miércoles, 15 de octubre de 2008

TRAMPA PARA LAIA - NA, ejercicio

Norberto Zuretti


Aspira. O mueve los labios imitando el redondeo de la succión, pero el verdadero mecanismo es mental, profundo. También hay un leve roce de pulgar e índice, imperceptible como el secuestro que lleva a cabo. Los ojos se fijan en un punto del aire de la plaza, cerca del arco vacío de hamacas, o en un rincón del muelle, o en la mesa de algún bar…, luego se produce una explosión interna, un intercambio mágico de átomos y tiempos sin palabras y de repente: alguien olvida para siempre su niñez, y otra persona sus largas esperas humedecidas en el gusto especial de determinado vermouth, y otra sus domingos en la costanera paseando hasta la madrugada. Todo queda encerrado definitivamente en la vieja bolsa de arpillera que cuelga de su hombro. Sin escape. Sin perdón.


Or Ground es recolector de recuerdos.


Lo destinaron a Ciudad Gris luego del Gran Ruido cuando se acabó todo y los escombros poblaron las calles como hojas secas que se acumulan en una repetición casi infinita y caótica. A él lo eligieron por su frialdad absoluta, la piel de piedra. Sus colegas son renovados frecuentemente, o internados en el Centro de Rehabilitación, pero Or Ground ya es un elemento más de Ciudad Gris. No acude a las clases de especialización ni rinde cuentas a su superior inmediato. Trabaja solo, por propia iniciativa. Dividió en sectores a la ciudad y, metódicamente, la recorre para despojarla de sus más íntimos y ocultos recuerdos, no importa dónde se encuentran escondidos, ni a qué nivel de profundidades y arraigamiento pertenezcan. De una forma u otra siempre podrá alcanzarlos.



OR GROUND 6115573 ESTADO OPTIMO CALIFICACION NUEVE PUNTO SETENTA Y OCHO



Esa habilidad tan particular tardó poco en llegar a los cabezales de las Últimas Estructuras, poder que no demoró en estudiar sus antecedentes desde el nacimiento hasta la totalidad de los test físico-psíquicos que periódicamente se le efectúan en el Centro Coordinador de Datos. Pese a una objeción minúscula pero admisible de la Computadora Madre (OR GROUND 6115573 POSIBILIDAD DE FALLA UNA CENTESIMA), el resultado es inmediato. Una mañana, Or Ground recibe la tarjeta de plástico amarillo, en blanco de un lado y con el nombre de la víctima impreso en letras marrones en el reverso.


Laia-Na.


Acaban de nombrarlo Cazador. Muy pocos logran este privilegio. En realidad Or Ground nunca tuvo contacto con alguno de ellos, excepto referencias lejanas en su adolescencia. Considera a los Cazadores como seres superiores, pero su sistemática frialdad no le permite exteriorizar ningún tipo de vanidad. Tampoco experimenta alegría por sus nuevas funciones, lleva los sentimientos encerrados bajo llave así como los recuerdos en la vieja bolsa de arpillera antes de arrojarlos en el reductor que se encuentra en las afueras, lejos del alcance de los curiosos… Aunque los curiosos ya casi no existen…


Laia-Na.


Sabe que ella es miembro de uno de los pocos grupos rebeldes que aún no se buscó incorporar, ya sea por su carácter inofensivo o por su escasa trascendencia. Evidentemente las actividades de la joven están a punto de tornarse peligrosas. Vive en las cercanías del antiguo museo, edificio que aún utilizan los no alineados para sus reuniones clandestinas. Or Ground había saneado el área quince o veinte días atrás. El museo fue uno de los sitios que más trabajo le exigió. Los recuerdos plagaban los rincones y las grietas del revoque enroscándose y ocultándose como gusanos tras los anaqueles y bajo las alfombras. Retiró cerca de doscientas bolsas repletas en aproximadamente diez días. Sabía que el lugar no había quedado en perfectas condiciones, no sólo por su tamaño sino también por encontrarse sobrecargado de valores asociativos muy impregnados a su vieja función. A menudo se repetía este hecho en escuelas, iglesias, estaciones de tren, teatros o estadios. Pero todo se solucionaba entre la tercera y cuarta visita, cuando los recuerdos se ablandan al ir quedándose solos y en silencio, y hasta pareciera que se entregaran mansamente a su conjuro de dedos, ojos y bolsa.


Or Ground había aprendido pronto que es preferible moverse de un lado a otro antes que quedarse en un solo sitio, aguardando la oportunidad de recoger uno o dos en particular. Ahora su tarea es demasiado específica, vaciamiento y aniquilación. Él no cuestiona las razones, en seguida sabe que es necesario debilitar a la víctima para lograr un óptimo vaciamiento, con el ataque frontal y repentino no lograría los resultados esperados. No le cuesta mucho abordarla, apenas un hola al pasar y un momento…, esa ropa…, fingiéndose ingenuo, es antigua, la usaban nuestros abuelos, ¿sabés?, ¿ah, sí…?, sí, hace años, antes de todo, claro, es sencillo acomodar una frase después de otra intercalando alguna sonrisa o un gesto así como así mientras se hace de noche y entonces queda la promesa de mañana a la misma hora, dos saludos y una noche que pasa entre el primer paso y el segundo, sin remordimientos, con la mente en blanco hasta el hola siguiente, ¿qué tal?, vivo ahí, en esa ventana con cortina naranja a cuadros como aquellas telas escocesas, ¿escocesas?, sí, aquella región al norte de, sí claro, y luego la caminata hasta el Parque Central, o lo que queda de él todavía, pero sin penas ya que es imposible, aparte de que ninguno de los dos lo conoció antes. Ella es espontánea, Or Ground se entera de toda su vida en media tarde. Laia – Na no pone reparos en hablarle de la Organización, evidentemente no intentan ocultarse. Leen poesía. ¿Poesía?, se extraña él, poesía proscripta, un canto triste como el de una inmensa trituradora herrumbrada, no la entiende, ella continúa acariciando las palabras como en un juego con colores y perfumes y muchos años del pasado que entremezclan sensaciones nuevas y viejas, desconocidas, ya milenarias. Él reconoce el vigor de ella, su seguridad total. Sospecha que puede caer en una trampa, y sin embargo es el cazador, ¿hasta cuándo? Laia – Na está interesada en muchas cosas a las que no tiene acceso, le menciona unos libros -¿libros, qué son libros?-, que aún se conservan intactos en poder de quién sabe quién. Le pregunta sobre su profesión, desea acompañarlo en esas recorridas fascinantes para rescatar no más fuera un pequeño y miserable recuerdo para ella. ¿Cómo explicarle que es algo prohibido, sin causarle recelos? Por su intermedio -el uniforme gris lo delata- ella quiere llegar hasta la Computadora Madre, dice que tiene preparada una caja con cierto material que los antiguos llamaban gelinita, para esconderla dentro de la fuente generadora y ser definitivamente libres luego de anular sus poderes. ¿Libre, libertad? Su grupo le inculca que es el único medio para recuperar vivencias que no pudieron tener nunca, vivencias de generaciones pasadas que se encuentran dormidas en sus células sin posibles estímulos para reactivarlas dentro de las condiciones de sometimiento al actual régimen. Or Ground sabe que hay cosas ciertas en las palabras de ella, alguna vez abandonó la autocensura para investigar los recuerdos antes de arrojarlos en el desintegrador, pero lo que aprendió no le bastó para transformarlo. A escondidas del mundo y de los ojos electrónicos espías, guarda un museo particular y jamás se planteó con qué fines. Esa noche, muy tarde, luego de dejarla cerca de la cortina escocesa, se dirigió al Reductor de recuerdos, después de cerciorarse de que nadie lo seguía. En cierta oportunidad había averiguado que el Reductor no actúa dentro de sí mismo, a partir de entonces ocultó su pequeño tesoro debajo de la bandeja que sostiene las cargas nucleares auto recargables. Con paciencia y sueño seleccionó unos cuantos recuerdos hurtados en la parte más vieja de la ciudad, cercana al barrio de los viejos prostíbulos que se habían demolido a causa del su actual inutilidad. Hace muchos años que la reproducción es una simple cuestión de laboratorio, la sexualidad y el erotismo han desaparecido durante generaciones anteriores.



