miércoles, 21 de noviembre de 2007

Desencuentro (Ejercicio)

Anays Rodriguez


I si l'atzar et porta lluny
que els déus et guardin pel camí
que t'acompanyin els ocells,
que t'acaronin els estels,
i en un racó d'aquesta veu
mentre la pugui fer sentir
hi haurà amagat sempre el teu so, Laura.
Lluis Llach



      Dormitaba frente a un concurso que la aburría, pero no se atrevía a apagar el televisor. El silencio le parecía más triste que aquel magnetismo tirano del que ya no pensaba escapar.

      Un temblor la sacó del letargo y le desató una ráfaga de alarmas ¿el corazón? ¿la apéndice? ¿una rana? No: el teléfono móvil. Siempre el mismo susto, siempre pensar en desactivarle la opción de vibración al aparato, siempre Bruno para avisarle que había llegado bien al servicentro. Buen chico, pensó mientras abría el mensaje escrito. No era Bruno.
      "Tengo, principalmente, ganas de estar contigo"

      Al leerlo sintió otra sacudida, ésta mejor localizada: un tirón desde adentro, justo entre los pechos pero medio suspiro más abajo. De pie, inclinada sobre la mesa, apoyó los codos y releyó una vez y otra, sintiéndose el calor trepar hasta la cara y el cansancio marcharse de sus piernas.
      Nadie en el mundo, más que Fernando, podría provocarle tal desasosiego. Le tembló el pulgar sobre el botón de contestar y, sin atreverse a tocarlo, dejó el teléfono sobre la mesa y corrió a su dormitorio. Se agachó junto a la cama y, con la sensación seca de una rémora en la garganta, atrajo hacia sí una lustrosa caja de cedro tirando de ella por la llave: una aleación formidable de cobre y acero. La arrastró con la eficacia involuntaria de un acto repetido durante media vida. Sentada en el suelo, descalza y con un viso de culpa en la mirada, pasó el dorso de la mano por la tapa de madera, apartando invisibles motas de polvo, como si comprobara de pronto que, tal como había concebido, aquello podría ocurrir un día cualquiera y sorprenderla desavisada.
      Cuando por fin la abrió se le iluminó el rostro. Allí estaban, decenas de cartas en riguroso orden, declarando horas de dedicación. "Una historia concebida sólo para ti" reconoció. Manida y amarillenta, la primera carta se opuso con fragilidad a los dedos de Laura que sólo con tocarla, sintió el vaho lejano y testarudo del recuerdo.
      Le había escuchado en un recoveco del metro, perdido en una melodía serena que le servía para afinar su destartalada guitarra. Arrastraba una voz cálida que la detuvo en seco y le arruinó los planes de aquella mañana, olvidándolos para siempre. La voz tiró de ella hasta hacerla girar en una esquina, y se encontró entonces frente al rostro pálido de Fernando, dibujado entre una maraña de mechas rojizas que le resbalaban por la espalda. Tenía los ojos azules más vivos que Laura había visto, los labios tristes y cuatro pecas salpicándole de gracia el gesto.
      Se acercó a él como si junto a ella se tratara del único sobreviviente de una catástrofe, como si cientos de hombres y mujeres no abarrotaran aquellos pasillos imponiendo sus prisas, se acercó con la boca llena de preguntas:
      -Laura- ofreció.
      El asintió sonriendo, como si ya lo hubiese sabido:
      -Fernando.
      Se comieron a besos y a deseo, se devoraron en la opacidad de una pensión de la calle Montcada. Consolaron el hambre que les dio el amor en un bar de la estación de Francia y en la noche, sin más dinero para pagar la pensión, Fernando volvió a cantar al metro, y Laura regresó a su casa en el barrio de Gracia. Tenían veintidós años y el mundo era de sol.
      Cuando volvió la siguiente mañana, no escuchó más que los ecos ramplones que poblaban el metro y el taconeo irritante de las oficinistas. Se detuvo en el rincón donde había encontrado a Fernando y le necesitó tanto que tuvo que buscar una salida a la luz donde poder respirar sin tanta dificultad. Esa tarde, bajo el halo zumbón de un flexo descascarado, le escribió la primera carta: omitió realidades y maquilló las tristezas de su mundo: decoró el escenario de su nuevo universo.
      A veces le buscaba en las mañanas, y en las tardes se lamía la incertidumbre reinventando su historia. De ese modo, nunca le contó que los años le espesaron el cuerpo que el amó, ligero y elástico. Ni que se casó con un comerciante de rústico talante y economía próspera cuya muerte no le causó dolor. Que tan sólo dejó de escribirle en los tiempos en que nació su hijo Bruno, a quien permitió la entrada en su mundo postal únicamente ataviado con una inteligencia asombrosa y unos dedos que acariciaban la guitarra "como sólo lo hacías tú, Fernando".
      Los años no la conmovieron porque no los vio pasar. Se le arrugó la frente debajo del mismo cerquillo con que le conoció, y mantuvo el coral de los labios y una voz afectada que dotaron a su madurez de un aire ridículo. Nunca envió las cartas porque no tenía a dónde hacerlo. Así que adquirió la caja de cedro donde atesoró su historia, ilesa y palpitante, protegida por la llave que mandó hacer en un tugurio del barrio gótico.
      Ahora lo de menos era imaginar de dónde habría sacado él su número de teléfono. Recordaba que una mañana, deambulando por los pasillos del metro, se había acercado a un vendedor de pendientes que en ocasiones veía instalarse en el rincón de Fernando, tan sólo por guarecerse en lo que quizá había sido su vida. Sin saber qué decirle, le había contado que buscaba trabajo y el hombre, encogiéndose de hombros, le ofreció que le dejara su teléfono por si se enteraba de alguna oferta. Ella lo escribió en un trozo de papel y se lo extendió como un puente hacia Fernando. Lo que no lograba recordar era si aquel episodio había ocurrido realmente o lo había imaginado ella en sus cartas.
      El pequeño recuadro del teléfono mostró un nuevo mensaje: "Ya llegué, duérmete" le avisaba Bruno como cada noche, antes de iniciar su jornada nocturna repostando combustible.
      Laura marcó el número de Fernando y al otro lado le contestó una vacilante voz femenina:
      -Sí, oiga, perdone...
      -¿Y Fernando?- preguntó Laura sin pensar.
      -Sí, mire, Don Fernando está dormido, soy la enfermera de guardia. No sabía si contestar, pero por si podía ayudarle en algo, no sé...
      -¿Qué hospital?- solicitó con la voz en vilo.
      -Clínica del Remei- reveló la enfermera, preguntándose al instante si había hecho bien.
      Los rasgos curativos de aquel diálogo no tardaron en desplegarse a su alrededor: los viejos muebles adquirieron un brillo arcano, y las fotografías en sepia colgadas en las paredes ganaron sentido. Laura apagó el televisor y así le llegó, llovido del cielo, un jazz que la sedujo, rodeándola por la cintura y bailando con ella, en un comedor que pareció poblarse de mariposas.
Eran más de las diez de la noche y habían pasado más de treinta años cuando Laura encontró a Fernando. Dormitaba en un sillón de mimbre, mecido quedamente por un viento prestado. Sus manos de largos dedos, blancas, transparentes, languidecían posadas sobre sus rodillas, como si alguien las hubiese colocado en aquella posición y la voluntad no le alcanzara para moverlas. Tenía los labios húmedos de saliva y la mirada vencida. No advirtió la llegada de Laura, no advertía nada.
      -Alzheimer, probable y prematuro- aclaró una enfermera, acercándose al enfermo con un vaso de agua en la mano y observando con recelo a Laura, que tentaba un informe médico colgado a los pies de la cama.
      -Perdone, mi nombre es Cecilia Díaz -mintió Laura al reconocer la voz del teléfono- soy periodista y estoy encargada de un artículo sobre esta enfermedad. Quería observar un poco. Me ha autorizado una hermana en recepción.
      La enfermera miró el reloj, pero como su rostro aún no mostraba queja ni consentimiento, Laura se apresuró a preguntar, señalando a Fernando con un ladeo de la cabeza.
      -¿Hace mucho...?
      -Más de cinco años- concedió la chica con una sonrisa en retirada, como si así, sólo de vez en cuando, le sorprendiera la conciencia del paso del tiempo -El mismo tiempo que yo en este hospital- pensó en voz alta, mientras con un gesto tierno y cotidiano, apartaba una mecha blanquecina de la frente de Fernando.
      Laura permaneció rígida por miedo a que, al moverse, se revolviera en la estancia el aliento amargo de sus celos.
      -¿La reconoce?- preguntó sin levantar la mirada de un punto extraviado entre la pared y el suelo -A usted, quiero decir-
      La enfermera continuaba la rutina de su ronda, lenta pero con la precisión intacta.
      -Hay treguas, sí, intervalos de lucidez, aunque cada vez son más esporádicos. En algunos me cuenta historias, pero se le agolpan las imágenes. En otros llora su deterioro con una compasión que parte la mañana en dos.
      Llovía con rabia cuando Laura volvió a la calle. Un instante antes había deslizado, entre las sábanas almidonadas de la cama, la primera de sus cartas.

