sábado, 16 de febrero de 2008

Dorso de mano

Marta Iris Díaz Gioffrè

      Lo que paso a narrar fue referido por una persona de mi máxima confianza durante nuestra trigésima reunión de exalumnas y nada me hace dudar de la veracidad de la relatora y su relato. Jamás había terminado una velada sin que interrogáramos a María Pía sobre algún caso famoso relacionado con su profesión. Como médica forense de la Morgue Judicial su memoria abundaba en anécdotas: el caso García Belsunce, el asesinato de Carlitos Junior, las manos de Perón. Aquella noche convino en relatarnos un hecho que, según dijo, conservaba para ella un valor enigmático. Nos acomodamos a su alrededor dispuestas a escucharla y a pedir detalles.
      –– En 1968 ––arrancó con su voz doctoral–– Anatomía tenía anotados para la primera fecha de exámenes más de cien alumnos. Sin miramientos nos dejaban esperar en las escaleras oscuras, horas, y hasta días. Agotados nos sentábamos en aquellos escalones lóbregos, releyendo en la media luz. Desde hacía meses una extraña alumna buscaba mi cercanía. Entretenida en mis problemas jamás le di pie para charlas y menos para confesiones, además, en su proximidad el tufo hediondo de los preparados cadavéricos se multiplicaba y producía el alejamiento de todos.
      María Pía se silenció unos instantes, parecía clasificar sus recuerdos. La promoción logró contener un murmullo de interrogación, el carácter de nuestra amiga, la “estudiosa” del grupo, permitía creer que era capaz de eludir a cualquiera. Con esfuerzo la dejamos reanudar su relato.
      –– En esos días de espera todo parecía tenso y la atmósfera se prestaba al secreteo, el miedo a fracasar nos producía cólicos. Sentíamos terror de olvidarnos las cajas de disecciones, los guantes de látex, o de perder las hojas de repuesto del bisturí. Yo hubiera escuchado cualquier cosa que me distrajera de la repetición de los pares craneanos o las ramas de la arteria maxilar superior. Todo contribuyó a que le prestara atención aunque me parecía francamente desagradable, noté que sus labios, delgados, se crispaban y los colmillos superiores, demasiado grandes para su boca, quedaban expuestos cuando la cerraba.
      Debo reconocer que mis compañeras y yo, impactadas por la descripción, hervíamos colmadas de preguntas, la misma curiosidad nos obligó a mantenernos calladas. María Pía continuó.
      –– La muchacha extraña se acercó hasta que su barbilla rozó mi hombro y dijo en voz baja: «hace meses que deseo hablarte». Yo retrocedí un paso y la miré de frente, con el rabillo del ojo vi el brillo de la caja de disecciones, tintineaba en el bolsillo derecho de su delantal. Ella acortó el paso que yo había alargado y volvió a cuchichear en mi oído: «sé que pasaste con buenas notas el período de disecciones, no es mi caso, aunque no por falta de estudio».
      La muchacha rara comenzó a tener para nosotras la consistencia tirante de lo temible.
      –– No me quedaba otro remedio que preguntarle qué había ocurrido ––expresó nuestra amiga levantando la voz––, ella, entonces, se acercó más al rincón donde yo repasaba los textos. El hedor fétido del formaldehído que emanaba se incrustó en mi nariz. «Habrás aprobado de cualquier modo o no estarías acá», la interrumpí casi sofocada, pero se desentendió de mi brusquedad y siguió: «como primera tarea me tocó disecar dorso de mano derecha en el cadáver de un N. N. recién traído, como éramos tantos debí compartir un campo tan pequeño con Daniel Garra» « ¡Justo con Don Tembleque!» Se me escapó esta exclamación porque nuestro compañero padecía un parkinsonismo congénito que no lo dejaba parar. «Exacto, creo que fue mala voluntad del Ayudante de Cátedra, sin embargo terminábamos bien nuestro trabajo cuando pasó lo inevitable: su bisturí atravesó mi guante». «¡Eso es grave!», le grité sorprendida, había despertado mi interés. «Mucho, aunque no en el sentido que estás pensando. Enseguida me atendieron y la misma cátedra me proporcionó lo necesario, antibióticos y la vacuna antitetánica; dos semanas después terminó la infección y comenzaron mis desgracias».
      María Pía detuvo su relato y sacudió la cabeza, no sé qué le molestaba. Nosotras queríamos que siguiera y en adelante nuestra amiga no volvió a interrumpirse, como si lo que expresaba poseyera un ritmo interior apresurado.
      –– Me chocaron sus palabras, me pareció que trataba con displicencia a su accidente, pero no llegué a decir nada, ella se pegó a mí y continuó: «al principio creí que me había contagiado los temblores de Daniel, no podía sostener el bisturí y las pinzas, ni siquiera lograba sujetar los cubiertos». «Pero los temblores de Daniel son congénitos, ¿cómo podrías contagiarte?», argumenté pensando que iniciaba una discusión. «No terminó allí la cosa, mis padres me llevaron a un especialista que adjudicó el problema a mis nervios y me medicó». Mientras ella seguía hablando observé su caja de disecciones, se movía con sacudidas tan fuertes que el barullo de los instrumentos que guardaba reunía la atención de los alumnos cercanos. Quise consolarla pero me dirigió una mirada atormentada: el olor mefítico de los preparados cadavéricos se instaló con densidad entre nosotras. « Nada de esto es comparable con lo que voy a mostrarte y te ruego que no me rechaces».
      Aquí nuestra amiga bajó la vista y el tono de voz, nosotras pendíamos de sus labios:
      –– Sacó despacio la mano derecha del bolsillo de su guardapolvo y vi que a pesar del verano la llevaba enguantada, no pude evitar un gesto de sorpresa, ella insistió: « no te asombres por lo que vas a ver». Con suma delicadeza se quitó el guante con la mano izquierda y me mostró el dorso de su mano derecha, monstruosamente enrojecido y perfectamente disecado. En ese momento escuché mi nombre, pegué un salto y entré en el salón de exámenes. Cuando salí la busqué por todos lados, pero no volví a saber de ella.
      Nuestra amiga suspiró y entornó los ojos, ensimismada. Esa noche concluyó entre cuchicheos sigilosos sin que nadie se atreviera a pedirle detalles como en otras reuniones, no tanto por la extravagancia del relato como por la turbidez de su mirada, por lo general despejada e inteligente. Por su parte ella se sentó en un rincón y no volvió a despegar los labios. En los años siguientes no concurrió a las reuniones de exalumnas, sus evasivas no me engañaron, pero tampoco supe descifrar la verdad.

Edición digital de un video sobre un cuento de Cortázar

Norberto Zuretti

      Hay ocho monitores que se encienden al mismo tiempo.
      En el primero, por el lado izquierdo de la pantalla aparece una mujer caminando, por el lado opuesto un hombre, en vistas sucesivas se cruzan sin mirarse.
      En el segundo monitor una mujer camina por la calle, de noche, podría ser la misma mujer de la escena anterior.
      En el tercero se aprecia una lenta vista panorámica y detallada de un living, con detalles en primerísimo primer plano de los objetos propios del lugar.
      En el cuarto un hombre relativamente joven, tal vez el que apareció antes, camina por calles oscuras; fumando, en un momento parece ver a alguien y comienza a acercarse.
      El siguiente muestra a un hombre mayor sentado de espaldas en un sillón, leyendo una novela. Se encuentra en el mismo living del tercer monitor.

      En el próximo y en primer plano, unas manos femeninas retiran un arma del cajón de un escritorio. Se repite la toma con distintos enfoques.
      En el séptimo el hombre joven se acerca a una vivienda, se está ocultando, espía por la ventana, vuelve a acercarse, abre la puerta, en su mano brilla un revolver.
      La octava y última pantalla titila en blanco.
      Las imágenes se suceden y reiteran muda y despiadadamente en los monitores, conformando o deconstruyendo una historia que, ante los ojos del operador y de tanto repetirse, cada vez dejan de ser meros hechos aislados e inconexos, en cierta forma es como si se ablandaran y así permitieran vislumbrar elementos en común más allá de posibles coincidencias, algún remoto sentido no totalmente develado, las manos del sexto monitor que retiraron el arma del fondo de un cajón casi seguramente corresponden a las de la mujer que en la segunda pantalla camina de noche por una calle y pareciera distraida, mujer que curiosamente le hace recordar a su propia esposa, así como el rostro de otro de los personajes le parece sumamente conocido a pesar de no ser capaz de identificarlo. Casi todas las tomas de exteriores son nocturnas.
      Un cliente muy codiciado le había traído las cintas, encargándole que armara la historia como a él se le ocurriera, volvería a retirar el trabajo al anochecer. Así que encendió los equipos a primera hora de la tarde, considerando que la tarea no sería tan compleja, ni comparable al esfuerzo de editar un largometraje, o una publicidad, o un videoclip. El pensó que se trataría de una prueba, de comprobar su capacidad interpretativa y analítica para posteriormente encargarle algo de mayor envergadura. Ni tuvo tiempo para imaginar por qué razón el octavo archivo se encontraba vacío y chisporroteaba burlón en uno de los monitores. En las primeras recorridas individuales, las piezas no lograban asimilarse a ninguna estructura. Desde que comenzó a estudiarlas en simultáneo, su cerebro se permitía establecer relaciones, le parecía recordar hechos semejantes en algún texto literario, pero sin recordar al autor ni a la obra. Evidentemente, la mujer –generalmente en sombras- siempre es la misma mujer, una mujer que cada vez más le hace recordar a su propia esposa, una mujer que se cruza con el tipo más joven, es evidente que actúan como si no se conocieran ¿Quién es el personaje que se encuentra leyendo un libro? ¿Existe una relación entre el hombre y la mujer que se cruzan por la calle? ¿Ella le entrega algo al momento de cruzarse? ¿Será acaso el arma que unas manos continúan retirando de un cajón en el sexto monitor...?
      Suena el timbre y, todavía pensando en las distintas alternativas, se levanta convencido de que su cliente adelantaba la hora de visita. Al abrir la puerta se encuentra con su mejor amigo que lo mira de forma desconocida, alarmante, algo en su cerebro hace click, pero ya es demasiado tarde. Junto con el sonido del disparo se activa el octavo monitor, primer plano de su amigo disparando, el único sonido de la fimación: un cuerpo que cae, el asesino que guarda el arma, se da vuelta y se aleja lentamente.