En la Computadora Madre ciertas membranas atómicas reciben una vibración determinada que transmiten al centro de memoria, e inmediatamente a los cabezales comparativos y analíticos, entonces el núcleo resolutivo se contrae ante el calor recibido y empuja unos engranajes plásticos que imprimen un texto en el visor digital: SE VERIFICA PRIMERA IMPRESIÓN OR GROUND 6115573 POSIBILIDAD FALLA VEINTE POR CIENTO



Or Ground encuentra a Laia-Na en el lago seco al sur de la ciudad. Ella le dice de pasar el día fuera -¿picnic?- recorriendo las ruinas más antiguas donde está prohibido llegar. Eluden la vigilancia de las células espías con recortes de espejos que encontraron en un basural. Comenzando a utilizar los recuerdos de su archivo, él la lleva de la mano. Ella se asombra, el contacto su piel la turba, no se lo explica pero es la primera vez que alguien la toca. Un rubor que no se sabe rubor le entibia las mejillas cuando él camina a su lado tomándola de la cintura, de la curva graciosa y brusca que se esconde bajo la rigidez de las ropas ásperas y viejas. Or Ground comienza a experimentar con esos antiguos recuerdos escamoteados del trabajo, desea llevarla a sensaciones anquilosadas para desarmarla totalmente y poder cumplir su cometido. Echados sobre un polvo de ladrillos tamizado le habla de las pasiones de los antiguos, de sus deseos y contactos sexuales, de cierto placer físico que su generación no había probado nunca. Mientras tanto -no sabe por qué- sus manos se van enredando en el pelo sucio y polvoriento de ella y se le amoldan en el cuello y en los hombros y en las axilas hasta rozar el borde de los senos, recorriéndola pausadamente, como si siempre hubiera conocido esa técnica.


Algo cambia en su sangre mientras tanto.



OR GROUND 6115573 POSIBILIDAD ACTUAL FALLA TREINTA Y OCHO POR CIENTO INVESTIGAR



Laia-Na aprende nombres de amantes antiguos a medida que su piel acusa un leve temblor y ciertas células se le contraen y dilatan produciendo en su metabolismo un exceso de adrenalina que la inquieta mientras se acaricia secretamente el paladar con la lengua, vergonzosa, anhelante sin saber de qué ni por qué las manos de él la queman y la hieren al quitarle la ropa y meterse entre sus pechos y sus muslos que ahora están húmedos, hirviendo, laten en su interior espasmos que estallan y retumban al sentir los dedos masculinos rodeando el clítoris empapado, mientras un aguijón comienza a quemarle en el fondo del pecho, el corazón abriéndose y cerrando cada vez más rápido, cada vez impulsando más y más sangre por las venas que se estiran acelerando los latidos hasta una última asfixia, y el dolor, y todo lo nuevo, su sexo abierto, su lengua enloquecida como sus piernas y manos, presas de un ritmo desenfrenado pero con esa sensación que le hierve dentro y la ahoga y destroza y empuja hasta una vorágine de estrellas, punzante, un desgarramiento de algo y otro algo líquido que se le afloja entre las costillas y se rasga y detiene definitivamente, para siempre, como si todo lo vivido no hubiese importa nada, nunca.


Or Ground se levanta. Ella está rígida, muerta, enfriándose tal como él lo había previsto. Se huele en las manos ese perfume nuevo que llegó a marearlo, se las limpia en la ropa y entonces descubre en la entrepierna una mancha húmeda y el bulto de su sexo ablandándose, empapado en un líquido espeso y tibio que le resbala por las piernas.



OR GROUND 6115573 PELIGRO SE ORDENA INVESTIGACIÓN INMEDIATA



Sabe que lo que sintió es real, como fue de real lo que mató a Laia-Na. Regresa a la ciudad con un vacío pesándole en el estómago, los ojos fijos e inexpresivos otra vez. Acaba de cumplir su primera tarea de Cazador. Piensa que una noche de estas, al volver a su casa ya estará aguardándolo otra misión. Piensa que pronto le desaparecerá ese malestar, ese vértigo y esas náuseas, pero no sospecha que en esos momentos un determinado material sensible a la luz verde acaba de ser impresionado por un ojo electrónico, y entonces se quiebra, y esta ruptura interrumpe cierta corriente sonora que tras una larga y breve cadena pauloviana activa un cabezal impresor muy especial, y desde ese microcosmos oscuro, diminuto y silencioso analista binario, brota una tarjeta amarilla con su nombre impreso en letras marrones, y cae displicentemente sobre una cinta transportadora para su próxima distribución por la mañana siguiente.

le puso por nombre, Eva, Ejercicio

Pedro Conde


Al tiempo que los efectos del orgasmo, ella abandonó la cama y desapareció en dirección al baño. Se llevó prendida de su espalda, de su trasero, la mirada satisfecha de Casimir. Admiró él, las perfectas redondeces de la chica y el ligero y rítmico contoneo de sus caderas al irse. Con el apetito sexual calmado por el momento, el cuerpo desnudo que se alejaba, despertó en su ego el regocijo de la contemplación de algo bello, bien hecho, y repitiendo lo que pensó cuando la vio quitarse la ropa por primera vez, bisbisó:

—Está jodídamente bien hecha.


Se incorporó sobre la almohada, que dobló para hacerla más grande, y buscó en el cajón de la mesita de noche el paquete de cigarrillos del que cogió uno, y un encendedor. La primera bocanada de humo se dispersó en espirales que rodaban subiendo por su cara. Cerró los ojos y se abandonó al placer del tabaco y al recuerdo, ya difuso, del reciente polvo. Una ligera somnolencia le picaba en los párpados, pero no se abandonó a ella.


—Pantalla —dijo en un tono neutro.


Frente a la cama, en la pared, un recuadro de grandes dimensiones empezó a definirse por efectos de la luz creciente y las figuras en movimiento que mostraba.


—Canal siete, todo deporte —ordenó de nuevo.


En la pantalla aparecieron las imágenes de un partido de fútbol. Dos jugadores se encaraban, tan cerca el uno del otro que parecían rozarse la nariz, los ojos retadores y enganchados; el pelo sudado y la boca, abriéndose tensa como si fueran peces fuera del agua.


—Volumen cuatro.


Se les unió ahora el griterío de la grada del fondo que parecía azuzarles; llegaron otros jugadores que separando a los primeros acabaron con la disputa. En la mitad derecha de la pantalla, a cámara lenta, repitieron las imágenes de la entrada ilegal que había causado el enfrentamiento.


La mujer salió del baño y se acercó a la cama sonriente.


—¿Dónde vas? —la detuvo autoritario— Prepárame algo para comer, anda.


Se paró indecisa un instante y luego salió de la habitación perdiendo la sonrisa en el trayecto. Otro grito frenó el ritmo de su marcha.


—¡Y tráeme un cenicero antes!



 


Cuando Casimir camina por el pasillo hacia la cocina, el olor del pan tostado avanza en dirección contraria. Dentro, ella prepara el desayuno. Sobre la barra y en un orden pulcro, se van uniendo, las tostadas, un vaso de zumo, un café, mermelada, mantequilla, servilletas…


Le recibe a la entrada con un beso rápido, con un roce de labios.


—¿No quieres ducharte mientras termino?


—No.


—¿Quieres azúcar en el café?


—Dos cucharadas —su aire seco, frío, contrasta con el evidente deseo de agradar de ella.


—Ya casi está. Siéntate.


Le acerca todo a la mesa en una bandeja de intrincados dibujos negros y blancos. Se sienta frente a él, y apoyando la cara en una mano le pregunta solícita:


—¿Quieres magdalenas? Si quieres…, traigo embutidos y te hago un sándwich.