jueves, 15 de noviembre de 2007

La vida no es fácil, o cómo deconstruir una historia (ejercicio)

Norberto


Los personajes

Montse
Etolina
Camilo



Parte del diálogo


ETOLINA -Nunca supe qué fue lo que les sucedió a ustedes, siempre tuve la sensación de que conformaban una bonita pareja.

CAMILO -¿Así que ella no te dijo?, nos separamos hace bastante.

MONTSE -No, no, no le conté, ¿acaso a vos te parece que se podrían contar ciertas cosas?

CAMILO -Cada relación es un mundo particular, no hay esquemas que valgan.

MONTSE -Aunque nos duela, ¿no te parece, Eto?

ETOLINA -La vida no es fácil.


La situación


      Montse y Etolina están en un bar, habían programado el encuentro para confeccionar juntas el listado de los invitados a la fiesta por el cumpleaños de Eto, cuarenta años, el próximo sábado. Y ahí andan, deshojando nombres como margaritas, cuando entra Camilo y se sorprende al descubrirlas. Una triple sorpresa.
      Montse había mantenido una mala relación con él un tiempo atrás, desde entonces no se veían. Etolina, quien jamás supo el por qué de esa ruptura, no le ha confesado a su amiga que él le gustaba mucho, que todavía le gusta y se le pone la piel de gallina cuando está cerca, que todavía siente el rubor que le viene al rostro, que en algún momento se lo había hecho saber pero él nada, y que ahora se siente muy pero muy perturbada durante este fortuito encuentro de los tres.




Los pormenores


      -Nunca supe qué fue lo que les sucedió a ustedes, siempre tuve la sensación de que conformaban una bonita pareja –se los digo hasta con cierta elegancia, sin estar del todo convencida. Pero se los digo como quien recita una sentencia muy elocuente, una de esas máximas indiscutibles del sentido común para paliar el silencio que se ha instalado de repente y me lleva a interceder porque en cierta forma me siento culpable. No tengo razones, no rompieron por mi culpa, ni siquiera me contaron por qué, pero no olvido que hacia el fín de su noviazgo, en medio de una fría lluvia que calaba los huesos y congelaba el alma, me encontré con Camilo mientras ambos cruzábamos la Plaza Irlanda. Él se protegía con un paraguas inmenso, yo le dije que un paraguas por persona es un desperdicio, y entonces el refugio de su abrazo alcanzó para zafar un poco del agua, y después vino el bar en la esquina del Hospital Bancario donde, a cobijo de la tormenta y envueltos por la calidez del café cortado con Fernet, olvidé ciertas reglas no escritas que nunca deben olvidarse. Le conté lo que me pasaba cada vez que lo veía, me fui dejando llevar por las gotas de agua que resbalaban y se deslizaban sobre el vidrio del ventanal, las corridas tan alocadas como inútiles de los transeúntes, los charcos que salpicaban con el paso de los autos, el retumbar remoto de los truenos, la fugacidad plateada de algún relámpago, la tarde que se oscurecía sin piedad mientras yo me entregaba en cómodas cuotas. No le dije nada del nudo en la garganta, de las contracturas que me agarrotaban a la silla, del deseo latente que crecía y me desbordaba. Tampoco él me dijo muchas cosas, bastaron su mirada y su cabeza negando para hacerme sentir una infeliz recalcitrante. ¿Qué otra cosa podía esperar que me dijera el novio de mi mejor amiga?



