domingo, 9 de agosto de 2009

Naftalina

César Gómez

      La llamada de Marta solía producirse todos los días a esa misma hora. Alrededor del mediodía, Javier contestaba sumido en el sopor que le causaba su rutinaria faena. Ni siquiera el tono jovial de su novia parecía rescatarle del hastío. Ese día, al descolgar, tardó unos segundos en sentir el calor que el auricular desprendía.
      ‒Hola cariño.
      ‒Hola Marta... ¡Ah...mierda!
      ‒¿Te pasa algo? ‒durante unos instantes Marta solo podía oír quejas lejanas.
      ‒El teléfono… estaba al sol y al cogerlo me quemé... ‒contestó con desgana al tiempo que parecía recuperar la compostura.
      ‒Es increíble, en Mayo y con este calor. Aquí en la oficina estamos todas asfixiadas, no puedo creer que ayer estuviéramos con chaqueta. ¿Salimos a desayunar? –hizo la pregunta con tono retórico.
      ‒No puedo –Javier sostenía el teléfono en el cuello mientras se soplaba la mano‒, hoy tengo jaleo.
      ‒Vale, salgo con éstas. Te veo a la salida cariño.
      ‒Hasta luego, Marta ‒respondió sin energía a la vez que ocultaba el anhelo de que no se alargara la conversación.

      Unas horas más tarde Javier dejó de la oficina despidiéndose del vigilante con un bostezo disimulado. Al salir del edificio, un aire cálido hizo que al instante de sus axilas brotaran unas pegajosas manchas de humedad, y como todos los días se encaminaba, buscando la sombra con resignación, al trabajo de Marta unas manzanas más abajo. Allí siempre le tocaba esperar en la acera de enfrente a que ella terminara su rueda de despedidas (detestaba esas formalidades).
      Ese día el camino a casa fue una procesión. La llegada repentina de un sofocante calor impropio en estas fechas hacía que la pareja caminara por la calle como dos extraños. El cuerpo, en proceso de adaptación, ahorraba energías intentando refrigerarse. Más que humanos parecían peces dando bocanadas fuera del agua.
      Un largo suspiro de alivio salió a coro de sus bocas cuando notaron el frescor del mármol del portal; y como por arte de magia, Marta recuperó su tono jovial.

      La tarde se presentaba tan trivial como de costumbre. Marta absorta en sus lecturas sólo interrumpidas por sus retornos a la tierra entre capítulo y capítulo, y Javier conectado a su portátil, salvando e invadiendo mundos a partes iguales. De repente, un grito les hizo converger en la terraza. En el balcón de enfrente avistaban estupefactos una escena grotesca: un niño en el suelo pidiendo clemencia al padre que sostenía en alto el puño con un cinturón enrollado, y en una esquina, la madre agazapada, llorando temblorosa sobre lo que parecía ser un charco de orina. En el momento de asestar el golpe, el padre alzó la mirada que se clavó en la de Javier y Marta, cuyo acto reflejo fue el de guarecerse detrás de la pared.
      ‒Dios! ¿Qué hacemos? ‒contestó Javier mientras hacía un repaso mental de sus principios de cómic de superhéroes.
      ‒Llama a la policía.
      ‒¿Y qué digo?
      ‒Deja, yo lo haré ‒contestó Marta con determinación a la vez que intentaba marcar sin poder dominar el temblor de su mano.
      Tras unos segundos de espera, Javier volvió a asomarse
      ‒Espera, no se ve nada ‒ahora las cortinas de enfrente estaban plegadas‒ ¡Mira! Él se va ‒Javier vio como el vecino salía del portal con paso firme‒ ¿Les habrá...? ‒hizo una pausa indagadora inapropiada para el momento.
      ‒¿Qué hacen ahora?
      ‒¡No sé! ¡Venga, llama ya!
      Marta continuaba intentando marcar, cuando, de repente, la cortina del balcón de enfrente se abrió y delante de ellos apareció la mujer de pie, mirándoles fijamente. Enmudecidos por su cambio de actitud y esperando alguna señal de auxilio, la mirada fue tornando en incómoda. Casi de seguido, la mujer cerró la cortina de un tirón con un gesto de furia.
      ‒Buff... ¿Qué coño está pasando? –fue la expresión de Javier para decir que esto le estaba superando.
      ‒No sé...es muy extraño. ¿Viste como nos miró?
      ‒Sí, será mejor que no llames a nadie, no me huele bien este asunto.