Él la ignora, ella sigue con el dedo uno de los trazos negros y enredados que decoran la bandeja.


—¿Qué vamos a hacer hoy? ¿Saldremos? —insiste.


—¿A dónde quieres ir? ¿No estás cómoda en casa? ¿No tienes todo lo que necesitas aquí? —salpica miguitas de pan al hablar.


—No es eso, pensé que te gustaría salir a la calle…, ver a tus amigos.


—Tú no tienes que pensar —lo suelta seco, como un disparo—, de eso me encargo yo.


Ella no dice nada, le sigue mirando... sumisa.


—¡Qué? Pareces decepcionada. ¿Es que acaso pretendías tú ver a alguno de mis amigos?


—¡No seas tonto!


La bofetada con el dorso de la mano la tira al suelo. Con el movimiento del brazo, él tumba la taza


—¡Mierda! —grita levantándose y secando apresurado el café de sus muslos— Mira lo que has hecho. ¡Zorra! Por tu culpa, por poco me abraso.


Pasa al otro lado de la mesa y la levanta asiéndola del pelo. La empuja contra la pared y la aprisiona, la aplasta con su cuerpo.


—Lo siento —murmura ella.


—¿Qué lo sientes? ¿Eh? No me has respondido, te he preguntado que si te gusta alguno de mis amigos — parece uno de los jugadores que se peleaban no hace mucho en la televisión.


—No —en un suspiro.


—¿Seguro? ¿No me mientes? ¿Eh? ¡Dime!


—No —suena apagado, como el eco del primero.


—Más te vale, como me entere de miras a otro…


Casimir se regodea en el miedo que le causa, y tomando conciencia del temblor de su cuerpo, en el calor que desprende, en el pánico que destila, en sus pechos redondos y firmes, empieza a excitarse, y recorre con su mano todo el costado derecho de la chica. Cuando llega a la parte baja de la nalga, la palpa como quien elige un melón en el mercado, la estruja sopesando su dureza.


—La verdad es que estás bien hecha —se ríe—. ¡Ya te enseñaré yo! Mira lo que has conseguido.


Sigue con su risa socarrona mientras lleva la mano de la chica asustada a su sexo duro y caliente. Agarrándola aún por el pelo la arrastra hasta la mesa, de un manotazo aparta la bandeja con el desayuno y la empuja hasta que le aplasta el pecho sobre la madera.


—¡Ya te enseñaré yo!


Desoyendo las quejas de la mujer la penetra con violencia, mientras se muerde el labio inferior hasta dejar marcados en él sus propios dientes.



Cuando vuelve a la cocina, duchado y vestido. Ya todo está recogido. Ella acaba de poner la bandeja a escurrir en el fregadero.


—Será mejor que te vistas, no puede andar todo en día en cueros.


—Sí, será mejor.


—A ver, ¡ven aquí!


Le coge por la barbilla con dulzura y examina el labio que parece hincharse un poco, y se está poniendo violeta.


—¿Te duele?


—No, no es nada.


—¡Deja! Ya te diré yo si es o no es nada.


Le mira a los ojos, ella los baja.


—Abrir menú de programación —ordena, recuperando el tono neutro—, corrección de parámetros.


—Menú abierto, esperando nueva configuración —, responde ella adoptando un mismo tono.


—Aumentar el grado de resistencia en dos puntos. Llanto y súplicas, un punto más; lo demás…, está bien.


—Nueva configuración activada.


—La verdad —sigue colgado de sus ojos—, es que estás muy bien hecha.


Mordió lento, con fruición el labio contuso y se alejó hacia la puerta de salida. Antes de cerrarla, se detuvo y gritó:


—Por cierto habrá que ponerte nombre. Ve pensando en unos cuantos, luego yo decidiré.


Una vez acabado el retumbar de la puerta al cerrarse, el silencio permite oír aunque muy apagados, como un lejano llanto, los sonidos que producen los pequeños engranajes escondidos bajo la piel de plástico.


miércoles, 8 de octubre de 2008

El borracho

María Ester Fernández Apud


 


Tú que has visto las lunas literarias
que por las hojas de los libros ruedan,
ven a ver esta luna. Es una simple
luna de la naturaleza
.


(Conrado Nalé Roxlo)


¿Vio, Don Méndez, que los norteamericanos llegaron a la luna?


Qué van a llegar, Señorita, ¿usted los vio?


Sí, por televisión


Si le va a creer todo a la televisión y a los norteamericanos, así le va a ir.


Era una siesta caliente; la tía Mary y yo nos divertíamos hablando con los borrachos. No todos eran tan locuaces. Algunos rumiaban en voz baja sus penas. La mayoría era peones golondrinas de Corrientes que venían al norte de Santa Fe para la cosecha de la caña de azúcar.


Méndez se tomaba la enésima copa de tinto en el despacho de bebidas de mi abuela quien nos había dejado de cuidadoras. El borracho era publicista, para decirlo de alguna manera; con un megáfono hacía pregonaba por el pueblo por unos pocos pesos. Exageraba los beneficios de las mercancías. Mestizo de indio y español, de rostro bello y voz excelente. El abuelo le pagaba en efectivo y además le regalaba vino y sanguiches de mortadela. A las dos de la tarde venía puntualmente a almorzar.


Nosotras le tirábamos la lengua para divertirnos y nos parecía que había que ser muy bruto para invalidad la hazaña del alunizaje. Tanta ignorancia no entraba en nuestras cabecitas.


Si usted quiere conocer la realidad, mire la luna. No se ve nada. Está como siempre, qué van a llegar a allí esos gringos brutos. Son trucos, señorita, la televisión inventa trucos, por eso escucho a radio y miro el mundo. Siempre van a crear un aparato para jodernos.


Cómo nos reíamos las dos por lo bajo.


En un monólogo sin fin, Méndez continuaba. Mañana le van a inventar una guerra y usted se a va a tragar. Me extraña, una chica inteligente que estudia magisterio. Los gringos son unos hijos de mil putas.


Pero, Méndez, todos lo vieron, insistía la tía


Qué van a ver, son trucos, le hace tragar un buzón y los boludos creen.


Para nosotras la televisión mostraba la realidad, no podía inventar, era objetiva como la fotografía, un documento indiscutible. Estábamos seguras de haber visto la hazaña aunque en la pantalla brumosa, apenas se distinguían los astronautas y el satélite.


Mi pobre tía Mary, murió joven, Méndez, también de cirrosis. La publicidad se había tecnificado y él y su altoparlante eran ridículos, tenía pocos clientes. Había llegado la propaladora. El abuelo le seguía pagando de lástima porque en realidad su tienda y bar eran famosos y vendía sin publicidad.


La televisión se perfeccionó; después vino Internet, el fotoshop y tantos otros artificios. Vimos caer las torres gemelas derrumbadas por aviones piloteados por terroristas. La guerra contra Irak bajo el pretexto del almacenamiento de armas químicas. Cuántos buzones nos tragamos. ¿No sería, Méndez, un profeta? ¿No habremos menospreciado a un Julio Verne de Villa Ocampo?


Cuando puedo, entre tantos edificios, miro la luna para verlo de nuevo.