      -¿Así que ella no te dijo?, nos separamos hace bastante -te lo tendría que haber contado yo aquella tarde durante la lluvia, uno siempre está más dispuesto a hablar en medio de una tormenta, cobijado detrás de un vidrio. Pero resultó una sorpresa tu confesión de niña adolescente y tímida, con la impronta repentina de ese rubor que te venía subiendo desde dentro de tu rompevientos celeste mientras vos me hablabas a mí, con ese temblor en los labios y sin dejar de observar la lluvia despiadada que ennegrecía aquella húmeda tarde. Vos ahí, del otro lado de la mesa estirando tus palabras, apenas mirándome a los ojos al finalizar alguna frase, incluyéndome en una fantasía a la que no era capaz de acompañarte. De todas formas, no podía llamarme la atención el silencio de Montse, en esos momentos no me abandonaba el recuerdo de su sorpresa, las palabras que se le atragantaban, sus ojos de espanto como si se encontrara frente a un monstruo de aquellos.



      -No, no, no le conté, ¿acaso a vos te parece que se podrían contar ciertas cosas? -¿es posible, podrá seguir siendo tan desubicado y caradura?, encima no pierde nunca ese tonito de cara de ángel, tan inocentón él, tan jodidamente hipócrita, ahora lamento profundamente no habérselo contado a Etolina. Pero siempre esperé que aquel final fuera el definitivo, que no hubiera regresos ni reclamos, nunca me imaginé la posibilidad de otro encuentro, y muchísimo menos con Eto que no tiene ni idea, que podrá imaginarse cualquier cosa y nunca se acercaría a la verdad. Eto resultó una verdadera amiga en aquella circunstancia. No le conté, y ella no preguntó. Qué puede imaginarse ella del planteo con que me vino este tipo así de repente, descolgándose con lo de su amigo y que le gustaría que probáramos los tres, que él lo conocía lo suficiente y estaba seguro de que a mí me gustaría. Hijo de puta.



      -Cada relación es un mundo particular, no hay esquemas que valgan –evidentemente, existen cosas que Montse no tolerará nunca, y heridas que no le cierran, que sangrarán para siempre. A pesar de lo que uno intente, a pesar de que realmente se tratara de una prueba de amor, de un amor absoluto porque aunque yo también lo amara a Fermín, en aquella época me creía capaz de compartir los sentimientos, los quería realmente a los dos y me dolió la separación. Sobre todo por el espanto que había provocado, ese espanto que aún late en el fondo de sus ojos, que se presiente en el hielo de sus palabras.



      -Aunque nos duela –no hay caso, no cambió, es el mismo hipócrita de siempre que todavía me mira como perdonándome. La noto pálida a Etolina, me parece que se siente incómoda, también, con este tipo, hice mal en no contarle todo aquella vez, pero sentí verdadera vergüenza, desprecio, desconsideración, humillación.



      Montse no deja de observarme muy fijamente, me quiere decir algo que no alcanzo a comprender, tal vez Camilo todavía la pone nerviosa. Como a mí, así que me callo, como siempre, pero sus ojos me reclaman, noto la tensión que nos sobrevuela, el inicio inevitable de un nuevo silencio. Entonces, me encojo de hombros, la miro a ella, lo miro a él, suspiro lentamente y digo:
      -La vida no es fácil.

jueves, 1 de noviembre de 2007

La vergüenza




Anays Rodríguez

Si me dijeran pide un deseo,
preferiría un rabo de nube,
un torbellino en el suelo
y una gran ira que sube.
Un barredor de tristezas,
un aguacero en venganza
que cuando escampe parezca
nuestra esperanza.
Silvio Rodríguez. (Rabo de nube)

      Quería oler mi Habana, por eso volví, porque abrigaba la onírica esperanza de recuperar mi auténtica habanidad, como el hijo adoptado que con los años va idealizando el fantasma de los padres biológicos, que sabe que ya no son suyos desde que le dejaron, pero sabe también que le duela o no, él pertenece a ellos como una rama a un viejo árbol, y que allí, junto a las preguntas sin contestar y la frente lisa de besos no dados y la asepsia de ternura, guarda por ellos un jirón de amor sobrio y una factura impagada de culpa por lo que de malo debió haber en él para que no le conservaran.
      En mi Habana, los hijos de la Revolución iban a la plaza a gritar Viva Fidel, y luego en casa, sudando bajo la penumbra de un quinqué, fabricaban collares de coral negro de contrabando, vigilando los juegos de sus hijos, desoladores renacuajos nietos de la Revolución. Mal aprendían ruso por el día, pero de madrugada se les montaba un muerto africano, marxistas de día, espiritistas de noche.

