domingo, 4 de diciembre de 2011
sábado, 3 de diciembre de 2011
Cuatrillizos
Roberto Carreño
Sentados alrededor del fuego, sobre
el piso de tierra de la vivienda,
estaban Juan Tzoz, su mujer, sus cuatro hijas y el único varón: Juan
Segundo, el más joven. Siguiendo la tradición familiar y, por respeto, esperan
a que el padre hable.
La
noche clara en las montañas de los Altos de Chiapas permite ver un cielo
estrellado. Apenas llega la energía eléctrica; es una comunidad dispersa y la
Comisión Federal de Electricidad sólo pone luz en la escuela. Como no hay
maestro, el foco siempre está apagado. Las lámparas alrededor de la cancha de
basquet bol hace tiempo que los rompieron los chamacos que por allí juegan y de
paso destruyen.
El
resplandor de un mechero de petróleo acentúa los rasgos indígenas de Juan:
parecen fotografías de tono sepia, de las que les gustan a los turistas que
llegan a San Cristóbal de las Casas y salen hacia las comunidades para hacer lo
que llaman turismo social.
Nadie
habla; sólo el crepitar de la leña y el ruido de las tortillas con frijoles al
masticar, rompen la monotonía y el silencio nocturno. Un sorbo de agua de vez
en cuando ayuda a pasar la comida al estómago: al terminar su plato, Juan Tzoz
le gruñe a su mujer:
—Dame
el posch
Ella
le tiende un tol que cuelga del techo.
Tras
darle un trago largo, Juan avienta un escupitajo al piso y, con su pie, lo
cubre de tierra.
—¿Ya
le cobraste al gobierno?— le dice en medio de un eructo.
—
Sí, pero ya no alcanza, no trabajas la milpa y no tenemos más que frijoles: te
lo gastas nomás en posch— contesta ella con la vista baja.
—Otra
vez con lo mismo: yo lo gasto en lo que me da la gana, cállate y no me
enmuines— grita Juan.
—Es
que semos muchos y no alcanza… Sólo tu trago— susurra ella
—Mmm…
Juan
toma otro trago de posch y se queda viendo la lumbre. La hija mayor ayuda a la
madre a recoger los seis platos donde
comieron.
El
hijo se acerca a Juan Tzoz y le pide permiso para salir a fumar un cigarrillo.
Juan
lo hace a un lado con brusquedad y le grita: —Chingao, estoy pensando.
—¿Cuánto
dices que pagan por hijo?— le gruñe a la mujer
—Mil
peso.
—Mmm…—
ingiere otro trago de posch
—
A ver, Juan Segundo, ¿cuánto años tenés?
—Dieciseis
—Tons,
ya puedes preñar a una mujer.
—¿Cuánto
dijites por hijo?— le espeta a la esposa.
—Mil
peso
—Juan
te preñas a tus hermanas mayores, y yo, a las dos chicas…
—Tenemos
cuatro mil peso entonces— agrega la mujer.
—Todo
queda en familia: tendremos cuatrillizos— finaliza Juan.
lunes, 28 de noviembre de 2011
El carnaval de Esther. (Primera versión)
Esta historia la he usado como
ejercicio para mis alumnos de lectura y escritura. Éste consistía en formar una
historia desde el relato primario. Primera versión de “El carnaval de Esther”,
donde todos debían participar y colocar su parte en el relato. Estuvimos dos
meses de debates para sacar una historia aceptable, la cual podéis disfrutar de
la lectura más abajo. Teniendo en cuenta que son adolescentes que comprenden
entre trece y diecisiete años, la historia está muy buena, aunque es normal
encontrar fallos, tanto de ortografía como de la propia escritura. No la he
modificado en nada para que podáis hacer el análisis y sugerencias que juzguéis
necesarios. El mérito no es solo mío.
El carnaval de Esther
Por Pandora Coelho y los alumnosdel
TLEC Sagrada Familia.
Eran los años ochenta, en pleno
verano en el país de los carnavales, Brasil, cuando sucedió el gran
acontecimiento.