      No volvieron a hablar del tema durante toda la tarde. De vez en cuando Javier echaba un vistazo por la ventana intentando aparentar tranquilidad. Marta pronto se recogió de sus lecturas y se dispuso a pasar una noche de escalofríos y sudores.
      Javier terminaría como últimamente solía, desnudo, con dolor de cuello y con la tele encendida sin poder llegar a ver por cuarta vez el final de It came from the desert.
      A la mañana siguiente Marta se levantó como de costumbre a preparar el desayuno. No pudo reprimir su mal humor al ver a Javier tirado en el sillón en bolas y con el televisor encendido y empezó a maldecir a las películas de serie B. Tras despertar entre quejidos a su «media naranja» fue a la cocina a preparar el desayuno con resignación. A medio camino entre el mundo de los sueños y la vida real se disponía a cortar una rodaja de sandía, cuando una visión horrenda hizo que a su garganta acudiera súbitamente un desgarrador chillido. Javier salió del letargo de un salto. Corrió a la cocina mientras suplicaba por encontrarse algo menos grave que lo que el grito presagiaba. La escena que encontró era una imagen de lo más bizarra: Marta con las manos en la boca como queriendo apagar sus voces y a unos metros lo que parecía ser una tostada siendo devorada por una manada de polillas…

      Recostó a Marta en la cama mientras ésta se agitaba entre temblores.
      ‒¡Espera no te vayas, no me dejes sola! ‒dijo entre sollozos.
      ‒Tranquila, ahora vuelvo. Voy a matarlas… No pasa nada, es el calor.

      Javier se dirigía a la cocina intentando aunar fuerzas. Los insectos le producían una repulsión en el límite de lo soportable y ahora debía enfrentarse a cientos de ellos. Se armó con un trapo que fue enrollando durante el trayecto a modo de látigo cuando para su sorpresa, «las invitadas» habían desaparecido. Parpadeó con más fuerza y lentitud de la habitual para asegurarse de que no lo había soñado y empezó a examinar el área. No había rastro de lo que allí había sucedido. Solo pudo ver lo que quedaba de la tostada. Parecían los restos de una presa dejados inesperadamente por la llegada de un depredador más grande. Javier se dio por vencido mientras pensaba lo que diría para serenar a Marta.

      ‒Ya está niña, se fueron. Ya pasó… es el calor… Ha venido tan de repente que los insectos están aturdidos.
      ‒¡¿Aturdidos?! Nunca vi una polilla comportarse como un pitbull ‒no había terminado de decirlo cuando las voces de ambos se unieron en una risa histérica que pareció hacerles olvidar los recientes acontecimientos.
      ‒Hoy te quedas en casa, no vayas a trabajar. Descansa, yo aviso a tu compañera.
      ‒Vale, estoy muy nerviosa. Di que pasé una mala noche.
      ‒Eso, ahora duerme. No te preocupes de la comida, ya traeré algo.

      El día de Javier en el trabajo fue igual de alienante que los demás. Cuando echó de menos la llamada de su novia se dio cuenta de que debía comunicar a su compañera que Marta estaba indispuesta. Y rogando para que no le preguntaran por los detalles, simuló estar muy ocupado para no ser sometido al previsible interrogatorio.
      Cuando terminó de ordenar los papeles se despidió del vigilante con un bostezo y se dirigió a casa jactándose de haberse acordado de comprar algo para comer. Ya en el portal recuperó el resuello al tiempo que parecía que las ideas volvían a afluir a su cabeza.
      Al abrir la puerta de casa le extrañó la quietud, pero lo achacó a la falta de costumbre de volver solo del trabajo. Se dispuso a calentar la comida mientras ingeniaba algo romántico para despertar a su bella durmiente; y quitándose la ropa sigilosamente, pretendió sorprenderla con un despertar lujurioso. Entró en la habitación distinguiendo la silueta de Marta cubierta por las mantas, y cuando se disponía a desarroparla con sensualidad, lanzó las sabanas bruscamente al tiempo que se tambaleaba hacia el suelo a unos metros de la cama. Con el corazón intentando salirse del pecho y respirando como una parturienta, pudo ver horrorizado como de la cama se erguía la figura vibrante de lo que podía ser Marta formada por miles de polillas que aleteaban de un modo frenético.