      Los hijos de la Revolución estaban provistos de un bate horrendamente lícito, prestos a atajar de un tanganazo la manifestación más improbable, talión furtivo y oportuno de causas personales, la ley del odio, las brigadas de respuesta rápida, tan rápidas, sin tiempo ni cerebro para interpretar motivos o reconocer amigos.
      Entonces, cuando volví, quise abrazar la Habana con la sensibilidad que me había concedido el exilio, olerla desde mis nuevos olores, quise poseerla con mi noción adquirida de patria, quise dormir luego con ella, mojarme de ella 21 días, los 21 días que me visó el monito enjuto del consulado dentro de su guayabera almidonada oliendo aún a colonia Moscú, aroma indeleble de los hijos de la Revolución pese a la caída del muro... pero no fue lo escaso del tiempo lo que me lo impidió, fue la vergüenza.
      Una mañana en la que no quise ir con nadie para poder habanear más a fondo, para escuchar y disfrutar sin pautas mi tambor, caminé por el muro del Malecón, me quité los zapatos, y al pisar la piedra húmeda y ennegrecida, recordé la vez que fuimos al teatro Karl Marx, mis hermanas y yo, pese a la convicción del regreso más que incierto, imposible. Incapaces de presentarnos en bambas, nos armamos con nuestros mejores, únicos y más altos tacones, ávidas de garbo, adolescentemente femeninas, pletóricas de justa vanidad.
      Llegamos al teatro dejando atrás insólitas escenas para lograr alcanzar las entradas, y un camión prehistórico que nos vapuleó, violó y ahogó en sus entrañas durante media hora, para esputarnos luego, agradecidas y cartereadas, a unas casi 15 calles del teatro, calles que completamos corriendo para llegar casi a tiempo, nosotras y otros cientos.
      Pero una vez bajo las luces del vestíbulo, volvíamos todos a ser dignos, así, los primates del camión de hacía cinco minutos, se trocaban en altivos, un tanto desdeñosos incluso, imitábamos casi sin esfuerzo los hábitos y vicios burgueses que no sé donde aprendimos... ¡Que víctimas tan crueles éramos entonces!
      Nos criticábamos a fondo unos a otros, sin tregua, nos acercábamos a los carteles con grave y esmerada curiosidad, fingiendo intelectual recogimiento; recorríamos el portal simulando prisas, buscando algún conocido furtivo que en caso de aparecer, pensara a su vez que buscábamos a otro; masacrábamos a aquella en “bajichupa y pitusa”... ¡que chea!, decíamos, sin advertir que lo que le reprochábamos realmente era el dejarnos tan desamparadas en nuestros tacones... ¡que chea!, decíamos, pero sin embargo nos hacíamos cómplices de la mancha de grasa de camión en su espalda, se la respetábamos, la ignorábamos sin esfuerzo, no queríamos vernos, indulgentes inconscientes... ¡Que víctimas crueles tan entrañables éramos entonces!
      Y al fin, dentro, la consagración, la oscuridad testigo de que lo logramos a fin de cuentas, relajar los pies en la oscuridad, liberarlos de los altos verdugos y consolarnos, consolarnos con las cortinas granates y fastuosas, con la murmurada música de cámara, con el aire acondicionado, con los comentarios susurrados de los eufóricos más cercanos en trance igual de consolación, súbitamente inspirados, comentarios ingeniosos, nerviosos, agudísimos, ideológicamente desviados, sublimes...
      ¡Que víctimas crueles y entrañables tan felices éramos entonces!
      ¿Quién dijo que el sol de la patria no quema? Con los años resultaba aún más violento; arañé el muro con la planta del pie para regodearme en el contacto, y el resultado fue agridulce, no porque me doliera, sino por la conciencia de que me dolía porque mis pies se habían ablandado, y eso me avergonzaba; intenté disfrutar la piedra como una caricia merecida, pero me dolió recordar que aquella vez del Karl Marx, anduvimos más de dos horas por el mismo muro, las mismas piedras húmedas y ennegrecidas, y ni las disfrutamos ni nos dolieron tanto.
      Hacia el final del concierto, en cuanto sonaba el último acorde musical resurgía la zozobra, y entonces los gritos de otra y otra a los músicos eran una súplica delirante para que nos dilataran cinco minutos más aquel armisticio, ellos consentían, tocaban otro éxito y era la gloria, la euforia, todas las manos entrelazadas y alzadas, unidas en la letra de memoria, y en esa misma letra descifrando designios, adivinando denuncias en lo mítico, endosando ambigüedad premeditada a una declaración de amor, casi conspiradores... “ojalá se te acabe la mirada constante, la palabra precisa, la sonrisa perfecta, ojalá pase algo que te borre de pronto, una luz cegadora, un disparo de nieve, ojalá por lo menos que te lleve la muerte, para no verte tanto, para no verte siempre, en todos los segundos, en todas las visiones, ojalá que no pueda tocarte ni en canciones”... por un instante el milagro...pero volvían a terminar, y entonces sí sabíamos que ya teníamos que salir... graves y cabizbajos... como los autómatas virginales de “La máquina del tiempo”, rehuyendo mirar la palabra lumínica que nos toreaba desde lo alto de la puerta del fondo; valiéndonos de nuestro arte más eficaz y cultivado: el disimulo, nos escamoteábamos las miradas por miedo a que se nos viera el miedo, con las luces encendidas veíamos a pesar nuestro las hileras de butacas vacías y eso era el desamparo, éramos entonces nuestros propios agentes, dispuestos a preservarnos los minutos pasados de gloria con virtud maternal.
      Dilatando la ilusión, burlábamos la salida entrando en los baños, donde una cola de féminas agonizantes simulaba conservar la musical catarsis pese a la mitad de los servicios clausurados; la ausencia total de agua hacía casi razonable que aquellos artefactos empotrados en la pared no nos soplaran las manos.
      Ahora, sentada en el muro del Malecón, me abroché las sandalias bajo la mirada quemante del sol y de una negrita brillosa de unos nueve años que, sentada junto a mi, me castigó con su más encantadora, amarilla, y servil sonrisa... sonrisa fabricada en industrias locales especialmente para la obtención de divisa, y eso lo sé yo, pero, ¿y ella?, ¿cuántas sonrisas tiene una niña de nueve años?. Me escurrí mirando a la calle y me encontré con el monumento de un Maceo de piedra sobre su caballo a galope... ¿de qué color era el caballo blanco de Maceo?... alguna vez me confundió algún mayor con eso... aquí, si, en mi casa de cartón tabla, quizás más desvencijada que la tuya, muchacha... pero la complicidad se desvaneció antes de nacer y no la miré, con estas sandalias le dará igual que yo sea de donde sea... y ella ya no está para caballos blancos de Maceo, está en la lucha... su cada vez más amplia y apremiante sonrisa me seguía machacando las vísceras; levantando las rodillas hasta su barbilla, se las arregló para hacerme ver sus pies desnudos, cenizos, sus uñas como garritas pintadas de rojo tomate, sus calcañares de nogal... especializada en inspirar lástima... y no una lástima cualquiera, no, una lástima original... que me da todavía más vergüenza... ¿darte mis sandalias?... ¿cambiártelas por mi vergüenza?... si es que tampoco es eso.
      Sí, dinero, le servirá más o menos igual que mis sandalias a tu sonrisa, tu no te irás mejor ni yo tampoco, en el fondo creo que las dos perdemos, tu sumarás otra victoria a tu derrota, yo sumaré cinco dólares a mi vergüenza, pero negarme no te hará a ti más digna ni a mi menos cómplice... y ya tienen que dolerte las comisuras de los labios, te has convertido en una mueca rígida.
      A unos 200 metros se acercaba una bici taxi, desde allá me cegaron sus colores fosforescentes, calculé el tiempo... abrí el bolso, no la miré pero la sentí estremecerse, saqué una Cuba tallada en ácana que acababa de comprar en una feria surrealista... por cinco dólares sería un evocador pisapapeles en mi oficina... con ella en mi mano hurgué en los bolsillos de mi bolso sin sacar la cartera, tuve miedo y se agravó mi vergüenza, ella atisbó la talla y yo le atisbé la decepción, no estaba ella para tallas... sin saber si gritar taxi o bicicleta, levanté un brazo aturdido en el aire, y mientras aquello se detenía saqué de mi cartera la cabeza de un Lincoln impasible y la dejé sobre el muro, sostenida bajo la Cuba de ácana para no ponerla en su mano... me bajé del muro y arrastré mis sandalias hasta la calle... no hablamos, apenas nos miramos, me encaramé en el híbrido escacharrado sin volver la mirada... a la altura del monumento a Antonio Maceo.