Esther, trabajaba como
administrativa en una pequeña empresa de cilindros hidráulicos, en uno de los
muchos pueblos industriales de São Paulo, desde hacía dos años, pero no era
natural de la capital. Había nacido en un pequeño pueblo del interior, a dos
horas de viaje. No era guapa de rostro, tenía la nariz algo grande para sus
trazos faciales y las cejas algo pobladas, pero era poseedora de un cuerpo
escultural, digno de una modelo.
A sus veinte tres años, estaba
terminando la carrera de administración de empresas y sacando el carnet de
conducir. También desfilaba en la
Escuela de Samba Gaviões da Fiel. Aquel año, saldría en el ala
de las bahianas. Como siempre desfilando ligera de ropa, dejaba al descubierto
sus dotes naturales y lo estupenda bailarina que era.
Cuando pequeña, sus padres, de
clase media baja, eran recolectores de algodón en la mayor hacienda de la
localidad. Su propietario, un hombre chapado a la antigua, tenía dos hijos
(Alfredo y Aguinaldo), ambos con un año de diferencia, siendo Alfredo el
primogénito y heredero legal de la fortuna de su padre.
Ella tan solo con sus seis años,
por las mañanas, ayudaba sus padres en la tarea diaria de recolectar algodón y
por las tardes compartía clase en la escuela del pueblo, con los hijos del
propietario y otros cuatro niños. Cada uno en un curso distinto, pero todos con
la misma maestra.
En aquello entonces, Esther estaba
aprendiendo a leer y a escribir, y era Alfredo quien la ayudaba con los
deberes. Tenían una amistad sincera, donde ambos era uno y compartían sueños,
gustos e incluso pensamientos y secretos. Acto que dejaba a Aguinaldo en un
segundo plano y le ponía furioso. Imaginaba que Alfredo debería ocuparse de él
antes que de una campesina que al final, sería la esposa conformada de
cualquier recolector.
—No entiendo por qué te preocupas
tanto de esta niña, que seguirá en la hacienda, haciendo lo mismo que sus
padres —decía Aguinaldo a su hermano—. También los hijos que tenga seguirán los
pasos de sus progenitores y serán la nueva generación de recolectores de
nuestros herederos.
Aguinaldo, a sus catorce años ya
mostraba las mismas características de su padre, un hombre frío y calculador.
Sin embargo, Alfredo era como su madre, sensible y soñador. Le encantaba volver
a la “casa grande” dando un paseo por las plantaciones, acompañando primero a
Esther hasta su humilde morada.
Para cuando llegaba, la mayor parte
de las veces, su padre le esperaba en el porche, con Aguinaldo al lado, como un
perro fiel.
—¿Por qué llegas tan tarde?
—Quise venir dando un paseo —le
respondía Alfredo con la voz ronca por el miedo, esperando que su padre le
diera una cachetada por el atrevimiento de responderle.
Aguinaldo quedaba un poco apartado,
observando todo lo que hacía su padre, con los ojos brillantes de tal
admiración. Reía para sus adentros cuando, alguna que otra vez, su padre
decidía corregir su hijo mayor con una bofetada.
En estas ocasiones, Alfredo
levantaba la cabeza y entraba en la casa, subía las escaleras en silencio y se
encerraba en su habitación.
Así fueron por años seguidos.
Aquel día no había sido diferente.
Después de clase, Alfredo estaba acompañando a Esther a su casa, cuando esta
decidió parar en medio del camino.
—Alfredo, creo que te amo —dijo la
niña.
Él la miró con ternura, pues la
quería como a la hermana que nunca había tenido. Desde de bebé, jugaba con ella
y con Aguinaldo, que siempre era el malvado que encerraba la dulce princesa en
la torre, mientras que a él le tocaba el papel de príncipe y rescatador. Ahora
le tocaba leer historias de princesas para la niña y enseñarla a leerlas y a
escribirlas.
—Yo también te quiero, eres mi
hermanita —contestó él al final.
Ella se acercó y se puso de
puntitas para alcanzar los labios del adolescente y le dio un beso. Aquello
desconcertó completamente al joven que sintió que el corazón se le aceleraba y
el estómago le daba un vuelco.
