lunes, 15 de octubre de 2007

La chica del pelo rojo (Ejercicio)

Alicia

      Y… ¿Qué habrá sido de Edurne?
      Edurne tenía el pelo rubio. Un pelo muy bonito, que yo envidiaba en secreto.
      Siempre venía a clase sola, con los libros apoyados contra el pecho y escondiendo la mirada. Se sentaba en los asientos de atrás, tratando siempre de pasar desapercibida. Tan es así que nadie la echaba en falta, ni siquiera cuando pasaban lista y no estaba. Guardo muy pocos recuerdos de ella, lo del pelo, que hablaba siempre muy bajito y… claro, sus ausencias. Faltaba mucho a clase. De su madre, nadie sabía nada. De su padre… sólo que debía ser muy cariñoso.
      Hubo un día que se sentó conmigo y me pidió el boli rojo. Ella no había traído libros, ni estuche. Solamente la carpeta. Se lo dejé y ante mi sorpresa, comenzó a pintarse un mechón de la frente de color rojo con el boli.


      — ¿Por qué haces eso?
      — Necesito que haya algún cambio. — fue su respuesta. Sus ojos desprendían tanta rabia que no se me ocurrió hacerle más preguntas. Odio, era       odio. Asustaba en una chica de 15 años.
      El día siguiente usó un rotulador rojo de esos gordos, esos que huelen tanto a alcohol y que seguramente habría cogido de la sala de profesores. El mechón rojo se agrandaba a medida que pasaban los días, y una mañana, Edurne volvió a faltar. Cuando regresó, una semana después, aún tenía marcas evidentes de golpes en la cara. La mitad de su pelo pintado burdamente de rojo y unas gafas oscuras que no eran capaces de ocultar su mirada. En cuanto la vio entrar, la profesora se la llevó inmediatamente fuera de clase. Pasó justo por delante de mí mientras trataba de ahogar un sollozo de dolor, vergüenza y pena infinitos. Y a mí me dolió el corazón.
      Edurne no terminó el instituto. No volvió a clase, sencillamente desapareció.
      Pude verla unos meses después en un rincón del casco viejo ocupado tradicionalmente por yonkies. No quedaba ya nada de su bonito pelo rubio de niña obediente. Alguien se lo había cortado al parecer con unas tijeras desafiladas y ahora era de color rojo. No me acerqué a decirle nada. Seguramente hubiera dado igual, a juzgar por su mirada perdida y sus movimientos tambaleantes.
      El ayuntamiento, en un afán por higienizar la ciudad, quitó los bancos para que desapareciera de allí esa chusma que lo dejaba todo perdido de porquería, agujas, y apestando a orín. Ahora el rincón no puede ser más pulcro y vacío. Suelo pasar por ahí las pocas veces que bajo a la ciudad, me pilla de camino. No sé por qué me había puesto a pensar en Edurne aquel día. Seguramente, el destino tiene extrañas formas de responder algunas preguntas. Y fue en ese justo momento que la vi acercarse.
      No la reconocí al principio. Caminaba deprisa, chupando ansiosamente un cigarro con los ojos semicerrados. Me llamó la atención lo flaca que estaba, los huesos se marcaban bajo su piel a cada paso que daba. Creo que la reconocí por su peculiar forma de andar.
      — ¡Susana!
      Mi voz sonó a sorpresa más que a saludo.
      Apenas se detuvo, Susana frunció el ceño, tratando de identificarme en su memoria. Tardó unos instantes hasta que por fin exclamó.
      — ¡Alicia! Pero… Alicia… pero… ¡Cuánto tiempo! —Apuró las últimas caladas a su cigarrillo y lo arrojó al suelo sin molestarse en apagarlo. Torpemente, nos dimos un abrazo que hizo que se me ablandara el corazón. Yo estaba enfadada con Susana desde la vez que le hice la reserva de una casa de montaña para que pasara el fin de semana con su novio, y no se presentó sin dar ninguna explicación. Perdí el dinero y no supe nada más de ella, así que para ser sinceros, le guardaba rencor. No sé, puede que fuera la suave brisa otoñal, las piedras mojadas en el suelo, los huesos bajo su piel… lo que sé es que me gustó reencontrarme con ella.
      Decidimos darnos unas horas de vacaciones y nos metimos en un bar a charlar acompañadas de unos tragos de cerveza. Qué tal todo, cómo te va, dónde trabajas… el móvil le sonó dos veces, pero ni siquiera lo miró. Fumaba, fumaba mucho. Mucho más que antes. Pero no me atreví a hacérselo ver. Después de todo, llevábamos muchos años sin saber nada la una de la otra. Tampoco quise comentarle el motivo de mi enfado. Como si no hablar de eso hiciera que nunca hubiera ocurrido. Sacamos otra ronda, y luego otra más. Ahora ya las risas se parecían más a las de antes, las nuestras. Las que pasábamos entre libros de colegio y amores de antaño. Puede que fueran las cervezas. Puede que la casualidad. Pero sin pensarlo, y de repente, exclamé.
      — ¿Y que habrá sido de Edurne?
      Susana encendió precipitadamente un nuevo cigarro. Sólo le quedaban dos, tendría que comprar. En cambio parecía que la pregunta le había dolido. Y yo no sabía por qué.
      — ¿Edurne? —masculló con el cigarro en la boca. Por toda respuesta, asentí despacio.
      — ¿Recuerdas una vez que iba a ir con Carlos de viaje a una casa de montaña?
      Claro que lo recordaba. ¡Como no lo iba a recordar!. Pero me mordí la lengua antes de decirle nada. Asentí.
      — La noche anterior, en mi mismo portal, cuando iba a bajar la basura, me encontré con Edurne. No la reconocí al principio, porque estaba muy, muy desfigurada. Abotargada, el pelo irreconocible. La ropa … te diré que mas bien eran andrajos. Se acabaría de meter algún chute de algo, porque no sabía ni donde estaba y tenía los ojos medio cerrados. Te ahorraré todos los detalles. Creo que había tocado fondo y alguien la estaba persiguiendo, aunque nunca me enteré de quién o por qué era. Ese día la subí a casa y allí tuve que quedarme con ella, a que pasara el mono. Fue… fue de lo más desagradable que he visto nunca, créeme. Sabes que nunca fuimos muy amigas de Edurne, nunca hablaba con nadie. Pero no podía dejarla sola. ¡No podía! Así que me la llevé de allí. Nos fuimos una temporada a la casa de mi padre, en el pueblo. Allí no podrían encontrarla los que la estaban buscando. Que por cierto, nunca supe si era su marido, o algún chico, o si era algún ajuste de cuentas. Nunca quería hablar de eso. Pasamos allí el tiempo suficiente hasta encontrar un hueco para ella en Proyecto Hombre. Ya sabes, desintoxicación.
      Creo que ahora ha salido de eso. Me envió unas flores, pero en la nota sólo había un beso dibujado.
      Susana terminó su cigarro. Creo que en sus ojos había lágrimas. En los míos también.
      Parece que de pronto se hizo tarde, como si el cielo se hubiera nublado de repente. Ya no me apetecían más cervezas. Nos despedimos con torpes palabras de cortesía. Ya te llamo, si, ya quedaremos. Tengo que pasar por el estanco, bueno, nos vemos.
      Se alejó caminando tan rápidamente como la había encontrado, chupando con ansia su último cigarrillo, las ropas bailando encima de sus secos huesos.
      Cuando se perdió de vista tras la esquina me di cuenta que ni siquiera le había pedido su número de teléfono.

Crepúsculo (Ejercicio)

Pilar Dublé
      —¡MANOLO, nos siguen! —sacude sus hombros— ¡Manolo!
      El murmullo de los durmientes había hecho cabecear a Hilda, que finalmente se recostó sobre el hombro laxo de su esposo. Minutos más tarde, despertó de sopetón, gritando.
      —¡MANOLO!
      —gshgshgshmmsssííí?
      —¡Manolo, despierta!
      —Umjúmmmquequé?jjjjzzzzzzzzzzz.
      El marido abre los ojos y la mira, legañoso e incrédulo, y se limpia la baba que le escurría por una comisura cuando estaba dormido.
      —Hilda, ¿pero qué dices?
      —¿Te acuerdas de los dos turcos que nos miraban en la estación? ¡Sé que subieron al tren!
      —Mi amor… no seas tonta. Suponiendo que sea cierto, que no lo es y lo sabes porque los vimos quedarse en el andén cuando partimos, ¿qué podrían hacernos aquí? Además, eso es en Estados Unidos que los árabes son de Al Qaeda. Nuestros turcos son laboriosos y simpáticos y tienen tiendas de muebles y electrodomésticos, o zapaterías.

      —¿Y porqué nos miraban?
      —Porque eres muy linda.
      —Bueno, está bien.
      —Anda, duerme que nos faltan tres horas de viaje.
      Hilda vuelve a recostarse en el hombro de Manolo, pero ya sus ojos no se cierran de nuevo hasta llegar a su destino, El Tocuyo, donde van a comprar una hacienda.
      Vicente Corao, el dueño, los espera en la estación. Con la tez curtida y un blanco bigote en manubrio de bicicleta que sonríe bajo el sombrero pelo´eguama, el hombrazo es un espectáculo. Nada de apretones de mano: un abrazo a cada uno y un vehículo rústico enorme y amarillo reciben a Hilda y Manolo.
      El viaje es corto y al rato ya están en los terrenos del ganadero. Diez mil millones pide por la hacienda, y está barata: potreros, campos de maíz y sorgo, un estero monumental lleno de garzas y chigüires, vías de penetración con alumbrado, reses gordas… un emporio. Los dos hombres conversan acerca de la propiedad, mientras Hilda guarda silencio.
      Llegan a la casa grande y Vicente ofrece a Hilda oportunidad de refrescarse en la habitación destinada a la pernocta de la pareja. Los hombres se sientan en la sala mientras la mujer, precedida por una criada, se adentra en la umbrosa y fresca casona. La habitación tiene una enorme cama con un cobertor a cuadros. Hilda se recuesta por un momento, para despertar sobresaltada de nuevo, sin saber dónde se encuentra. En la mesa de noche alguien muy silencioso ha puesto un vaso de jugo de guayaba con hielo. Se lo bebe ávida, hasta el fondo y toma luego una ducha. Se pone unos jeans y camisa blanca.
      Los hombres ríen en la sala, achispados por el whisky que han estado consumiendo.
      —Hilda, menos mal que volviste a tiempo. ¿Quieres un whiskicito? Anda, tómate uno y nos acompañas a recorrer la hacienda.
      La mujer asiente. Toma dos sorbos apenas de su vaso, pues está mareada desde que empezó a vestirse. Mientras bebe, nota un par de miradas indiscretas de Vicente, que le recorren el cuerpo mientras Manolo recarga su vaso.
      —Bueno, queridos, vámonos que les voy a presentar a Lucy.
Lejos de lo que pensaron, Lucy no es la esposa de Vicente, sino una estupenda yegua castaña. En sendas monturas se adentran por uno de los caminos que parten de la casa; los hombres siguen conversando cuando, de golpe, alguien que parece ser un peón cruza a toda velocidad frente a la montura de Manolo, quien casi cae del caballo. Una mirada siniestra envuelve a Hilda desde los matorrales. Vicente grita una maldición y algo más algo que ella no comprende, pues desde hace rato siente un zumbido en los oídos. Manolo pregunta algo y recibe la respuesta de Vicente entre carcajeos que parecen forzados.
El sol comienza a picarles en la espalda. Vicente reta a Manolo a una carrera, y los dos hombres salen raudos hacia una casita lejana. Hilda se queda atrás, muy atrás, mareada. Manolo llega primero a la casa. O más bien llega solo: Vicente no viene detrás de él.
Sudoroso y jadeante, hace girar al caballo en círculos. Escucha el crepúsculo. Las garzas cruzan hacia el río, chilla un gavilán.
Hilda grita.