Telescópico

Carlos


A Julio Ramón Ribeyro


      En el dormitorio de mis padres, a la izquierda de la mesilla de noche, había un rincón con varios anaqueles superpuestos que utilizábamos para guardar un universo de cosas, planchas, zapatos, juguetes, ropa. Estaba tapado por una cortina en la que predominaba el color ocre, con motivos estampados que tardé en descifrar, tal vez porque las figuras se repetían, pero cambiando de posición, de manera que unas fueron impresas verticales, otras horizontales, otras invertidas; así que unas veces parecían seres malignos y lánguidos, como relojes blandos, y otras, islas de coral en un océano caprichoso. Como fui un niño de salud quebradiza falté al colegio más de lo aconsejable; mi madre, por ser el pequeño y el más débil, permitía que yo durmiera con ella en la cama de matrimonio, aprovechando la ausencia de mi padre, que estaba trabajando en el extranjero.

      Una de aquellas larguísimas y ociosas mañanas de gripe los planetas se alinearon inesperadamente y los dibujos cobraron un sentido preciso, como una fotografía en la cubeta del revelado, de modo que pude descubrir en aquel jeroglífico de tela que los motivos allí dibujados se correspondían con distintos pasajes de El Quijote, salpicados con hojas de roble caídas en desgracia, razón por la cual mi concepción de la novela de Cervantes, y tal vez de toda la literatura, ha tenido desde entonces como portada una cortina ocre detrás de la cual se oculta un mundo variopinto. Pegado a la estantería teníamos un armario de tres cuerpos en madera colonial, con grandes puertas convexas donde las vetas de la madera dibujaban también desmayadas sonrisas y ceños fruncidos.

      En casa vivían además mi hermana Olga, que era tres años mayor que yo, y mi abuelo Lucas, prejubilado por enfermedad, que se pasaba el día contándonos batallas de la república y de la guerra. Era viudo y se había quedado fondeado en el pasado, reviviendo una y otra vez los primeros veinticinco años de su vida. A veces nos hablaba de unos hijos que yo nunca conocí y de los que él también había perdido el rastro. El armario ropero de mi madre tenía una puerta que cerraba varias estanterías donde ella apilaba sábanas, toallas y jerseys. Las otras dos puertas permitían que un niño de mi estatura entrase de pie y, tras cerrar desde dentro, se quedase a oscuras acompañado por la inquietante y áspera presencia de los abrigos, escuchando la propia respiración como si fuera ajena y sintiendo zumbar clandestina la mórbida soledad de la adolescencia.

      Pasaron los años, A los dieciocho contraje la tuberculosis. Ocurrió que durante la convalecencia de mi larga enfermedad un día descubrí, sin moverme de la cama, que la trasera de aquel armario era una puerta corredera que daba a un solar donde brillaba un sol deslumbrante. Yo entraba al armario, salía por el lado del solar, doblaba la primera esquina y me perdía en una ciudad de provincias donde tuve ocasión de encontrar amigos, campos de fútbol con hierba, y hasta novia. Mi novia era una chica mayor que yo, culta, pálida, gafotas y obsesionada con el paso del tiempo. El día más hermoso fue aquel en que nos tomamos de la mano, nos sentamos en el pretil de granito del campo de fútbol y me besó mientras que el equipo de solteros goleaba sin asomo de piedad a la desastrosa formación de los casados. Era verano, lo sé porque recuerdo que mi chica llevaba un vestido con unos tirantes mínimos; sacó de su bolso un pintalabios de un rojo incendiario, un espejito con tapa lacada en negro, y se puso a pintar los labios con una coquetería que trazó una distancia insalvable entre nosotros, mientras decía:

      —Qué bonito sería si el tiempo se pudiera meter en un congelador. Los cuartos de hora comenzarían a hacerse deliciosamente largos, el fluido del que están hechos ganaría paulatinamente en consistencia, adensándose, solidificándose, hasta que cada minuto de su composición adquiriese una naturaleza pétrea de bordes definidos, pulida, grisácea. ¿Cómo que por qué grisácea? ¿Se te ocurre otro color para los minutos? Qué bonito sería, digo, que nos fuera posible parar de vez en cuando el caudal de arena en su caída, y conseguir que los pasos de la gente se fueran ralentizando, y todos adoptasen una actitud embebida, estática; y que los niños quedasen abrigados por el calor interminable de sus padres, y los amigos acodados felices en la mesa de un café, y los novios abrazados por muchísimo tiempo. ¿Sabes?, te parecerá pedante pero siento al tiempo como un enemigo implacable. Una vez preguntaron a El Viti en qué pensaba el torero cuando empezaba el paseíllo. ¿Imaginas lo qué contestó el diestro? «Pienso que ojalá no se acabara nunca». Pues así, también a mí me gustaría tener la potestad de alargar el tiempo a mi gusto, eternizar los momentos hermosos, arrebatar los malos ratos, gobernar las manillas del reloj con la mirada. ¿De qué te ríes? ¿Mis labios? ¿No te gustan? Bah, qué naturalidad ni naturalidad, una mujer siempre tiene que pintarse para sacar lo mejor de sí misma. No seas antiguo, flaco; esa es también una batalla que librar contra el tiempo. Una vez fuimos una amiga y yo a los Pirineos, alguien habló del Monte Perdido y nos gustó tanto el nombre que nos pusimos en camino. Costó lo indecible llegar al refugio de Goriz, pero una vez allí sentimos un placer casi místico porque el tiempo y el cansancio y el frío parecían haber desaparecido. Dejamos las mochilas en las taquillas y nos dimos el gustazo de tomar un café mirando por las ventanas cómo llegaban cansinos, doblados por el peso de la mochila, los últimos montañeros. Ya de noche cenamos en aquellas mesas alargadas donde los alpinistas ultimaban sus planes para el día siguiente. Ellos subirían al pico y nosotras nos daríamos por satisfechas fotografiándonos con él de fondo. Cuando los últimos comensales se fueron a dormir al piso de arriba los responsables del refugio nos apagaron las luces. Mi amiga y yo nos limitamos a encender las linternas y continuamos charlando de nuestras cosas, y fantaseando con el paso del tiempo, o con la inmovilidad del tiempo, que era más patente en aquellas circunstancias. A media noche se abrió la puerta y entró un soplo de aire helado. Y un montañero. Saludó, se quitó la chaqueta y ocupó nuestra misma mesa; se alumbraba con una lámpara ceñida en la frente. Tenía el pelo mojado, las manos delgadas y nerviosas, los dedos largos, una pulsera hecha con un cordón en la muñeca. Se presentó como guía de montaña y cenó una ensalada con lechuga, maíz, manzanas y nueces. Luego nos preguntó si deseábamos contratar sus servicios para el día siguiente, a lo que accedimos encantadas, pues había algo en la mirada de aquel chico que suscitaba más preguntas que respuestas, y algo en su sonrisa que convertía la conversación en una aventura sugestiva. A la mañana siguiente la verdad es que el guía misterioso había desaparecido, pero esa noche aún mi amiga le preguntó por las escaladas que había realizado, las cordilleras visitadas, los peligros afrontados, los paisajes divisados desde lo alto. El montañero hizo un resumen arrebatado de su prontuario; la frontal nos deslumbraba, pero en sus pupilas adivinábamos, como una cobra aturdida por la música, esa llama que vive en los ojos de los enamorados de su trabajo. Con el mismo raro entusiasmo reconoció haber pasado en ocasiones mucho miedo, por ejemplo un día en especial, ocurrió que en Austria…