Cuando llegó a la “casa grande”, su
padre le esperaba, como siempre, en el porche. Le preguntó el por qué de su
llegada más tarde que lo habitual y él le contestó que había ido a acompañar a
Esther a su casa. Su padre le voceó algo que apenas entendió, al mismo tiempo
que su mano alcanzaba la mejilla izquierda del joven. Se balanceó, pero logró
mantener el equilibrio. Levantó la cabeza y entró en la casa. Pasó por delante
de Aguinaldo que se reía a boca suelta, subió las escaleras y fue a ver su
madre en el cuarto de la costura. Picó a la puerta y esperó que la mujer le
respondiera antes de entrar.
—¿Otra vez, hijo? —preguntó su
madre al verle con la mejilla colorada—. ¿Sabes perfectamente que tu padre no
aprueba esta amistad entre tú y la hija de un empleado, por qué lo provocas?
—¿Por qué no puedo tener los amigos
que me plazca? No entiende que tendré toda la vida para escoger compañeros,
novias… —decía él gesticulando— Podría dejarme vivir mi adolescencia en paz.
Alfredo, igual que su madre, lucía
una melena negra, como las plumas de un cuervo y los ojos, vivaz con un brillo
profundo.
—Cuando erais pequeños no le
importaba que compartíais juegos de príncipes y princesas, pero ahora ya no
sois tan niños y esto a tu padre le preocupa. No quiere ver la hija de un
empleado desflorada o un nieto bastardo —le explicó su madre una vez más—. Por
favor, no lo provoques. No me gustaría que cargara sobre ti toda la ira que
tiene reprimida por sólo pensar en esta posibilidad.
Aquél día, Alfredo le preguntó a su
madre si a ella le parecía tan aterrador que él se enamorara de una campesina.
La madre le acarició la mejilla colorada y lo miró en lo más profundo de sus
ojos.
—Alfredo, ya te has enamorado de
Esther, puedo verlo en tus ojos, hijo. —lo abrazó—. No has podido evitarlo, y
te entiendo, pero, sabes que no contraerás matrimonio con ella, sino con
Minerva, hija de Francisco. Ya está todo acertado y no quiero pensar que
ocurriría si tu padre descubriera tus sentimientos. Te mataría.
—No me importa, me iré de la
hacienda, antes mismo que él piense en la posibilidad de hacerme algo.
—Hijo ya tienes diecisiete años,
pero aún hay mucho que aprender. ¿Dónde irías? ¿Cómo vivirías? —le planteó la
madre tales preguntas.
Lo que madre e hijo no sabían era
que, Aguinaldo estaba al otro lado de la puerta, con la oreja pegada a la
madera escuchando las confesiones de su hermano. Aquella misma noche, a la hora
de la cena, su padre, ya sabía de sus más íntimos secretos. Y ya le había
escogido su destino.
Estaban sentados a la mesa, cuando
el padre le preguntó sobre sus planes para el futuro.
—Por Dios, querido —intervino la
madre en una fallida tentativa de salvar a su hijo—, estamos cenando.
—Cállate mujer —voceó el padre y
giró a su hijo mayor—. Te he preguntado, ¿cuales son tus planes para el futuro?
—No lo sé padre, aún es pronto para
definirlo, ¿no crees? —respondió Alfredo.
La madre se levantó para ayudar a
la empleada servir, procurando desviar la atención del marido.
—¡Siéntate mujer! —gritó—. Pago a
empleados para que no tengas que hacer nada más que atenderme a mí y a tus
hijos —fue el padre quien se puso en pie para apuntar a su hijo desde arriba—.
Irás de la hacienda, tal como confidenciaste a tu madre, pero irás solo.
Alfredo miró a su madre que le
devolvía la mirada con cara de sorpresa, tal como él. Entonces comprendió que
la revelación no había partido de ella, sino de su hermano, que tenía una leve
sonrisa en la comisura de la boca.
—Tú —susurró—, me las pagarás.
Mientras tanto, el padre le
comunicaba su nuevo destino.
—Irás a vivir con tu tía en Europa.
Allí estudiarás y te convertirás en hombre antes de volver a estas tierras.
Aguinaldo no se lo esperaba. La
sonrisa se borró de su cara inmediatamente. Por más que intentaba intervenir en
los planes de su hermano y crearle problemas, más parecía que la suerte le sonreía.