Anays Rodríguez
Noviembre. 2002

La amiga perfecta

Montse Villares

      Era una buena mujer. Vestía jerséis y pantalones gastados en una combinación cromática poco usual. Pese a su aspecto desaliñado y su baja estatura desprendía un gran magnetismo difícil de explicar. De paso firme, voz grave, tono imperativo y su insólita e inmóvil lógica, sugerían una mujer con mucho mundo a sus espaldas. Ella no desmentía los distintos rumores acerca de un pasado en algún país liberal -en Francia apuntaba una apoyándose en su voz nasal-, que circulaban, al contrario, la hacían reír.
      Para todas, quisieran o no, tenía palabras de ánimo. Su capacidad de análisis la hubieran querido muchos doctores. Era capaz de solucionar en una tarde varios conflictos personales sin pestañear. Probablemente por eso siempre pululaban a su alrededor mujeres imperfectas que admiraban su facilidad para resolver los problemas que, en algunos casos, ni años de tratamiento psiquiátrico habían solucionado

      Cosechó tal cantidad de éxitos en su palmarés, que nadie se atrevía a contradecirle cuando daba un veredicto, digo consejo. Empezaron a afirmar que tenía el don de saber cuando alguien se extraviaba y ella se veía obligada a mostrarle el camino correcto.
      Una acudió tras dos intentos de suicidio y meses en un hospital; ella enseguida le dictaminó que su vida era puro aburrimiento y le aconsejó apuntarse a clases de salsa y eso le cambió la vida; bueno, el dominicano que conoció allí también colaboró aunque sólo algún tiempo, más o menos hasta que la dejó por una jovencita. Conoció a otra que sufría mobbing en el trabajo, su hipoteca no le permitía dejarlo y pasaba las noches en vela buscando una solución que no existía; le presentó el Sr. Valium, y ahora asegura que ya no puede vivir sin él. A otra que a menudo llevaba un solo ojo teñido de violeta le recomendó irse bien lejos; sólo se atrevió a ir a casa de su hija, a la suya ya no pudo volver
      Hizo amistad con una mujer más que con las demás y claro, decidió ayudarla más que a las otras. Acudió ipsofacto a su llamada de socorro. Estaba deprimida. Su trabajo le exigía mucha dedicación y no era valorado. Había tenido una semana más dura de lo habitual y tras un día difícil, de esos que lo tirarías todo por la borda, decidió llamar a su amiga y quedaron en un bar tranquilo para poder charlar. No pudo contener las lágrimas y entre sollozos se lo contó. Cuando acabó el paquete de Kleenex y su relato su amiga la empezó a consolar:
      -Chica, cambia de trabajo.
      Acto seguido, una vez resuelto el problema y sin tiempo para la réplica, empezó a usar su don para ayudarla con otros asuntos en los que también y sin ninguna duda, andaba errada.
      -No puede ser que cada vez que tu hijo se queje de la barriga le estás encima. Así no se educa un niño autosuficiente, sino dependiente. Le tienes que dejar más suelto. Además, ayer mismo, lo del vómito, creo que se lo provoca. A ver si no será bulimia... Lo que tienes que hacer es meterle en un internado y ya verás cómo se espabila. ¿Te encuentras mal? Haces mala cara. ¿Te acerco con el coche a casa? ¿Sí?
      Su amiga sólo asintió.
      Muá, muá. –Besos de despedida en la puerta de su casa y una última advertencia:
      -Hazme caso. Recuerda que todo esto te lo digo por tu bien.
      Cuando el coche de su amiga se alejaba se oyó el chirriar de otros frenos y un fuerte golpe. El desafortunado conductor aseguraba que estaba arrodillada con los brazos abiertos en cruz, nadie le creyó.
      Nunca se supo el motivo que la llevó al suicidio.