      —Cada invierno hay varios días en los que la soledad del aparcamiento de Hagelbach a las seis de la mañana, da un sordo consejo al montañero que llega desde el valle aún de noche, y estaciona su coche junto a la estación cerrada del Standseilbahn. El consejo viene a decir aproximadamente vete a casa, chico, y es desoído invariablemente por los pocos montañeros solitarios que eligen días como esos para probarse. Aquella madrugada apagué las luces y, durante unos instantes, saboreé esa sensación dulzona que supone vencer el bienestar voluntariamente, para afrontar una marcha de más de siete horas en pésimas condiciones atmosféricas. El viento soplaba fuera con verdadera rabia y sacudía de vez en cuando el coche. Aquello era precisamente mi ideal de felicidad: estar tan de mañana solo en la montaña y tener que abrir la puerta. Alargué aquella inquieta sensación de sosiego un rato más, comprobé que mi altímetro marcaba la altitud conocida para la estación del funicular y, al abrir la portezuela, vi cómo el aire casi la arrancaba de cuajo. Con la niebla no servía de mucho la luz de la lámpara frontal, aunque subir por un camino evidente y ya tantas veces transitado no era tarea difícil. El camino discurría a la derecha de las vías, hasta la cota de 1.490 metros en que las cruzaba cerca de la colina de Hochegg, continuaba como un cuarto de hora por la izquierda, para volver a cruzar tres veces consecutivas en uno y otro sentido, acabando nuevamente en el lado derecho de la vía, hasta la estación de Rosshütte, donde moría el tren. De allí partían dos teleféricos, que nunca había tomado y que tampoco ese día estarían en servicio, hacia el Seefelder Joch y hacia el Härmeler. En la cabaña descansaría un rato, comería algo y reanudaría la marcha hacia el Reither, la parte más complicada de la marcha. Cuando la atención que había que prestar al suelo se hizo intensa, decidí que era el momento de calzarme los crampones. ¿Qué? Los crampones, una especie de plantilla metálica con pinchos que se pone debajo de las botas y sirve para no resbalar en el hielo. Al rato comenzó a empeorar aún el tiempo. El viento fue arreciando y estrellaba contra mi cara pequeños proyectiles de hielo. Así que la ascensión se hizo lenta, pesada. Dos horas después dejé a mi izquierda la Rosshüte; la estación parecía un paraje fantasmagórico, abandonado y borroso. Como treinta minutos más tarde paré a reflexionar; encorvado, mirando al suelo para evitar el golpeteo del hielo, pasé revista a mis fuerzas, comparé el panorama con otros similares que había vivido, y decidí que la situación estaba bajo control y que me sobraban fuerzas para acometer la subida al Reither, y para regresar dentro de unos parámetros de seguridad. Saqué de detrás de la espalda el pico, que iba atado a mi muñeca por una cinta plana, para iniciar la travesía del Reither Kar. En ese momento resbaló de mi mano y penduleó con tan mala fortuna que se clavó unos centímetros en mi pierna, junto a la tibia. Al flaquear la pierna derecha, la más cercana al valle, el peso de la mochila tiró de mí hacia el vacío y comencé a caer por la pendiente helada. Era espeluznante el ruido de mi chaqueta sobre el tobogán de hielo. Sentí que caía primero de espaldas, luego boca abajo. Me tapé la cara para evitar el golpe del piolet que, atado a mi muñeca por la dragonera, escuchaba chocar a derecha y a izquierda contra la nieve dura. En la caída me golpeé en un brazo contra una piedra, luego noté que me dañaba también en un pie, y que ese crampón se desprendía de la bota. Traté de agarrar el pico por el mango para usarlo como freno, y en ese momento sentí un fuerte golpe en la cabeza. Luego entré como un proyectil en una zona de nieve blanda donde finalmente quedé detenido. Respiraba con dificultad, con pánico. A causa de la niebla no podía apreciar dónde me encontraba, sólo podía ver la nieve manchada con mi sangre, una mano desnuda que había perdido su manopla, una pierna doblada de un modo anormal y una náusea que se iba apoderando del blanco sucio y frío de la nieve. Cuando recuperé el conocimiento supe que gritar era una pérdida de tiempo y que me congelaría si seguía quieto. Me incorporé como pude y comencé a caminar hacia el valle, aturdido, apoyándome en el piolet y arrastrando el pie derecho. Caminé así durante un tiempo que soy incapaz de precisar, hasta que al través de la niebla pude distinguir una luz, luego escuché ladrar a un perro, luego nada. Al despertar, no lo vais a creer, me encontraba en un salón cálido de algo que me pareció un hotel, me tenían tendido sobre un sofá; un individuo trajeado y una señora con sombrero limpiaban la sangre de mi cara con una esponja y una palangana. «No se preocupe —me dijo el hombre—, ya pasó lo peor». Y, como yo tratara de incorporarme, me mantuvo tumbado en el diván con un gesto no exento de suave autoridad mientras me explicaba:

      —Tranquilícese, soy el director de este hotel. Ha tenido usted un accidente, cosa nada extraña en estas montañas. ¿Caminaba usted solo? Oh, ya sabe que un montañero nunca debe salir solo a la montaña en invierno, es peligroso. En cualquier caso está en buenas manos, aquí tendrá ocasión de recuperarse de sus heridas. Disculpará usted que hayamos cometido la incorrección de mirar sus documentos de identidad cuando lo encontramos, pero era necesario para formalizar su ficha de entrada. Por su pasaporte veo que es usted español, lo que constituye una agradable casualidad pues tenemos aquí otro compatriota suyo, con quien no me cabe duda de que establecerá pronto una fraternal relación. Por mi parte le diré que me llamo Hans y ella es la señora Chauchat, una de nuestras más distinguidas residentes; puede contar con nosotros para todo cuanto necesite. Al principio necesitará probablemente nuestra ayuda hasta adaptarse a la vida del hotel. Este es, como usted irá comprendiendo a medida que le vaya tomando el pulso, un establecimiento... digamos peculiar en el que todos los clientes tienen en común su amor por la montaña. Algunos sufrieron como usted un accidente en ésta o en otras cordilleras, otros, como es mi caso, decidimos ya hace mucho que deseábamos llegar al final de nuestras vidas en un lugar así, apartado del ruido, ajeno al paso del tiempo. Por su cara veo que además de peculiar lo encuentra usted ¿decadente? Sí, tal vez sea esa la palabra, pero indudablemente yo estimo que el término que mejor define la naturaleza de nuestra pequeña patria en las montañas es la palabra «imposible». Un hotel imposible, eso es; parece el argumento de uno de esos cuentos donde se confunde la realidad con la ficción. Sin duda usted conoce alguno de esos relatos, y tendrá ocasión de familiarizarse con muchos otros, porque la convivencia en este hotel se basa en el cultivo de la oralidad. Disponemos de todo el tiempo del mundo, los inviernos son eternos aquí arriba, la niebla con frecuencia difumina el paisaje durante meses, pero el coñac es bueno y el ambiente seco y cálido; las habitaciones, los comedores, los distintos salones son confortables dentro de la sobriedad montañesa. ¿Escucha usted ese piano? Wagner, naturalmente. De modo que hemos creado un ambiente que se presta a la conversación, es nuestro vicio nacional, y permita que utilice un término tan grandilocuente para definir a nuestra pequeña comunidad. Como le decía, saboreamos cada tarde a estas horas el placer de escuchar una buena historia. Hoy es el turno de su compatriota, el señor Jauralde, ese caballero de barba blanca. Por ponerle en antecedentes le diré que el señor Jauralde combatió en el ejército republicano con el grado de capitán durante la desgraciada guerra civil que devastó su país en 1936. Cuando se hundió el frente del Ebro hubo de pasar a Francia, con la esperanza de poder ingresar nuevamente en España por levante. Contra todo pronóstico las tropas españolas fueron desarmadas al cruzar la frontera y recluidas en campos de concentración franceses. El señor Jauralde pasó varios meses prisionero en el de Argelès-sur-Mer, y de esa estancia nos ha referido algunas anécdotas en las que se alternan la decepción, la miseria y, por qué no, también el humor negro. Cuando fue liberado optó por quedarse en Francia y fijó su residencia en Bretaña. Pero las desgracias nunca vienen solas y pronto fue detenido por la Gestapo. Su condición de oficial combatiente al servicio de la República Española le hizo acreedor de un viaje con un destino bastante sombrío: el tristemente famoso K.Z. Mauthausen. Superviviente nato, hombre de una autodisciplina envidiable y de una indudable suerte, consiguió mantenerse vivo hasta la llegada de las tropas norteamericanas que liberaron el campo, y decidió quedarse a vivir el resto de sus días en Austria. En esa inesperada decisión de permanecer en nuestro país intervino sin lugar a dudas su amor por las montañas, y también por determinada joven tirolesa que conoció en los días siguientes a su puesta en libertad. Más tarde, a la hora de la cena, tendré ocasión de presentárselo, pero ahora escuchemos su historia, que promete ser, como siempre, apasionante:

      —Señoras, caballeros, ayer el señor Kauffman dejó muy alto el listón con su excitante relato. ¿Cómo? ¿No se oye? Disculpen. Les decía que el relato que hizo ayer el señor Kauffman, acerca de la vida en esa perdida aldea bávara, nos obligará en adelante a superarnos para tratar de estar a su altura, cosa que se revela como una inútil tarea. Por cierto, estimado señor, no llegó usted a aclararnos ayer si se trataba de un hecho real o nos encontramos una vez más ante un bello producto de su imaginación. ¿Perdón? ¿La diferencia? Pues sí, tiene usted razón, bien mirado la respuesta a mi pregunta carece de importancia. Bien, esta tarde yo les referiré una historia de la que sí deseo adelantarles que es rigurosamente verídica. Es la historia de un camarada de armas; eran los tiempos previos a la guerra civil española, una época caracterizada por una omnipresente tensión social. Aquel hombre se llamaba Lucas Satrústegui y se había afiliado durante la dictadura de Primo de Rivera al recién creado Partido Comunista. Lucas tenía por aquel entonces veinticinco años y dirigía una troika de las MAOC, una organización de autodefensa armada del Partido. Era lo que llamaríamos un hombre de acción. A pesar de su juventud, Lucas tenía ya tres hijos y una mujer de salud delicada que nunca comulgó con sus ideas políticas, pero se entregó con fervor a la causa de sacar adelante a la prole, y simular para su hogar un orden y un sosiego del que no pudo gozar su familia, ni muchas otras que se encontraban en parecidas circunstancias. La guerra comenzó, y obedientes al fragor de pulsiones cainitas, las tropas rebeldes se situaron a la entrada de Madrid; permanecerían allí tres años. Comenzaron los bombardeos de la aviación a la población civil para quebrar la moral de los sitiados; un gran número de niños fueron evacuados de la capital. Para dar ejemplo, los dos mayores de Lucas, quien para entonces era comisario político del Quinto Regimiento, fueron enviados a la Unión Soviética, y la más pequeña, junto con su madre, partió hacia la frontera francesa. Los hombres quedaron en Madrid, dispuestos a resistir fieramente. Una tarde, por la calle, Lucas conoció a una farmacéutica llamada Olga, que pertenecía a una familia de la pequeña burguesía y vivía con sus padres en el barrio de Argüelles, justo encima de una farmacia de la que era titular. Nuestro hombre era un joven arrogante, alto, bien parecido, acostumbrado al mando; ella una mujer que iniciaba la veintena, pálida, femenina, miope, Bien, digamos sin más dilación que se enamoraron. La vida se había convertido en un programa incierto —el frente de batalla estaba tan próximo que los milicianos acudían en tranvía— y la población se acostumbró a vivir como si cada día fuera a representarse la última función: hubo un pacto tácito para no hablar del pasado, no existía sino el presente. Siguieron unos meses en los que aquel amor se hizo un hueco entre el ulular de las sirenas. Con frecuencia Lucas salía con su unidad a otros frentes, estuvo en el Jarama, El Pingarrón, Guadalajara, Brunete, el Ebro... hubo un silencio que se prolongó por varios meses: al regreso de una de aquellas operaciones no volvió a llamarla. Olga supo por algún compañero de milicia que Lucas no había sido herido, consideró suficiente la información, no lo buscó. En los últimos meses de 1938 la situación de la capital era muy comprometida, el final de la guerra podía predecirse sin temor a equivocación, los franquistas acabarían por imponerse en poco tiempo. Sonó el teléfono en casa de Olga, era él, pedía una cita urgente. Se vieron en la calle San Bernardo, ella acudió con zapatos altos y una triste sonrisa miedosa en los labios rojos; él sombrío, buscando en el suelo las palabras justas. Estaba casado, su mujer había regresado muy enferma de Francia, con la hija menor; tenía una infección y necesitaba urgentemente sulfanilamida, el médico de su unidad, amigo y camarada del Partido disponía de la justa para los combatientes, Olga era su única esperanza. La farmacéutica negó con la cabeza, contempló mucho rato los ojos huidizos de Lucas, tragó saliva:

      —Vaya, esta vida se vuelve cada día más sorprendente. Te quedarás viudo si no te ayudo. Sí, ya sé: es la madre de tus hijos. Patético. Cuánto daría por escuchar esa frase refiriéndose a mí. Bien, chico, vamos, ¿cómo detener el curso de las cosas?, la vida continuará a pesar de todos nosotros; en mi farmacia tampoco hay sulfamidas, la guerra arrambla con todo, pero tengo un pequeño almacén en Moncloa donde seguramente encontraremos lo que necesitas. Está en una zona batida por francotiradores, pero si tú me acompañas nos jugamos ambos la vida por tu mujer, de este modo pongo mi granito de locura en este absurdo. Ya, alegra esa cara, palurdo, has conseguido lo que querías: tener dos mujeres tiene sus ventajas. Es una pena que yo no sirva para hacer colección como tú aunque, desengáñate, la vida me lo pone fácil también a mí. ¿Recuerdas el teniente que me presentaste en Atocha? Sí, hombre, aquel que se lamentaba de estar destinado en retaguardia y te pidió que hicieras valer tu influencia para que lo enviaran al frente. Pues resulta que me lo volví a encontrar hace cosa de un mes, estaba contento, le había llegado un nuevo destino. No sé qué influencias tienes tú, evidentemente son importantes si consigues que un hombre cambie a voluntad en medio de la guerra el lugar donde quiere morir. Pero no lo suficientemente importantes para conseguir que conserve la vida tu mujer. En fin, esa es otra historia, un verdadero comunista no tiene familia, su familia son sus camaradas, su familia es la revolución. No tiene familia, pero sí tiene dos mujeres. Ja. ¿Un coche? No, hombre, vamos caminando, pronto empezarán los tiros, la Ciudad Universitaria está cerca y abundan los pacos. Como te decía, me encontré al teniente y era su cara la de un niño tan feliz como asustado; la guerra, el peligro constante, os vuelve críos que necesitáis protección. Me invitó a un café y luego vagamos por la ciudad. Sí, perdona, chico, sí que hace falta que te cuente esto, tómalo como el precio del antibiótico, como un peaje que tienes que pagar por mi ayuda; y también como una pequeña venganza para sentirme mejor. Se le veía agotado, me llevó a su casa. Ajá, ya ves, esto podría ser el comienzo de una traición, pero no, no temas, te fui fiel; qué estupidez. Me llevó a su casa, se derrumbó sobre un sillón y me habló de sus miedos. Te estaba agradecido: le enviaban a la Sierra, a luchar en las montañas; tenía mucho miedo, pero se sentía bien. Me dijo que no tenía aquí a nadie, cosa que probablemente era mentira, y que le haría ilusión que yo fuera su madrina de guerra. ¿Imaginas? Un hombre que puede morir la semana que viene tiene a una hembra en su casa y lo que le pide no es que sea su mujer, sino que sea su madrina. ¿Ves? A veces, sólo a veces, hay algo en los hombres que merece la pena. Me dio la llave de su casa y me dijo que, si me comunicaban su muerte, volviera allí y me llevara todo lo que quisiera de sus pocas pertenencias. Anocheció mientras me hablaba de su madre, de su infancia en Palencia; poco a poco sus recuerdos se hacían más difíciles de evocar, más lejanos, más inabarcables, se quedó dormido en el sillón. En sueños hablaba vagamente de un armario, de un armario que daba a un gran patio con sol. Permanecí mucho tiempo a oscuras, en silencio, viéndole dormir, pensando en ti, en mí, en España, en tantas cosas. ¿Sabes?, aquel teniente era un escritor. Sí, supuse que tú no lo sabrías, ¿por qué habrías de saberlo?, para la guerra eso carece de importancia y de aplicación. Tenía una vieja máquina de escribir sobre la mesa del comedor, con una hoja de papel metida en el carro y otras puestas boca abajo sobre la mesa: había comenzado lo que parecía un cuento. Volví a mi casa y no tuve más noticias de él hasta hace cuatro días. Recibí una carta de un compañero de su regimiento: había muerto en combate. Regresé con la llave que él me había dado y lo encontré todo como lo dejé, salvo que en la mesa, junto a la máquina de escribir había ahora un álbum de fotos; es probable que antes de salir para el frente se sentara a ver por última vez las fotografías. En la papelera había varios folios arrugados. Hojeé su álbum con la lejanía de quien contempla la luz de una estrella que ya se extinguió hace años. No quise llevarme ninguna de sus fotos, ninguna otra cosa de aquella casa. Sólo tomé los folios, los alisé como pude y los metí en el bolso. Era un cuento, aún lo llevo conmigo. He leído el comienzo tantas veces que ya casi me lo sé de memoria: «En el dormitorio de mis padres, a la izquierda de la mesilla de noche, había un rincón con varios anaqueles superpuestos que utilizábamos para guardar un universo de cosas, planchas, zapatos, juguetes, ropa. Estaba tapado por una cortina en la que predominaba el color ocre, con motivos estampados que tardé en descifrar, tal vez porque las figuras se repetían, pero cambiando de posición, de manera que unas fueron impresas verticales, otras horizontales, otras invertidas, así que unas veces parecían seres malignos y lánguidos, como relojes blandos, y otras, islas de coral en un océano caprichoso».