Pilar Duble, Octubre 2007

lunes, 1 de octubre de 2007

Petición

Rubén Padula
Estimado Sr. Palazo:

      Sepa usted disculpar mi atrevimiento al escribirle esta carta, pero sé que el motivo de la misma lo justifica, y conociendo su don de bien estoy seguro de que no desoirá mi petición. En los interregnos frecuentes de mis servicios en su casa o en el country hemos tenido la ocasión de intercambiar algunas palabras, sin que ello fuese óbice para desatender mi labor o faltarle el respeto. He tenido a bien que usted me haya dispensado su atención en esas oportunidades, interesándose por mis inquietudes literarias, ofreciéndose a darme su opinión acerca de mis veleidades poéticas (nunca más apropiado que hablar de cosas pedestres) e incluso hacer uso de sus contactos en las esferas oficiales y en el campo de la industria editorial para procurar una edición de mis escritos. A lo que yo me he negado sistemáticamente por cuestiones de principios que usted supo aceptar, aún cuando le ha parecido una insensatez. No estoy arrepentido por haber rechazado sus buenos oficios y no es de este asunto la razón de esta misiva.

      Bien sabe que nunca he aceptado sus atenciones. Me bastó la paga del precio estipulado para cada una de las tareas encomendadas, sea como "caddie" exclusivo en sus tardes de golf, jardinero de sus plantíos, sereno cuando sus vacaciones habituales, o pintor o albañil, chofer para las frecuentes salidas de compras de su respetable esposa, o, como acordábamos entre risas: “para lo que gustare mandar”, y tantas otras ocupaciones que el decoro y la prudencia me invitan al silencio. Agradezco que siempre haya respetado mis condiciones de trabajo. Nunca he querido ser un dependiente, ni vivir de un salario, lo sabe; por eso, aunque parezca gracioso le hemos llamado, no sin cierta picardía: “Trabajos contractuales con pago definido”. Creo, con humildad, haber cumplido siempre con sus expectativas. Y le reitero lo dicho en tantas ocasiones: el pago contractual fue en tiempo y forma, he de reconocerlo siempre.

      Cuando usted me ha dispensado su atención, amen de las cuestiones literarias, pudo saber de mi familia, le he hablado largamente de mi hija Alejandra, la luz de mis ojos, como se dice comúnmente. Sabe que lleva ese nombre como un homenaje a la eximia poetiza Alejandra Pizarnik, de quien también le he hablado y le he dado a leer algunos de sus poemas, respetando el silencio con que usted me los devolvió. Bien, el caso es que Alejandra finaliza sus estudios secundarios y la fiesta de egresados se hará el próximo sábado en el salón del Golf Club, tan bien conocido por usted y su familia. Tuve el honor de trasponer el umbral por única vez por su amabilidad en invitarme a la entrega de premios de aquella “Copa Challenger” que ganamos. Discúlpeme el atrevimiento, pero ese triunfo también lo viví y lo sentí como mío, aunque el respeto me lo haya hecho callar hasta ahora.

      Aunque usted lo sepa, debo decirle que jamás toqué algo que no me perteneciera. Fue durante la última semana que estuve en su casa, en mi tarea de acomodar el depósito de los trastos viejos. Su indicación fue explícita: Fijate en lo que haya, lo dejo a tu criterio, Miguel, lo que no sirva sacalo en bolsas de residuos para que se lo lleve Gamsur. Lo que aún pueda tener utilidad, separalo, regaláselo a quien quieras o dejátelo para vos (Ya sabe usted que no lo tomo como ofensa, pero no puedo dejarme nada para mí. Estaba en eso cuando los vi. Un vuelco en el corazón, una emoción inenarrable me sacudió. Los tomé, con la manga de mi camisa les saqué el polvo que el abandono había depositado sobre ellos; recordé cuando fue la primera vez que se los vi, tan elegante los lucía, en la fiesta del Golf, precisamente. Y reconozco que esa vez me corrió como una envidia, como la que se siente por el poseedor de una mujer admirable. Sabía que eran sus preferidos y después empezó a usarlos a diario. Alguna vez pensé que sería capaz de ir a jugar al golf con ellos. Pero pudo más su ubicuidad que mi imaginación.

      Aún cuando sabía que no estaría faltando a mi palabra empeñada, confieso que me sentí como un delincuente, cuando descalcé mis zapatillas, baratas pero limpias, y me los probé. No podía ser de otra manera: me calzaron perfectos, como si toda la vida me hubieran estado esperando. Ruborizado, me los saqué con vehemencia, maldiciéndome por mi debilidad. No pude tirarlos, no supe qué hacer con ellos, a quién regalárselos ni faltar a mi palabra y quedármelos. Lo dejé en un rincón del estante metálico, envueltos en papel de diario. No me pregunte por qué lo hice. Ni yo sé qué me movió a no tirarlos o regalarlos sin más ni más.



      Puedo ahora decirle el motivo de mi carta y relacionado con la fiesta que el próximo sábado tendré en ocasión del egreso de Alejandra. Le pido me permita lucir esa noche, solo esa noche, los zapatos naranjas, con tachas metalizadas, me sentiré el hombre más feliz de la tierra. Después volveré a dejarlos en el estante y acepte mi pedido de dejarlos ahí, sin darles otro destino que el de ser un permanente testimonio de mi admiración por usted. Basta una llamada telefónica suya para ir a buscarlos. Alejandra y yo le estaremos eternamente agradecidos.

Atte. Ramón Contalejo

Una espera nocturna

Anónimo

      Llegaron tarde, ya era de noche, la luna jugaba a esconderse entre las nubes. Los pasos en el camino eran su sombra, y su silencio el eco de todo lo que no se habían dicho en esos años. Estaban cansados de pies y alma, y cuando un perro les ladró su furia desde la oscuridad, él apenas retrocedió unos pasos, ella dejó de andar y permaneció inmóvil, como invitando a la muerte. Oyeron la verja de hierro contra la que se abalanzó el animal y siguieron andando.
      Llevaban media hora de retraso, ni a él ni a ella les importaba demasiado, como tampoco les preocupaba la abulia que dominaba sus actos. No tenían la más mínima idea de lo que iban a hacer, nadie les dio ningún tipo de explicación, y se dejaban ir mansamente, tal vez en el fondo de cada uno aún latía algún resquicio de esperanza. Ambos estaban preparados como para asistir a una fiesta, taparon el desgano con ropas de gala, él se puso su mejor corbata, ella su vestido ajustado y el último perfume que comprara para esta ocasión. Eran dos fantasmas disfrazados de humanos.

      El camino poco a poco se iluminó con una luz amarillenta que colgaba de una puerta aún lejana. Caminaron hacia ella; era de madera gastada y la luz oscilaba desnuda en forma de bombilla. A través de una ventana, al lado de la puerta, voces lejanas traicionaban sin reparo el silencio de la noche. Antes de llamar ella se puso los zapatos de tacón que llevaba en el bolso, el último detalle del disfraz. Luego golpeó la madera con los nudillos y el silencio volvió a la noche. Unos pasos se acercaron. Él arrimó su mano a la de ella, como un niño asustado. Ella, por sorpresa, eufemismo o compasión, abrió los dedos para recibirla.
A través de la puerta, la voz de una mujer joven les preguntó quiénes eran.
      Cada uno dijo su nombre y después, a pesar del murmullo de voces y algún bosquejo de música que llegaba confuso del interior, percibieron el roce de unos papeles, como si los estuvieran buscando en alguna extensa lista de invitados.
      La voz se hizo esperar, todavía jugaba al escondite la luna, el perro continuaba ladrando de a ratos. Al final dijo:
      – Tienen que esperar, aún no es la hora.
      Ella protestó, oyó a su propia indignación exclamar que llegaban tarde, que claro que era la hora, pero no obtuvo respuesta. Luego apartó la mano de la de él y se sentó de espaldas a la puerta, en un pequeño escalón que la separaba de la hierba descuidada del camino. Él permaneció unos segundos frente a la puerta, incrédulo. Acercó la cabeza a la madera e intentó descifrar las voces lejanas. Sintió algo parecido a una risa, tos, palabras deshechas y abrazadas las unas a las otras. Luego se sentó también en el escalón. Por primera vez en esa noche se preguntó si no estaban cometiendo una grave equivocación, pero no dijo nada, se abrazó las piernas y esperó en silencio.
      Una nube plateada escondió el débil rastro de la luna, quedaron sumergidos en el halo dorado de la bombilla, incómodos en la angosta tabla de madera. Hubo un amortiguado rezongo de pasos sobre el camino que los hizo mirarse. Sin saber por qué, en cuanto estuvieron seguros de que alguien se acercaba, se apresuraron a resguardarse tras la esquina de la vivienda.
      Entonces vieron llegar a un individuo que traía un paquete envuelto como para regalo. Subió los dos escalones, golpeó tres veces la puerta, y segundos después otras dos veces.
      Las bisagras chirriaron, y la misma voz de mujer dijo contenta:
      – Adelante, por fin, te estábamos esperando.
      Cuando la pareja salió de su refugio, descubrieron que el visitante había olvidado el regalo en el piso del porche, a un costado de la puerta.
      – Vámonos –dijo él, como si aquello hubiera sido la señal que necesitaba para abandonar. Ella pareció no escucharlo. Se acercó al paquete y lo cogió entre las manos.
      – Pesa –dijo.
      – Lo digo en serio, vámonos, esto es una locura –insistió él apartándose de la casa.
      – Hace unos días parecías muy convencido, más que yo incluso –respondió ella sin apartar la vista del regalo, envuelto en papel azul y del tamaño de una caja de zapatos.
      Él abrió la boca para rebatirla, cuando se oyeron pasos apresurados que escapa-ban del interior de la casa y se dirigían a la puerta. Se miraron a los ojos un instante y luego corrieron a la parte trasera, ella aún con el regalo entre las manos.
      La puerta se abrió con su molesto chirrido, salió alguien y hubo un batido de sombras, desde su escondite no podían verlo, sólo escuchaban, la noche, los pasos, las voces.
      – ¿Por qué, pero por qué? –dijo la voz lastimosa de un hombre joven.
      – Te lo habíamos advertido –contestó la voz que les hablara hace un rato.
      – Por favor, voy a intentarlo, lo prometo, la última oportunidad.
      Un portazo cortó sus palabras suplicantes. El muchacho se alejó con la cabeza caída, y lo vieron dejarse tragar por la oscuridad de la noche. Sin pensarlo, como poseído por un impulso suicida, él saltó del escondite y corrió hacia el camino. No tardó mucho en encontrar al chico, que apenas había tenido tiempo de agacharse tras un arbusto y lo miraba con ojos aterrados.
      – No vengo de allí –dijo él al tiempo que intentaba recuperar el aliento –. Yo, nosotros, estamos esperando para entrar, y quería preguntarte..., ¿qué hay exacta-mente?
      El adolescente abandonó el escondite, cauteloso, y reemprendió el paso por el camino. Sin girarse dijo:
– Ya lo verás cuando entres.
Él no lo siguió, pero aún preguntó, casi gritando:
– ¿Por qué te han echado?
– No está bien hacer trampas –le respondió la voz del chico, ya un poco lejana.
      Desanduvo sus pasos con la sensación de conocer de memoria cada rincón del lugar. El galpón a la derecha con sus chapas arrugadas y las manchas oscuras que seguramente serían de óxido, la arboleda espesa enfrente y amenazante, la tibia curva del camino y la casa solitaria a unos cien metros, temblando en el centro de la noche. La luz amarillenta en la entrada. La oscuridad alrededor.
      Cuando llegó, ella no estaba. Tampoco la encontró por los alrededores de la vivienda. Corrió hasta la puerta y golpeó con los nudillos. Le pareció percibir una disminución en el volumen del murmullo interno, como un regurgitar de moléculas que se escabullen y van dejando una estela de burbujas.       Apoyó la oreja sobre la puerta, adivinó furtivos desplazamientos, órdenes secas, corridas, tal vez un quejido, no podía asegurarlo. Volvió a llamar.
      –¿Quién es? –preguntó ahora una voz masculina, con tono de bronca.
      – Mi compañera acaba de entrar, estoy con ella.
      – ¿Contraseña? –la misma voz, con menos paciencia.
      – ¡No me dieron ninguna contraseña! –gritó él al tiempo que golpeaba con el puño– ¡Vine con ella! ¡Si ella ha pasado yo también!
      El silencio se mantuvo detrás de la puerta durante unos segundos que se extendieron en la oscuridad. Luego, poco a poco, volvieron a escapar de la casa conversaciones lejanas y aparentemente amenas, como si nada hubiera ocurrido. Golpeó de nuevo, pero esta vez el murmullo no se interrumpió.
      Caminó alrededor de la casa, todas las ventanas se encontraban cerradas y con los postigos corridos, era imposible ver hacia adentro y el cuchicheo interno continuaba llegando, desfigurado e irreconocible, a través de los gruesos muros. En un momento se hizo un silencio absoluto, dos minutos, o tres o cinco, y enseguida vino un revuelo de pasos hasta que sintió el chirrido de la puerta del frente. Él se asustó lo suficiente como para esconderse detrás de unos arbustos y espiar la salida de unos ocho o nueve personajes. Por el camino se acercaban los faros de tres vehículos. Se hizo un ovillo detrás de los matorrales, ensuciando su traje en el barro. Cuando llegaron los tres automóviles, él estaba seguro de que no podrían verlo.
      De los vehículos emergieron cinco personas que aparentemente nada tenían que ver entre ellas. Una mujer de mediana edad, una colmena de pelo en el cogote y los movimientos tensos y sutiles, como si temiera que las abejas la atacaran, bajó del primero. Llevaba un vestido de noche y collares relucientes, y sonrió con condescendencia a los demás. Un matrimonio de aspecto agotado, hombros encogidos, sonrisas vacías, salieron de otro automóvil. A su lado una niña de unos cinco años correteaba alrededor, ajena al cansancio de sus padres, a la hora, al hombre calvo y vestido de negro que había abandonado el tercer coche y se dirigía con paso decidido y brazos abiertos hacia los que acababan de salir de la casa para saludarlos. Desde su escondite no podía verlos con claridad, apenas las espaldas que abrazaban con efusividad a los recién llegados, pero adivinaba que se trataba de un grupo mixto. Entonces oyó la voz de ella entre las demás, risueñas, y supo con un pinchazo terrible de lucidez que estaba solo y que lo había perdido todo.
No duró demasiado el festejo del encuentro, cruce ligero de besos y abrazos que a él le parecían sobreactuados, intercambios de palabras amortiguadas por el rechinar de la noche. La mujer que espantaba abejas llevaba la voz cantante, su adlátere era el calvo que vestía de negro. Entre ambos fueron llevando a todos hacia los vehículos, organizando la distribución para luego subir juntos al primero.
      En el improvisado refugio, incómodo a causa del barro que se secaba en sus botamangas y zapatos, él se convertía en testigo mudo de la escena, a sus oídos llegó amortiguado el sonido de las puertas al cerrarse, el ronroneo de los motores.
      Ella resultó una de las últimas en subir. Ni por un momento se volvió para buscarlo.
Los botones rojos de las luces traseras se fueron achicando tragados por la noche. Él se acercó hasta la vivienda, la puerta estaba abierta, pero ya nada lo atraía, y comenzó a caminar detrás de los vehículos. Se detuvo a unos metros, se volvió hacia la casa, recogió el paquete envuelto en papel azul y, sin dudarlo, resuelto, emprendió definitivamente el regreso. Se le habían grabado las palabras herméticas del muchacho, y no cesaba de escucharlas:
      – No está bien hacer trampas, no está bien hacer trampas.