jueves, 6 de agosto de 2009

Efemérides

César Gómez

      Esa mañana una fina lluvia teñía de gris a los recuerdos de la gente. El tráfico, más pesado que de costumbre, era esquivado por chubasqueros y paraguas. La capota de nubes entristecía una cuidad donde solo destacaba el sonido de las bocinas y el rojo de las luces de freno reflejadas en los incipientes charcos que empezaban a formarse.
      Como todos los días Ernesto acudía a coger el tranvía que le reencontraba con su mujer. Al salir del portal se detuvo para calarse la gorra y empezó a notar, mientras asentía al cielo, como su recuerdo se volvía melancolía.
La parada más cercana al cementerio aún distaba unas cuantas manzanas. Ernesto se congratulaba que así fuera, pues le daba el tiempo necesario para recomponerse y pensar algo que hiciera el día más agradable a su esposa. Y aunque, precisamente ese día se le estaba haciendo difícil, en seguida recobró el ánimo necesario para fingir normalidad.
      Miró la lápida y se reprendió por no haber traído algún útil para limpiarla. Sacó un pañuelo doblado en cuatro partes y empezó a intentar secar la piedra sin éxito; solo consiguió llenar el mármol de una mezcla de polvo y agua que le confería un aspecto emborronado. Dando una vuelta al pañuelo, concentró sus esfuerzos en el epitafio; y cuando el oro empezaba a resurgir entre el gris, una sonrisa comenzó a dulcificar su ceño encogido: Mara Peña Hidalgo (1927-1988) Tu esposo no te olvidará jamás.
      -¿Qué tal estás hoy? -Mientras esperaba la contestación, miró en rededor esperando no encontrar ningún curioso- ¿Sabes que día es?-. Esperó la contestación unos segundos hasta que tuvo que girar la cabeza dando la espalda a la lápida incapaz de contener el torrente. No quería que ella le viera llorando.
      Ernesto vio ese día, pero cuarenta años atrás, a Mara vestida de blanco. Su traje y su aura radiante le hacían asociar ese recuerdo a un cometa. Radiante como un cometa –, pensó mientras se relamía.
Entonces su recuerdo fue más cercano en el tiempo; vio, ahora en color, como ese mismo día pero veinte años más tarde, Mara era arrollada por un camión que manejaba un borracho. Él siempre supo que fue el puro azar; nunca le importó lo que se rumoreó en el barrio por aquel entonces. Este recuerdo sucio lo había asociado a la gente.
      -¿Sabes Mara? Vamos a estar juntos dentro de poco…dicen que tengo cáncer y me queda poco. Pero no quiero esperar…
      Se echó a un lado de la tumba y empezó a morir. Con el ansia de un náufrago por la vida, Ernesto buscó la muerte. Permaneció allí tumbado enlazando la mano de Mara en su mente hasta que su cuerpo fue hallado por un sepulturero unos días más tarde.