 


 


 

jueves, 2 de octubre de 2008

Las cuencas

Liliana Savoia

      Apenas las sábanas tocaron mi cuerpo lo supe. Algo era diferente en el conocido paisaje de mi habitación.
      Aunque nada indicara que alguien hubiera tocado o movido los objetos ellos irradiaban una vibración deferente.
      Sin proponérmelo las palabras brotaron de mi boca—Que ridículo, dije, --suponer que alguien estuvo aquí.
      Ninguna persona había entrado hacía meses a mi casa. Por decisión no invitaba a nadie.
      Hacía rato que me molestaba la presencia de extraños en mi departamento.
      Me arropé con la manta que había traído del norte, y me dispuse a leer aunque solo fuera unas pocas hojas de la novela que había comenzado unas semanas atrás.
      Lentamente el libro fue deslizándose de mi mano. Sentía como si un puñado de arena se hubiera apoderado de mis ojos, y caí en un profundo sueño. Algo raro en mí, ya que desde hacía unos años me costaba mucho conciliarlo.
      La plaza estaba desierta, yo cruzaba el sendero del medio apurando los pasos, escuchaba otras las pisadas detrás de mí, sobre la grava crujiente. Casi corriendo pensé en despistarla. Estaba segura de que era una mujer, olía su perfume empalagoso a flores. Agitada y sudorosa desperté.
      A la noche siguiente la misma sensación de que alguien había estado en mi cuarto me invadió, pero de inmediato pensé en otra cosa y dejé que ese sentimiento se esfumara mientras realizaba el ceremonial nocturno de la lectura. En breve caí nuevamente en el sueño precedido por esa sensación ardiente en mis ojos.
      Me arrastraba por la arena húmeda tratando de huir de la playa, hundía mis dedos haciendo palanca para avanzar. Mis manos se lastimaban con los caracoles. Una figura femenina estaba casi tocándome. Su talle era breve, perfecto. Oía de cerca sus leves suspiros. Yo miraba fijamente sus ojos, dos órbitas cóncavas y oscuras, semejantes a la nada. Envuelta en un sudor frío y ensortijada entre las sábanas desperté.
      La tercera noche no quise ir a dormir. Apelé a todos los artilugios para no hacerlo. Prendí el televisor. Acomodé la ropa, los libros. Ya cansada y diciéndome que el temor era una insensatez me acosté. Casi de inmediato me dormí. Mis ojos eran dos carbones encendidos.
      Subía por una escalera de caracol. El ruido del mar ensordecía mis oídos. Aferrada a la baranda de lo que parecía ser la pared de un faro, trepaba los escalones de dos en dos.
      Mi corazón palpitaba deprisa, la mujer estiraba sus brazos queriendo alcanzarme. Con las manos crispadas a la manta desperté.
      Estoy en mi cuarto. No pienso dormir, un termo de café me acompaña, aunque su aroma se apaga por la fragancia floral que invade la habitación. La mujer está delante de mí. Su blanco vestido compite con su palidez. No me resisto. Un sopor envolvente me lleva hacia el negro total de sus ojos. La mujer me abraza. No tengo temor. Estoy cobijada en sus brazos de madera.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Eran tres alpinos