Ahora se marchaba a estudiar en Londres. Mientras que a él, le quedaba las
plantaciones y sus campesinos.
Habían estado allí de visita el año
anterior y le había encantado todo. Deseaba vivir con su tía viuda, un año,
quizás dos, pero sin embargo, gracias a él, ahora le tocaba a su hermano.
Aquella misma noche, después de
cenar, el propietario ordenó a los empleados que preparasen el equipaje de
Alfredo. Luego se encerró en su oficina con los padres de Esther.
Cuando salieron, la pareja de
empleados no miró atrás, recogieron sus pocas pertenencias y se fueron de la
hacienda en la misma noche que Alfredo, pero en rumbos completamente opuestos.
La familia de Esther llegó en la
capital con el tren de la mañana. Fueron directamente a casa de una prima del padre.
Una mujer con cara redonda, con mejillas coloradas. Parecía una muñeca alemana.
Esther escuchó a su padre relatar la historia a la prima que meneaba la cabeza
en señal de desaprobación.
—¿Cómo este hombre puede ser tan
atrevido? Estamos en el siglo veinte —dijo la mujer—. Claro que podéis quedar,
el tiempo que les haga falta.
En poco tiempo, ambos progenitores
encontraron trabajo y alquilaron una casita en un barrio tranquilo a las
afueras del centro. Desde entonces, tuvieron una vida humilde y poco a poco
fueron logrando establecerse en la gran ciudad.
Cuando Esther cumplió los catorce
años, pasó a la escuela nocturna, para poder trabajar por el día y ayudar en la
economía doméstica, también ahorrar algo para cuando fuera a la universidad. Y
mismo en el auge de su adolescencia, ella era muy adelantada. No salía, ni
frecuentaba fiestas como la gran mayoría de los adolescentes. En los fines de
semana, practicaba baile en una academia que quedaba a pocas manzanas de su
casa. Así fue que, a los dieciséis años, su maestra de baile la invitó a
desfilar en la Escuela
de Samba Gaviões da Fiel. Cosa que a ella le encantó y resolvió quedar,
desfilando con ellos todos los años.
Ahora, tenía un trabajo estable y
se sentía feliz con su vida. Apenas recordaba al pasado, los dulces momentos de
sus ocho años, cuando marchó de la hacienda, dejando atrás toda su infancia.
En los dos años que ella trabajaba
en la empresa, ya había recibido insinuantes propuestas por parte de su jefe.
Un hombre corpulento, con un bigote bien poblado que le escondía el labio
superior. A ella no le interesaba en absoluto, mismo porque Fabio, el jefe, era
casado y esto para ella era la ley. Pero entonces, en un bello día, estando en
la oficina, un repartidor le entregó un ramo. En la tarjeta que acompañaban las
flores, solo traía la palabra “Pasado”, sin cualquier otro tipo de
identificación.
En un principio inmediato, pensó
ser su propio jefe el remitente y decidió preguntarle directamente. Llegó a la
puerta de la oficina, que estaba abierta y picó.
El hombre de mediana edad, sentado
detrás de una mesa atestada de papeles, levantó la cabeza y se sonrió bajo el
bigote.
—Pasa.
—Perdóname molestarle, señor Fabio,
es que quería agradecerle las flores…
El hombre juntó las cejas y se
quitó las gafas.
—¿De qué me hablas, Esther?
En aquel momento, pidió a los
Dioses que abriesen un agujero en el suelo para que pudiera meter la cabeza,
por su atrevimiento. Debería haberse cerciorado primero, antes de lanzarse.
Ahora era demasiado tarde.
—Verás, me han entregado un ramo,
hace quince minutos, y pensé que… —sintió como sus mejillas quemabas— bueno,
pensé que sería usted. Pero, perdón, ya veo que no… —ella no sabía como salir
del embromo—. Discúlpeme.
Fabio, no perdió la oportunidad.
Era un hombre de negocios y captaba las entrelíneas al instante.
—Pensé que no me descubrirías,
Esther —dijo en el momento en que la joven salía por la puerta. En aquel
momento ella se paró y volteó para mirarlo—. Sí, fue yo. Espero que te guste.