Gusanito

Pilar Dublé

      Primero debes comprar un espejo de aumento: sí, de aumento. No de los que adornan tu moderno hogar, y donde usualmente te miras: no; uno que te refleje con ese tamaño que crees tener.
      Sé que lo tuyo comenzó por una circunstancia insalvable. Un abuso infantil. Andresito, golpeado casi a diario por una madre fuera de sí. Hiciste lo correcto: recopilar datos concretos de la situación, para que ella no pudiera desmentirte, y denunciarla. Salvaste la vida de ese niño y lo que le quedaba de mente.
      Pero luego vimos un par de películas, crueles, que te cayeron en mal momento, y me parece que alteraron tu percepción del mundo. Crees ahora que La Humanidad está llena de perversos. No sé si tienes razón, pero desde luego, derecho no tienes. Te lo digo como lo veo. Por Dios… pero, ¿cómo pudiste espiar a tus allegados? ¿De dónde te arrogaste el derecho de irrumpir como una bestia en el delicadísimo equilibrio de la frágil intimidad ajena?

Primero compraste cámaras de video, de las que se activan con el movimiento. Eso te sirvió para delatar ante sus padres a Gladys, con su gama de amoríos fugaces. Luego enviaste a todos unas fotos del señor Subero, que gustaba de deambular desvestido por su casa. Además, cazaste al padre Esteban fumando mariguana: dos pataditas muy de vez en cuando, un pecadillo mínimo. Pero lo supo la grey, el padre perdió el respeto de sus fieles, lo trasladaron y no se supo más de él. ¿Y entonces, Iraida? ¿Resolviste algún problema con esos descubrimientos? Por supuesto, la gente no es tonta, y ya no se ponen a tiro de tu fachada ni de tu azotea. Tampoco te hablan, ni Subero, ni Gladys, ni sus padres, ni nadie.
      Debe de haberte picado un gusanito muy tóxico, porque no te quedaste contenta. Entonces compraste ese programa, keylogger se llama, ¿no?, y lo encubriste en una bonita presentación con fotos de las islas griegas. Mi computadora lo detectó, pero otros no tuvieron esa suerte. Todos los demás cayeron en tus garras.
      Jorge fue pillado mil veces apostando en casinos virtuales y su mujer lo supo, por supuesto. El pequeño y silencioso Jorge, el escuálido Jorge, era apabullado a diario y sin motivo por esa mastodonte lenguaraz que le ocupaba tres cuartas partes de la cama, de la vida social, del oxígeno y de los presupuestos. Ahora ella pudo engullirlo de un todo, cuando —al fin— le encontró un pecado. Y al pobre escuálido no le quedó más remedio que salirse de la vida, que ya no era tal.
      Manuel tampoco escapó. Sí, el tipo miraba pornografía y se grababa en el acto de satisfacerse. Eso te molestaba, parece, y te aseguraste de que lo supieran sus empleados, que ahora se ríen de él a sus espaldas todo el día. ¿Contenta?
      Luego está Silvia, tu prima. La pobre tenía un inocente romance por Internet con un tipo que vive ¡en Var-so-via! ¿Me quieres decir quién te invistió de autoridad como para enviar los ardientes correos que se intercambiaban a su marido? Tus cámaras captaron las trifulcas que tuvieron, los gritos de él, los llantos de ella, el portazo final, la carrera precipitada hacia el carro, la salida intempestiva. Y tú no sientes remordimiento. Increíble.
¡      Ah! y Rubén. El que vendía sin permiso sanitario unas pastillas para adelgazar. Con diecinueve añitos, ya era un empresario medianamente exitoso, y tenía una feliz y delgada clientela. Ahora tiene un proceso abierto por violaciones a la Ley Orgánica de Sanidad. ¿Quién lo denunció? ¡Tú!
      Ahora que compraste el espejo, veo que conservo cierto ascendiente y puedo proseguir. Supongo que me harás caso con lo demás que te diré, porque visto ya dos veces tu cabeza asentir al final de los largos párrafos de estas conversaciones, donde me lo cuentas todo con esa sonrisilla maliciosa. Dos veces, después de haberla visto negar durante semanas. Así que —pienso— comienzas a prestarme atención. Un poco tarde.
      ¿Ves tu cara? ¿Recuerdas, Iraida, que eras agraciada, con una frescura tersa de manzana? ¿Recuerdas que cuando sonreías tus ojos eran estrellas? Y ahora, después de un año, ¿qué ves? Ese entrecejo. Ese gesto de la boca, asimétrica, que apunta hacia abajo, esa mirada que no enfoca bien, ensombrecida… ¿lo ves? Estoy seguro que sí. Ya que te has aficionado a la electrónica, te recomiendo que te tomes una foto digital y la compares con una vieja. Usa el paint: trata de borrar las arrugas y el gesto, y verás que quedas como un mamarracho maquillado, un drag queen de la moralina. Lástima de tu padre, ¡si te viera!, ese arquitecto preciosista que construyó esta urbanización, y que te dejó tanto dinero.
      Mira, ¿sabes qué? Que te vas a ir a mirar el alma esa que tienes con este psiquiatra. Vamos, toma el papel, no te quedes tan pasmada, que es tu solución y nada más. Lo tuyo debe ser un delirio, o voyeurismo, o yo qué sé. Pero irás. Hoy. Y yo te llevaré.

Confesión roja

Teresa Prost
      Al fin encuentro la oportunidad de confesar cómo sucedieron las cosas. La verdad es que no he vuelto a tener paz desde aquél día, si apenas cierro los ojos y se me viene la imagen de Lobo suplicando justicia. Seguro ustedes se enteraron, pero nada ocurrió como se cuenta. Fíjense que asegurar que Lobo, mi Lobo, es el malo de la historia.
      Él solía visitarme durante las tardes, cuando era más difícil que la manada notara su ausencia. Disponía de poderes olfativos que le hacían adivinar mis intenciones y necesidades, y se acercaba no bien presentía que le abriría la puerta para jugar. Puede que los parámetros culturales nos acusen, pero lo importante es que no hacíamos daño a nadie. Yo me transformaba en su loba y él se disfrazaba de abuela; bueno, jugábamos un poco, pero eso era todo. Después comíamos pastel de manzana con buñuelitos de acelga. Le gustaban tanto mis comidas que se hizo vegetariano por mí. Se retiraba al oír los primeros aullidos de sus parientes, dejándome exhausta pero feliz.

      Lo malo fue el día en que nos sorprendió mi nieta. Todo porque a mi nuera se le ocurrió la idiotez de enviarme la famosa canastita con dulces y rosquitas de almendra. Yo sabía que esa tarde vendría mi Lobo, así que por la mañana me había encargado de hacerle llegar una notita a mi nuera, diciéndole: “ando con gripe contagiosa, mejor no vengan a casa hoy”. Tampoco es que me visitaran con frecuencia, pero yo necesitaba asegurar mi “soledad” esa tarde.
      No sirvió. En realidad, ahora sospecho que la intención de mi nuera, ese día, fue sacarse a la nena de encima; no por nada se comentaba que el cazador... bueno, esas cosas. Es más, la nena se parecía mucho más al cazador que a mi hijo, pero dejemos eso para otra vez. Y que en paz descanse el santo de mi hijo, un guardabosques de ley, que nunca tuvo vela en ningún cuento porque ya el pobre estaba tocando el arpa cuando ocurrió todo.
      Era inaguantable, la nena. Se entretenía arrancando las flores más bonitas. Además cantaba, qué digo cantaba, chirriaba como un mono histérico mientras corría por los senderos, espantando a los pajaritos que sufrían la desgracia de cruzársele en el camino. Más de uno debe de haber muerto del susto nada más oírla llegar.
      Mi lobo era un lobo que vivía sin molestar a nadie. Es cierto, le fastidiaba la gente por eso que ya sabemos; si todavía hoy, cada vez que llegan excursionistas al bosque dejan todo lleno de mugre, latas, envases y cáscaras de naranja; pero de ahí a comerse a las personas, hay una gran diferencia.
      La cuestión es que esa tarde, mientras Lobo venía hacia mi casa, descubrió a la nena cortando tulipanes a destajo. Iba vestida de una manera muy extraña, toda de rojo con una capucha puntiaguda.
      Lobo la vio y pretendió hablar con ella, convencerla de que volviese a su casa. Pero la caprichosa insistía con el regalo para la abuelita y esas pavadas que todos saben. Y no sólo no le llevó el apunte a mi pobre Lobo, sino que hasta se dio el gusto de tomarle el pelo con el tema del caminito. Porque él le propuso con amabilidad que eligiera el más corto, pero ella respondió alzándose de hombros: “Y a mí que me importa, eso ya lo sé. Además mi mamá me dice lo que tengo que hacer, aunque yo no lo haga. Y para que sepas, en el camino corto no hay flores. ¡Mejor calláte, lobo estúpido!”
      Él resopló de rabia y salió corriendo, quería avisarme, pero yo ni siquiera intenté escucharlo. Esa es la verdad. Tanta era la pasión que se me había juntado en el cuerpo después de algunos días sin verlo. Comencé a sacarme la cofia y el camisón. Mientras le usaba el hocico de perchero, yo advertía sus ojos de súplica y sus patas frenéticas pero creí que estaba desbordado de ansias, como yo. Bueno, supongo que no es necesario ser tan detallista, sólo diré que disfrutábamos del paraíso terrenal cuando oí ese chirrido inconfundible acercándose.
En un santiamén me encerré en el ropero, y mi pobre Lobo se acomodó la cofia lo mejor que pudo y se tapó hasta la nariz. Justo a tiempo. Porque nada de toc,toc. No, señor. la maleducada entró sin golpear, como siempre. Y ahí me di cuenta que había que mandarla urgente al oculista, porque confundió a Lobo conmigo. ¡Conmigo! Y empezó con los malditos porqués que todos conocemos. Al principio él se lo aguantó bien, con paciencia heroica. Le siguió el jueguito, digamos. Pero se puso como loco cuando ella se interesó por la boca y los dientes. Es que mi pobre Lobo toda su vida tuvo complejo con eso, no por nada los otros animales le habían puesto Bocaza de sobrenombre. Venía de soportar una infancia de burlas y ahora esta aguafiestas clavando el aguijón justamente ahí: “¿por qué tenés la boca tan grande?”
Y les juro, él no la quiso lastimar. Apenas saltó de la cama y gruñó: “¡calláte de una buena vez!”; y les aseguro, eso otro que dicen que dijo: “¡para comerte mejor!” sólo me lo decía a mí y a nadie más que a mí.
      La histérica de mi nieta empezó a gritar como loca: “¡un lobo! ¡un lobo!”, y corría por la habitación mientras él trataba de tranquilizarla. Lo peor es que yo intenté salir para calmar a la nena con cualquier verdura, pero la puerta del ropero se trabó y no tuve más remedio que golpear con todo para que me escucharan. Claro, se armó un barullo tan grande que apareció uno de esos cazadores que nunca faltan en los bosques. Con rifle, por supuesto.
      El resto ya lo saben. Mi Lobo escapó por la ventana y jamás volví a verlo. Los hombres se encargaron de extinguir a los únicos ejemplares que quedaban en la zona. Tengo la esperanza de que hayan emigrado a otro bosque, pero ya no espero el regreso de él, mi querido Lobo.
      Sé que mi peor pecado fue no decir la verdad. Me sentí acorralada y expliqué lo que me vino en mente para zafar del papelón. Vieron que fácil es echarle las culpas a los que no están.
      Nunca sospeché que la historia recorrería el mundo. Pero siento que llegó el momento de contar la verdad. Les pido, no guarden el secreto. Divúlguenlo, aunque me muera de vergüenza. Sólo así encontraré la paz, al fin.