El vestido de Boda

Alicia

      —¿Dónde está el finado?.
      —Pase, por favor…
      La tía Digna hizo pasar al forense hasta la alcoba. Allí, en la cama conyugal que lo había sido por tres generaciones, yacía Remigio, con un extraño rictus en el semblante. Claro que no hay que olvidar que estaba muerto, así que no podía pedírsele un rostro agradable.
      El forense, un tipo bajito y con bigote, vestido impecablemente de negro, abrió un maletín y examinó minuciosamente el cadáver.
      — ¿Habían practicado algún acto sexual?— Preguntó a la tía Digna sin mirarle a la cara, mientras examinaba la mano izquierda del difunto.
      — Puedo asegurarle que mantengo mi virginidad intacta.
      — No dudo de su virtud, señora, — ahora si que la miró a la cara — me refiero a si hubo alguna clase de sexo entre ustedes antes del… desgraciado suceso.
      — No le comprendo… — murmuró la tía Digna.
      — Era su noche de bodas, ¿no?
      La tía Digna seguía mirándole sin entender lo que quería decir aquel hombre. Ya le había dicho que no hubo cópula. Entonces… ¿qué era lo que quería?
      El forense no necesitó hacer más preguntas y finalmente dictaminó infarto como causa de la muerte.

      Esta muerte no hizo sino afianzar la maldición del vestido de boda de la tía. Con éste ya iban dos.
      La primera fue cinco años atrás. La tía Digna estaba a punto de casarse con un próspero hacendado del pueblo vecino, Matías, un gran tipo que no faltaba nunca a las reuniones de la Casa Social del pueblo, y que mantenía siempre llenas las despensas con buenos farias y Ron de la Habana, traído especialmente para él por un contrabandista gallego que le debía muchos favores desde su juventud.
      Pues bien, justo una semana antes de la boda murió la Abuela Francisca, madre de Digna, dejando a la pobre tía sumida en un mar de lágrimas y en un luto riguroso que debía durar 15 años. Siendo así, la tía se encontró en la disyuntiva de o respetar escrupulosamente tan largo luto antes de casarse, lo cual le supondría seguramente quedarse soltera, ya que a pocos pretendientes se les puede exigir tanta paciencia, o seguir adelante con la boda pero eso si, manteniendo el luto.
      Así que la tía decidió casarse de negro. Le advirtieron que un vestido negro de novia traería mala suerte, pero la tía no quiso ceder. Mandó tejer uno de los vestidos de novias mas lúgubres y sobrios que se hayan visto nunca pensando que así la Abuela Francisca (en paz descanse) daría su consentimiento allá donde se encontrase.
      Y así fue vestida Digna hasta el altar, donde le aguardaba Matías, sonriente y orondo. Anillo en ristre y pañuelo en mano. El cura, Don Saturnino leyó las bendiciones declarando el matrimonio ante los ojos de Dios. Y fue justo en el momento de la comunión, cuando Matías notó que le faltaba el aire.
      —Un atragantamiento— murmuraron los de la primera fila.
      Después lo gritaron, porque Matías seguía poniéndose morado, sin ser capaz de introducir aire en sus pulmones. El decoro de la situación hacía que los invitados no se decidieran a echarle una mano al pobre recién casado, y todas las maniobras de auxilio que intentaron después llegaron ya demasiado tarde.
      El fugaz tío Matías murió en la misma baldosa que se había casado, con la misma ropa, y con los mismos invitados, que ya, se quedaron al funeral.

      La abultada cuenta corriente que iba creciendo sin freno era afrodisíaco suficiente para que nuevos amantes pretendieran a la tía Digna.
      El tercero en cambio, Tomás, el farmacéutico que atendía a los pueblos del municipio, decía no creer en maldiciones ridículas y cortejó a la tía con cartas de amor primero, ramos de flores después y un enorme diamante que pretendía zanjar su futuro en matrimonio. Digna, que iba añadiendo años de luto a su particular condena a medida que iba perdiendo maridos, aceptó casi por rutina. No sin antes advertir al nuevo aspirante de su macabro currículo.
      Todos mirábamos con curiosidad y lástima al futuro tío Tomás y procurábamos ser muy amables con el, para que pasara de la forma mas agradable posible sus últimas horas.
      Ni que decir tiene que la boda despertó gran expectación en el pueblo y no faltó nadie a la misa. Ni siquiera el tabernero, que no cerraba nunca.
      Todo el pueblo pasaba ante Tomás dándole la mano, en un gesto más de pésame que de felicitación.
      Desgraciadamente, Tomás no pudo soportar tanta tensión y minutos antes de la ceremonia, escapó corriendo de la iglesia, como alma que lleva el diablo, calle abajo. Justo por donde venía el cortejo de la novia.

      Digna tuvo que perseguir a Tomás durante dos calles antes de darle alcance. Con el vehículo.

      No iba a dejar que se le escapara el tercero, ¿verdad?

Trabajo a domicilio

Carlos
A Georges Brassens, que está tranquilo, allá en Sète.

      Un día más, mientras esperas un ascensor a eso de las cinco de la tarde, piensas que lo que te gustaría no es precisamente estar aquí, sino en casa tumbado, leyendo la prensa deportiva. Esta vida es tan petarda que, para empezar mal la faena, hay un matrimonio que ha entrado al portal y se ha puesto junto a ti, a esperar. Menos mal que, como zorro viejo, vas pertrechado con tu sobre de entrega urgente, y la costumbre, la rutina, el oficio, hacen el resto. Cuando por fin el ascensor llega a la planta baja, abres la puerta y les cedes el paso cortésmente. Ellos te preguntan a qué piso vas, y tú, con toda tranquilidad les dices que al último. Así que se olvidan de tu presencia, las puertas se cierran, pulsan el quinto, y se ponen a hablar del niño y del colegio. Cuando llegan a su piso, sujetas la puerta el tiempo necesario para ver que van a la letra A, y lo anotas mentalmente para evitar errores. La puerta se cierra y es el momento de apretar el botón que dice diez.
      Ya en el último piso, siempre con la carta en la mano, por si un azar te obliga a mostrarla, y entonces «Oh, qué cabeza tengo, me he equivocado de portal. Yo iba al siguiente», empiezas a pasar revista a las puertas, para descubrir cuál no está blindada, quién es el pardillo que todavía no ha protegido su casa de gente como tú. Una vez que compruebas, con un simple vistazo, que todas las puertas del décimo están blindadas o acorazadas, empiezas la ceremonia del descenso piso a piso, hasta que en el octavo —eureka— hay un tipo que tiene una puerta de madera hueca, que es lo tuyo, tu vocación, tu mundo. Por supuesto que las blindadas pueden abrirse, pero hay que trabajar más, especializarse... decididamente las de madera hueca, como de cartón piedra, son las tuyas.