Norberto Zuretti

      Insistiendo con esa manía inútil de no aceptar lo inevitable, de a poco trataba de forzar la telaraña pegajosa que le impedía abrir los ojos. Sentía una hoguera ardiéndole en el pecho y el estómago, y pese a sus intentos no era capaz de abandonar del todo la discusión con los hombres de blanco y de verde, aunque él en realidad no hablaba, tan sólo estaba tenso, nervioso y mojado, escuchando muy lejano lo de la farolera que tropezó y en el puente se cayó. El bochinche de un programa de televisión lo iba taladrando y arrancando de esa especie de habitación fría y brillante por la que lo transportaban vertiginosamente de un lado a otro, y esas figuras largas y enmascaradas lo señalaban y tocaban igual que si estuvieran probando una mercadería mientras sus piernas aplastadas por un peso tibio y móvil se negaban a todo movimiento, como si la camioneta del sueño le hubiera pasado por encima, inutilizándoselas. Darme vuelta, darme vuelta, pensaba a la vez que creía escuchar que le decían que se quedara quieto y que alcen las barreras que todo iba a salir bien para que pase la farolera, sin embargo quería darse vuelta, despertar, pero no había caso. Che, viejo, viejo. Darme vuelta, a la izquierda, no, a la derecha..., tampoco. Raúl, dale, vamos, Raúl. Cuando reconoció la voz dudó porque todavía se encimaba a las otras frías y metálicas que se alejaban, van a ser las cuatro y la farolera volvía a tropezar, quédese quieto, ¿te levantás de una vez?, quieto, por favor, las cuatro y dale, sosténganlo, sosténganlo, alcen las barreras, van a ser las cuatro, así, ahora las piernas, las piernas, canalicen, pronto. ¿por qué no podía mover las piernas? Se te enfría el mate, claro, no eran esas siluetas ahora quietas y sumamente pálidas las que le hablaban, cada vez más borrosas y transparentes, el mate, dale, dale, ni tampoco ese enmascarado verde con anteojos que lo observaba desde tan cerca. Sintió olor a frituras mientras identificaba la voz gangosa de Camila, ¿lo tomás o me lo llevo? Seguía sin poder abrir los ojos, como si una venda pesada y húmeda se los estuviera aplastando. De chico le decían siempre que durante la noche unos enanitos le dejaban un poco de arena sobre cada párpado y que por eso al levantarse por las mañanas debía lavarse bien la cara. También de chico le gustaba la canción de los tres alpinos que venían de la guerra, ¿por qué la recordaba ahora junto a la de la farolera, o acaso la de la farolera la estaban pasando por la tele? Dale, che, ¿tomás el mate? Tosió, le dolía mucho el pecho y tenía una pierna totalmente dormida, aunque ahora el peso tibio se encontraba en su cintura, ico, ico, ico, le decía Arturito palmeándole las nalgas con una cuchara de plástico, ico, ico, ico. Preguntó la hora y su mujer le dijo que las cuatro y entonces mandó mentalmente al carajo a la farolera y a los tres alpinos mientras ella qué joda con tus horarios nocturnos que nos modifican todo, ¿vas a comer algo al menos? Bueno, dijo él, pero rápido ¿eh?, y vos bajate de arriba mío que me voy a levantar, pa, pa, quiero un yoyo, en el jardín todos tienen un yoyo, ¿me traés uno, eh, eh?, dale, pa, dale. ¿Justo tenía que pedirle un yoyo?, como si acaso supiera. La imagen de su rostro barbudo en el espejo del baño no le mostró los granitos de arena, igual se lavó a fondo con agua caliente primero y después fría como le había enseñado una antigua novia diciendo que le hacía bien a su piel grasa. Se dio cuenta de que ya tenía el pelo demasiado largo, no se afeitó pensando que de algún privilegio todavía gozaba, a veces se cansaba de la ropa impecable, de los zapatos lustrados dos veces por día y el orden y afeitarse a pelo y contrapelo y los horarios siempre tan estrictos. Eructó repitiendo el gusto de la milanesa de la noche anterior mientras le atribuía al moscato el ligero mareo que le persistía. Ya vestido con los vaqueros y la campera le preguntó a Camila si le faltaba mucho. No, enseguida te sirvo, le respondió de espaldas. Tenía puesta esa blusa floreada que a él tanto le gustaba. La abrazó por detrás y con la mano derecha abrió dos botones y estiró el corpiño hasta atraparle un pecho. Por un instante que lo registró casi fugaz en la memoria, ella se apretó contra él mientras lo oía murmurar que hace mucho que no le damos, ¿eh, piba?, Entonces Camila se apartó porque el nene en cualquier momento y que ésto no puede ser, con tus horarios apenas si nos vemos y está bien que ganes un poco más pero una tampoco es de madera y se la tiene que tragar. ¿Se te mojó la bombacha, eh nena, dale decime? Che, Raúl, pará, pará un poco que viene Arturito. La puta que lo parió a Arturito, cómo lo excitaba ella cada vez que se negaba y sobre todo con esa blusa y los catorce o quince días sin relaciones. Te dejo, sí, ahora te dejo tranquila pero esta noche preparate, ¿me oís?, preparate que no te perdono, ¿ok?, no te perdono. Con el plato de guiso en las manos, Camila lo miró con ojos y labios de Leonor Benedetto y le susurró que sí, que iba a estar esperándolo, a cualquier hora, papito, no importa, despertame. Acordate, despertame, le volvió a insinuar más tarde en la puerta apretándose contra él y palpándole el sexo a escondidas de Arturito que continuaba insistiendo con el yoyo y que vamos papá y chau papá. Pienso que mañana cobro, le dijo Raúl abriendo la puerta del ascensor y deseando verdaderamente cobrar el próximo día y tomarse un fin de semana sólo para él y Camila, a Arturito podían dejarlo en lo de los suegros, también podía pedirle esas películas al Vasco, y aquel libro con el montón de poses distintas, seguro que a la Camila iba a gustarle, seguro que si.
      Guillermo lo esperaba a tres cuadras, casi en la esquina de Larrazabal, dentro del Falcon sucio estacionado frente a la quesería. ¿Algún día lo vas a lavar?, le preguntó ya sentado a su lado. Y..., algún día, le contestó Guillermo quien dentro del vehículo ya no era más Guillermo sino Gilgamesh, de la misma forma que él dejaba de ser Raúl para llamarse Dax, el de los ojos con fuego. Dartagnan le había puesto ese nombre porque decía que él pensaba mucho, y a Gilgamesh por lo sencillo y poco riesgoso de su trabajo ya que apenas se limitaba a conducir. A Pepe Sanchez nadie sabía por qué lo llamaban Pepe Sanchez.
      ¿Y Pepe?, preguntó Raúl Dax.
      Lo pasamos a buscar por Lanús.
      La puta...., el guacho pudo haberse acercado un poco más.
      Gilgamesh se encogió de hombros como diciendo qué se le va a hacer, ya lo conocemos y para colmo trae las instrucciones, por mi parte no me jode porque ésta es mi última salida, vuelvo a la rutina, viejito, estoy podrido.
      ¿Sabés cuándo cobramos?
      Mañana, seguro nos espera Dartagnan con los sobres.
      Por fin, tenemos que cambiar la heladera, comprarle ropa al nene, pagar la cuota del depto..., la guita no alcanza para nada, este Martínez de Hoz es un hijo de puta.
      Hay que hacer como mi cuñado, tío, vendió todo y puso la mosca a laburar, largó la casa, el negocio y el coche, ahora alquila, vive con parte de los intereses y con lo que le sobra compra dólares que están tirados y tiene el dato de que se van a ir a las nubes. Se las sabe todas este coso, es un fenómeno.... Uy, dió, mirá esa nami, qué gomas, mamita.
      Manejá, pelotudo, que nos vamos a la mierda, le dijo Dax girando la cabeza para relojear a la rubia que no estaba muy bien pero tenía unas tetas enormes, siempre había preferido a las mujeres con tetas grandes, no como las de Camila que no eran chiquitas pero le faltaban carne o a él le sobraban manos. Los pezones de Camila sí que no los cambiaba por otros, gordos y porosos y salados. Esperaba que esa noche no tuviera que usar el diafragma, nunca le había gustado, tenía la sensación de que le molestaba y no acababa bien. La deseaba mucho, y para colmo la recordaba con esa blusa floreada diciéndole en voz baja que la despertara a cualquier hora, papito, a cualquier hora y ya quería como nunca que pasaran los últimos días de trabajo extra para encerrarse un fin de semana entero en el departamento, con o sin las películas y revistas del Vasco pero sí pronto, sí a solas, mandando al nene a lo de los abuelos o a lo de la hermana de Camila que tenía una cara de tramposa bárbara y le gustaba mucho la joda.
      Sin darse cuenta se había respaldado cerrando los ojos, volvía a sentir atrapadas sus manos y sus piernas. El dolor en el pecho casi no lo dejaba respirar y la sensación de la pesadilla no lo había abandonado, captaba todavía la presencia de los enmascarados verdes y blancos que lo tenían prisionero y lo torturaban sin cesar el parloteo entre ellos, sin importarles para nada sus quejidos y su resistencia a las inyecciones, sin comprender su imposibilidad de contestar porque tenía la boca hinchada y pastosa como llena de algodones y le costaba horrores articular palabras. Che, Dax. Le dolía el brazo izquierdo. Un dolor punzante que se trasladaba por las venas hasta la cabeza lo mantenía en el límite de la inconsciencia. Dax, Dax. Era producto de la picana, seguro. Che, boludo. Para colmo no podía moverse y sentía algo húmedo por el pecho y el estómago y también frío de a ratos como si todo en ese sueño se hubiera confabulado para provocarle sufrimiento. Dax, boludo, te quedaste dormido, era la voz de Gilgamesh. No, le dijo, no, pero sabía que era falso porque sí se había quedado dormido y le daba vergüenza sentirse descubierto, sobre todo por esa repetida pesadez en los párpados y la sensación de la venda que le impedía abrir los ojos. Mentalmente se sintió aliviado porque aún no habían recogido a Pepe Sanchez, y si hubiera estado Pepe, con su sueñito tenía tema para rato, mucho más en estos días en que lo agarró de punto destinándole el noventa por ciento de las jodas desde que Dax metió la pata la vez que se descuidó y mencionó esa intimidad con Camila, y este Pepe que es tan cargoso y no perdona a nadie, pero ya no había remedio y lo único que quedaba era esperar que se cansara, los tipos así siempre llegan a cansarse.
      Ahí está Pepe, dijo Gilgamesh y entonces lo vio a mitad de cuadra, con el rollo de Crónica debajo del brazo izquierdo para disimular el bulto de la pistola, vanagloriándose a veces con esa excusa del diario o un libro. Soy culto porque lo transpiro a Borges, vieron, o me van a decir que toda esa manga de sabelotodos llevan libros para leerlos....., lo hacen para aparentar, créanme, yo los conozco bien a esos zurditos de café. Se acomodó en el asiento trasero, casi ni saludó. Vamos para Flores, dijo, ¿cómo te va, Dax, y tu Camila, che?, agregó mientras le golpeaba el hombro y a Dax le saltaba el corazón en la boca por el golpe que le repercutía en el pecho, ¿por qué mierda le dolía tanto el pecho? Ahí andamos, esperando para ver si cobramos, le contestó viéndoselas venir porque de entrada Pepe Sanchez le sacó a relucir a su esposa así que evidentemente venía con ganas de joder, ¿vamos para mi barrio, entonces? Sí, le contestó Pepe, cómo me cambia el tema el coso éste, ¿viste, Gilga? Pero Gilgamesh no le siguió la corriente, un poco para conquistar el apoyo de Dax cuando a él le tocara el turno, porque con Pepe se sabía que alguna vez iba a tocarle, nunca dejaba a nadie tranquilo. ¿Y..., pibito?, le insistió a Dax apoyándose entre los dos asientos, ¿pudiste con tu Camila, o todavía no? Ufa, Pepe, acabala. Te gustaría que me calle, ¿no? Decime la dirección, che, interrumpió Gilgamesh. Carabobo al 400, y no te metas más que este coso aprovecha para callarse. Pero si no tengo qué contarte, viejo. Ah, ¿entonces no te dio el culito, se te volvió a negar, no?, claro, las minas de ahora..., con este asunto de la liberación y de la igualdad..., pero haceme caso, insistí, no la dejes salirse con la suya, si en el fondo le gusta, te juro, le gusta y se niega para excitarte, si son todas iguales...