miércoles, 5 de agosto de 2009

La foto

Emilio La Rosa

      Caminaba por la alameda de Los Descalzos contando los pasos para retardar la soledad de mi apartamento desierto, cuando divisé a unos metros algo que brillaba en el suelo, creí que era un pedazo de papel celofán. Me acerque intrigado para ver ese objeto que me atraía como un imán. Era la foto de una mujer de cabellos largos y negros, con mirada inquisitiva y enigmática. Sus ojos grises comunicaban a su rostro un aire misterioso y sus labios color carmesí, ensayaban púdicamente una tenue sonrisa que amenguaba la intensidad de la mirada. Pero había algo en ella que no podía descifrar, eran las interrogaciones que afloraban de sus ojos y sus labios.
      Recogí la foto luego de haberla escudriñado en el suelo y me di cuenta que quemaba, le eché la culpa a los rayos del sol y volví a observarla con atención durante un tiempo interminable. Cuando llegué a casa y pude ver la hora en el reloj del salón, me di cuenta que la había estado contemplado durante más de dos horas. Y sin embargo, la temperatura de la foto no había descendido. Cogí un termómetro, lo puse encima del retrato y al cabo de un minuto, el aparato marcaba treinta y siete grados centígrados, la misma temperatura del organismo. La guarde en el bolsillo de la camisa para preparar mi cena y su calor invadió mi piel, expandiéndose por todo mi cuerpo como si una corriente eléctrica atacara mi ser. Sentí miedo, y luego pánico al percibir ese calor en mi corazón que empezó a latir con fuerza y rapidez, tratando de salirse por la boca. Sin reflexionar, retiré la foto del bolsillo y la escondí en el frigorífico..
      Al cabo de un tiempo y ya en el salón, escuché ruidos provenientes de la cocina. Vivía solo, ninguna otra persona tenia las llaves de mi apartamento, eran las diez de la noche, y no podía creer que alguien hubiese entrado con buenas intenciones. Entonces, saqué un revolver que guardaba en la biblioteca, me acerqué cautelosamente a la cocina, no vi nada, prendí la luz para poder observar mejor, no había nadie, pero escuché claramente estornudos de alguien escondido en el frigorífico. Lo abrí, manteniendo el revolver listo para disparar, no había nadie y los estornudos callaron. Retiré la foto y al contemplarla, la solté porque conservaba aun cierto calor y me parecía que era otra persona. En realidad, era la misma, solo que llevaba atuendos de invierno. Un chullo cubría sus cabellos, una bufanda ocultaba su cuello y una casaca la protegía de una temperatura inclemente. Abrí nuevamente el frigorífico para percatarme que la temperatura era de cero grados centígrados.
      Excedido por tantos hechizos, boté la foto a la basura y al cabo de algunos segundos, escuché un ruido metálico que provenía del basurero, lo abrí para sacarla; la mujer se estaba tapando la nariz con la mano derecha y ahora vestía un traje de verano de color rojo y sus atuendos invernales habían desaparecidos.
      En ese momento maldije el instante en que la recogí, quise quemarla pero una fuerza desconocida me lo impidió, cada vez que prendía fuego con el encendedor, la llama se apagaba cuando acercaba la foto. La deje en la cocina y me fui a dormir.
      Esa noche soñé que estaba sentado al borde de un lago techado de enormes nubes grises y amenazadoras que ocultaban a un sol impotente. Una mujer de larga cabellera y traje oscuro, que le cubría hasta los talones, se acercaba lentamente; sus pasos eran imperceptibles como si caminara en el aire, no hacían ruidos y avanzaba moviendo los brazos en el aire. Pude percatarme de su presencia cuando tapó mis ojos y preguntó si me acordaba de una niña de pelo rubio que pasaba todos los días por mi casa.
      ─¿Eres tú, Norma? le pregunté.
      Un silencio eternal esperó una respuesta que nunca llegó. En su lugar, recibí una salva de carcajadas perturbando la tranquilidad de las nubes que en represalia nos mojaron. La lluvia se desencadenó con truenos y relámpagos, obligando a refugiarnos en la cabaña más próxima. Allí sentados frente a frente puede verla con mayor nitidez, era la mujer de la foto pero mucho más joven. Esa imagen era un testigo pálido de lo que su presencia provocó en mi ser. Todos los pedazos de su cuerpo tocaban una maravillosa sinfonía que derramaba sensualidad y provocaba una sensación de serenidad y equilibrio interior. No puede menos que admirarla y beber de su belleza hasta embriagarme con sus palabras, gestos, miradas y silencios. Quise abrazarla, besarla y decirle que la amaba desde siempre, pero hice todo lo contrario, y impostando la voz le pregunté qué era lo que más deseaba.
      ─ Anhelo volver a vivir─ susurró.
      Sorprendido, le dije que no entendía su respuesta. Entonces me contó la historia de la pasión de amor que la llevó a la tumba. Ahora, quería volver a vivir para volver a amar, pero esta vez ansiaba amar más con el cerebro que con el corazón.
      ─ ¿Que debo hacer para volverte a la vida? la interrogué.
      ─ Ir a mi tumba, en ella encontraras las instrucciones ─ respondió, al mismo tiempo que se esfumaba y el humo dibujaba su nombre. Se llamaba María Helena de la Torre Muñoz.
      Esa mañana desperté con una sola idea en la mente, ir a la cocina, tomar la foto y admirarla.
      Ahora, lucia un vestido celeste, sonreí y me miraba como reclamándome algo que debía hacer. La había amado en mi sueño, pero tenia miedo de ir al cementerio y enfrentarme a un muerto. Entonces, deje pasar los días pensando que mi sueño y la foto, guardada en un baúl, irían diluyéndose poco a poco. Pero, al cabo de dos semanas, una noche al llegar a casa, mi vecina vino a verme desesperada porque durante todo el día había escuchando ruidos que provenían de mi apartamento y que creía eran golpes de puño de alguna persona. La sangre se me helo cuando la escuché decir que también había escuchado voces de mujer y que estuvo a punto de llamar a la policía, pero como esas voces se callaron, prefirió esperarme .
      ─ Espero que no tenga una mujer confinada en un armario ─ me recriminó, antes de despedirse.
      Corrí hacia el baúl para liberarla y pude darme cuenta que estaba llorando y sus lagrimas mojaban mi mano que sostenía la foto. Le prometí que iría esa misma noche al cementerio, sin saber cómo iba a ingresar. Faltaba aun más de media hora para que cerraran las puertas, tomé un taxi y fui a encontrarme con ella en su propia tumba.
      Llegué unos minutos antes y pude ingresar sin ser visto por el guardián que estaba cerca de la puerta principal, me escondí al interior de una cripta y esperé la oscuridad de la noche para ir a su encuentro. Al cabo de un buen rato, me di cuenta que no tenia la dirección exacta de la tumba y sin pensar saqué la foto de mi bolsillo. Maria Helena sonreía y su dedo índice derecho perecía indicarme algo. Coloqué la foto frente a mis ojos y puede observar que su índice se movía señalando el camino a seguir como si fuera una brújula. Así pude llegar hasta su sepultura. Un bloque de mármol cubría su tumba, en ella esta inscrito su nombre, la fecha de nacimiento y de deceso, y un poema que traté de memorizarlo, en él se encontraba sus instrucciones.