Las agujas de la abuela


Rubén Padula

      Las agujas quedaron petrificadas, deteniendo en uno de los surcos el andar acompasado por la lana. Un tejido negro labraban otras manos.
El primer punto lo puso el aullido de la calle, abriendo paso a alocados puntos sucesivos.
      Antes, crecía el abrigo para un niño. Ahora, un camino de idas y venidas, en su búsqueda, para abrigarlo.

      Las agujas de la abuela guardaron silencio, como dormidas en el sillón cobijadas por la lana ya tejida.
      Mientras, las otras jugaban con el ovillo en el suelo, trenzando puntos siniestros, mortajeando la esperanza. Punto en cruz. Punto cerrado. Punto arrancado. Punto muerto. Puntos para clavarse en los dedos de la vida.
      Aún así se conservó en el tejido sin concluir un frescor insobornable. Las polillas del olvido huían espantadas de su lado. Una aureola cubría su integridad. Jamás nadie se atrevería a usarlo como trapo de fregar conciencias.
      Las quietas agujas, cómplices en la búsqueda, no pedían a su dueña el calor de sus hábiles dedos, no querían sustraerle ni una gota de aliento. Agujas solidarias, pronto retomarían la labor, hasta quedar despojadas del transitorio ropaje de esas tramas e iniciar otro camino y otro más por si el invierno apretaba.



      Sabían de la abuela en los largos acechos de pasillos y oficinas, en las rondas semanales. Esperaban, con paciencia, el sonido en la casa de la risa de un niño: "Ese día, algún día, volverá a tomarnos y nos encontrará dóciles como antes."

      Tan inútiles parecían.

      Alguien las tocó y la sorpresa de encontrarlas tibias, con la tersura de lo usable cotidianamente, dio lugar a una lógica conclusión: la abuela teje cuando en su sillón descansa.

      En ese tiempo se oyó hablar de ellas, en referencia a un nunca más de tejidos diabólicos que se inician con las verdes estampidas de la barbarie.

      Una vez, allá en el Ática, la espera tejía de día y de noche destejía. Y otra vez, un José cubrió al de la cruz con un lienzo.

      Las agujas se cruzaron como espadas. No dejarían que se oville la lana pasada por sus cuerpos, ni que otras manos acaben el abrigo, o las desvistan para convertir la trama amorosa en un sudario de consuelo. Sus puntas afiladas clavaron los costados de quienes querían ocultar el sayal de la negrura.

      —No habrá olvido— dijeron.

Es mi amigo

Marcos Wever

      Digan lo que digan, Miguelito es mi amigo. Y es que desde pequeños andábamos para arriba y para abajo. De tanto vernos pegaditos, hasta creían que éramos hermanos.
Sé y lo juro por mi madre, que si le preguntan a Miguelito sobre quién le enseñó muchas de las cosas que ahora sabe, seguro que va a decir —fue campeón. Déjenme decirles que si es muy chispa, antes de entrenarlo para que los mocos no se le metieran en la boca, era un alelado de primera fila.
      Ver ahora a Miguelito rodeado de tantas personas, es negarse a creer que antes no fue así. Cuando señalo que él era un chiquillo mojigato, la gente que no nos conoce, se ríe y me tilda de ser mentiroso. A decir verdad, antes que se me arrimara era un pendejo, con P mayúscula. Que les digo, al principio no sabía ni como agarrar un palo para golpear la pelota cuando jugábamos al beis. Viéndolo fallar a cuanto le tiraban y saber que lo cogían de burla por lo que hiciera me lástima. Me dio lástima y quedé como su maestro para quitarle la pendejada de encima. Es posible que por llevarle un par de años por delante, me respetara y me hiciera caso en todo. Y rápido que aprendía y rápido que se colocaba entre los mejores.

      No se puede negar, cuando Miguelito le cogía el paso a las cosas, nadie lo paraba. Era tanto su interés por estar adelante que cuando me metí de boxeador, allí se puso de necio a que le enseñara a utilizar los puños.
      — ¿Para qué quieres tirar las manos?—le preguntaba
      —Para qué más —contestaba enojado —Para romperle la boca a los que me tienen de tonto.
      Y le enseñé a boxear. A golpear en los costados y derecho a la quijada. Y comenzaron a darle duro, pero también a respetarlo. Ah, ese flaquito con qué gusto me decía, —campeón, hoy me despaché a dos que me traían de cabeza. Campeón me llamaba a toda hora, pues para él yo; era su ídolo sin corona. —Hey campeón, estás que le caes de la patada a mi hermana. No te quiere ver ni en pintura. Tanto era la confianza de Miguelito para conmigo, que no le importaba hablar mal de su hermana.
      La tipa era flaca, de caderas anchas y carita de ratón blanco. Pálida como un papel pero bonita como una diosa.
      A diferencia del hermano, era de esas chiquitas que se ofenden con ser pobres. En particular, con ser hija de padre jardinero y madre sirvienta en casa de familia rica. Era linda la condenada y más cuando la madre la vestía con los trajes que las niñas de plata encontraban pasados de moda. "La Morisqueta" le decíamos pues era un mar de muecas de desprecio cuando la silbábamos.
      "La Morisqueta" era la que le metía a Miguelito que había que salir huyendo de nuestro ambiente. Que soñara con ser importante para tener dinero y no quedarse de mediocre. De mediocre calificaba a los del barrio, sin temor a ofender también a sus padres. Y Miguelito se reía de las ocurrencias de su hermana, hasta que comenzó a crecer y a expresar otras ideas.
      —Tenemos que hacer algo por nuestra gente campeón —Me dijo un día cual si contemplara a un ángel —Tenemos que ver cómo le solucionamos el problema a muchos despojados.
      Qué grande lo vi y qué orgulloso me sentí por su modo de medir nuestras necesidades. Después, Miguelito se convirtió en un líder comunal. En un dirigente que con facilidad nos reunía y se tiraba unos discursos de cambio, de perspectivas y de un montón de cosas sobre el futuro que él sólo entendía. Si era claro o no, era algo secundario pues sin gran esfuerzo conseguía admiración y aplausos.
      Un día me sorprendió cuando me dijo —Me tienes que ayudar campeón. Me tienes que apoyar porque tú conoces a mucha gente. Me voy a meter a la política y doy por seguro que si me lanzo a diputado, salgo elegido.
      De esa manera, de la noche a la mañana, quedé reclutando gente, pegando papeletas y asistiendo a reuniones, para animar a que eligieran a Miguelito como diputado.
      Y de que el muchacho ganó, ganó. Esa celebración fue en grande y con la cooperación de casi todos los del barrio. Era la primera vez que la desarrapada comunidad en la cual vivíamos lograba tan importante gloria.
      Miguelito se emborrachó y caminaba aquí y allá, abrazando y dejándose abrazar por todo el mundo. A todos les decía gracias, muchas gracias. Mi triunfo es de ustedes. A mí, que casi me vomita de lo bebido que estaba, me repetía al cansancio —Eres lo máximo campeón.
      Después de eso la gente se ha puesto a hablar de Miguelito. Que si se le subió el zumo a la cabeza, que si está mareado con el cargo. Que si ya no voltea a mirar a los amigos, que si ya no baja al barrio...
Nadie quiere comprender que al muchacho le han caído muchas responsabilidades. Eso de tratar de ayudar a los pobres no es cosa fácil. Por años los diputados lo han intentado y al final, no pueden cumplir.
      Conociendo a Miguelito, sé que hay que tenerle paciencia. Yo no me quejo pues imagino que está súper ocupado y hasta distraído. Figúrense que la primera vez que lo fui a buscar para ver si me conseguía un empleo, no se percató que era yo. Para acabar de fregarla el montón de elegantes personas que lo rodeaban no me dio chance ni para tocarle el hombro.
      Él es mi amigo. Con propiedad se puedo gritar a los que tratan de desconocer sus méritos. Es más, tengo que razonar que su trabajo es algo muy serio. Que a veces aunque quiera hablarnos, no puede evitar que se le dificulte atendernos y que no hay que impacientarse.
      Hace algunos días, claro, el incorrecto fui yo que para llamar su atención en medio de una reunión de políticos le grité —Hey campeón; Hey Miguelitón .Y allí me quedé haciéndole señas. Al rato y cuando creía que no me iba a escuchar me llamó
      —Rafa, Rafa —Rafa y era la primera vez en mucho tiempo que me llamaba por mi nombre. Grande me sentí, ya que con eso le demostraba a los que buscaban su interés, que me conocía y era mi amigo.
      —Rafa —me volvió a decir en bajo tono cuando me le acerqué —ya no debes gritarme en público y menos con apodos que son solamente entre nosotros. Tú sabes cómo es esta gente. Tienes que comprender que eres mi amigo y no quiero que vayan a pensar mal de ti. Tú entiendes, aquí se manejan con eso de la etiqueta, del estilo, de la regla…tu sabes.
      —Okey campeón —le dije contento de estar frente a él como en los viejos tiempos —Es que necesito saber cuándo puedo conversar contigo.
      —A propósito —me dijo — ¿Cómo andan las cosas por tu casa?—
      Le iba a contestar para volver a insistir sobre mi cita, cuando llegó un baboso bañado en perfume, diciendo que necesitaba que le resolviera un problema. Y me corrió Miguelito. Sostengo que me lo corrió, porque de inmediato nos dijo —Me dan un permiso —y se fue a departir con otros diputados. Esa escapada fue culpa del importuno por no medir que mi amigo hablaba conmigo. Me imagino que a tal punto lo abrumó que por escapársele, me dejó con la palabra en la boca.
      Hace poco, me dijeron que Miguelito acostumbraba comer en un restaurante de lujo. Como supuse que con tanto trabajo y gente que lo asedia, ya no llega al barrio ni para ver a sus viejos, allá me fui. Allá a cierta distancia me instalé para esperarlo y hablarle de mi cita. Tanta fue mi mala suerte que llegó con "La Morisqueta" y con unos individuos que parecían adinerados. Agité la mano para que me viera y él apenas si levantó la suya, haciendo suponer que le contestaba a un desconocido. Entró al local con tal apuro que no tuvo tiempo ni para volver la cara.
      Creo que estaba oscureciendo y que no distinguió que era yo, tal vez por llevar lentes oscuros, o porque la altanera de su hermana lo empujó para que no me saludara. Otro en mi lugar se pondría a comentar que a Miguelito se le olvidaron sus promesas. Que se le subió el sumo a la cabeza, que está mareado con el cargo. Que ya no voltea a mirar a los amigos o que ahora es un engreído. Yo no. Me atrevo a comprometerme con el Diablo para seguir creyendo que hay que tenerle paciencia. Que es y será mi amigo y que tarde o temprano me conseguirá un trabajo como aseador. No por gusto y por mucho tiempo he sido su ídolo. Sí señor...