Más confundida que antes, volvió a
entrar en la oficina, pero de esta vez, cerró la puerta tras de si.
—Sí, señor Fabio, son muy lindas
las flores, pero como ya le he dicho, respeto su condición de jefe y hombre
casado, por favor, no vuelva a hacerlo —puso su mano en la manilla para salir,
pero paró—. Las traeré para que las lleve a su esposa. ¿O prefiere que las
envíe directamente?
Fabio tenía esta guerra perdida
desde hacía mucho tiempo. Como todo hombre, su ego masculino estaba herido y
despechado por el rechazo de aquella mujer, que más que joven, podría ser su
hija. Le contestó que las tirara a la basura si no las quisiera y volvió a
bajar la cabeza sobre los documentos.
Esther abandonó la oficina de Fabio
sin saber que hacer con las dichosas flores. Decidió colocarlas en la sala de
espera y dejar que el asusto muriera allí.
Fue en un lunes del mes de febrero
cuando ella recibió un sobre, tamaño medio folio, de color crema y papel tipo
canalé. Estaba entre las facturas sobre su mesa. Cogió el sobre y pudo leer en
letras grandes, “Para Esther”. Dio la vuelta y vio que no traía remitente. Lo
abrió y al sacar, confirmó sus sospechas. Era una invitación. Pero no una
invitación cualquiera, sino para una fiesta de disfraces en el Hilton Palace
Hotel.
Este hotel de cinco estrellas,
estaba ubicado en el centro de São Paulo. Y era uno de los más visitados por
las estrellas del rock, famosos y extranjeros. Mismo porque estaba justo
delante al Italianísimo, el restaurante más alto de la capital.
En la invitación traía que era
imprescindible estar disfrazados y con máscaras que cubriesen el rostro o gran
parte de él.
Esther no podía creer, siempre
había soñado con participar en un baile así y ahora que tenía a invitación en
las manos, la cosa se le presentaba grande, principalmente por no saber quién era
el remitente de aquella invitación.
Estuvo el resto de la tarde dándole
vueltas al asusto. Podría ser algún cliente, que en la falta de coraje, le
planteara acompañar en el baile, pero ¿entonces porque no puso su nombre en la
parte del remitente? Algo le olía raro en todo aquello. Sabía perfectamente que
este tipo de equipamiento solo se podía alquilar en dos o tres sitios. Procuró
los teléfonos y llamó, marcando entrevista en todos ellos.
Después del trabajo, es escaqueó de
la universidad y fue a sus compromisos con los disfraces. Entró en el primero
local y miró uno a uno. Llegó a probar un par de ellos, pero no le gustó
ninguno. El segundo establecimiento de alquiler, más parecía una tienda de
segunda mano, sacada de los confines de los suburbios de Londres. Una única
puerta daba acceso a un local estrecho y largo, como un pasillo. A ambos lados
estaban colgadas vestimentas completas.
Esther entró despacio, como
esperando lo peor. Caminó sin prisa, mirando cada prenda con minucia, pero nada
acababa de agradarle. Cuando ya estaba por desistir, algo le llamó la atención
en el fondo de la tienda. Al lado de una escalera estaba colgado un vestido.
Caminó hasta él y lo miró. Era su talla y su color preferido.
El disfraz de dama antigua estaba
constituido de muchas faldas, pero las dos que quedaban a la vista eran crema
clara con una sobrepuesta azul agua. En la parte delantera del pecho, un
tranzado dorado remataba los laterales y mangas también azules. Una peluca, con
un tocado ya preparado y una máscara eran los accesorios que completaban la
vestimenta.
—¿Y éste? —preguntó a la
dependienta.
—Fue reservado a una clienta.
Debería haberlo recogido hoy por la mañana.
“Es perfecto” —pensó Esther.
En aquel momento, detrás de las
perchas salió el encargado. —Si me das veinte mil cruzeiros, es tuyo por
cuarenta y ocho horas —dijo.
Esther no pensó dos veces, sacó la
cartera y le extendió el cheque. Cuando salió de la tienda, estaba radiante,
pues llevaba consigo el disfraz perfecto.