jueves, 7 de febrero de 2008

Tres deseos inconclusos

Fernando Tuñón

Inicio: 28/01/2007

      Busqué un rato en mis bolsillos y encontré algunas monedas. Parado allí, frente a la fuente de la plaza, rememoré mis años juveniles, en los que aún me habitaba algo de candorosa ingenuidad, antes que el oleaje de la vida la ahogara bajo un manto de cinismo y desvergüenza. Pensé un largo rato cuáles iban a ser mis tres peticiones. Hubo un atisbo de arrepentimiento cuando asomó el primero, pero lo descarté de plano. Me sonaba descabellado y totalmente fuera de lugar, a mis años. Arrojé la primera moneda a la fuente, mientras solicitaba que el gran amor de mi vida acudiera a mí esa misma tarde. Me senté en un banco y esperé dos o tres largas horas. Una pareja se besuqueaba impunemente dos bancos más allá, mientras San martín seguía señalando el norte, impertérrito. Ofuscado, volví a la fuente, moneda en mano, dispuesto a formular mi segundo deseo. Mientras volaba aún por el aire, solicité una gran fortuna para mí, la bonanza económica que siempre me había esquivado. Volví a mi banco dispuesto a esperar, mientras la luz del día huía y yo, tan pobre como siempre.
      Los faroles de la plaza de divertían a mis expensas, creando una doble sombra en la vereda con mi contorno, cuando finalmente me incorporé nuevamente, ya casi desanimado del todo, para manifestar mi último pedido.
      Arrojé la última moneda. Aguijoneado por mis fallidas experiencias anteriores, deseé profundamente poseer cuanto estuviera en mi mano tener.
      Un placero se detuvo en su trajín tardío. Me observó un rato con expresión compleja. Finalmente me habló.
      -Sólo funciona con monedas de veinticinco centavos.- Dijo con desgano, mientras señalaba con indiferencia el dispositivo a mi derecha, con una ranura en medio. Caminé por un rato por las calles aledañas, hasta que encontré un oscuro bar donde ahogar mis penas.

Fin: 28/01/2007

viernes, 1 de febrero de 2008

La generación pragmática y la protesta callejera

Marta Iris

      En Buenos Aires se levanta, cerca de la estación de trenes “11 de septiembre”, un edificio incendiado cubierto con flores, cirios y evocaciones. La ciudad tiene los cielos empañados y la agita un ánimo turbulento. Un barrio de comercios descuidados se extiende desde la estación de trenes hasta la Facultad de Medicina. Lo altera el tumulto de una manifestación ruidosa pero sobre todo desdichada: la muerte y el hambre, la desorganización y el soborno, el desempleo y la miseria, tres parejas monstruosas confesaron su amor y parieron sus crías. La ciudad tirita.
      En el edificio de la facultad, detrás de las puertas enormes, casi a punto de bajar las escaleras interiores, se chocan dos alumnos de primer año. En la espalda llevan mochilas con los libros; sobre un brazo, doblado, el delantal blanco; cursan Anatomía. El jovencito, alargado y delgaducho, con el pelo rubio y plomizo de las nieblas porteñas, lo lleva atado en una cola. Ella, una morochita despabilada, suelta su cabello renegrido para que luzca su brillo. En los ojos sostiene un punto apasionado y en la piel exhibe el color cobrizo del lapacho sudamericano. Huelen mal, un olor acre y penetrante a formol denuncia que cursan el período de disecciones. Pertenecen a la generación nacida alrededor de 1980, etapa espinosa para este país. Arrastran los perjuicios de malos gobiernos, algunos ‘de facto’, de la globalización, la mafiocracia y la falta de ética que las generaciones anteriores les legaron. Van ilesos de drogarse por casualidad. Generación perdida pero continuamente recobrada. Para ellos ganar el fin del día es un riesgo y una cumbre; sobrevivir su meta y su apostolado; la ecología su nueva religión, los preservativos un artículo de tocador imprescindible. Pragmáticos por necesidad.
      – ¿Salimos?
      – Me da miedo, la agitación es grande.
      – Subamos a la biblioteca de profesionales, a esta hora está vacía.
      En la biblioteca piden revistas con novedades, para sentirse importantes. El muchacho se desploma en un butacón, ella se quita la mochila con gesto ágil y examina las revistas con curiosidad: ¡GENÉTICA! Y se enfrasca golosa.
      Cuando él logra acomodar su cansancio la reconoce con agrado, pero no recuerda su nombre. Pertenecen a comisiones diferentes. Utiliza para hablarle la voz apagada que la solemnidad de la biblioteca y la aspereza de la bibliotecaria exigen.
      – No sé tu nombre.
      – Porque estoy al final de la lista, Zúñiga, Luján Zúñiga. ¿El tuyo?
      – Adleraugen Pedro, estoy al principio.
      Y se hunden en un cuchicheo clandestino. El lugar, mejor conservado que la biblioteca de alumnos, tiene olor a cuero y cierto aire recatado. La media luz del recinto y el respeto que les impone podan sus frases, pero aunque furtiva, su juventud indiscreta se impone y la chica indaga a su compañero con picardía.
      – ¿Qué vas a seguir cuando te recibas?
      – ¡Falta tanto! Todos me dicen que es muy temprano para pensar en eso.
      – ¿Quién te dice? Nunca es temprano para divertirse fantaseando; yo quiero estudiar ingeniería de sistemas y aplicarlo a las neurociencias.
      –– ¿Otra carrera además de esta? ¡Qué pavada!
      Ella se acurruca en un rincón del sillón gigantesco. Con la cabeza enterrada en la revista, que simula leer, oculta sus murmullos y al mismo tiempo defiende su proyecto. Pedro mira el techo, por fin lanza una pregunta indignada:
      – ¿Tanto te gusta estudiar como para prolongar la agonía de los cursos?
      – No exageres, algunas materias se pueden cursar al mismo tiempo.
      – Un proyecto chiflado.
      Él gira bruscamente la cabeza hacia ella como para aplastarla con algún razonamiento, pero se encuentra con el chistido enérgico de la bibliotecaria. Entonces mira con fijeza la cabellera esparcida que desparrama el charol revoltoso de sus brillos. Se sobresalta y rebulle inquieto en el asiento, habla muy bajo y usa una inflexión irónica.
      – A la Zúñiga no le alcanza con Medicina. ¿Por qué no agregar, para entretener su ocio, alguna materia suelta de Ingeniería?
      Desde abajo de la melena suntuosa sale una voz amortiguada:
      – Estoy cursando desde marzo, asisto por la noche y no me va tan mal. Hoy tengo clase, espero que la manifestación no me haga llegar tarde; ¡Análisis Matemático es un infierno!
      – ¡Estás arreglada! Los familiares de las víctimas del incendio no abandonarán su puesto hasta que la sala acusadora decida si habrá juicio político para el Jefe de Gobierno.
      – ¿Hasta cuando durará tanto alboroto?
      Al muchachito larguirucho se le crispan los maxilares, toma por desinterés las palabras de la muchacha y se lo suelta sin más trámite.
      – A la Zúñiga sólo le interesan sus cosas, quiere estudiar Medicina, Álgebra, ¡vaya a saber que más! Anda curioseando por la Universidad. ¡Total!, paga el pueblo, la U.B.A. es gratuita.
      Entonces Luján, que hasta ese momento transitaba serena por los comentarios de su compañero, esconde su vista empañada, precisa unos minutos para rearmarse, y le incrusta una mirada virulenta. El sonido de sus palabras baja varios tonos, palpita en un matiz contenido y desgarra el aire que los separa.
      – Adleraugen, te hace hablar la envidia, perdí un primo en el incendio de la disco República de Cromagnon, mi familia se la pasa llorando, por eso estudio en la biblioteca, pero sé lo que quiero y nada va a quebrarme.
      Pedro Adleraugen la observa espantado y recobra con urgencia su visión del techo, se estira simulando comodidad y repasa el año, como si pensara que no sabe dónde estuvo. Se pregunta cómo remendar su grosería. La chica retorna a la revista y vigila con insistencia su reloj, un eclipse incómodo baja sobre ellos.
      – Desde la mañana que no como y mi estómago ya gorgotea, ¿no tomarías algo caliente conmigo?
      – Apenas tengo una hora para llegar a la Facultad de Ingeniería, ¿me alcanzará el tiempo?
      – No me preocupa tanto tu clase como los familiares de las víctimas de Cromagnon. ¿Nos filtraremos entre ellos?
      Reanudan su compañerismo sin más explicaciones y salen del salón juiciosamente, como si la vetusta archivera, eterna en sus funciones y en su desconfianza, fuera a retarlos. Todavía los incomoda su cruce de palabras.
      Cuando alcanzan el inmenso hall de entrada ven la calle, bulle y se escuchan estribillos. Ellos contienen sus pasos en lo alto de las escaleras, desde allí ven la perspectiva de la plaza vecina, continúa atestada, los impresiona observar que las cabezas de la gente tienen movimiento de oleaje tormentoso. Se imponen, mezclados, diferentes cantos de protesta. Pedro sacude intolerante su mochila, la maraña de estribillos lo eriza. Luján baja la vista sobrecogida: ¿qué hace el hambre junto a la injusticia? El dolor de esas gargantas es tan cercano y tan extraño, ¿acaso sus tímpanos saciados omiten el hambre desconsolado de esas bocas? Hambre y sed de justicia, está bien, ¿pero también hambre de comida?
      Quizá Pedro y Lujan consideran a la desigualdad como un fantasma lejano o increíble. Una ficción para ver por televisión, tal vez una estadística vergonzosa, pero sin cuerpo ni sustento. Ni siquiera son ignorantes, o desinformados. ¿Incrédulos? Ateos de la realidad.
      – ¿Tu familia está en la manifestación?
      – ¿Estás loco? A mi tía no hay psiquiatra que le alcance y mi tío no volvió a trabajar. Mis viejos mantienen a todos. Ya es muy tarde. ¡Yo necesito asistir a mi clase! No quiero soportar este desorden, es ajeno.
      – ¡Qué ilusa y qué porfiada! Y este movimiento ¿hasta cuándo pensará prolongarse? Voy a acompañarte.
      Entonces Pedro le toma la mano con decisión, ella no desprecia el contacto, y bajan pegados a la pared del edificio. Al muchacho le da ánimo sentirse protector y advertir que ella acepta su protectorado, pero también experimenta temor a los coros imperiosos de la necesidad. Lo alarma el retumbar de los bombos. En una esquina ya no logran avanzar, Luján, dos pasos detrás, queda mal atrapada por varios personajes que saltan impulsados por sus propias causas. Pedro se clava contra el borde de una ochava y con su mano izquierda tironea de la chica.
      – ¡Pedro, se rompió mi mochila!
      – No te pares aquí.
      – Pierdo mis libros, se me cae todo.
      Una oleada humana lo retrocede hasta ella, se miran por primera vez, los ojos oscuros de Luján expresan su falta de costumbre en esas luchas. Él la protege con su cuerpo. Atrapa con un brazo la mochila y con el otro a su amiga. Siguen juntos, apretados, conmovidos. Pedro Adleraugen empuña ancho su coraje nuevo.
      Avanzan unas cuadras, pero la manifestación se prolonga. Todas las injusticias desfilan por la vereda derecha, y todos los agravios irrumpen por la vereda izquierda, y se unen en el centro formando una yunta interminable que reproduce y multiplica sus propios ecos.
      – Pedro, siento que me desmayo.
      – ¡Ni lo pienses! Estoy buscando una salida.
      Le pasa el brazo por las axilas y la lleva arrastrando un tramo, la estrecha con fuerza, ya no es el jovencito delgaducho o el estudiante quejumbroso. Es un hombre contrariado. Su frente transpira y sus cejas fruncidas delatan su desagrado. Luján se deja conducir; ya no piensa en Álgebra, ni en llegar a tiempo a la Facultad de Ingeniería, sólo piensa en agarrarse de su compañero, sus manos se crispan sobre la campera de él. Pero también escucha los cánticos, una realidad que no la deja huir, un dolor que no la suelta. Todo camina: los estribillos, los bombos, las pancartas, las protestas, los familiares de las víctimas con la fotografía de su muerto colgando del cuello.
      Por fin, Pedro entrevé un claro y logra alejarse de la caravana que cede su cerco, entonces sujeta a su chica y la lleva hasta una esquina despejada, para que se apoye contra la pared y él se da un respiro.
      -¿Cómo estás?
      Luján derrama su cabellera sobre el hombro del amigo, tirita acongojada, llora por su primo, por sus tíos, por las ciento noventa y cuatro víctimas fallecidas en la disco República de Cromagnon, sobre todo llora por sí misma, que aquel 30 de diciembre del 2004 faltó a la cita con la muerte por casualidad. Él acaricia su cabeza con dulzura. No son los mismos. Los gritos se hunden en su piel y ellos les permiten hundirse. A cada instante se les hace más difícil encontrar un asilo para su pragmatismo. Pertenecen a una generación que aprendió en la cuna la realidad del SIDA: que no se sale de la casa sin preservativo, como antes no se salía sin pañuelo; que existen genocidas sueltos, que sus hermanos se van al extranjero a buscar un destino como antes vinieron sus abuelos a buscar el suyo. La generación de los Simpson, quizá víctimas, difícilmente invictos, con seguridad livianos. Sobrevivientes.
      Buenos Aires puja sobre cada una de sus calles, esquina por esquina, su propio alumbramiento.

