por Anna
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jueves, 16 de agosto de 2012
La prueba
Luis Osorio
Martha se encerró de un
portazo en el baño. Sudaba. Las manos le temblaban y sentía el estómago como si
ella subiera muy rápido en un ascensor. Luego, abrió su bolso. Extrajo de ahí una
bolsita plástica con el logo de una farmacia impreso de un lado y la vació en
el lavamanos. Una cajita, quizá un poco más corta que un tubo de rimel, cayó en
la porcelana con un golpe apagado. De inmediato, ella leyó las instrucciones.
“Coloque la muestra en
la ventanilla y espere cinco minutos. En caso de aparecer dos líneas rosadas,
el resultado es positivo…”.
Esperó sentada en el
retrete después de seguir las indicaciones.
Aquellos fueron los
cinco minutos más largos de su vida. Tal vez hasta el tiempo se había detenido.
Cuando al fin apareció el resultado, lo cotejó con las instrucciones.
Después de terminar con
aquella prueba, Martha supo tres cosas: El porqué se retrasó la visita de la
“comadre Rosita”, que su madre y las brujas de sus tías le iban a dar un largo
sermón… y finalmente, a dónde mandaría a su novio por negarse a ser hombre unas
horas antes.
miércoles, 8 de agosto de 2012
Ejercicio: La señora Wakefield
por Mirta
Elizabeth se mira al espejo. Su
aspecto ha cambiado en los últimos años.
Tal vez si se pusiera algún vestido
estampado, o si se cortara el larguísimo cabello atado con descuido sobre la
nuca, o si se lo tiñera como lo hace su vecina de la esquina…
Vuelve a mirarse con más
detenimiento: sus manos, de uñas cortas y sin pintura, su rostro pálido con
varias arrugas surcando la frente, la cintura pequeña que se adivina debajo del
camisón gris…tan gris como sus días…como el otoño…como su rabia y su tristeza.
Hace un mes que comenzó a mirarse
cada noche al espejo. Entrecerrando los ojos para adivinar una piel tersa, unas
manos rosadas, jóvenes, activas. Algunas veces se probaba vestidos, aquél tan
entallado que volvía loco de celos a don Wakefield, incluso el vaporoso vestido
de novia con el velo blanco salpicado de brillitos, o el abrigo rojo que le
regalara su esposo en el primer aniversario de casados.
Siempre se mira en silencio, cuando
ya nadie deambula por la casa, cuando se da permiso para imaginar que es feliz,
que nada ha cambiado, que la vida se desliza sin altibajos como en aquellos
primeros diez años de casados.
Ya no se pregunta por el señor Wakefield.
Ni siquiera sufre su ausencia. Simplemente trata de encontrar esos últimos veinte
años que ha perdido buscando una respuesta al abandono. Porque ella sabe que
fue un abandono. Presiente que está en
algún lado burlándose de su desconcierto, riéndose de aquella absurda parálisis
en la que quedo su vida, regosijándose con ese plato vacío en la cabecera de la
mesa durante cada cena,o de la poltrona junto a la chimenea con sus pantuflas
sobre el lado derecho y el periódico esperando ser leído sobre la mesa baja de
la izquierda.
Pero ahora, a veinte años de la
despedida ya no lo espera; sabe que no es viuda como la llaman sus amigas y ha
decidido tirar los grises al cesto del olvido y llevar a Elizabeth al sol.
Planea cada noche su ingreso a la vida, con algunas arrugas en el alma y en la
piel, pero con el deseo pleno de beberse el viento, las lluvias, los soles de
su Londres natal.
Son las doce de la noche, el espejo
la mira alejarse sonriendo.
Abajo, un crujido acompaña la
puerta que se abre y las botas oscuras del señor Wakefield regresan dispuestas
a borrar los sueños de Elizabeth.
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