      Estacionaron a mitad cuadra. Es el 471, dijo Pepe Sanchez, ahí, ese edificio viejo de mármol negro, ¿y los demás?, preguntó Dax. Allá veo el coche de Disney, dijo Gilgamesh. Y enfrente está el del Che haciéndonos señas con las luces, agregó Dax, ¿qué tenemos que hacer? Nada, esperar, hoy va a ser fácil, es una pendeja y me contaron que no está mal, ¿trajiste tu yo-yo, Dax? Y Dax que se esperaba la pregunta ya había recordado el pedido de Arturito y la letra de los tres alpinos que venían de la guerra, entonces se sintió el más chiquitito y le dio vergüenza no tener el ramo de flores ni a la hija del rey, aunque la hija del rey bien podía ser Camila en el próximo fin de semana, sin ventana ni papá ni bello alpino, ni Pepe Sanchez jodiendo con el culo de Camila por más que fuera cierto, tan cierto como si hubiesen vuelto los enanitos de la arena en los párpados, o los enmascarados de la pesadilla que no lo dejaban tranquilo y le murmuraban permanentemente dentro del cerebro, pidiéndole calma que lo iban a canalizar y pintar, que estuviera quieto otra vez más, quieto, ¿para qué carajo quieto?, para que no sospechen los transeúntes, para que pase la farolera o que Gilgamesh no se ponga nervioso como siempre se pone durante las esperas, y sobre todo en ésta que sería la ultima. Que suerte puta, pensó Dax, Gilgamesh fumaba en silencio mirando el tablero, ya estaba gozando el cambio. Entonces quedaría solo con Pepe Sanchez, y también supo que no lo iba a resistir por mucho tiempo y en algún momento se iba a atrever a darle una trompada a pesar de que en ese rincón de su pesadilla le estuvieron atando las piernas y los brazos con correas, y hablando de preparar los campos y de la presión y de algo así como una sonda nasogástrica o vesical.
      Voy a ver a Tío Rico, dijo Pepe Sanchez y luego de bajar se dirigió al coche de Disney.
      ¿Terminara rápido esta vez, vos qué pensás?, preguntó Gilgamesh un poco alterado.
      Andá a saber, che, en estas cosas nunca se sabe, le contesto Dax. Pero, ¿vos por qué te calentás?, si a partir de mañana estás en otra...
      Si, pero ésto se me hace interminable, no veo el momento en que acabe.
      Y eso que sólo te limitás a manejar, ¿que tendríamos que decir nosotros que nos toca bailar con la renga?
      Y bue..., cada uno tiene lo que quiere.
      No me jodas, ¿o acaso vos te crees un santito por tu puesto de chofer?
      No me creo un carajo, sólo quiero que sea mañana y no ver más a Pepe Sanchez ni al engrupido de Dartagnan, dejar de una vez toda esta mierda.
      Acordate que nadie te obligó a esta mierda. Vos elegiste solo, Gilga.
      Gilgamesh resopló golpeando con los dedos sobre el volante mientras apretaba y aflojaba el acelerador constantemente. Lo vio a Pepe Sanchez cruzar Carabobo y acercarse al coche del Che, del que descendió Sandino para hablar con él. Odiaba la soberbia de Pepe Sanchez. Odiaba esa espera y esa noche.
      ¿Qué habrá que hacer con la piba, Dax?
      ¿Qué sé yo?, preguntale a Pepe y no me jodas.
      Pasó un 132 corriendo carreras con un 133. Detrás avanzaba lentamente una camioneta Ford blanca, carrozada y con vidrios oscuros que luego de pasar junto a ellos dobló por Bilbao. De frente, un patrullero venía en dirección a Rivadavia, el conductor miró hacia el vehículo de Disney, pero siguieron de largo. Dos parejas en motos serpentearon el silencio con su estela de escapes y rebajes. Después volvió a pasar otro patrullero, quizás el mismo, hacia Avenida del Trabajo. Cada vez había menos tránsito. Los del coche de Disney fueron a la rotisería de la esquina, regresaron con pizza y tres botellas de cerveza. Una mujer y dos chicos entraron al edificio que vigilaban, uno de los nenes jugaba con un yo yo. Instintivamente Dax recordó las palabras de Pepe Sanchez y palpó el frío de su arma debajo del asiento, también se acordó de Arturito saltándole sobre las piernas y esa sensación de estar prisionero de los enmascarados que le exigían quedarse quieto mientras lo llevaban de un lado a otro y le introducían un cable por la nariz, ¿o sería esa sonda nasonosequé que habían nombrado antes? También dijeron algo sobre suero y grupo A negativo y que rápido y que se apuren. En ese momento tío Rico cruzó y se unió a Pepe Sanchez y Sandino, quienes se mostraban unos papeles, tal vez fotografías. Gilgamesh continuaba marcando un ritmo desacorde sobre el volante y apretando el acelerador. El tiempo parecía detenido, apenas uno o dos vehículos que pasaban, algún transeúnte, otro 132, otro133. Un anciano salió del 471 con un perro blanco y se dirigió hacia Directorio. A Dax le persistía el mareo con el que se había despertado, y el dolor en el pecho y el estómago, la sequedad espantosa en la boca que parecía llena de trapos. No entendía si era a causa o consecuencia de recordar a Camila. Pensaba que esa noche no iba a dejar de hacerlo, se había propuesto superar el cansancio de las otras veces cuando ella lo aguardaba dormida, oliendo a flores y desnuda, atravesada en la cama para obligarlo a despertarla y él se enroscaba en forma tal de no tocarla para que siguiera durmiendo, por más que estuviera presente el pedido de las lindas flores y la promesa del si te casas conmigo de la hija del rey que seguía en la ventana. Algún día Pepe Sanchez se iba a dejar de joder con el culito, o algún día ella iba a aceptar y entonces él se lo iba a refregar por la cara al roñoso ese, aunque pensaba que no debía estar bien contar esas cosas, pero de alguna forma le iba a parar el carro, como el rey al alpino, fuera de aquí o te haré fusilar aitiaitá, seguro que si, rataplán.
      Boqueó desesperado para aspirar la noche y sin embargo absorbió abruptamente toda la frialdad de la luz de la pantalla reflectora que seguramente vería de poder abrir los ojos. Hubo una especie de espasmo al volver a lo irrevocable, al delirio, a los estallidos que de repente partieron en mil pedazos la noche junto con las astillas del parabrisas y la imposibilidad absoluta de alcanzar su yo yo de abajo del asiento. Dax no supo si antes fue el ruido, o los destellos, o esas voces gritando que pronto y que guachos mientras unas manos lo alzaban y lo trasladaban de un lado a otro, probablemente donde los enmascarados que volverían a torturarlo en la misma sala limpia y fría con olor a desinfectante. No era capaz de respirar bien, la puta con el faso, de toser hasta le dolían las tripas y el pecho, qué mierda, tenía que recuperarse para esa noche porque lo esperaba la farolera aiti aitá, todo perfumada, rataplán. Alguien dijo que ese otro no iba más, que alcanzaran papeles. No va más, pensó mientras recordaba que nunca había estado en un casino y que en las próximas vacaciones se desquitaría. Las voces le ordenaban que se quedara quieto, que acababan de llegar y que todo estaba bien. Claro, ¿acaso algo andaba mal, qué carajo andaba mal? ¿Podían ser Pepe Sanchez y Sandino mirando desde la vereda de enfrente como agachados, o agachándose? Pronto, pronto, está hipotenso. ¿Asustados, estaban asustados sus compañeros?, y sí, esos estúpidos a veces no soportan la tensión y estallan por algún lado, como la cabeza de Gilgamesh que caía en cámara lenta igual que en las películas junto con los miles de pedazos de vidrio brillante y unas gotitas oscuras y chiquitas y pelos. El enmascarado verde de anteojos estaba encima de él, muy cerca y muy serio, pura mente de dentífrico, pura máscara. Hemorragia, dijo, separadores, champs. Dartagnan se los había advertido, a todos les toca, sólo hay que quedarse piolas y bancarse el momento. Tranquilo, Pepe Sanchez, no te asustes que ésto no es nada, ya va a llegar la borrega y enseguida nos la cargamos. ¿Y Sandino?, raro que se asuste, es de los más viejos y él no tendría, apúrense, que está con tres de presión y no lo podemos sacar. Camila, tenía que conseguir un ramo de flores para esa noche, igual que el bello alpino que tropezó con la farolera debajo de la ventana del rey porque no alzaron las barreras de cuartel. Ya pasamos un litro de sangre. No, no, no, cierto, no fue el alpino, pobrecito. Kocher, bertola, metzembaum. Fue la farolera, la infeliz de la farolera la que tropezó en el puente y se cayó en la ventana cuando llevaba las flores para Camila que seguro aguardaba despierta y desnuda como la hija del rey, sin barreras ni guerra ni coronel. Hemostasia. Gilgamesh, Gilga, ¿qué te pasa?, ¿qué te pasa? Porta aguja, pasa hilo. No se puede detener la hemorragia, pronto otra unidad de plasma. Las astillas del parabrisas desparramadas como papel picado le repiqueteaban en los ojos y la piel igual que abejas diminutas y traviesas. Más que ver adivinó la camioneta en el mismo instante de los destellos. Ahora sabía que las detonaciones fueron después de las ráfagas repentinas de luz. Presión en dos y sigue bajando. ¿No era la misma Ford blanca que pasó tan despacio un rato antes? Creía que si. Sigue bajando. ¿Metzembaum, qué mierda es metzembaum?, se lo iba a preguntar a Dartagnan porque estaba seguro que el pelotudo de Pepe Sanchez no lo sabía ni de casualidad, encima tenía miedo, ahí agachado, escondido tras el coche del Che. Está muy pálido, transpira mucho, está midriático. ¿Cómo iba a dejar de transpirar?, con estos nervios, esta pendeja que no llega nunca y el forro de Gilgamesh que se le había caído encima mientras a él se le repetía el dolor absurdo y húmedo en el pecho, y los enmascarados cada vez más alterados, más inseguros, y la camioneta blanca con vidrios oscuros doblando una vez más por Bilbao, muy rápido. Desfibrilador, salgan, córranse, córranse. Si, córranse, córranse que quiero ir con la Camila que me está esperando. Van dos choques, no hay respuesta. A los pezones gordos y salados de Camila, aunque Pepe Sanchez no crea que sean salados ni rataplán. Paro respiratorio, pronto, bicarbonato, adrenalina. Te voy a estar esperando, papito, despertame. Depunción intracardíaca. Masajes. Y la certeza de que por fin esa noche la iba a despertar porque la farolera no tenía que tropezar ni tampoco el bello alpino con las flores. Está en línea de base. No hay respuesta. A cualquier hora, papito, despertame, ¿sabés? No hay respuesta. Seguro que sí.

