vez, frente a ese pequeño pueblo
que se hundía en el valle, Gismondi percibió una quietud absoluta. Vio las
casas, pocas. Tres o cuatro figuras inmóviles y algunos perros echados sobre
la tierra. Avanzó bajo el sol de mediodía. Cargaba en sus hombros dos grandes
bolsos que, al resbalarse, le lastimaban los brazos y lo obligaban a
detenerse. Un perro alzó la cabeza para verlo llegar, sin levantarse del
piso. Las construcciones, una extraña mezcla de barro, piedra y chapa, se
sucedían sin orden alguno, dejando hacia el centro una calle vacía. Parecía
deshabitada, pero podía adivinar a los pobladores detrás de las ventanas y
las puertas. No se movían, no lo espiaban, pero estaban ahí y Gismondi vio,
junto a una puerta, a un hombre sentado; apoyada en una columna, la espalda
de un niño; la cola de un perro saliendo del interior de una casa. Mareado
por el calor, dejó caer los bolsos y se limpió con la mano el sudor de la frente.
Contempló construcciones. No había nadie con quien hablar, así que eligió una
casa sin puerta y pidió permiso antes de asomarse. Adentro, un hombre viejo
miraba el cielo a través de un agujero en el techo de chapa.
—Disculpe —dijo Gismondi.
Al
otro lado de la habitación, dos mujeres estaban enfrentadas ante una mesa y,
más atrás, en un catre viejo, dos chicos y un perro dormitaban apoyados unos
en otros.
—Disculpe…
—repitió.
El
hombre no se movió. Cuando Gismondi se acostumbró a la oscuridad, descubrió
que una de las mujeres, la más joven, lo miraba.
—Buenos
días —dijo, recuperando el ánimo—, trabajo para el gobierno y… ¿Con quién
tengo que hablar? —Gismondi se inclinó levemente hacia delante.
La
mujer no contestó, su expresión era indiferente. Gismondi se sujetó a la
pared que enmarcaba la puerta; se sentía mareado.
—Debe
de haber alguien… Un referente. ¿Sabe con quién tengo que hablar?
—¿Hablar?
—dijo la mujer con una voz seca, cansada.
Gismondi
no contestó; temía descubrir que ella nunca había pronunciado una palabra y
que el calor del mediodía lo afectaba. La mujer pareció perder el interés y
dejó de mirarlo. Gismondi pensó que podía estimar la población y completar el
registro a su criterio, ningún agente se tomaría la molestia de corroborar
los datos en un sitio como ese, pero, de cualquier manera, el coche que
pasaría por él no iba a regresar hasta el día siguiente. Se acercó a los
chicos, al menos podría hacerlos hablar a ellos. El perro, que descansaba el
morro sobre la pierna de uno de ellos, ni siquiera se movió. Gismondi saludó.
Sólo uno de los chicos, lento, lo miró a los ojos e hizo un gesto mínimo con
los labios, casi una sonrisa. Sus pies colgaban del catre descalzos pero
limpios, como si nunca hubiesen tocado el suelo. Gismondi se agachó y rozó
con su mano uno de los pies. No supo qué lo llevó a hacer eso, quizá sólo
necesitaba saber que el chico era capaz de moverse, que estaba vivo. El chico
lo miró asustado. Gismondi se incorporó. También él, de pie en medio de la
habitación, miró al chico con miedo. Pero no era ese rostro lo que temía, ni
el silencio, ni la quietud. Recorrió con la mirada el polvo de las repisas y
las mesadas vacías hasta detenerse en el único recipiente que había a la
vista. Lo tomó y vació el contenido sobre la mesa. Permaneció absorto unos
segundos. Después, acarició el polvo desparramado sin entender lo que estaba
viendo. Revisó los cajones y los estantes. Abrió latas, cajas, botellas. No
había nada. Nada para comer ni para beber. Ni mantas, ni herramientas, ni
ropa. Sólo algún utensilio inútil. Vestigios de jarros que alguna vez habrían
contenido algo. Sin mirar a los chicos, como si hablara sólo para él,
preguntó si tenían hambre. Nadie contestó.
—¿Sed?
—Un escalofrío le hizo temblar la voz.
Lo
miraban extrañados, como si no alcanzaran a entender el significado de esas
palabras. Gismondi abandonó la habitación, salió a la calle, corrió hasta los
bolsos y cargó con ellos de regreso. Se detuvo frente a los chicos, agitado.
Vació la carga sobre la mesa. Tomó una bolsa al azar, la abrió con los
dientes y dejó caer un puñado de azúcar en su palma. Los chicos miraron cómo
se agachaba junto a ellos y les ofrecía algo de su mano. Pero ninguno pareció
entender. Fue entonces cuando Gismondi sintió una presencia, percibió, quizá
por primera vez en el valle, la brisa de un movimiento. Se incorporó y miró
hacia los lados. Algo de azúcar cayó al piso. La mujer estaba de pie y lo
observaba desde el umbral de la puerta. No era la mirada que había mantenido
hasta entonces, no miraba una escena ni un paisaje, lo miraba a él.
—¿Qué
quiere? —dijo.
Era,
como las demás, una voz somnolienta, pero estaba cargada de una autoridad que
lo sorprendió. Uno de los chicos había abandonado la cama y ahora contemplaba
la mano repleta de azúcar. La mujer miró los paquetes desparramados y se
volvió con furia hacia él. El perro se incorporó y rodeó intranquilo la mesa.
Por las puertas y las ventanas comenzaban a asomarse hombres y mujeres,
cabezas que se sumaban tras cabezas, un tumulto que crecía. Otros perros se
acercaron. Gismondi miró el azúcar en su mano. Esta vez, al fin, todos
concentraban su atención en él. Apenas vio al chico, su mano pequeña, los
dedos húmedos acariciar el azúcar, los ojos fascinados, cierto movimiento de
los labios que parecían recordar el sabor dulce. Cuando el chico se llevó los
dedos a la boca, todos se paralizaron. Gismondi retrajo la mano. Vio en
quienes lo miraban una expresión que, al principio, no alcanzó a entender.
Entonces sintió, profunda en el estómago, la herida tajante. Cayó de
rodillas. Había dejado que se desparramara el azúcar, y el recuerdo del
hambre crecía sobre el valle con la furia de las pestes.
Samanta Schweblin nació en Buenos Aires, en 1978. Su primer libro de cuentos El núcleo del disturbio (Editorial Planeta 2002), obtuvo el primer premio del Fondo Nacional de las Artes 2001, y el primer premio del Concurso Nacional Haroldo Conti. Participó en las antologías Cuentos Argentinos (Siruela, España 2004); La joven guardia (Norma, 2005); Una terraza propia (Norma, 2006); y varias antologías de Centros Culturales como el General San Martín y el Ricardo Rojas. Algunos de sus cuentos ya han sido traducidos al inglés, al francés y al sueco, para su edición en revistas y medios culturales. Actualmente está terminando su segundo libro de cuentos. Este cuento es inédito. |
domingo, 7 de mayo de 2017
Un cuento de Samanta Schweblin
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