      Entonces llamas al timbre. Esperas. Vuelves a llamar. Esperas. Hay de momento dos posibilidades: que estén y que no estén.
      Estos no están.
      Te pones unos guantes de látex, más por cubrir el expediente que por que te preocupe dejar huellas. Diecisiete detenciones te han hecho un poco chapuza. Echas un vistazo a las otras puertas del descansillo y nadie parece haberse asomado a la mirilla, a cotillear. Traes al octavo el ascensor, para tenerlo paradito en tu piso, no sea que. Luego te levantas la amplia camisa y sacas el machete. Pareces un pirata, con ese pedazo de cuchillo. Rápidamente, con la destreza que dan los años de oficio, hundes la punta del machete en la puerta y, con un rápido serrar sordo, haces un cuadrado cerca de la cerradura. Destapas el cuadrado, como si fuera un pedazo de tarta, metes la mano por ese hueco, palpas el cerrojo. Abres la puerta, vuelves a poner en su sitio el trozo cuadrado, para disimular un poco, entras y cierras desde dentro.
      Bueno, hogar, dulce hogar.
      Lo primero, entrar en la cocina a ver la basura. Como estamos en Agosto, hay dos posibilidades: que estén de vacaciones o que no estén. Estos no lo están, porque hay un cartón de leche en la basura y la piel de un par de plátanos. Eso quiere decir que han desayunado. Pero no han almorzado en casa. Mejor que mejor, porque si estuvieran de vacaciones, habría que buscar otra vivienda. A todo trapo al dormitorio de matrimonio, nada de salones ni cuartitos de estar. Mientras abres los cajones de las sábanas y las tiras una tras otra al suelo, luego de revisar si en sus pliegues están los billetes, piensas que hay, como siempre, dos posibilidades: que los dueños de la casa estén cerca, haciendo la compra por ejemplo, y que no estén cerca. A ver si hay suerte y estos están lejos, trabajando, un suponer. Aunque, de todos modos, cinco minutos son suficientes para peinar un piso, y muy mal se tiene que dar para que vuelvan en ese rato.
      Cuando apenas ha pasado el primer minuto, el suelo del dormitorio está lleno de sábanas, toallas, pañuelos, calzoncillos, calcetines... y no hay rastro del dinero. En un cajoncito de la cómoda han aparecido tres pendientes de oro, todos distintos, todos desparejados, y un reloj medio guapo, de esos que tienen altímetro, barómetro y la madre que parió a un tanque.
      Bueno, algo es algo. Ya están descansando a salvo en el fondo de tu bolsillo. ¿He dicho calzoncillos? ¿Ni unas bragas? A ver: una cama de matrimonio y una docena larga de calzoncillos. Esto te huele a divorcio. Mala cosa. Adiós las sortijas y contrasortijas de las chicas presumidas, las medallitas, los collares, los relojes de todos los colores. Adiós, botín, adiós.
      El suelo está lleno de cosas, uno de esos panoramas que hará apretar el culo contra la pared al dueño, cuando llegue. ¿Y este maromo no tiene ni cinco euros en su casa? Pero resulta que entre todo lo que has ido tirando al suelo hay tres o cuatro fotografías que te llaman la atención. Una mujer desnuda siempre llama la atención desde lejos. Las fotos estaban en la mesilla... ¡Pero coño! Esta chica de las tetas grandes es... ¡la del quinto! La tipa que subía hace un rato con su marido en el ascensor. ¿Qué hace en cueros la mujer del vecino del quinto, en la mesilla del vecino del octavo? Aquí está con un maromo, bien acaramelada. Desde luego, entre ella y el maromo de la trenza, me quedo con ella. Entonces, puedes suponer que el tío es ¡el dueño de la casa! ¡Joder con el de la trenza! ¡Qué bien se lo monta, el tío! Dos fotos de la moza al bolsillo y a correr, que ya van como siete minutos y andas haciendo aquí el piernas, con fotos y tonterías.
      Con innegable instinto abres el armario y revisas todos los bolsillos de las camisas y las cinco chaquetas que tiene colgadas. Y, como Dios premia al que persevera, encuentras al menos doscientos euros en el bolsillo de un chaleco negro de lana. «¡Jódete, pringao, encontré la pasta!», dices triunfalmente, echándola al bolsillo. Entonces suena el teléfono.
      El tuyo, Medina.
      —¿Sí? —preguntas, tratando de no hablar muy alto— ¿Mamá? ¡Te he dicho que no me llames al trabajo! ¿Quién? ¿La Vanessa? ¿La ha dejado palante el Jonathan? ¡Ese hijoputa...! Bueno, no llores, mamá. Luego hablamos. Voy para casa dentro de un rato. Sí. Sí, no te preocupes, hablaré con ese cabrón. No te preocupes, mamá. Dame media hora... eso es. Tranquila hasta que yo llegue.
      Y cuelgas.
      Este allanamiento se está convirtiendo en una telenovela. Ya llevas más de diez minutos en la casa y es hora de largarse. Así que vuelves por el pasillo y vas abriendo todas las puertas, no vayas a dejarte sin explorar la cámara del tesoro. Así averiguas que el tío tiene un cuarto con un ordenador. Pero no es tu estilo eso de hacer mudanzas de muebles. Lo tuyo es el metálico y las joyas, exclusivamente. En ese cuarto tiene el clásico cartel del Che Guevara y otro de la Torre Eiffel. Y cerca del cartel de París ha pinchado un folio, donde hay una frase manuscrita. Ya estamos con los intelectuales, piensas resistiéndote a leerlo. Has visto tantos folios pinchados, en tantas casas, que has perdido ya la curiosidad. Pero echas un vistazo al equipo de música que tiene cerca del ordenador, frente a un sillón de orejas. El dueño ha estado escuchando a Carole King, a juzgar por la carátula del disco que tiene sobre la mesa. En fin, a la que sales, decides pasar cerca del folio, por no quedarte con la duda y lees el lema del tiparraco de la trenza: «Como es bien conocido, todo hombre lleva su destino escrito en un cachete del culo». Eso dice el folio. No me jodas. ¿En un cachete? ¿Pero esto qué es?