Sanel

Carlos

      Sanel anda remolón, hace diez minutos que comenzó a atarse las zapatillas blancas de deporte y aún no termina. Abre un paréntesis para hacer bailar una vez más su perindola sobre la mesa del comedor, otro para llevar rodando con la mano un cochecito por el suelo a lo largo de las líneas de las baldosas. «¡Sanel!» (al final se enfadó Tatjana; siempre hay un momento en que las mamás se enfadan) «¡Termina de vestirte de una vez!» Ahora sí, qué remedio, el niño pone una rodilla en tierra y amarra de un modo algo torpe los cordones de su zapatilla izquierda. No sabe tensar el cordón antes de hacer la gaza y rodearla con el otro cabo; por eso siempre le quedan algo sueltas; repite las instrucciones de su padre en voz baja, esa regla nemotécnica para enseñarle a atarse los zapatos: «la serpiente sale del lago, rodea el árbol y se vuelve a meter al agua». Pero el árbol no consigue esa rigidez que tiene cuando lo amarra papá, y la serpiente da una vuelta amplia, desganada, alrededor del árbol, antes de volver a zambullirse. Bah (sonríe), una calamidad. Luego se ata la derecha. Igual de mal.
      Los dos hombres bajan de un todo terreno de la Romanija, se despiden del conductor, caminan por la acera. El más alto lleva un gorro de lana negro y un chaleco grueso sobre la guerrera parda muy gastada. El otro una gorra con la visera hacia atrás y un tres cuartos sin insignias. Caminan en silencio. Por la parte baja de la calle dobla un blindado ligero blanco, luego otro, comienzan a subir despacio. Son vehículos franceses del FORPRONU, vienen a los barrios serbios a comprobar que se respeta el alto el fuego; les preocupa, sobre todo, la artillería y los morteros. Cuando llegan a su altura hombres y vehículos se detienen. Un teniente francés, vestido de azul marino y con chaleco antibalas, baja del primer blindado y saluda llevándose dos dedos al casco celeste. Los serbios simplemente le miran. El teniente observa a los dos hombres parados en la acera, luego, lentamente, saca de un bolsillo un paquete de tabaco y les ofrece. «Dragunov», dice, señalando el fusil que el más alto lleva en la mano, un fusil ruso con mira telescópica, culata y guardamanos de madera; un fusil por tanto antiguo, pero con un prestigio legendario en el Este de Europa. El serbio ni asiente ni niega ni toma un cigarro. «Parlez-vous français?» pregunta el teniente. El serbio dice no con la cabeza, su compañero sonríe.
      Para entonces un pelotón de franceses ha descendido del primer vehículo, estiran las piernas, miran hacia los tejados, ponen buen cuidado en no parecer un enemigo. Los serbios se sienten incómodos contra la pared, miran hacia el todo terreno de la Romanija. Allí han desplegado una antena, hablan por radio. El teniente hace movimientos lentos, que no provoquen equívocos. Lleva las dos manos a la altura de su cara, «¡Pum!», dice un poco en broma. El serbio del Dragunov niega con la cabeza nuevamente, se lleva un índice al ojo y se estira el párpado inferior hacia abajo. El teniente observa ahora a su compañero. Lleva colgado del hombro un AK47 y unos prismáticos. Un batidor. No le cabe duda de que los dos tipos estarán dentro de un cuarto de hora apostados en un tejado, o en un edificio alto abandonado, buscando un blanco al que disparar. Sabe que se ha firmado un alto el fuego pero que las violaciones son continuas; sabe que las cosas no son como creía en casa, ni como cuentan las televisiones occidentales. Sabe que en una guerra todos mienten. Todos.
      Los chetniks han recibido refuerzos. Llega un camión. Vienen ahora caminando una treintena de hombres con su comandante. Rodean a los franceses despacio con una severa curiosidad. Los galos reculan hacia su blindado. En el segundo vehículo el ametrallador toma posiciones, todo ello suavemente, con una fingida desgana. Se saludan teniente y comandante, intercambian en francés unas frases que parecen un ejercicio de cortesía, miran al cielo, alzan los hombros, se despiden: el francés se lleva con marcialidad la mano al casco, el chetnik se levanta teatralmente el gorro de pico, sus hombres ríen, procaces; uno de ellos se lleva la mano a los testículos, silba al ametrallador. Ven partir al convoy blanco.
      La mamá cierra la puerta y empiezan a bajar las escaleras. Serán tres pisos hasta el portal, una escalera empinada de madera: es un edificio antiguo. Cuando pasan junto a la puerta del primero izquierda, la cotilla Ikanovic abre inesperadamente: «Buenos días, señora Dokic —dice—. ¿Qué? ¿Al mercado?» Y la buena Tatjana, con su paciencia de siempre, le responde que sí, que se lleva al niño a ver qué pueden comprar, en lugar de mandarla directamente a la porra por estar vigilando de continuo la escalera.
      El francotirador y su ayudante retoman el camino, tuercen por una calle estrecha, luego por otra, se van acercando al río amparados por las edificaciones. El más alto entra en un edificio abandonado. «Reporta el puesto uno», le dice a Milomir mientras apoya con mimo la culata en el suelo y se empieza a calzar unos mitones negros. «Pero éste no es el número uno», advierte el batidor. «No, no lo es». «No te fías de nadie, ¡eh, Dragan!»
      El alto no contesta, cede el paso al batidor. Milomir retira el seguro y comienza a subir la escalera, cauto como un gato; trata de oír algún ruido distinto de sus propias pisadas. Las plantas superiores se asoman sobre el río Miljacka, el Bulevar Mese Selimovica, el centro de Sarajevo. Es una zona batida por los tiradores bosnios y a veces por su artillería; la mayoría de las puertas están arrancadas, los cristales rotos, las habitaciones vacías, el suelo salpicado de escombros. Inspecciona toda la planta y elige una habitación que tiene dentro dos palés de madera medio quemados, apoyados contra la pared. Los muros están renegridos, alguien, quién sabe hace cuánto, pasaba las noches aquí y, para calentarse encendía una fogata. Un mendigo seguramente, pero eso fue entes de que los edificios altos se convirtieran en atalayas para los tiradores. La ventana no tiene cristales y un jirón de cortina se ondula lúgubre, movido por la corriente de aire. Dragan no tarda en entrar, evita pasar delante de la ventana, se sienta en el suelo junto al palé, quita la tapa al visor, se mete los tapones en los oídos; con el silencio parece abismarse mirando el rectángulo de cielo gris y el vaho de su respiración que escapa hacia la calle. Luego toma las plataformas de madera y las arrastra hasta situarlas cerca de la ventana, acaricia la parte quemada, se tizna la cara. Milomir se acerca al amparo precario de la cortina, dirige sus prismáticos hacia la ciudad. El bulevar está medio desierto, sobrevolado por la tela de araña de los cables del tranvía. Enfrente, a unos mil metros, ese esqueleto renegrido de veinte pisos en que se ha convertido el edificio del Parlamento. Apenas pasan coches, y los que pasan lo hacen velozmente, como si la rapidez pudiera librarles de la muerte. Hace una semana, desde este mismo edificio, Dragan abatió a un policía bosnio unas bocacalles detrás del que los periodistas occidentales llaman el Bulevar de los Francotiradores, el Sniper Alley. De alguna manera, Milomir lo consideró un cobro a cuenta: hace tres meses que la artillería bosnia, rompiendo el alto el fuego, mató a su mujer, durante un bombardeo al pueblo serbio de Ilijas, muy próximo a la ciudad.