Trampa de sueños

Pedro Carriere


      “Cualquier hombre es un dios cuando sueña
      y no es más que un mendigo cuando piensa
            Hölderlin


      “La interpretación de los sueños” de Sigmund Freud descansaba sobre la mesa de luz del dormitorio de Miguel. Las hojas arrugadas y sobadas en la parte inferior derecha, la tapa ajada y el lomo entreabierto e hinchado, denotaban en el libro un uso intensivo, casi exagerado.
      Miguel era una persona reservada, de gesto adusto y buen escritor, pero una obsesión enfermiza de atrapar íntegramente los sueños para poder volcarlos en sus libros, lo llevó a probar las estrategias más extravagantes, afectando, sin darse cuenta o quizá sin importarle, no sólo esa imagen de persona seria y educada que los demás tenían de él, sino también sus costumbres y sus hábitos más arraigados.
      Fue hace dos años que su imaginación comenzó a flaquear seguramente por agotamiento. Un contrato feroz con una editorial lo obligaba a escribir un libro de al menos doscientas páginas cada tres meses. Al poco tiempo de asumido el compromiso, con su creatividad exprimida al extremo por los plazos breves, casi sin dinero y vencido por una realidad que eclipsaba sus mundos inventados, se embarcó, como última opción, en una desesperada y alocada cacería de sueños.
      Comenzó poniendo, antes de acostarse, una hoja de papel sobre su almohada, luego apoyaba su cabeza cerca de ella y tomaba un lápiz en su mano, así se dormía, con la esperanza de poder registrar en sueños su propio sueño. Como no le daba resultado, pensó que quizá la mano estaba muy lejos de la mente, lugar en donde se producían los sueños, entonces, para disminuir el riesgo que los impulsos oníricos no llegaran a sus extremidades superiores, probó poniendo el lápiz en su boca de manera que la mina del mismo quedara apoyada sobre la hoja; los movimientos inconscientes que la cabeza realizaba durante la noche dibujarían, eso pensaba, algo similar a un encefalograma del sueño o, como le gustaba decir a él, un sueñograma.
      La habitación se fue poblando de elementos que, según su criterio, fomentarían los sueños: platos con comidas exóticas o ricas en grasas, videos con películas de terror, bebidas alcohólicas, fotos viejas, hasta una colección de tres libros orientales para inducir al sueño basado en posiciones corporales y en la orientación de la cama según los puntos cardinales y la fase lunar correspondiente.
      Algunas noches, decenas de relojes sonaban uno tras otro cada diez minutos y él, frenético, despertaba y escribía lo que primero venía a su mente, y consultaba a Freud.
      Había semanas que se acostaba abrazado a un grabador para intentar obtener algunos sonidos; incluso llegó a comprarse una cámara infrarroja, que se encendía sola al detectar el más leve movimiento, para filmarse mientras dormía. A los pocos meses había convertido su dormitorio en una irrisoria y espeluznante trampa de sueños.
      Últimamente, ya desesperado, combinaba estrategias: sueñograma con grabador, posición de la cama noroeste-sudeste con un medio litro de whisky, película de terror con seis huevos fritos y dormir boca abajo con las manos en la espalda; hasta acudió a brujas y a sus brebajes, a curanderas y a sus sapos. Pero a pesar de todos estos locos intentos, el sueño, guardián de secretos prohibidos, sólo le entregaba cada mañana, pequeños momentos, ínfimos instantes de sus aventuras nocturnas que Miguel nunca logró hilvanar.
      Hasta que una noche sofocante de verano, hartos de interrupciones y de tanto intento de usurpación, sus sueños lo abandonaron, y se fueron a otro cuerpo llevándose la parte de Miguel que les pertenecían: la mitad de su alma y las alas que, aunque pequeñas como la de los gorriones, algún día tuvo su pluma.
      Desde ese día Miguel tiene los ojos tristes, sin brillo; por las noches su cuerpo se enfría, se aquieta, y sólo unos leves suspiros muy esporádicos muestran que aún está vivo.
      Durante el día, en un bar colorido donde abundan las sonrisas dibujadas y el olor a comidas rápidas, él escribe pero de manera tensa, predecible, terrenal; sin darse cuenta jamás, que el intermitente guiño rojo de un cómplice neón diurno tiñe incitador su hoja.
      Algunos aún lo leen, sobre todo aquellos desesperanzados adoradores de la vigilia.


Pedro Carriere.