Legión




Carles

      Somos muchos. Incluso diría que demasiados.
      No se trata de un problema de espacio, para nada. Aquí la capacidad no es una cuestión de importancia, ya que el espíritu no ocupa lugar, y es propio de ángeles, incluso caídos, el estar tejidos con materias tan sutiles que por muy poco no entran en la categoría de la inmaterialidad. Hay capacidad para miles de millones de demonios, de posesores, y esa semilla dentro del cerebro en la que está contenida el alma no se ve afectada. Incluso, como ocurre en el cuerpo que ahora habito, puede ser que dicha alma no exista como tal, sea una huella de algo que un día existió. Pero aunque el espacio no existe para nosotros, tenemos problemas de otra índole.
      Y es que, pese a compartir todos la materia con la que se entrelazan los sueños, con la que se trenzaron ángeles y demonios (que ángeles fuimos, y seguimos siéndolo, aunque hubiera desplome al tártaro), y compartir los que participamos en la trama de Luzbel una inclinación en grado sumo a la maldad y la perversión, así como un talante pernicioso, todos tenemos formas distintas de percibir, de entender esa maldad y los actos para llegar a ella, y, claro, las decisiones no son fáciles.

      Están los que se inclinan a alguno de los pecados capitales, a los que llamamos capitalinos. Entre estos también hay facciones: los que se pavonean de su habilidad para tentar, y creen que la tentación consiste en ser como ellos son, que siempre reciben la oposición frontal de los que afirman que lo importante es no hacer nada uno y aspirar a lo de los demás, que no se lo merecen como uno; otros incitan a quedarse sin hacer nada, sobre todo en estos tiempos que un invento llamado televisión les ayuda con su cometido, facción que casi siempre tiene como aliada a los que animan a pasar a buscar unas chuches o unas latas de cerveza; pero los que buscan el confrontar el sudor propio con el del otro, en arrebatos sin mesura, y los que sólo quieren pelea y lucha, siempre se conjuran en contra de estos grupos, y buscan que tras la perversión y la tentación, a ser posible de una mujer casada o moza virgen que fue que ya no lo es, aparezcan padres, hermanos, maridos, y navajas o pistolas o puños y pies, y que la honra se llene de sangre y de muerte; los que solo piensan en acaparar no tienen aliados, pero los buscan, ahora apoyo para unos, a veces apoyo para los otros, siempre con el poseer como meta.
      También están los tradicionalistas, asimismo llamados conservadores. Entre nosotros hay muchos que estuvimos cuando el asunto de la piara de cerdos, y muchos piensan que si desde hace cuatro mil años un endemoniado ha escupido, balbuceado, dejado rastros de espuma bucal y asustado a los transeúntes, por qué no va a ser bueno ahora lo mismo. No entienden que el mundo ha cambiado, no les preocupa ni Internet ni la televisión ni los periódicos, para ellos con la Biblia es suficiente, ¿acaso no son protagonistas ellos de algunos de sus mejores pasajes? Pero no creáis que son un bloque monolítico, ya que se encuentran los que defienden que girar la cabeza es mejor que hablar lenguas desconocidas, los que discuten por el color de las exudaciones, y las posturas a tomar ante un hijo de Dios también son fruto de eternas, interminables discusiones que tampoco aportan mucho, ya que hace dos mil años que no se da esa casuística.
      Otro bando está formado por los incitadores. Estos creen que la gracia no está en pecar, ni mucho menos en endemoniarse. No, ellos dicen que el demonio ha de tentar no sólo al cuerpo que habita, cosa fácil, sino al resto de la humanidad, sobre todo aquellos que aún no son pasto de los diablos. Ah, pero también les ocurre lo de siempre, lo que nos ocurre a todos, que unos piensan que se ha de tentar vestido de rojo con tridente y perilla achivada, otros que nada de carnavales, que con chaqueta y corbata se trabaja mejor, otros que si zarzas ardientes, animales o usar las nuevas tecnologías, o los que afirman que la mejor forma de propagar la tentación es mediante mensajes que sólo se oigan al girar al revés determinados discos de rock.
      Finalmente restamos los veletas, entre los que me incluyo, que nos inclinamos para un lado u otro de acuerdo con nuestras apetencias, o los sobornos, o las promesas que sabemos se incumplirán en lo que las facciones llaman, supongo que irónicamente, programas electorales. Hay que ver nuestras asambleas, qué caos y confusión y algarabía, que a veces se llegaría a las manos si no fuera porque carecemos de tales extremidades. Hemos de votar siete, ocho o nueve veces antes de alcanzar la mayoría necesaria, un tercio más un voto.
      Igual si existiera un censo, o algo parecido, serían las cosas más fáciles. Pero eso es imposible en nuestra sociedad de ángeles caídos. Nunca se sabe exactamente cuántos de nosotros conviven en un cuerpo, ya que saltamos de uno a otro con facilidad, con apetencia, no solo cuando el corazón se detiene, que toca éxodo, sino por simples motivos de deseo de cambios, de buscarse la vida en otro sitio. Cada día parten y llegan demonios, en constante vaivén, y todos usamos esta ausencia de orden y de lugar fijo para intentar, y muchas veces conseguir, votar tres o cuatro veces en el mismo sufragio.
      Ayer, por ejemplo, yo me uní con los tentadores y los capitalinos iracundos para votar a favor de la gestación de una guerra, ya que poseemos un cuerpo bastante influyente en estos aspectos. Pero pese a buscar apoyos en los soberbios y en algunos sectores muy influyentes de los veletas, y votar un servidor hasta quince veces, nos venció una extraña alianza de lujuriosos, guladictos, perezosos y tradicionalistas, que provocaron que ayer nuestro cuerpo fuera con otros miembros del congreso a una casa de perversión, donde se emborrachó y disfrutó tanto de cuerpos jóvenes que hoy se ha quedado en la cama, con vómitos y resaca, balbuceando entre sueños palabras en lengua extraña. Y la falta del voto de nuestro cuerpo ha evitado una guerra.
      En estos casos es cuando me gustaría ser ángel, pero no de los caídos, de los que votamos a favor de los sufragios, sino de los que votaron en contra tanto tiempo atrás. Ellos están en el cielo, cantan y tocan liras y flautas y marimbas y matracas en honor a Dios, y de cuando en cuando, cuando el Señor se lo indica, ocupan uno o dos un cuerpo específico como ángeles de la guardia, para cumplir con exactitud lo que el señor les mande. Ah, no más malestares, ni discusiones ni votaciones. Pero Luzbel nos tentó, nos engañó, y como no nos obligaba creímos que la libertad de elegir destino era buena, que decidir entre todos lo que hay que hacer sin imposiciones ni órdenes era mejor. Votamos a favor de decidir de forma democrática la mayoría de los asuntos, y perdimos, eran más los ángeles que preferían que les dijeran qué hacer, es más simple, tiene menos complicaciones, y ahora, tras perder en el inicio de los tiempos la votación y caer al abismo al que nos arrojó un Dios iracundo que no quería perder ni un ápice de poder, empiezo a pensar que tenían razón.
      En el cielo está Dios, con sus ángeles, amo y señor de todos sus dominios. En el infierno Lucifer, solo casi siempre, ya que no obliga a nada, cada demonio es libre de sus destino, y supongo que entenderán que ningún ángel caído en sus cabales preferiría el helado y ardiente infierno, junto al causante de sus desgracias, que quizás lo hizo movido por sentimientos de justicia e igualdad, pero en el fracaso se hundió en la desesperación, y ahora es un pobre loco al que nadie hace caso, digo que quien preferiría el infierno a vagar, aunque sea en esta algarabía y caos anárquico, por la faz de la tierra en el ejercicio del noble oficio de la posesión demoníaca. Yo no, por lo menos.


Lucas (8-27 a 8-33)

El Zorzal

Daniel

(primera entrega)


      Después del último acorde sobrevino el silencio, y Miguel siguió cruzado de brazos frente a la ventana del estudio, contemplando las hojas resecas que rodaban por el patio y que en su girar acompañaban, de algún modo, el eco de ese tango del final que aún temblaba en sus oídos.
      Sacó el compacto del equipo, lo guardó en la caja transparente y volvió a repasar la lámina de la tapa, un fondo oscuro con una luz en el centro, esfumada en los bordes, que venía a significar —así lo entendía él— la reaparición. "El resurgir de las cenizas", se dijo, para luego advertir que la frase se le había deslizado entre los pensamientos como una irreverencia. Gardel se había matado en un accidente de aviación, devorado por el fuego, y él había imaginado cenizas, un ser elevándose de su propia nada. Pero el diseño representaba algo más etéreo y puro, una metáfora de la vida, de aquello que nace o renace. El mismo título del disco, en letras doradas debajo de la nube de luz, no dejaba margen para otra interpretación: El Zorzal regresa. Un título que podía ser tomado como una provocación. Porque no era Gardel quien cantaba esos temas clásicos de Gardel, no podía serlo. Al pie de la contratapa, debajo del listado de canciones y del sello discográfico, figuraban las siglas del ITAV, Instituto de Técnicas Audiovisuales, como realizador y responsable del proyecto. Del nombre del cantor, ni noticias.
      Dejó el disco sobre el sillón, levantó los libros apilados en el escritorio y los fue acomodando en la biblioteca. Se agachó para apoyar uno de los tomos en el estante más bajo. Al erguirse, el dolor en la cintura lo dejó sin aire. Ya no era un pibe (hacía rato que había dejado de serlo). Mientras descansaba, las palmas apoyadas sobre el escritorio, recordó que años atrás ya se había experimentado con ciertos cambios técnicos al sustituir las guitarras por orquestas ampulosas, injertos que no hacían más que acentuar la diferencia entre la voz de Gardel, que sonaba algo lejana, y la estridencia de los instrumentos encajados a la fuerza. Aquí el juego era otro. Pensó que no sólo se trataba de arreglos nuevos ejecutados nada menos que por el Sexteto Gotán, sino que la voz tenía un algo distinto a la del Zorzal auténtico.
      El teléfono repicó dos, tres veces. Cuando fue a atender, dejó de sonar. Más allá de la pureza del sonido —siguió pensando—, la diferencia se acentuaba en las pausas, en la respiración. Por lo demás, la voz era la misma, idéntica en la coloratura y en el tono. No había dudas de que el material había sido cuidadosamente preparado para que uno soñara con el milagro, con el regreso del Zorzal después de setenta y tantos años de ausencia física.
      Leonor abrió la puerta del estudio.
      —Es para vos —dijo, y le alcanzó el inalámbrico.
      Miguel reconoció la voz de Silvano.
      —¿Lo escuchaste? ¿Qué te pareció?
      —Acabo de escucharlo —Miguel se apoyó contra el marco de la puerta; deslizó la mirada por el respaldo del sillón hasta fijarla en el compacto que Silvano le había hecho llegar esa mañana—. Una buena imitación, para qué negarlo.
—Viste vos, son capaces de cualquier cosa. ¿Con qué autoridad? ¿Con qué propósito? —detrás de las palabras de Silvano se oían ladridos tenues, distantes—. Estos señores manosean el arte sin ningún empacho. Y Gardel que no puede defenderse.
      —Cómo que no, para qué están sus seguidores.
      —Es verdad, pero qué podemos hacer —Silvano hizo una pausa, volvieron a oírse los ladridos—. Estuve en el instituto ese del que salió la idea de esta grabación infame.
      —¿Ah, sí? Qué te dijeron.
      —Nada, no pueden adelantarnos nada.
      Miguel advirtió que su amigo lo hacía partícipe de su búsqueda de respuestas, de su indignación, aunque quizás no lo involucraba a él, sino a los miembros del Club Gardeliano que Silvano lideraba.
      —No te hagas mala sangre, le estás dando una importancia que no merece. En un mes nadie se va a acordar de este disco.
      —Tenés razón —en la voz de Silvano se filtraba cierto recelo—. Mientras la gente no confunda a uno con el otro. Porque eso es lo que pretenden con este producto de laboratorio. Y Gardel hay uno solo, eh. Decime una cosa —lo interpeló Silvano—. ¿Cuándo te vas a dar una vuelta por el Club? Hace mil años que no te aparecés.
      —Un día de estos. No sé, no te prometo nada.
      Silvano ya no intentaba convencerlo para que se integrara al Club, pero solía invitarlo a las reuniones. Miguel había asistido varias veces, aunque no se presentaba como un gardeliano incondicional, sino como mero aficionado al tango y la milonga. Por otra parte, qué podía compartir con aquellos otros señores, "muchachos" pintorescos que evocaban la época de oro del tango, que se contaban improbables anécdotas del Zorzal y coleccionaban ajados documentos. Gardel debía ser admirado sin estorbo ni sentimentalismo; en fin, sin realizar otra actividad más que demorarse en disfrutarlo. Así como Miguel necesitaba del silencio y la concentración para la lectura, escuchar a Gardel también lo consideraba un acto que debía llevarse a cabo, de ser posible, relajado y en soledad. Claro que no vivía en una burbuja. A veces, especialmente los sábados a la noche, salía con Leonor a ver algún espectáculo de tango, no de esos sofisticados y producidos más que nada para turistas, con bailarines impecables y veinte músicos en escena, sino funciones modestas que se daban en acogedores bodegones de San Telmo o de La Boca, con cantores que no siempre salían airosos en sus interpretaciones. El tango no debía perder su roña, su encanto arrabalero, y muchos cantores del montón no olvidaban esta cualidad.


