sábado, 24 de abril de 2010

Se vende el Edén

Alicia


      «Si metes amor donde no hay amor, sacarás amor»
      Con estas palabras, mi amigo Santos me entregó un terrarium con una enorme serpiente dentro. Era mi cuadragésimo cumpleaños y Santos siempre fue un poco especial a la hora de hacer regalos.
      Debo decir que la idea de tener un terrarium me entusiasmó y no tardé en plantar en una esquina de la urna un pequeño manzano-bonsai. A las diminutas manzanas que colgaban del árbol las llamé Tentaciones y a la serpiente, Pecado. Para completar la escena, añadí un par de muñecos desnudos a los que quedé en llamar Humanidad y satisfecho, me quedé observando largo rato lo que había empezado a ser mi Edén particular.
      Por la mañana comprobé que la serpiente se había comido los dos muñecos y descansaba ahíta enroscada al pie del manzano. Entonces pude escribir mi primera conclusión como observador de la Creación: Si no alimentas de algún modo al Pecado, éste acabará comiéndose a toda la Humanidad.
      Fui pues a comprar comida para serpientes, introduciendo así unos ratoncitos muy pequeños en el terrarium, a los que di el nombre de Maná. Conseguí otro par de muñecos que situé en medio del Edén y orgulloso, decidí dejarlos a su suerte en la segunda noche.
      Cuando desperté al día siguiente comprobé que la voraz serpiente no solo había comido un par de ratoncitos, sino que también había devorado sin ningún miramiento a los nuevos muñecos. Aprendí entonces la segunda conclusión: Cuando uno está cara a cara con el Pecado, es mejor ser un gran pecador. O sea, que una vez más se demuestra que el tamaño sí importa.
      Me hice pues con una Barbie de mi sobrina y un Ken, pensando que la larga melena artificial y los puntiagudos pechos de la muñeca harían desistir a la serpiente de comérsela. Ahí dejé a mi nueva Humanidad, ésta más grande que las otras, bajo el sugerente árbol de las tentaciones; solos, desnudos y sonrientes, a la espera de un nuevo día.
      Efectivamente, tal y como yo pensaba, la serpiente no encontró a Barbie de su agrado. No fue así con Ken, que amaneció el pobre sin cabeza ni extremidades y cuando yo llegué, la serpiente estaba tratando de engullir su tronco desmembrado y baboseado, todo esto sin que Barbie perdiera la sonrisa.
      De lo cual deduje que es igual lo grande que sea el hombre, el Pecado siempre acabará con él ante la indiferencia y puede que hasta divertimento de las mujeres. (Creo que esto último tendré que analizarlo más despacio). Ahora necesitaba buscar un compañero para Barbie que sea lo suficientemente grande para ella y que resulte desagradable a la serpiente. Encontré un viejo madelman guerrillero de asalto, hecho de plástico duro, con articulaciones de hierro y músculos marcados y prominentes. No hacía muy buena pareja con Barbie, es cierto, pero ella debería conformarse.
      Nadie dijo que la vida en el Edén fuera fácil, pero ahora ya podía decir que contaba con todos los elementos. Pecado, Tentaciones, Maná, hombre y mujer dentro de un terrarium se dispusieron a pasar su cuarta noche.
      Y a la mañana siguiente, descubrí al fin el prodigio: Las manzanas del árbol habían desaparecido.
      Lo primero que pensé fue en echar la culpa a la Barbie, tan sonriente y ufana. Eso hubiera sido fácil, lo reconozco. Podría lograr que todo el Edén la señalara como culpable de todos los males, y expulsarla sin más del terrarium. Pero yo sabía que tenía que pensar un poco más. Dado que mi serpiente no era vegetariana -solo se alimentaba de ratones y ocasionalmente, de plástico- y que era bastante improbable que a los muñecos les hubiera dado por comer fruta, solo me quedaba una explicación: los ratoncitos supervivientes, muertos de hambre, habían decidido acabar con las manzanas. Y es que lo más difícil de todo esto es mantener a todo el mundo alimentado en el Paraíso.
      Recordé entonces las palabras de Santos:
      «Si metes amor donde no hay amor, sacarás amor», y me dije que tal vez había enfocado mal desde el principio todo el experimento. Dediqué gran parte de mi tiempo a hablar con la serpiente, animar a los ratoncitos, y hasta con los muñecos. Peinaba los artificiales cabellos de Barbie, alentaba con palabras intrépidas al pequeño madelman, y hasta me dio por acariciar a la serpiente con el fin de hacerle llegar mi amor a todo el Edén. Hasta que claro, el Pecado me mordió. Clavó sin piedad sus afilados dientes y no fue tanto la terrible herida en la mano, como el doloroso hervir del veneno en mi sangre lo que me hizo casi perder el sentido. Tuve que ir al hospital de urgencia, donde pasé una noche entre las más demenciales alucinaciones, donde creí en verdad haber sido expulsado del Paraíso.
      Una semana después he puesto el anuncio:
      Vendo terrarium completo y dos muñecos de acción casi nuevos. Interesados llamar tardes/noches.