      Pronto será la una de la tarde.
      Es un día tristón y frío de Noviembre. Tenemos un cielo gris muy uniforme, de esos que no permiten soñar con el sol en toda la jornada. La calle, estrecha, baja hacia el mercado. Tatjana lleva al niño a su lado, le ha pasado el brazo sobre el hombro. Él ya está advertido, conoce el peligro de la calle en estos días, pero es un niño al fin y al cabo, nunca puede descartarse que eche a correr por su cuenta; no está de más extremar las precauciones.
      Dragan apoya su cuerpo contra la pared y el fusil en los palés, apunta hacia el exterior sin que el cañón sobrepase el alféizar, mimetizando así su ropa y su cara oscura contra la negrura de la pared. Enfoca la ciudad allá abajo. Una sombra naranja atraviesa de derecha a izquierda, la sigue, la centra: es un tranvía. Su mirada sobrevuela los tejados a través de la mira telescópica, las ventanas de los edificios, muchas de ellas cegadas con ladrillos, con planchas de hierro o madera. Apacigua su respiración hasta hacerla casi imperceptible, juega a acompasar con ella los latidos del corazón para conseguir segundos valle en los que la presión de su mano sobre el fusil es mínima. Apenas se mueve, repasa tan solo minuciosamente una geografía grisácea de cemento, tejas, ventajas, asfalto.
      «Mira el tipo en el Selimovica», advierte Milomir. Dragan recorre lentamente el bulevar, junto a un contenedor metálico situado en medio de la calle hay un hombre. Camina seguro de que alguien le observa desde las colinas, o desde un edificio alto, alguien armado en cuyo dedo índice en estos momentos está el poder sobre su vida; pero también sabe, o parece saber, que hoy no es su día, por esa manera chulesca de cruzar la calle. Dragan centra el pecho del tipo, calcula que estará a seiscientos metros, sabe que dispone de tiempo de sobra para matar al peatón arrogante. Lleva una mochila a la espalda, viste con un abrigo gris. «Míralo —ríe Milomir— ese turco parece un matador de toros, dando la espalda a la muerte». Dragan apunta la cabeza del hombre; desde luego a esa distancia y con este fusil acertar en el cráneo sería una cuestión de suerte. En el tórax es otra cosa, en el tórax, que ahora sigue con el punto de mira, acertaría con toda seguridad. El peatón sale de foco, ahora la retícula recorre suavemente la acera de enfrente, allí hay un blindado francés detenido. «Cuidado con los blancos», dice sin apenas mover los labios, «en la tronera más cercana al puesto del conductor hay un fusil pesado que te busca, Milomir, un Hécate de 12 milímetros». Milomir corrige con suavidad su posición, se pega más al jirón de cortina, enfoca el edificio del parlamento bosnio, ahora abandonado, escruta sus pisos de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, sin prisas.
      Antes de llegar a la intersección con la calle Franje Rackog se detiene junto a un grupito que espera en la esquina. La gente mira hacia las colinas por la ancha avenida, busca la evidencia de algún destello en los edificios altos del otro lado del río, allá por los barrios serbios de Dobrinja o Grbavica. Son un buen número de peatones que no se anima a pasar. Hay un cartel de cartón pegado a la pared, y otro amarillo metálico en medio de la acera que advierten de que la esquina es zona batida por los francotiradores: «Pazi Snajper!!» Aquí, hace una semana, un tirador mató a un policía. Tatjana, agarra al niño por la manga del chaquetón. Luego, sin soltar esa manga busca la mano del crío. Se asegura de que le tiene bien agarrado. Dos chicas jóvenes cruzan ahora con un trote algo encorvado, sonríen con alivio a los transeúntes de este lado del parapeto, continúan el camino, charlando de sus cosas. En seguida cruza un hombre con un portafolios; como sabe que todos le miran adopta un aire bastante digno, dentro de sus naturales prisas. Luego, en vista de que no suena ningún disparo, el grupito resuelve cruzar, así es la vida, uno se acostumbra a todo y, además, la ciudad es grande y los tiros esporádicos. Tatjana prefiere esperar un poco para asegurarse. «Ya sabes —repasa las instrucciones de todos los días—: no te entretengas hasta llegar a la otra esquina. Corre a mi lado, sin adelantarte ni atrasarte, pegado a mi costado. Si por alguna razón yo tropezara, echa a correr tú solo y espera en la esquina a que me reúna contigo». Sanel se sabe de memoria esos consejos, los ha escuchado demasiadas veces para tener que memorizarlos ahora. Mete la mano en el bolsillo del vaquero y encuentra allí el tacto familiar de la perindola. Asiente, asiente, sonríe, espera la orden de correr. Tiene siete años, el pelo castaño claro y un chaquetón de dos colores, azul marino y morado.
      Dragan, ha encontrado una esquina en la que hay peatones que esperan armarse de valor antes de cruzar. Aguardan que lleguen los franceses para proteger con sus blindados el flanco, pero los franceses no llegan, así que, como la vida no espera, se animan a cruzar. Pasan unas muchachas a la carrera, al rato un tipo con un maletín cruza por el paso cebra; enseguida más gente. Mira con curiosidad esa manera de reanudarse la rutina allá abajo. Chasquea la lengua. Esos turcos quieren la independencia. La mayoría de los que claman en Occidente contra la actuación del ejército yugoslavo no permitirían una secesión en sus países. Y precisamente aquellos que más condenan ese monstruoso crimen contra la población civil que son los francotiradores serbios perpetraron los bombardeos de Dresde, Berlín, las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Dragan sonríe amargado. Qué cosa caprichosa es la verdad. A través del visor ve ahora cómo cruza una mujer con un niño a su lado, Milomir ve un destello en una ventana del edificio del parlamento, grita, suena un disparo lejos, la mujer cae, también el niño. Han abatido a la madre y al hijo sobre el paso cebra. Milomir explica que un francotirador bosnio ha disparado desde los últimos pisos. Dragan mira por el visor cómo de la cabeza del crío chorrea un surco de sangre oscura. Un solo disparo. La bala ha debido de atravesar a la madre y ha matado al crío. La mujer mueve una mano, luego trata de arrastrarse, se afana por tumbarse sobre el cuerpo del niño para protegerlo. Ahora la gente de las esquinas asoma tímidamente, pero no se atreve a exponerse al fuego. «Dragan —dice Milomir—, a ver si lo encuentras: de arriba abajo y desde la arista de la derecha, el cuarto piso, la sexta ventana hacia la izquierda». Pero Dragan sigue mirando esa madre para quien hoy ha cambiado la vida, luego el cartel amarillo que advierte de los francotiradores, el adoquinado del bulevar Mese Selimovica. «¿Para qué, chico, sabes que ya se ha ido». Enfoca el cartel amarillo, en la Sniper Alley, centra la palabra Snajper, apunta sobre el punto de la jota, contiene la respiración, espera un latido, dispara.