            II

      Terminaron de cenar y Leonor preparó café. Miguel levantó los vasos y los platos y los colocó en la pileta de la cocina. Volvió a sentarse, encendió el televisor y buscó el programa especial que habían estado anunciando en las propagandas. Todavía no había empezado. Hacía semanas que no tenía noticias de Silvano. Se preguntó si su amigo seguiría afirmando, impotente y perplejo, que el disco se vendía nada más que por curiosidad, o si su rabia habría devenido en resignación. Como fuese, sin duda seguiría preocupado. A tres meses del lanzamiento, el disco había sido reeditado para abastecer el mercado internacional. Si bien el éxito se alimentaba en parte del misterio, la calidad musical era indiscutible. "Claro que toda imitación tiende a eclipsarse —razonó Miguel—, a desmoronarse, aunque en algunos casos lleve tiempo".
      En la pantalla aparecieron tres personas sentadas a una mesa redonda —una de ellas era el entrevistador—, y debajo, al pie, un titular: EL ZORZAL REGRESA. HABLAN LOS CREADORES DEL PROYECTO. Un hombre de pelo entrecano tomó la palabra. Se presentó como el ingeniero Pasik. Reveló que el proyecto había sido concebido para mostrar el avance de las investigaciones en materia de sonido y emulación, y que venía trabajándose en el mismo desde hacía cinco años. "Una explicación ambigua", pensó Miguel. El periodista hizo su primera interrupción: "¿Por qué Gardel?". El ingeniero dijo que el proyecto contemplaba también la emulación de otras voces históricas y que habían previsto lanzar un solo disco del Zorzal, pero que "debido a los excelentes resultados hemos decidido preparar otro".
      A Miguel le corrió frío al sospechar los acuerdos entre el Instituto y el sello discográfico. "¿Existe un cantor o no?", volvió a interrumpir el periodista. El ingeniero admitió que sí, aunque su nombre se mantendría en secreto. "Nosotros hacemos realidad los sueños de la gente".
      —Juegan con sus ilusiones, que es distinto —opinó Leonor, sosteniendo la taza frente a su boca.
      El periodista miró la pantalla, hizo un repaso de la biografía del Zorzal. Miguel detectó detalles equívocos. Era evidente que no iba a revelar mucho más en el programa, o al menos en ese tramo, y que su intención era mantener intrigado al espectador. El tipo anunció la tanda publicitaria y apareció de pronto una imagen borrosa de la que emergió primero la sonrisa inconfundible del Zorzal, luego los ojos y el sombrero. Completada la imagen, quedó congelada unos segundos, mientras se oía el tango Mano a mano en la en la nueva versión apócrifa.
      Miguel tomó un sorbo de café; ya estaba frío.
      —No lo muestran porque se les cae el negocio —abrió el paquete de Kent, sacó un cigarrillo, lo encendió—. Necesitan que la imagen del cantor sea la de Carlitos.
      —Es cierto —dijo Leonor—. Si tuviera la pinta y la sonrisa de Gardel, sería demasiado. Sería un milagro en serio.
      A la noche siguiente, el timbre sobresaltó a Miguel mientras hojeaba en la cocina unos apuntes.
      —Van a sacar otro disco —dijo Silvano no bien traspasó la puerta—. Me imagino que estás enterado.
      —Vi cuando lo anunciaban por televisión.
      Leonor saludó a Silvano y lo invitó a que se quedara a comer. Silvano se excusó explicando que a las diez en punto tenía que estar en un teatro del Abasto, donde oficiaría como presentador de un cuarteto. Colgó el sobretodo del respaldo de una silla y se mantuvo parado frente al espejo. Se ajustó la corbata, se rastrilló las canas con los dedos. Leonor los dejó solos en el living.
      Miguel le sirvió un whisky, luego volcó en su vaso lo que restaba de la botella. Silvano alzó el vaso y observó el líquido a trasluz contra la lámpara.
      —Están jugando con fuego —dijo—. No sé adónde quieren llegar, pero yo no me voy a quedar en el molde. Los discos de Gardel, los auténticos, ya no se venden. Una mala señal.
      —Nunca se vendieron mucho que digamos. Los compran los turistas.
      —Los compraban. Pero el otro, el nuevo, ese sí que se lo llevan. La gente es estúpida.
      —No es tan sencillo…
      —No entienden nada. Pero nosotros no comemos vidrio —Silvano pasaba el vaso de una mano a la otra, lo que le impedía soltarse en sus ademanes—. Encima, apareció el ministro de Cultura hablando de lo importante que es para Buenos Aires haber recuperado la voz del Zorzal, bla, bla, bla. Seguro que le entregaron buena plata a ese gil. Y a los que estamos en contra, nos llaman retrógrados.
      El fervor de sus palabras parecía nacerle del alcohol, pero la medida en el vaso no le alcanzaba siquiera para entonarse. Había venido con el entusiasmo a flor de piel, como si hubiera encontrado la aventura de su vida, aquello por lo que valía la pena luchar. Silvano era un tipo resuelto y por demás activo, pero había otra cosa, Miguel lo notaba en sus gestos, en la brillantez de sus pupilas. Parecía que el proyecto del Instituto había surgido para desafiarlo y que él aceptaba dichoso el desafío. No importaba si Gardel salía favorecido o no, Silvano no tenía intenciones de ceder o recapacitar.
      —Vamos a movilizarnos frente al Instituto —Silvano apuró el último sorbo y dejó el vaso sobre la mesa—. Me gustaría que nos acompañaras, aunque sé que sos una persona, cómo decirlo… moderada. Un escritor que compone sus crónicas desde la tranquilidad de su casa, apartado del carnaval del mundo, ¿no es así?
      —En cierto modo.
      —Yo sé cómo podés aportar tu grano de arena.
      Mientras Silvano mencionaba detalles de su plan, iba intercalando comentarios sobre los amigos que ya no estaban pero que, desde el cielo, le daban fuerzas; evocó el apoyo incondicional y fraterno que le brindó a Pascual, un amigo de ambos, en los amargos meses de su enfermedad. "Amargos meses", había dicho Silvano, y Miguel pensó que el adjetivo no era necesario, que el recuerdo adolecía de afectación, como si esas palabras hubieran sido extraídas de un tango mediocre, aunque —estaba seguro— su amigo las había pronunciado desde el corazón. Si parecía irse por la tangente, se debía a que Silvano estaba desarrollando una idea o recurriendo a un modo sutil de pedir o proponer algo. Silvano andaba necesitando que, con palabras de escritor, Miguel denunciara en el pequeño espacio donde colaboraba como redactor, lo que él consideraba una herejía hacia una figura de la talla de Gardel.
      —Mi columna es modesta —aclaró Miguel—. Reseño libros, lo sabés.
      —Podrías tomarte una licencia, ¿acaso no tenés libertad de acción?
Miguel se mandó un trago (el calor le recorrió el cuerpo) y dijo que sí, que lo haría.
      —Sabía que podía contar con vos —Silvano le palmeó el hombro.
      Antes de despedirse, le pidió ir al baño. Cuando volvió, recogió el sobretodo y se quejó de la vejez, de los problemas de la próstata.
      —La salud va y viene —suspiró Silvano, tocándose la panza, como si así pudiera sanar o aliviar, al menos, su gastritis.
      Ya en la puerta, encendió un cigarrillo y le insinuó a Miguel que sería fenómeno si lograba contactarse con revistas o programas de radio que también le dieran un espacio al asunto. Se abrazaron. Al separarse, Silvano juntó las manos del amigo y las envolvió entre las suyas.
      —Me alegró verte —dijo, observándolo como si mantuvieran algún secreto.

Música de acordeón

Norberto Zuretti
Ejercicio

      Los días y sus recorridos se le van repitiendo a Natalia con la exactitud y el perfeccionismo de algún mecanismo suizo de micro ingeniería. La radio reloj que la despierta con el noticiero de las seis, elección forzada porque a ella la música no le sirve para rescatarla del sueño, es más, casi no siente la música y debido a ello es que sintoniza un noticiero, con el que logra un amanecer bastante más pacífico, sobre todo porque cuenta todavía con unos minutos para desperezarse e iniciar el nuevo día. Andrés que rezonga con la luz del velador, pero finalmente se da vuelta, se tapa la cabeza con la almohada y continúa durmiendo. Entonces comienza la rutina de Natalia. Buscar las pantuflas, encender la cafetera, orinar, lavarse los dientes y la cara, elegir a oscuras la ropa porque Andrés ya apagó la luz, el maquillaje de apuro sentada en la cocina mientras bebe el café, terminar de arreglarse frente al espejo del ascensor con la cartera entre las piernas y el llavero en la boca, las mismas cuadras que la empujan hacia el subterráneo, siempre en el último vagón y en el último asiento, desde donde va reconociendo rostros y personajes hasta llegar al centro, y después del paseo por túneles que se cruzan y bifurcan, la salida a la superficie por la escalera mecánica, las dos cuadras hasta la agencia y su eterna tarea con las planillas y las contabilidades de clientes anónimos y desconocidos que le permiten huir durante nueve horas de su otra vida, la que debería ser la vida verdadera y no la de las rencillas con Andrés, con su negativa a reconocer que ya todo está perdido, sus miedos implícitos y latentes.

      En el tramo final, después de la última vuelta antes de la escalera, en un hueco en la pared de la derecha, está el acordeonista sentado en un banquito de madera, con la gorra en el piso, boca arriba. Natalia piensa que es un virtuoso, tal vez algún músico profesional del interior, que ha venido a Madrid con la esperanza de contrarrestar las escasas perspectivas de su tierra. Suele interpretar música clásica sin apoyo de ningún sintetizador, sin partituras, sin equivocarse nunca. Su rostro curtido reproduce el mismo gesto, forjado por la costumbre y una evidente mueca de resignación. Ella cada mañana echa una moneda dentro de la gorra. Nadie parece hacer lo mismo. El pobre músico, cincuentón, con el pelo negro peinado hacia atrás y un jersey gastado, le sonríe. Ya la conoce.

      Una vez, apenas una semana atrás, ella se detuvo unos segundos delante del músico, recordaba esa primera vez y su necesidad atávica y compulsiva de mostrarle su agradecimiento y darle una limosna. El resto de los caminantes pasaba de lado, ignorándolo, sin mirar, sin detenerse. Natalia venía naufragando a causa de la trifulca de la noche anterior con Andrés. El artista, aquel día, sin hacer caso a su torpeza y a su timidez, sonrió sin dejar de tocar y le dijo en voz muy baja, como si acaso temiera distraer a su acordeón: "Bach". Ella afirmó con la cabeza, le mostró su re-gocijo con una mueca cortés, y añadió orgullosa observándolo desde arriba: "Tocata y Fuga en Re menor". Él asintió sonriendo, sin dejar nunca de tocar, meciéndose suavemente al compás del fuelle, fundiéndose en un solo cuerpo atrapado en las redes de su propia música. Esta imagen le quedó registrada a Natalia a medida que se alejaba. Todavía no era capaz de sentir la música, demasiado acostumbrada a sufrir las grietas de su relación. Por ahora apenas era la danza armónica de los fuelles, una alegría visual de olas que van y vuelven. Natalia nada más distinguía los compases en los movimientos del conjunto. Casi como si leyera.
      Al día siguiente ella volvió a detenerse frente al músico y comenzó a buscar una moneda en la cartera, sin saber que en ese mismo momento iniciaba el rito. El acordeonista dijo: "Zubitsky: Karpatskaya Suite". Y agradeció con la cabeza la moneda que ella embocó en la gorra.