viernes, 16 de abril de 2010

Sara (ejercicio)

Mirta Leis

      Viernes por la mañana.

      El automóvil se detiene en rojo. Una fila zigzagueante de pasos apurados avanza indiferente ante mis ojos: vestidos amarillos, pantalones negros, blusas, camisas, sombreros, anteojos y bolsos de colores.
      En la Funeraria, unas cuantas personas observan los nombres de los difuntos para encontrar la Sala de Velatorio correspondiente. El atril de bronce contrasta con el terciopelo oscuro en el que se destacan claramente las letras doradas. Me esfuerzo un poco y leo en voz alta: Joaquín Torres, Sala Púrpura, Celia Ríos, José Albornoz, Marta Martínez, Leopol…— Ojalá que yo no esté— dijo Sara a mi lado y sonrió cuando escuchó mi carcajada.
      Sobre la vereda de enfrente, un perro ansioso tironea de su amo. Una panza que promete vida camina cansada soportando el verano. Un zaguán abierto refugia el calor de un niño descalzo y un florista regala colores junto a un diariero que vocea las noticias.
      El mundo se mueve alrededor del semáforo en rojo. Una bocina impaciente quiere apurar el tiempo y los dedos se aferran al volante. La espera termina, el verde se ilumina en lo alto de la columna. Sara, con los ojos perdidos en la calle, se sacude con el impulso del auto y me mira diciendo— ¡Eh!, más despacio! Te dije que no quiero estar en los malditos carteles de la funeraria. Vuelvo a reir y aminoro la marcha.
      Llegamos al Instituto donde cursa el último año de estudios. Me besa, con ese desenfado que la caracteriza y que ha logrado volverme loco. Se baja y abraza a sus amigas con las que camina feliz hacia el colegio. Su figura alta y esbelta se destaca dentro del grupo. Con sus diecinueve años recién cumplidos tiene la desenvoltura necesaria para tener el mundo a sus pies.
      La conocí en una fiesta durante mis vacaciones de verano. Bailaba sola luciendo su cuerpo voluptuoso y el cabello rubio suelto; no pude menos que mirarla mientras bebía mi whisky. Al cabo de un rato se acercó y me llevó a la rastra hacia el centro de la pista donde hice alarde de mil gracias para ocultar mis años y mi poca experiencia como bailarín. Cuando ya no daba más logré convencerla de que fuéramos a tomar algo fresco, fue entonces cuando terminó de atraparme con el embrujo de sus ojos claros. Sara ocupó desde ese momento cada uno de los pensamientos de esos días.
      A veces, cuando estaba bajo la ducha, recuperaba algo de cordura y me reprendía por aquella relación—La muchacha puede ser tu hija— decía una y otra vez, pero al verla poco después, se diluían todas mis buenas intenciones.
      Cuando regresamos del veraneo la rutina comenzó a hacer lo suyo y las horas de estudio de ella, junto con mis tiempos de trabajo fueron permitiéndome tomar la distancia necesaria para magnificar los hechos y decidir el final de aquella hermosa relación.
      — Esta noche se lo diré— me dije mientras la veía perderse tras las puertas del establecimiento.
      Viernes por la noche. Una cena, una decisión, una lágrima cortita que se escapa de aquellos ojos y se esconde de un manotazo. Después, la sonrisa, el desenfado y la pregunta entre ingenua y atrevida— ¿Vas a dejarme sin bailar?
      Exhaustos, jadeantes, felices, partimos de la disco a las cinco de la mañana y la alcancé hasta su casa. Un beso chiquito y su tristeza oculta en las palabras— Te cuidas, recuérdame bien.
      Sábado al mediodía. Un vestido verde se agita en un ir y venir de olas junto a los pilotes del muelle.
      Sobre la costa unos zapatos pequeños de tacos altos aprisionan un papel con la despedida:—Nada tiene sentido si no estás.