      Los truenos y relámpagos
      del amor,
      me llevaron a la tumba.
      Ellos serán mi salvación.

            María Helena


      Durante el regreso, repetí infinidad de veces el poema, tratando de descifrar el mensaje que le devolvería la vida. Al cabo de una hora y luego de haber rumiado esas frases no había descubierto nada; saqué la foto para ponerla debajo de la almohada de mi cama, María Helena me mostraba la palma de su mano izquierda, en ella estaba escrito la palabra Grecia.
      ─ Eureka ─ grité y creí encontrar la solución. Los truenos y la Grecia me llevaban directo a Zeus y busqué en la mitología algún indicio que pudiera orientarme. Zeus, padre de Afrodita, tuvo muchas aventuras y amantes, frutos de las cuales nacieron muchas deidades y héroes. La hermosa Helena fue su hija, pero la descarté porque provocó una guerra. Luego de una larga noche de lectura, de falsas pistas, de marchas y contramarchas, me di cuenta que Afrodita, la diosa del amor, tenia en sus manos la solución del enigma y que era yo quien debía ponerlo en práctica.
      En mi sueño la había amado y adorado, pero la realidad era diferente porque no admitía la idea de querer a una mujer venida de ultratumba, por más bella y maravillosa que sea. El solo pensar en aquello, me producía desazón, angustia, deseos de correr y desaparecer.
      Los lloros de Maria Helena me sacaron brutalmente de esas elucubraciones, sentí calor y luego frió en mi pecho, tenia empapado de lagrimas el bolsillo de la camisa donde guardaba la foto. La saqué y le prometí que haría todo lo posible para amarla, pero que me diera tiempo. Sin embargo, no lo necesité porque al cabo de una semana todo en mi había cambiado, ahora solo pensaba en ella, vivía para ella, mis deseos, mis pensamientos, mis proyectos, todo giraba alrededor de ella. Mi vida se fue llenando de ella hasta que su presencia se volvió indispensable. Fue en ese momento que ese gran amor le dio el soplo existencial que necesitaba para volver a vivir. Hoy nos amamos con la fuerza del corazón y los sentimientos del cerebro. Sé que algún día me abandonara, pero que importa, si la amo a cada instante de mi vida y ella también.