      La vida personal de Natalia se está complicando por estos días, ha discutido con Andrés. Una escena fea. Los viajes rutinarios resultan interminables, la angustia la carcome. Esta mañana el acordeonista interpreta algo muy triste. Ella lo mira con cierta familiaridad, ya comparten un mínimo de códigos; mientras todo su mundo comienza a resquebrajarse, este hombre permanece inmutable, con el mismo jersey, la misma sonrisa, el mismo semblante sosegado y el cuello que hamaca la cabeza en un intento acertado de seguir el subibaja de las notas. "Felice Fugazza: Rapsodia Azul". Ella le deja la moneda, toma las escaleras mecánicas, vuelve la vista para mirar al acordeonista, él toca su música, ajeno al ir y venir de los viajeros, ¿sabrá acaso que ella no es capaz de oír?

      Esta mañana, en particular, es una mañana distinta, Natalia ha roto con Andrés. Fue por la madrugada, una nueva discusión violenta, la última. Él juntó sus ropas en dos bolsos y se marchó. Ella no pudo dormir, se pasó las dos horas que restaban para que la radio se encendiera, dando vueltas en una cama que se le hacía inmensa, dolida por los latigazos cruzadas de sus últimos reproches. No estaba triste, tan sólo algo dolida. Hubo algunos escasos minutos en que el cansancio le permitió al sueño hacer de las suyas, y así Natalia comenzó a sentir algo desconocido, se trataba de una musiquita danzando muy dócil en sus oídos.
Sentada ahora en el último asiento del subterráneo, no aparta la vista del tablero electrónico, cada vez que cambia la publicidad, una nota musical que se cuela dentro de su cabeza le va comprimiendo los pensamientos, no puede olvidar las palabras hirientes de Andrés, sus broncas contenidas, aún se encuentra desorientada como para       imaginar un futuro distinto. Y relajada.
Unos metros antes de llegar al acordeonista, frena el paso para buscar torpemente en la cartera alguna moneda que no encuentra. Justo hoy, que se ha quedado sin nada y necesita a toda costa dar algo, porque así se lo enseñaron, que hay que dar para recibir, y justo hoy. Lucha para abrir el monedero, y cuando lo consigue lo encuentra vacío, ni una moneda, ni un caramelo. Él está tocando una canción suave, muy dulce, y se nota en sus ojos que algo distinto en ella le está llamando la atención.
      “Patrick Busseuil”, le susurra el músico sin dejar quieto el acor-deón que se retuerce muy felino. Ella, distraída, continúa revolviendo la cartera inútilmente. “Patrick Busseuil”, repite él, y se queda esperando unos segundos, hasta que reconoce que ella esta vez no dirá el nombre del tema, “Interlude et Danse”, agrega sin dejar de observarla.
      Natalia desiste, cierra la cartera, se la acomoda en el hombro, y le muestra las manos abiertas y vacías, mientras trata de ocultar la angustia que ahora la ahoga. Se esfuerza para tragar saliva, ensaya respirar hondo y no le sale más que una especie de puchero que, avergonzada, intenta esconder. Una vertiginosa sucesión de notas le dan un alerta. Cuando la imagen del acordeonista se le desdibuja por las lágrimas, baja la vista y, torpemente, sigue caminando. Hay otra imagen que la aterra, pero esta está en su cerebro, es la que verá al regresar por la noche a su vivienda, a su vivienda vacía, a su futuro tan incierto, a un lecho exageradamente grande, a cierta presencia que ya no estará, a tantos olores que persisten.
      Una avispa le zumba en los oídos. A pasos de la escalera que jamás cesa de subir, se vuelve, él aún está observándola, con el acordeón dormido sobre sus rodillas. Sin dejar de mirarla, comienza a interpretar un nuevo tema que Natalia reconoce de inmediato en la danza de las manos y los pliegues del instrumento. Pero su asombro es inmenso y lo contiene, hay algo nuevo que la está invadiendo, ¿es una melodía esto que baila en sus oídos? “Marcha Radetzky”, susurran sus labios. La música tiene esa cosa mágica que la eleva, siente que podría llegar volando a la superficie, se deja llevar por violines y una flauta y un trombón, la impulsa una batería y vuela sobre la orquesta. Se resbala por el ronquido de un fagot, asciende con el clarinete, baila con la mandolina. Por primera vez, Natalia comprende el mensaje. Él lo sabe. Hay unos hilos invisibles que van danzando de él a ella y viceversa. Y también hay acordes que les pertenecen, como todos los instrumentos que suenan tan sólo para ellos dos.
      Ahora Natalia está a un paso del músico, es un señor de unos cincuenta años, tiene todo el aspecto de haber vivido tiempos mejores, de haber contado con un público solidario que gozara con su arte. Los dos mueven la cabeza al compás de la melodía que crece cada vez con mayor fuerza. Cómodo en su banqueta, toca únicamente para ella, que va llenando con la música todos los huecos vacíos. Natalia se agacha sobre el acordeonista, le toma el rostro con ambas manos y le da un beso en la boca, dura apenas unos segundos que parecen eternos, se les quedan pegados los labios cuando se separan, brilla la música en el hilito de saliva que parece retenerlos. Hay una paz enorme en los ojos del artista cuando ella prosigue su cotidiano recorrido. Estira nuevamente el fuelle del acordeón, ella acaba de ingresar a la escalera mecánica.
      “Fugazza”, dice él en voz alta.
      Natalia apenas se vuelve para sonreírle, mueve los labios pausadamente, puede leerse que dice: “Farfisino se divierte”. Un enjambre de mariposas saltarinas se le acercan, antes de que el otro cielo se la devore. Y la flauta dulce y los timbales, el bajo, el clavicordio y la pandereta, el acordeón, toda la música se va con ella.

Ella y ella

Montse Villares


      - Antonio, despierta, abrázame.
      -¿Qué te pasa?
      - He tenido un sueño muy raro. Creo que voy a morir.
      - ¿Y eso?
      - No sé. No sabría explicártelo. Todavía me late el corazón a cien por hora. Pon la mano aquí. ¿Ves?
      - Sí. El corazón está acelerado. Es normal si estás asustada. ¿Quieres contármelo?
      - ¿El sueño? No sé. Es difícil de… No sé muy bien como empieza, sólo sé que estoy conduciendo y una mariposa negra se mete entre mis ruedas y yo paro el coche y me bajo y en vez de la mariposa, he atropellado un cuervo y…
      -¡Ves como no es para tanto! Sólo has visto un pájaro muerto.
      - No Antonio. Lo más raro es que yo era esa mariposa y ese cuervo. Se que voy a morir. Por favor Antonio, tengo miedo, no quiero conducir. ¿Te importa si hoy conduces tú?
      - No. No me importa

      Un poco más tranquila se metió en la ducha mientras Antonio preparaba el café y las tostadas. Se intercambiaron un beso en la mejilla al cruzarse. Ella cubierta con una toalla se dirigió a su cuarto para vestirse mientras era el turno de Antonio. Tras una ducha y un afeitado rápido, la vio envuelta en un vestido de gasa negro.

      - ¡Qué guapa te has puesto ¡ ¿Ese vestido es nuevo?
      - No hombre. Es el de la boda de Fermín.
      - Y te has pintado ¿tienes alguna visita importante?
      - He pensado que ¿para qué lo quiero en el armario?

      Tras el desayuno se dirigieron al parking. Marisa le entregó las llaves a él.

      - Conduciré si tú quieres. Pero créeme, es mejor que te enfrentes hoy a tus miedos. Sino mañana tampoco querrás, ni pasado, ni al otro. Además yo me apeo antes.
      - Tienes razón. Como siempre.

      Ella aquél día sacó el coche del parking con sumo cuidado. Despacio miró a ambos lados antes de salir y siguió conduciendo con precaución. No se pasó ningún semáforo en ámbar. Cedió el paso a los peatones en todos los pasos cebra. No hubiera tenido problemas aquél día para sacarse de nuevo el carnet de conducir pensó Antonio pero no dijo nada. Sabía lo aprensiva que era y si le pasaba cualquier cosa conduciendo era capaz de no coger el coche nunca más.

      -Antonio ¡un coche fúnebre¡
      -También tendrán que circular ¿no?
      - Viene para acá. ¿Qué hace ese loco? ¡Se me echa encima¡-ella se arrimó a la derecha todo lo que pudo mientras el conductor del coche fúnebre dio un volantazo a la izquierda. No se detuvo. Marisa sí. Se ahogaba. Había cogido mucho oxígeno de golpe.
      - Marisa ¿estás bien? –Ella no podía contestar, ahora sólo tosía.- No ha sido nada. No nos ha dado. Ahora respira hondo. Despacio. Otra vez.
      Los coches parados detrás de nosotros empezaron a adelantarnos por el otro carril. Al pasar curioseaban, y luego seguían.

      -Marisa ¿di algo?
      -¿Dónde estoy?
      -Aquí. Conmigo.
      -¿Qué hago aquí? ¿Y tú…? Yo seguía al coche…-Encendió el contacto e hizo un cambio de sentido.
      -¿Dónde vas?
      - Sigo el coche.
      -Déjalo. Vamos a llegar tarde.

      Ella siguió conduciendo sin oírle. Se dirigió al cementerio. Allí paró y se bajó.

      -Marisa ¿dónde vas?

      Ella no le escuchaba. Se mezcló entre los familiares que acompañaban el ataúd. Los miraba a la cara. Los saludaba. Algunos le devolvían un cortés saludo. Otros no, molestos que una desconocida les interrumpiera en aquél momento de dolor y volvían la mirada húmeda al suelo. Llegó el ataúd al nicho donde fue colocado y los operarios lo tapiaron y colocaron una gran corona de rosas rojas. Y los lloros se elevaron y Marisa, de pronto, se plantó delante de todos y dijo ¿No me veis? Estoy aquí. Soy yo, la Jessy.

      Un operario se acercó a la madre de la difunta y le preguntó ¿la conoce? Ella negó entre sollozos. El operario la cogió del brazo y le pidió que la acompañara a la puerta. Ella se soltó y salió corriendo. Antonio la siguió y la encontró, acurrucada en un rincón, llorando.

      - Marisa ¿qué te pasa? No entiendo nada. ¿Les conoces?
      - ¿Me conoces tú?
      - Claro Marisa. Te has llevado un buen susto. ¿Sabes que vamos a hacer? Vamos para casa y te acuestas un rato. Yo llamaré al trabajo y diré que hemos tenido un accidente. ¿De acuerdo? Pero ahora conduzco yo ¿eh?

      Ella, desmoronada, se dejó hacer. Le ayudó a subir al coche. Le puso el cinturón. Se dejó llevar y en casa se acostó tal cual, sin quitarse el vestido. Antonio no la quiso incomodar. La dejó descansar. Durmió todo el día. Era casi de noche cuando despertó.

      -¿Dónde estoy?
      -Estás en casa.
      -Ésta no es mi casa.
      -Es nuestra casa.
      -¿Dónde está el baño?
      -Aquí, saliendo a la izquierda.

      Antonio empezó a preocuparse. Quizás tendría que haberla llevado al hospital. Igual se había dado un golpe en la cabeza. Un agudo y estridente chillido le sobresaltó y de un brinco alcanzó al lavabo.

      -Marisa, ¿qué te pasa? ¿qué tienes?
      - ¡Ésta no soy yo¡ ¡Ésta no soy yo¡ ¡Ésta no soy yo¡
      - Marisa, por favor. Me estás empezando a asustar.

      Era ella la que estaba aterrorizada, pálida.

      -Voy a por un vaso de agua.

      ¿Cómo voy a ser yo ésta? ¡Tan vieja! Si ayer yo estaba de fiesta con…fue ayer ¿no? no sé, ¿qué me ha pasado? ¿me he despertado de un coma profundo en un coche? ¿quién es este viejo y porqué me llama Marisa? ¿por qué los míos no me conocen? ¿cómo me van a conocer con estas pintas? A ver, Jessy, piensa… si tú tuvieras la edad que tiene la del espejo… ¿Cuántos años tendrá?...