      Sales del cuarto del ordenador, pensativo, tratando de desentrañar mentalmente el sentido profundo de la frase. Y revisas el lavabo de un modo maquinal. Allí sólo hay un grifo que gotea, las cosas de afeitarse, un secador de pelo y un par de abanicos. Raro este muchacho. ¿Coleccionista, pues? Y, antes de salir por patas, abres el salón, para ver lo que hay dentro: una librería, un televisor, y una mesa grande rodeada de sillas. Poco más. Desestimas los cajones de la librería por demasiado obvios: la gente no acostumbra a guardar dinero en una pieza que queda al alcance de las visitas. Para agotar todas las posibilidades, revisas la mesa por debajo, levantando el mantel, porque ya sabes que a algunos, a fuerza de ver películas de espías, les da por pegar un sobre con celo, bajo la mesa, y en el sobre meten la pasta. Pero no es el caso. En una pared hay un cuadro: unos perros acorralan a un ciervo junto a un riachuelo. Tiradas sobre un sofá, dos fotografías. En vista de que la tarde está tranquila, decides acercarte a ver las fotos: en una de ellas el dueño de la casa tiene en sus brazos un niño muy rubio en la Plaza de España. Sorprende lo serios que están ambos.
      La otra foto te maravilla. El de la trenza está escalando una roca inmensa, dorada. La fotografía está tomada desde arriba y se le ve en un paso de máxima dificultad, con un patio del copón debajo de él.
      ¡Un escalador!
      ¡Hostias! Incluso jurarías que reconoces esa pared, ese color inconfundible, ese vertiginoso diedro. Lo has visto decenas de veces en las revistas de escalada. Tomas en tu mano la foto y le das la vuelta. Alguien ha escrito al dorso sólo tres letras: Dru. ¡Lo sabías! ¡La directa americana! ¡Joder con el de la trenza! Es un machaca potente y no como otros, que no te gusta señalar. El tipo sonríe con una dentadura perfecta, la cabeza envuelta en un pañuelo amarillo, como un pirata, las manos blancas de magnesio, la trenza caída sobre un hombro. Y allí abajo, el glaciar, desenfocado ya por la altura, espeluznantemente lejos. El escalador tiene una pierna tan arriba, apoyada en una pequeña presa, que puedes reconocer la marca de ninjas que lleva. Y las mallas... tiene buen gusto el tío. Joder, joder, qué foto tan guapa. Está feo hacerle esto a un kulega, pero al bolsillo con ella. Seguro que tiene el negativo y puede hacer una copia.
      Llevas ya un cuarto de hora en la casa y más valdría salir zumbando, no se presente el maromo de improviso. Con algo de mala conciencia ganas la entradita y vas a agarrar el picaporte cuando suena el teléfono.
      El suyo.
      ¡Qué susto te has llevado! Vas a tener que poner un anuncio en la prensa para recuperar el corazón. Petrificado te encuentra el cuarto timbrazo y, a continuación, se oye la voz del dueño de la casa, cavernaria, amplificada, rutinaria:
      —Hola, soy Luis. No estoy en casa. Deja tu mensaje cuando escuches la señal.
      —Luis, tronco —dice un tipo, exaltado— llámame en cuanto llegues. Tenemos los permisos. ¡Nos vamos al Thalay Sagar! Y ya han contestado los de Gallina Gorda: nos dan sopas y comidas preparadas por valor de dos mil euros. A condición, tío, de que no contemos nada a nadie. Dicen que, si otras expediciones se enteran, acaban arruinándolos. ¿Estás contento, Luisito? Atraca ahora a tus viejos, kulega, que nos sigue faltando pasta por un tubo.
      El tipo que llamaba ha colgado. Y tú estás hechizado con los planes, agitando suavecito una bola de cristal que había sobre el taquillón de la entrada. La bola tiene dentro una Torre Eiffel pequeñita, y un Campo de Marte de juguete. Están cayendo sobre ellos millones de copos de nieve, una tempestad blanca sobre París. ¡Qué cabrón el Luisito! ¡Qué suerte tiene el mamón! Al Himalaya. Ya te gustaría a ti, aunque sólo fuera para estar con ellos en el campo base. Es jodido esto de desvalijar la casa de un montañero. Tendría que haber un mínimo de solidaridad entre la gente del gremio. ¡Si lo hubieras sabido...! Pero el trabajo es el trabajo. Tú también necesitas la pasta. Especialmente ahora que tu hermana... Caen los últimos copos sobre París. Se acaba el invierno rapidito. Y es como si las cosas volvieran a su ser, cayeran por su peso. Dejas la bola suavemente en el taquillón, sin poderte sacudir la molesta sensación de ser un cerdo. Estás robando a un compañero, que necesita todo el dinero que tiene y más, para ir a jugarse la vida a un lugar sin espectadores, ni apuestas, ni premios en la cumbre. Miras el reloj y te desesperas por ser tan indeciso. Lentamente sacas del bolsillo el fajito de billetes. Diez de a veinte. Dudas. Los cuentas. Finalmente coges uno y lo dejas en la mesa. Lo pisas con la bola y sales de la casa.
      —Tómalo como una contribución a la causa, Luisito —dices mientras se cierra la puerta del ascensor.