jueves, 1 de abril de 2010

El lado oscuro de la luz

Pablo Nicoli

      Avanzaba inexorablemente la noche, y las puertas de la Catedral fueron cerradas. El lugar quedó en el más absoluto silencio. Los dos últimos feligreses que durante largas horas habían permanecido postrados a la demanda de favores celestiales, traspasaban bajo el inalcanzable frontispicio y se perdían tan de súbito como habían llegado. Por último, se escuchó el enorme ruido que provocó una de las tantas bancas de madera que hacían procesión al altar. Fue un sonido agudo, comparable a la voz de soprano. Alguien habría tropezado con algún mueble, camino a la salida posterior. De seguro se trataría del guarda que antes de marcharse, clausuraba inevitablemente el templo.
      En ese momento consulté mi reloj. Eran las diez. Tenía aún que aguardar dos largas horas. ¿Qué haría con todo este tiempo por delante? Esa fue la primera pregunta que me hice; después de todo, antes de la medianoche nada sucedería; y por consiguiente, no había ningún motivo para seguir oculto. Afortunadamente, hacía unas semanas el descomunal órgano había sido desmantelado; creo que fue enviado en partes a Europa para ser reparado, y los pequeños compartimentos -bueno, pequeños para el cuerpo del órgano y no para nosotros-, habían servido de cómodo escondite.
      Decidí que lo más sensato sería utilizar la linterna, la que conservaba como el más querido recuerdo de mi fallecido padre, y tomar de una mano a Giovanna. Ella no me hablaba. Sin duda estaba atemorizada. Desde que le conté cuáles eran mis propósitos y le expliqué el porqué de éstos, se opuso en el acto; sin darme la oportunidad de reflexionarlo siquiera. Me preguntó si yo había perdido la razón, e incluso, me amenazó con terminar nuestra larga relación, si no me olvidaba de la idea. Pero ahora que nos encontrábamos dentro del lugar, ya no decía más nada. Había sido muy difícil convencerla; pero finalmente, después de tanto argumentar, accedió a acompañarme. Quizá en el fondo imaginaba que antes de que algo grave nos sucediera, podía disuadirme de abandonar aquella arriesgada espera y salir huyendo junto a ella; pero en realidad, los dos sabíamos que esa posibilidad de evasión era muy remota. La decisión ya había sido tomada y ahora, nada ni nadie podía evitar su desenlace.
      Pasada la primera media hora, nos aventuramos a salir de nuestro improvisado refugio y deambulamos por una de las tres naves que hacen interminable el recinto; mientras pétreas imágenes de santos y arcángeles nos observaban pasar irreverentes, o quizá realmente no podían notarnos. La verdad es que esto poco interesa. Lo importante, lo fundamental era que faltaba algo menos de dos horas para el encuentro, y nosotros dos nos encontrábamos encerrados deliberadamente en el interior de la Catedral. Distantes, muy distantes de algún salvador, de amigos, de familiares o simplemente de la gente. En fin, alejados del bullicio mundano, que de seguro a esas horas y en aquella noche de sábado, empezaría a vivirse en calles, plazas y centros nocturnos. Nadie en la ciudad sospecharía lo que habíamos venido a esperar; ni siquiera podían soñarlo.
      Pasaron varios minutos, antes de que posáramos nuestros pies sobre los gastados escalones que ascienden al púlpito; aquél cuya columna aplasta la figura tallada del demonio.