      - Oye ¿cómo te llamabas?
      - Antonio.
      - Pues, eso, Antonio ¿cuántos años tengo?
      - Cuarenta y seis. ¿Por qué me haces éstas preguntas? No recuerdas mi nombre ni tu edad. Mañana vamos al médico y que te mire bien.
      - Sí, Antonio, lo que tú digas. ¿Tengo algún tejano?
      - Sí pero tú no te lo pones nunca.
      - ¿Dónde?
      - En el armario, abajo. Doblado junto a los jerséis de invierno.

      Entonces fue cuando se confirmaron sus sospechas. Esa seguro que NO era su habitación. Dejando de lado la colcha en tonos rosas y los angelitos que le sonreían desde un cuadro colgado en la pared, fue al abrir el armario cuando lo supo. Ése orden no era propio de ella. Aquellas columnas del mismo tamaño, esas camisas tan bien planchadas y colgadas cada una en su percha. Eso no lo había hecho yo. Aunque quizás fuera él. Y la ropa… aquélla ropa no se la pondría ni de coña.

      Encontró los tejanos y una camiseta azul; negra no había ninguna. Iba a preguntarle a Antonio donde guardaba los sujetadores pero la expresión que se había instalado en sus ojos de no entiendo nada le hizo buscar entre los cajones. Acertó. Los sujetadores en el primero y las bragas en el segundo. Iba a quitarse el vestido pero Antonio seguía sentado en la cama, con la mirada perdida, sin entender que ella no era Marisa, que no podía comportarse como ella. Empezó a desabrocharse la cremallera y se la habría quitado, sentía que no le importaba que la vieran desnuda, pero ¡es que podría ser su padre!. Así que agarró la ropa y se metió en el baño. Sí una ducha le sentaría bien. Al salir Antonio seguía con la mirada clavada en el mismo punto.

      -¿Y las llaves del coche?
      - En el bolso, en la entrada, como siempre. ¿Es que piensas ir a algún sitio?
      - Sí. Necesito que me dé el aire.- dirigiéndome a la puerta.
      - Conduzco yo, entonces. Sabes la amnesia se puede curar…

      Jessy ya no le oyó, había cerrado la puerta.

      En el portal abrió el bolso. Encontró un DNI en el monedero. Lo leyó y releyó.

Nombre: Maria Isabel
Primer apellido: Benítez
Segundo apellido: Lara
Nació en: Barcelona el: 22-08-1961
Provincia: Barcelona sexo: M-F
Hijo/a de: Ramiro y Carmela
Domicilio: Crer. Santa Teresa 29 3 1
Localidad: Barcelona
Provincia: Barcelona

-No soy yo, no soy yo.


      Se giró y comprobó el número del portal: 29. Sí. Esa era la dirección. Siguió indagando: había 70 Euros. ¡Bien! Los sacó y se los metió en el bolsillo. Acto seguido buscó las llaves del coche… y el coche ¿dónde estará? ¿qué modelo era? Era blanco, viejo y tenía colgado del retrovisor un ángel. No podía estar muy lejos. En efecto, a la vuelta de la esquina lo encontró. Metió la llave, abrió y se sentó dentro. Buscó un cigarro pero no lo encontró. El cenicero estaba vacío y se rió. Rió con ganas, cada vez más fuerte. Era otra prueba de que ella no era Marisa, pero ¿quién le iba a creer? Necesitaba más pruebas. Arrancó el coche y se dejó llevar por su instinto. Salió de la ciudad y cogió la autopista. Tomó una salida, sin saber porqué. Paró, era en un polígono industrial. Parecía que no había nadie. Recordaba aquél sitio pero lleno de gente, con música a todo trapo, muchas voces y risas amortiguadas por el volumen de los altavoces de lo coches abiertos. Podía verlos… pero allí había silencio. ¿Qué hacía ella allí? Se esforzaba en ver las caras, pero se le mezclaban.

      El petardeo de un Peugeot trucado rompió el hilo de sus pensamientos. Del coche salió un chico que impregnó el aire de música máquina. Subió la persiana de una nave y se coló dentro. Le siguió. Él podría ayudarle. Sus pasos no se notaron bajo los decibelios y él se asustó; no esperaba a nadie aún. Su aspecto externo tampoco ayudaba, - pensó ella mientras se le acercaba.

- ¿Qué buscas?
- ¿Me conoces?
- No. ¿Debería?
- No, claro, a mí no, pero quizás conozcas a la Jessy.
- Quizás.
- Venía por aquí. Hace días que no la veo.
- …

Ella improvisaba mientras él llenaba las neveras:


      - Unos veinte tacos. Así de alta; pelo negro, flequillo corto, ojos verdes y un piercing aquí -señalando el labio.
-       Hay muchas tías así. No puedo ayudarte. Y ahora es mejor que te marches.

      Regresó al coche abatida. Apoyada sobre la puerta intentó tragarse la rabia que sentía. No se iba a dar por vencida. Quería recuperar su vida.

      Al cabo de un rato empezaron a llegar coches. Ninguno le era familiar. No quería que la tomaran por loca así que esperó una señal. No sabía exactamente el qué, pero esperó. Sentía que estaba en el lugar adecuado.

      Por fin supo qué hacer. Vio aparecer, a Tania y Eva junto con Jona, Christian y Dani. Sí los conocía a todos. Las ganas le pudieron más que la cabeza y se acercó irreflexiblemente al grupo. Afortunadamente ellos estaban discutiendo sobre la potencia de los amplis…

      - Hola.

      Por respuesta un ligero movimiento de cabeza hacia arriba.

      -¿Qué tal?
      - ….
      - Eva ¿no me contestas?
      - ¿Yo a ti te conozco?
      - Tía, sí, ¿es la del cementerio?-y dirigiéndose a la recién llegada- ¿qué haces aquí? ¿nos sigues o qué?
      - No. No. – No sabía qué decir. No se había preparado para esa reacción. Entonces intentó ganar tiempo.- Sí soy amiga de Jessy.

      -¿Tú? Y ¿cómo te llamas?
      - Marisa- mintió.
      -Pues a mí no me ha hablado nunca de ti. ¿Y a ti?- dijo dirigiéndose a Tania.
      -No, a mí tampoco.

      Se estaba metiendo en un berenjenal del cual no sabía salirse. ¿Cómo iban a creer sus amigas que aquélla vieja fuera amiga suya? Además ellas lo hacían todo juntas.

      - Coincidimos en un chat… hace unos días que no se conecta, ni responde mis mails… y… leí lo de su muerte, sí eso fue lo que pasó,… – sus caras pasaban del desconcierto al asombro- no sabía a quien acudir… quien pudiera explicarme qué le había pasado.

      -¿Y cómo nos has localizado?
      - Una foto. Jessy me mandó una foto en la que salís las tres, una en la playa…
      -¡Jo! ¡Qué fuerte!
      -También me contaba dónde salíais…- ahora con más aplomo.

      -¿Quién es esta pava? ¿os molesta o qué?
      -No. Ya se va.

      - Es mejor que te vayas. Aquí cantas…- le susurró Eva.

      Regresó a su coche esquivando gente y peleas. Se hundió en el asiento. Veía ahora aquello como algo lejano y sin sentido. Alguien se le acercó y repiqueteó en la ventana para que abriera. Lo hizo. Era el Manu, que le ofrecía pirulas. Dos por cincuenta.

      Tragó las dos pastillas a la vez. En cuanto empezó a notar el subidón, salió del coche y empezó a moverse como una peonza tropezando con unos y otros. Alguien la hizo parar. Vislumbró al fondo a sus amigas.

      - ¡Eh! ¡Tania! ¡Eva! –gritaba mientras deambulaba en su dirección- dejad esos memos y vamos a bailar.
      - ¡Vete¡-chilló ésta vez Eva.
      - No. Vámonos. Deja a ese imbécil de una vez. Se lo hace con todas.
      - ¡Que te abras!- la Tania intentó alejarla.
      - Se lo montó con la Desi la semana pasada.
      -¿Qué te inventas?
      -Eres sorda o ¿qué? ¡Largo de aquí, vieja¡
      - Te llevó a casa y volvió a por la Desi. Les vi en el parking.
      -¿Cómo sabes tú eso? ¿También conoces a la Desi?
      - ¿No te digo? Yo estaba con el Fran. Y el cabrón del Kevin zuuummmm derrapando… montando el número, como siempre… Y le ví, se lo hizo con la Desi.
      - Pero ¿tú quien eres?
      - ¿Quien voy a ser?… la Je…

      Cayó redonda. Cuando llegó la ambulancia la encontraron tumbada. Su cuerpo se convulsionaba.

      Antonio, frente al médico de urgencias, seguía sin entender nada.

      - ¿Qué Marisa ha tomado drogas? ¿Están ustedes seguros? Repitan las pruebas, tiene que haber un error.
      - Las pruebas están bien.
      - La habrán engañado, seguro. ¿Quién habrá podido ser capaz…?
Cuando despertó le vio a su lado, sentado, cabizbajo, sus manos sostenían la cabeza que parecía pesarle mucho.
      - ¿Dónde estamos?
      - Marisa, ¡has despertado! ¿Estás bien? Espera voy a buscar una enfermera. ¡Enfermera! Venga, por favor, se ha despertado. Mi mujer se ha despertado.
      - Antonio, no armes tanto alboroto. Ya vendrá.
      -¿Estás bien?
      - Sí. Me duele la cabeza de tanto dormir, creo yo. ¿Ya es tarde no?
      El la miraba con asombro.
      -¿Seguro?
      -Sí, claro. Sólo me duele la cabeza.
      - Y a ti ¿qué te pasa?
      - Nada.
      - No me mientas.
      -¡Buenos días Marisa!, ¿Cómo se encuentra?- Preguntó mecánicamente el doctor mientras leía los papeles que le facilitaba la enfermera.
      - Muy bien. Ahora se lo comentaba a mi marido. Estoy como si hubiera dormido una semana o más.
      - ¿Qué es lo último que recuerda? – preguntó el doctor mientras le examinaba las pupilas, primero una, luego la otra.
      - El accidente. Bueno no fue un accidente del todo. En fin, cuéntaselo tú, Antonio. Aquél coche casi se nos echa encima, aunque al final no fue nada. ¿Tú no te hiciste nada? Cuéntale. ¿Cómo se puede conducir así un coche fúnebre? Antonio, ¿a que fue así?
      - Eso fue el jueves.
      - Marisa, ¿no recuerda usted nada de lo que pasó después?
      - No. Sólo la sensación de que me faltaba el aire. Y después, supongo que debí desmayarme. Por eso estoy aquí ¿no?
      - Los resultados de la resonancia magnética no son concluyentes. Las imágenes son borrosas. Se ha debido estropear –comentó mientras anotaba algo en una hoja que le dio a la enfermera y añadió antes de salir- Lo más probable es que no sea nada y que recupere la memoria cuando haya pasado el shock, pero haremos un Tac, prefiero descartar cualquier lesión oculta.
      - ¿Qué ha querido decir el doctor? ¿Cuánto tiempo ha pasado?
      - Tres días.
      -¿Qué?
      - Y eso no es todo. Te despertaste al día siguiente y te comportabas de una manera muy rara. Como si no fueras tú.
      -¿A qué te refieres?
      - Sí. No me reconocías. No parabas de repetir ¡esta no soy yo! o algo así.
      -¿Qué dices?
      - Me preguntabas dónde tenías la ropa, las llaves, todo….
      - No me lo puedo creer. Lo habrás soñado. ¿Te diste algún golpe?
      - Yo tampoco me lo creería, pero es verdad.
      -¿Cómo va a ser verdad? ¿Cómo no iba a conocer yo donde guardo mi ropa?
      - Eso, tu ropa, mira ahí. Me pediste unos tejanos ¿los ves?
      - ¿qué hago yo con tejanos? ¿y mi vestido negro?
      - Y hablabas distinto. No sé… como si fueras otra persona.
      - Me estás asustando.
      - Los médicos seguro que encuentran alguna explicación. Algún término médico larguísimo, de esos que sólo ellos entienden. Ya verás. Ahora que has vuelto todo irá bien.

      Decidió no contarle lo de las drogas. Al menos de momento.