Trece largos años habían pasado, cuando
Alfredo volvió a las tierras de su padre, justamente para recibir la herencia y
repartirla con su hermano menor. El cual había permanecido en la hacienda y
había triplicado la fortuna de su padre. Había desposado a Minerva, hija de
Francisco, propietario de la hacienda de al lado y antigua prometida de
Alfredo.
Cuando Francisco murió, Aguinaldo
tomó las tierras de su esposa y las convirtió en plantaciones de caña de
azúcar, que en aquello entonces era lo más lucrativo. Así sobrepuso a la
plantación de su propio padre, que era el algodón y convenciéndolo de que a
partir del año siguiente solo se plantaría lo que demandaba el mercado.
A su regreso, Alfredo encontró a
una madre envejecida por los años de sufrimiento al lado de un hombre
autoritario y un hijo igual de desalmado y rencoroso. Sin embargo, él había
logrado su cometido. Solo volver cuando su progenitor muriera.
Había estudiado arquitectura y era
muy considerado en los cuatro cantos de Europa por sus construcciones. Después
de levantado su propio imperio, al lado de una tía viuda y nada severa, nunca
se había comprometido. Y ayudado por ésta, siguió la pista de su amada Esther.
Siempre guardó en la memoria aquel
fatídico día en que, de regreso a la “casa grande”, ella le había robado un
beso. Entonces tenía solo ocho años, pero dijo que lo amaba. Así como él la
amaba a ella.
Recordaba cuanto le encantaba, a
ella, escuchar las historias de princesas de sus labios. Princesas estas que
eran salvadas por apuestos príncipes azules. Sin embargo a él le gustaba
escuchar sus sueños más secretos; como el de ser una princesa por un día.
Durante dos largos y tediosos años,
él guardó silencio. Vivió en la “casa grande” durante ocho meses. Tiempo en que
pudo testificar como su cruel hermano trataba su pobre y delicada esposa.
Menospreciaba a los empleados y descubrió que, a su cuñada, al no poder
concebir herederos, era rechazada y traicionada una y otra vez.
—Era contigo con quien debería
haberme casado —rebeló su cuñada cierta vez—, no con Aguinaldo, que esta más
cerca de ser un monstruo que ser humano.
Alfredo guardó silencio. ¿Cómo
decir a una mujer desdichada que no podría estar con ella, porque su corazón
pertenecía a otra? A una campesina.
Después de esto, decidió ir a vivir
en una de las casas vacías de los empleados. Aquello para Aguinaldo era
aterrador y lo envió a vivir en la antigua casa de Minerva.
Intentó llevar su madre consigo,
pero la mujer no quería dejar a la nuera sola, al lado del tirano que se había
convertido su hijo menor. Una vez en la casa que fue de los padres de Minerva,
desocupó toda una habitación, solo para colocar allí su proyecto de regreso.
Tardó dos años en preparar su regreso. Alquiló el salón del hotel más caro y
contrató a los mejores servicios de decoración. Con mucha minucia, elaboró su
plan maestro.
Aquel día, cuando Esther abandonó
el local, Alfredo salió de la trastienda satisfecho. Ella seguía siendo la
misma niña que le encantaba las historias de princesas. Seguía siendo una
soñadora.
Llegó el día del baile.
Esther ilusionada, se puso el
vestido con todas sus capas de faldas, la peluca rubia, con el tocado ya hecho
y la máscara. Cogió un taxi y se fue al hotel.
Cuando llegó, una extraña sensación
de invadió. No supo explicar si era por los nervios o por la alegría de estar
allí, pero no podía dejar de reír. En la portería del hotel, ella encontró a
los tres mosqueteros, Piolín, Rapunzel, Cenicienta, el Rey Arthuro, entre otros
tantos. Todos hablaban y se reían animados.
Estaba algo tímida, pues no sabía
como debería comportarse en una fiesta de disfraces, donde todos tienen sus
rostros cubiertos y no puedes reconocer a nadie. Resolvió entrar. Entonces fue
cuando el portero le pidió la invitación.
—¡Dios! No la he traído —dijo ella
desconcertada.