      Paris 31 de julio de 2009

domingo, 2 de agosto de 2009

Ejercicio: Escena Sed de mal contada por Carlos

Carlos

      Anocheció hace un par de horas. El tipo del traje abotonado y los calcetines blancos tiene una bomba en sus manos, una bomba casera con dinamita conectada a unas pilas eléctricas y a un temporizador, atado todo ello con esparadrapo. Programa el minutero con tres pasos y empieza a oír el siniestro tictac de su cuenta atrás. Se apresura: corre encorvado hacia el coche cuando oye la risa chillona de la rubia platino. La pareja se acerca caminando por los soportales; él fornido, maduro, prepotente dentro de su traje gris claro; ella con un vestido negro de noche y un chal sobre los hombros: joven, bonita, frívola.
      Ruidosa.
      El gángster de la bomba se acerca a la trasera del descapotable y abre el maletero. Mete el artefacto dentro y cierra con el tiempo justo para apartarse sin ser visto. La pareja llega hasta el Cadillac; han cenado bien y bebido más de la cuenta. Se sientan y cierran sus portezuelas casi al mismo tiempo. El coche arranca y empieza a deslizarse con la solemnidad de las grandes carrocerías.
      Ahora el automóvil sale del párking con su rodar majestuoso, traspasa la puerta de carros y sale a la avenida flanqueada por soportales dando un par de suaves botes. Aunque es invierno, en esta ciudad fronteriza la temperatura resulta suave; pocos transeúntes llevan abrigo. Hay más peatones que coches; caminan distraídos por el centro de la calzada, ajenos al tráfico.
      El descapotable avanza despacio por la avenida mal iluminada, con su carga de muerte en el maletero; el minutero sigue rumiando su avance inexorable. Un policía de tráfico le manda parar para que crucen los coches de una bocacalle perpendicular. Atraviesa un sedán blanco, algunos peatones, el carrito de un vendedor ambulante, una berlina negra. En cualquier momento el estallido de la bomba puede cambiar la existencia de todos. Luego ordena seguir.
      La calle está muy animada y el auto continúa avanzando. Un nuevo policía hace que se detenga en un stop. Por delante del coche cruza el matrimonio Vargas, ella lleva el bolso colgado del hombro izquierdo, y una rebeca sobre el derecho. No hace frío. Cruzan deprisa, para no hacer esperar al automóvil.
Nuevamente el Cadillac reanuda la marcha, gira suavemente a la derecha y enfila la calle de la aduana. Justo en ese momento pasa junto a Vargas y su esposa, que caminan ligeros por medio de la calle. Los rebasa y se detiene un poco más adelante, pues un rebaño de cabras están obstaculizando el paso junto a la garita que marca el límite de México. El minutero continúa implacable dentro del coche detenido.
      El matrimonio Vargas alcanza nuevamente al coche, y pasa pegado a su carrocería; lo deja atrás, junto a la garita de la aduana mexicana, y cruza la calle para llegar al control de Inmigración de Estados Unidos. Dos policías de azul marino les piden la documentación. En ese mismo momento el descapotable rebasa a una pareja de policías militares estadounidenses y se detiene junto al grupo.
      —¿Son ustedes ciudadanos norteamericanos? —pregunta el policía a los Vargas.
      —Yo sí —se apresura a contestar la esposa.
      —¿Dónde ha nacido, señorita? —vuelve a preguntar el policía.
      —¡Señora! —corrige un poco molesta. Su esposo mientras tanto entrega los pasaportes al aduanero.
      —En Filadelfia —responde por fin ella.
      —Nos llamamos Vargas —explica el esposo, sonriente, consciente de que su apellido no pasa desapercibido.
      El policía apenas ojea el pasaporte:
      —¡Eh, Jim! —llama a su compañero— ¿Sabes quién está aquí?
      —¡Claro! El señor Vargas —responde aquel. Y dirigiéndose ahora al esposo—: ¿Anda usted detrás de algún traficante?
      —Ando detrás… —toma los pasaportes de las manos del policía y hace, sonriente, ademán de irse— de un refresco para mi mujer.
      —¿Su mujer? —pregunta maravillado el aduanero.
      —Ha oído bien, agente —responde la esposa. Y sigue al marido, agarrada a su mano.
      En ese momento el gordo del descapotable, impaciente, se dirige al policía.
      —Oiga, ¿puedo pasar?
      —Cuentan que ha desarticulado la banda de los Grandi —le dice el policía al gordo, como quién resume una hazaña— ¡Y que atrapó al pez gordo!
      Vargas ha retrocedido unos pasos al oír la noticia, contada de un modo tan incompleto. Ahora él y su mujer están nuevamente pegados al Cadillac.
      —Sólo a uno de ellos: los Grandi son una gran familia —aclara con modestia, mientras se guarda el pasaporte en el bolsillo interior de la americana— Buenas noches —añade.
      —Buenas noches —responden todos.