Guernika, Picasso

Myriam Toker

      Es lunes, hace calor. En mi provincia vasca solemos caminar hacia Guernika los lunes, a la feria. Llevamos el pan, traemos el queso, llevamos las gallinas, traemos los conejos. Es el equilibrio de nuestro mundo. Cosa por cosa, paso por paso. No encontrarás nada nuevo en el pueblo, al contrario. Hay un orden que parece venir de nuestras piedras, o del olor del mar que a varios kilómetros nos respira con la puntualidad de una madre enorme.
      Las sandalias empolvadas reconocen solas el camino a la plaza, a la feria. Como siempre, estarán Francisco con sus candelas de cebo, Doña Aleja con su niño nuevo, relleno y tirante como calabaza. Aitor con su toro, que van siempre, dueño y bestia, para mirar. Qué sería de la plaza sin aquél toro azabache que nos contempla. Aquellos ojos mansos y profundos parecen saberlo todo en su bendición de ignorancia.
      Tal vez, como todos los lunes de feria, tenga la suerte de que la Engracia se asome por aquella ventana como floreciendo para mí. Ay, qué llena de promesas se asoma de aquél silencio suyo, pero qué puntual su indiferencia.
      Y estarán los niños, arremolinados en los puestos, asustando a las perdices y a las palomas. Y sobre sus risas aquéllos otros niños de los árboles, piando y más atentos que nunca a la dádiva del hombre: los pájaros contentos de la feria de Guernika, bajo el sol constante que nos blanquea el pueblo desde la eternidad.
      He escuchado un campanazo, que corre primero por las callejas angostas como un niño sin madre. Ahora otro. Y desde el mar veo venir por el cielo un punto que se agranda, se acerca. La feria se agita en un remolino de gente que corre, gallinas pateadas, mujeres que llaman. Doña Aleja, con su niño berreando, quiere salvar las hogazas de pan, las noches amasando, la leña gastada en la horneada. Quiere salvar lo que pueda, porque ahora los campanazos no son más niños sueltos, son gritos de bronce que nos dicen: “¡Los aviones, que se vienen los aviones!”
      Ya es un grito la plaza, y creo que quedamos solos con el toro y un caballo que, como yo, mira hacia el cielo.
      Es lunes y son las cuatro de la tarde, y sólo puedo escuchar los borbotones del repique que no cesa y el gruñido de aquellos otros pájaros de hierro. Un estruendo, y ya no más. No escucho ya más nada, sólo siento en el pecho los golpes de lo que deben ser bombas. Tengo el rostro mojado, lo toco. Guernika es roja, roja y sorda.
      El toro, como yo, tiene los ojos y no quiere tenerlos. El caballo se retuerce y retrocede. Se retuerce y tiene, como aquél de la cruz, herido el costado. Le asustan las llamas y le pasa algo peor que estar asustado: está perdido entre el fuego, la explosión y los gritos que yo adivino por las bocas tan grandes y tan abiertas.
      Allá puedo ver el árbol centenario de Guernika. No arde, por soberbia.
      No sé por qué, camino. No siento que soy yo el que caminara. No escucho, pero veo. Veo de derecha a izquierda cómo un odio caliente se ha hecho con todo. Una vibración sobre la cabeza, otro avión, tan cerca que veo al piloto. Rubio, los ojos de cielo y de mar, sonríe como si jugara. De derecha a izquierda la ráfaga se lleva ahora a un soldadito imberbe que a último momento ha querido empuñar una espada contra el sinsentido. Ahora el muchacho es pedazos, y no quiero verlo, porque roto parece aún más joven.
      Esto que veo ahora, lunes a las cuatro de la tarde, no es mi Guernika. No hay niños, ni pájaros ni nada más que fuego. Creo que sobre el cielo se enciende una lámpara. Yo, que he sido incrédulo, ahora veo que no es una lámpara, es una luz triangular con un ojo. Ojo en mis ojos, ojo en el toro, ojo en el cielo. “Si nos miras”, pienso o rezo, “si nos estás mirando”, digo. Pero no sé qué pedir.
      Doña Aleja le abre la boca al mismo agujero brillante del cielo que nos mira, pero ella no pide. Le muestra un niño inerte que le pesa y que le pudre la sangre, y con la sangre podrida niega al que nos mira desde arriba.
      Una mujer se asoma, no es la Engracia. Tiene un quinqué en la mano. Yo no escucho, tal vez ella no vea. Siguen los golpes y se me conmueven los huesos. Serán más bombas. Camino, creo que ya lo he dicho. Allí va una mujer, corriendo, en llamas, de derecha a izquierda.
      No hay niños, no hay pájaros. Esta no es mi Guernika, aunque allá, sereno, se yergue el árbol de Vizcaya.

Piedras

Pedro Conde

      Su pequeño cuerpo parecía un perchero del que colgaba, sin orden, toda la ropa que pudiera tener en propiedad. En la última capa el tres cuartos de color indefinido, de cuyos bolsillos sacaba rauda las piedras que arrojaba a su invisible perseguidor. Desde su boca también le arrojaba insultos, gritos ininteligibles, arañados y rasgados por los dos únicos dientes que le quedaban.
      Su pelo, cortado a grandes trasquilones, lucía rocoso debido al duro amasijo que formaba con el polvo y el sudor acumulado de días, meses… En su cara, en su piel, las arrugas aprisionaban en su interior una capa de roña que a modo de pátina imitaban la madera vieja.
      “La Loca”, así se le conocía, siempre estaba huyendo. Caminaba por las calles empedradas del pueblo, arrastrando su vida loca. Iba por los caminos de tierra, empolvando sus pies locos. No se paraba en ningún sitio. Tras de sí, como un gigante y mutado caracol, dejaba un rastro de letanía, un criptograma, una cadena de palabras sin fin, un murmullo viscoso. Y cada tanto, giraba su cuerpo, emitía esos locos gritos, tiraba piedras y corría de un peligro imaginario. En la huída aprovechaba para hacerse con nuevos proyectiles. Sin aparente esfuerzo doblaba su cuerpo menudo y recogía todo lo susceptible de ser lanzado. Tenían más valor las piedras vivas de filos redondos y del tamaño de un huevo. Los baches de las calles empedradas eran polvorines de los que cogía la munición con avidez malsana, con ansia, con avaricia.
      La loca tenía una historia que a veces se asomaba a sus ojos espantados desbordándose en gotas saladas, las mismas, luego, en retorcidos regueros le quitaban de la cara la mugre y dejaban atisbar un fondo limpio y cuerdo. Con esos retazos la gente componía las otras historias, completas e inventadas, al calor de las hogares, en los ratos de costura o en las colas del mercado.
      La Loca servía de diana para las burlas de los niños audaces y temerarios.
      —Loca, tú no estás loca, tú estás tonta, ¡Ja ja ja!
      Pero las chanzas no tuvieron nunca represalias. Servía de igual forma, de excusa a lo perdido.
      — Juraría que lo acabo de poner encima de la mesa, seguro que entró la Loca y lo cogió.
      Para todo mal inesperado.
      — La Loca te echó mal de ojo.
      Para desahogo de frustraciones.
      — ¡Fuera Loca, vete de aquí!, sólo me faltaba que me pegaras algo.
      Para matar desobediencias.
      — Como no te portes bien te regalo a la Loca.
      Y para acallar conciencias o calmar dolores de pecados.
      — Toma Loca, aquí tienes para que comas— y le ponían en la mano algún bocadillo o trozo de queso envuelto en papel de estraza, que ella recogía sin dejar de mirar de reojo por encima del hombro.
      — ¿De quién corres Loca? ¿Quién te sigue? ¿A quién temes?—y cada pregunta quedaba suelta, levitando, sin respuesta. Como mucho podías asistir a un nuevo episodio en el que asustada, con los ojos perdidos en ninguna parte, gritaba, tiraba piedras y escapaba del que la perseguía, de su miedo oculto e invisible.

      Aquella mañana, temprano, antes de salir al campo pasé por el bar a tomar el primer café del día. Y como siempre que había una novedad que contar, un motivo para escapar de la rutina, la noticia flotaba espesa en el aire como si de la humedad se tratara.
      — ¿Te has enterado? La Loca ha muerto. — me dijo Gregorio mientras me acercaba la taza de café humeante, cumpliendo con su deber de pregonero aficionado, con su vocación de comadre chismosa.
      — La han encontrado muerta en medio de la calle del Ayuntamiento.
      —Pues menudo estreno que ha tenido— el Seis Dedos sentenció con madrugador tono de sarcasmo —.Hoy era cuando iban a inaugurar las aceras y el asfalto de esa calle.
      —Yo creo que la han matado — Matías y su eterna filosofía de conspiración —. Ese no es un sitio normal para ir a morirse. Y un robo no ha sido, porque… ¿Qué tenía la Loca?
      — ¡Piedras! — y contestaron risas al comentario anónimo.
      — ¡Qué va! Dice el cabo de la Guardia Civil que no tenía ni una, que llevaba los bolsillos vacíos — Gregorio en voz baja, tratando de poner tono de confidencia, de misterio —. Las había tirado todas.
      —Pudo haber sido un infarto, no creo que haya otra explicación — intervine yo, poniendo los pies de todos en el suelo — ¿No?
      Y desde el final de la barra, con su acostumbrada parsimonia y voz ronca, nos llegó la solución del enigma de la mano del viejo Antonio, el de Las Cañadas.
      —Está claro como el agua —una profunda calada al pitillo prendió nuestras miradas en su punta de fuego rojo. —, lanzó todas las piedras, y en la calle nueva, en el asfalto — enredando las palabras en volutas de humo —, no pudo encontrar más munición con la que seguir espantando a la muerte..

Riñas

Daniel

29 de septiembre