Desde las sombras

Norberto Zuretti

      Si algún código o lenguaje me lo permitiera, te estaría hablando, diciendo o contando cosas bastante semejantes a las que siguen, sin la obligatoriedad de ser exactamente las que siguen ya que el punto de partida es un supuesto y en el campo de las imprecisiones se me torna difícil asegurar algo, sobre todo si ya no quedan las tardes de cine de los sábados, ni los mates amargos que hasta ese entonces no cebabas, ni mis regresos de la fábrica sabiendo de antemano si tuviste una mala nota o algún berrinche con mamá o con Irene. Siempre tuve ese sexto sentido para comprender tus ojos de yo no fui antes que las palabras, esas mismas palabras que ahora me cuestan tanto para decirte, para contarte si fuera posible lo que ya sabés, lo que fui viendo –siempre en el caso de que pudiera ir viendo- a medida que se te sumaban los años y las cosas y aquel agosto quedaran cada vez más lejos, más irónicamente cerca.
      Porque todo sucedió en agosto.
      Se lo llevaron en agosto, en medio de una tormenta, y son muy distintas las tormentas del cielo y las del alma. Aunque no haya podido escucharte, sé que decías esto, más o menos esto, con ese feo gusto a mocos y a cosa perdida que a los once años es toda una vida rota, un castillo deshecho y esa desolación, ese desconcierto para nunca dejarse convencer con las fórmulas que todo lo explican y en definitiva no, ya que apenas alcanzan a clarificar algo, las sombras seguirán siendo sombras mientras no te falle la memoria –desde aquí sé que no te falla-, y tu padre se habrá ido en medio de una sucesión de gritos y portazos, me habrán llevado como un muñeco indefenso entre insultos y miedos y lágrimas.
      El fin de semana anterior te había contado lo de las hormigas porque estaba seguro de que a vos, Raulito, te interesaba todo lo de tu padre y, más aún, aquel misterio de seguir las filas de hormigas por las noches, apenas guiado por la luz de la linterna entre los durazneros, las hortensias y los ciruelos. Hay que hacerlo en silencio, te indicaba en voz baja y vos lo asimilabas muy serio por medio de esa dedicación tan mezclada con cariño, hay que seguirlas despacio para que no te oigan porque si ellas te oyen y te ven no te llevarán nunca al verdadero hormiguero, y tenés que estar seguro antes de echar el veneno para que no sea una noche perdida y a la tarde siguiente regresen por otros huecos a continuar destrozando los frutales y demás plantas.
      Sísísí, me decías, y estoy seguro de que aparte de prestar atención comprendías realmente, como la vez esa que viniste a la fábrica y te asustaste tanto en la línea de producción, sobre todo en la parte de embotellado donde bajaba aquella máquina una y otra vez poniendo tapitas, tracatrá, una y otra vez, tracatrá tracatrá, alguna botella rota y tu mirada que deslizándose por la cinta transportadora en busca del comienzo, y entonces tu sonrisa tan ancha al llegar a la playa de descarga y entender, porque ya era tuya esa capacidad de comprensión que a mí me llevó tanto tiempo, miles de tapitas y botellas rotas y reuniones marginales para tratar de armar el rompecabezas imposible que se me iba negando año tras año, gobierno tras gobierno, como si todo en la vida fuese nada más que supervisar a los diez operarios de las cuatro líneas de producción, vigilar la cantidad de líquido y la limpieza perfecta de las botellas, llenar cuadrículas y columnas en las planillas de turno, fichar cuatro veces durante el turno y regresar a casa puteando porque uno ya estaba requetecansado de que todo se volviera cada vez más y más inmodificable, desgastándose y sufriendo cuando los servicios se llevaban algún compañero y entonces las puteadas eran en voz baja, y por las dudas se postergaba el regreso al bar de Manucho, donde solíamos encontrarnos cada tanto con los de la central y los delegados de otras fábricas cercanas o del ramo. También te llevé a lo de Manucho algunas veces para que fueras sabiendo lo otro, porque algo ibas a captar y me quedé muy complacido cuando te descubrí ocultando lo de las visitas al bar la vez del tío Arnaldo, esos sí que fue intuición, Raulito, sobre todo porque asociaste enseguida su engreimiento con el secreto de las reuniones y supiste mucho antes de mi seña que él no debía enterarse. Justo el tío Arnaldo, quién lo hubiera dicho, pero después el tiempo terminó dándonos la razón. Resulto cierta la apreciación de tu abuelo, Raulito, qué capacidad de raciocinio a tu edad, incluso qué visionario, no haberte caído bien el Comechapa desde la primera vez, recuerdo que salíamos del bar y me lo preguntabas con un poco de miedo por no poder interpretar del todo tus temores. Tampoco yo, ya que al Comechapa lo considerábamos de los buenos y de los de siempre, así que no te dije nada, era posible que te equivocaras, como cualquiera, aunque ahora los dos sepamos que no fue así, lástima puta, pero quién iba a tener en cuenta los prejuicios de un pibito, sobre todo con lo que hace que conocíamos al Comechapa, la prueba de confianza que nos dio guardando las primeras piezas para la imprenta, jugándoselas de verdad aquella vez que cayó el Leproso y nos fugamos por los techos arrastrándolo al Chepibe que, con una bala en la pierna, sangraba y lloraba como en las películas.
      Pero –ahora lo sé- la realidad nunca es ni puede ser como la apariencia de la realidad, siempre viene con vueltas, recovecos, máscaras y trampas, un poco real, un poco falsa, un poco distinta, otro poco parecida. Lo aprendiste rápido para ir creciendo con esa idea fija de ocultar tu odio hasta en tu propia casa, ni tu madre ni tu hermana sospecharon siquiera las lágrimas en la almohada, las preguntas interminables sin respuesta y las pesadillas repetidas sueño a sueño, noche a noche. En aquella época todavía no había establecido el verdadero contacto –de alguna forma tengo que llamarlo- y se me perdieron gran parte de tus esfuerzos y de tus pasos, así nunca supe cómo hiciste lo del Comechapa, o cómo confirmaste que fuera él el delator antes del veneno en alguna de sus comidas, antes incluso de haberte acos-tado con tu primera mujer.
      Terminaste el secundario y enseguida entraste a la Facultad, nadie iba sospechar qué había más allá de tu ceño fruncido ni qué tipo de datos almacenaba tu memoria, lograste una imagen a prueba de todo. Aunque jamás tuviste noticias mías y mientras Irene y tu madre iban asumiendo esa resignación a la que vos muy en el fondo te negabas, cada artículo en los diarios te entregaba en cómodas cuotas jirones de mi dolor y de mis muertes. Leyendo entre líneas descubriste el nombre de mis asesinos y sus métodos, de la misma forma te enteraste de cómo ciertos grupos los combatían y una vez más te costó tan poco deducir el error y su fracaso inevitable debido a ese afán irracional y egoísta de insertarse en un medio por la fuerza. Decidiste el absoluto anonimato, la individualidad como único recurso, y el silencio. Tenías bien presente el método de las hormigas y el peligro que representaba equivocarse, hubo muchas horas perdidas vigilando hasta estar seguro antes del disparo o lo que fuera, y la reivindicación entonces era interna y se te daba entre las muelas, ahí donde se alojaba toda la rabia y toda la bronca, el placer de sentir cada vez algo así como el tracatrá tracatrá de una botella tapada, o el fin de una etapa y el inicio inmediato de la siguiente, porque igual que con las hormigas no era posible distraerse, que era necesario seguirlas desde las sombras, muy despacio para que no te oigan, como te enseñáramos con el abuelo aquella vez en el jardín, de noche tarde, entre las hortensias