      El estrépito que provocamos al contacto corporal contra la madera reseca por el paso del tiempo, inundó todo el lugar. Pero no tenía importancia. Nadie nos escucharía. Nadie hasta la media noche. En ese momento alguien me cuestionó. Era Giovanna, y lo que me dijo parecía ser el inicio de sus súplicas para que abandonáramos mi propósito. De mi parte, yo no me atreví a mirarla de frente. Sabía muy bien que ella tenía la razón de su lado; no obstante, no accedí a dar marcha atrás, y lo único que atiné a hacer, fue abrazarla y ceñirla contra mi pecho; decirle que la quería. ¡Que la amaba intensamente! Que sabía que no había sido fácil para ella permanecer a mi lado aquella noche. Pero también le confesé que su compañía me era necesaria. Que me daba el valor suficiente y que, sobre todo, me hacía inmensamente feliz. Por un momento pareció comprender. Me regaló una hermosa sonrisa y pareció también apaciguar sus temores.
      Subimos hasta lo más alto que la estructura del púlpito nos permitió, y desde aquel lugar contemplamos todo lo que pudo alumbrar la linterna de papá. Era una ubicación inmejorable para esperar y atisbar a la medianoche. Divisábamos casi todo el panorama y, si bien no podríamos hacernos de la ayuda de ninguna luz a la hora acordada, esto no debía preocuparnos. “Ellos” traerían seguramente las suyas...
      Transcurrió al menos otra media hora, antes que descendiéramos del púlpito, recorriéramos los rincones más olvidados del templo -la entrada al coro, la capilla de las plegarias, las criptas de los clérigos-, y volviéramos a subir a nuestra posición anterior, diez minutos antes de la medianoche. Durante los pocos minutos que nos quedaban, todo el lugar siguió en calma; tanta como la de un sepulcro; y ya estaba a punto de llegar la hora. Nos agazapamos detrás del resguardo tallado del púlpito. Giovanna apretó mi mano con notorio nerviosismo. Escuchamos que desde el exterior, el reloj de la torre dio las doce campanadas.
      Entonces fue cuando aparecieron. Observamos cómo fueron congregándose uno tras otro, hasta formar una procesión de cientos. Todos desplazándose lentamente, sosteniendo sus luces, y el interior de la Catedral pareció volverse de día. No hubo lugar que no fuera invadido por aquella luz intensa.
      Por un segundo tuve mis dudas y lo razoné nuevamente: Giovanna, expuesta inútilmente; la espera, una idea vehemente; mis planes, totalmente inejecutables; “ellos”... Y me invadió el terror; un terror como nunca antes lo había experimentado. Sujeté la mano de Giovanna aún más fuerte de lo que ella lo hacía conmigo, y mientras fue posible, corrimos despavoridos hacia la puerta posterior del templo. Lo más probable sería que estuviera clausurada; pero no teníamos otra posibilidad más que intentar. En esos momentos la linterna de papá se me cayó del bolsillo; Giovanna quiso detenerse y recuperarla; pero yo no se lo permití. Ya no era posible retroceder. Nos habían visto. Seguimos huyendo y le grité que no mirara hacia atrás; gracias a Dios no hubo discusiones, y nos pareció ver por delante que la salida lateral estaba milagrosamente abierta. Nos dirigimos hacia el pórtico, lo cruzamos y agradecimos al cielo que todo hubiera finalizado; aunque todavía no para “ellos”.

Corrección ejercicio puntuación

Juan Marsé

En los días luminosos y en la zona alta de la ciudad, desde esta calle que se encabrita en la colina como si quisiera mirarse en el Mediterráneo, la vista alcanza muy lejos mar adentro y el corazón se engaña: el barrio dormita al sol y es una atalaya sobre un sueño que no acaba de discurrir. A veces, sin embargo, más allá del puerto y su rompeolas, más allá de la blanca espuma de los balandros que festonea el litoral, en la popa de los buques de carga que parecen anclados en el horizonte y en el herrumbroso castillo de proa de los grandes petroleros que navegan hacia el sur, hemos visto centellear aros de plata en las orejas de los marineros acodados a la borda, sirenas tatuadas en sus pechos de bronce y corazones traspasados por la flecha bajo un nombre de mujer; si te fijas mucho, claro, si de verdad quieres ver lo que miras y no te dejas deslumbrar por el sol.

Pero en los días grises, la mirada se enreda en el zarzal de neblinas y humos rasantes que atufan el laberinto de Horta y La Salud, y no consigue ir más allá. La ciudad se aplasta, remota y gris, como una charca enfangada, un agua muerta.

Fue un día malo de estos, lloviznando y con ráfagas de viento helado, cuando nos juntamos en el automóvil para un trabajito especial. Por la ventanilla vimos una gaviota que planeaba extraviada en medio de la ventisca. A ratos el viento arreciaba y entonces la lluvia parecía suspendida en el aire, silenciosa y oblicua. Después, la gaviota se dejo caer en picado sobre nosotros, rozó con su ala cenicienta el parabrisas astillado del Lincoln y antes de remontar el vuelo nos miro de soslayo con su ojo de plomo.

—Un día de mil demonios —dijo Marés sentado al volante, y convidó a fumar—. Abrid bien los ojos.

Habló con su voz de ventrílocuo, sin mover los labios. Y como en sueños, a través del humo más azul y más transparente que jamás haya soltado un apestoso cigarrillo elaborado en estos años apestosos, vimos cruzar el descampado, viniendo hacia nosotros, a una mujer con boina y gabardina clara, muy pálida y muy guapa y llorosa. Era un sábado por la tarde de un mes de abril que parecía noviembre.

Juanito Marés escrutó a David y a Jaime, en los asientos de atrás, y después a mí. Al clavarme el codo en las costillas, comprendí que me había elegido:

—Bonitas piernas —dijo mirando a la mujer.

—Sí, jefe.

—¿Te gustan?

—Ya lo creo, jefe.

—Pues no la pierdas de vista.



Vargas Llosa

Cuando no jugaban fulbito, ni descendían al barranco, ni disputaban la vuelta ciclista a la manzana, iban al cine. Los sábados solían ir en grupo a las matinés del Excélsior o del Ricardo Palma, generalmente a galería. Se sentaban en la primera fila, hacían bulla, arrojaban fósforos prendidos a la platea y discutían a gritos los incidentes del film. Los domingos eran distinto. En la mañana debían ir a misa del Colegio Champagnat de Miraflores; sólo Emilio y Alberto estudiaban en Lima. Por lo general, se reunían a las diez de la mañana en el parque Central, vestidos todavía con sus uniformes, y desde una banca pasaban revista a la gente que entraba a la iglesia o entablaban pugilatos verbales con los muchachos de otros barrios. En las tardes iban al cine, esta vez a platea, bien vestidos y peinados, medio sofocados por las camisas de cuello duro y las corbatas que sus familias les obligaban a llevar. Algunos debían acompañar a sus hermanas; los otros los seguían por la avenida Larco, llamándolos niñeras y maricas. Las muchachas del barrio, tan numerosas como los hombres, formaban también un grupo compacto, furiosamente enemistado con el de los varones. Entre ambos había una lucha perpetua. Cuando ellos estaban reunidos y veían a una de las muchachas, se le acercaban corriendo y les jalaban los cabellos hasta hacerla llorar y se burlaban del hermano que protestaba: «Ahora le cuenta a mi papá y me va a castigar por no haberla defendido», Y, a la inversa, cuando uno de ellos aparecía solo, las muchachas le sacaban la lengua y le ponían toda clase de apodos y el tenía que soportar esos ultrajes, la cara roja de vergüenza, pero sin apurar el paso para demostrar que no era un cobarde que teme a las mujeres.