—Siento mucho señorita, la fiesta
es para las personas invitadas… —le estaba contestando el portero.
—¡Oye, yo estoy invitada, solo que,
he olvidado la invitación —espetó ella.
Pero no hubo manera humana de
convencer al portero que la dejara pasar. Poco a poco, todos fueron pasando delante
de ella, con sus flamantes disfraces, presentando sus invitaciones y entrando
al grande salón. A cada uno que abría la puerta para entrar, ella escuchaba la
música sonando y más desilusionada se sentía. Toda una noche de fiesta, la
fiesta de sus sueños y ahora, a causa de un trozo de papel, todo había ido al
traste. Volvió sobre sus pasos hasta la calle.
Aun sin saber muy bien que hacer,
estaba lista para volver a casa; o bien buscaría la dichosa invitación y
volvería a la fiesta, o bien se quedaría, se quitaría toda aquella parafernalia
y olvidaría todo lo ocurrido.
Ya estaba caminando por la acera
cuando alguien le agarró por el brazo.
Era el príncipe Eric, de la Sirenita.
—Estas aquí, por fin te encuentro.
Vamos. —dijo el príncipe mientras la arrastraba otra vez por las escaleras para
el interior del hotel.
—Oye, que no soy quien piensas que
soy. ¿O talvez sí? —dijo ella confundida. Y si aquel era el hombre que la había
invitado, ella sería quien él buscaba, pero en caso contrario no podría estar
con una persona haciéndose pasar por otra.
Para entonces, habían llegado
delante del portero. El mismo que le había repetido una y otra vez que no podía
entrar sin la invitación.
—Señor Eric, por favor pase —dijo
el joven de la portería mirando la mano del príncipe que agarraba el brazo de
Esther y la conducía para el interior del salón.
“Será él el dueño de la fiesta”
—pensó ella.
Él la condujo por una infinidad de
mesas, hasta llegar al fondo, donde una mesa tenía un cartel: “Reservado:
Príncipe Eric y acompañante”.
Todo estaba a pedir de boca. La
decoración, los invitados con sus disfraces, la música…
Una vez sentados, el príncipe le
preguntó que deseaba comer.
—Lo que pidas estará bien para mí
—contestó ella.
Esther se conocía bien, no
aguantaría hasta el fin de la velada sin saber quien era el misterioso
príncipe. Debería elaborar un plan, mismo porque si en algún momento descubría
que ella no era la invitada de aquel hombre, debería tener una disculpa para
justificar su silencio.
Era momento de bailar. Salieron los
dos a la pista y bailaron una y otra pieza. Ya exhaustos, volvieron a la mesa,
donde les esperaba el champang de la mejor calidad, así como el caviar.
—¿Quién eres? —preguntó ella cuando
sentaron.
—Soy el príncipe Eric. Y aunque no
eres la Sirenita,
para mi es como si fuera.
—Pregunto de verdad, ¿Quién eres?
—Si quisiera saber quienes son los
que están detrás de las máscaras, no hubiera insistido en que era obligatorio
el uso de ellas.
—No me has entendido, solo quería
saber si la fiesta era tuya… —se recuperó ella rápidamente.
Entonces le dijo que sí, que había
planeado esta fiesta en un largo periodo de tiempo, solo para complacer a una
antigua amiga.
Ella se enderezó en la silla. Sabía
que estaba hablando de su acompañante, que no era ella. ¿Quién sería la
verdadera mujer de debería estar luciendo aquel disfraz?
Comenzó la sección de músicas
carnavalescas antiguas. A Esther le encantaban este tipo de música. Años
treinta, cuarenta, cincuenta y sesenta. Donde los bailes de disfraces eran la
última moda y las jóvenes se fantaseaban de Colombinas mientras que los
mozuelos de Arlequines. En este momento comenzó a sonar:
“Quanto riso, oh quanta alegría,
Más
de mil palhaços no salão,
Arlequín
esta chorando pelo amor
Da
Colombina no meio da multidão…”
Ella pidió a su acompañante que la
sacase a bailar y él la sacó. Bailaron agarrados un breve momento. Momento en
que él, Alfredo, pudo sentir aquella joven entre sus brazos y los recuerdos de
su adolescencia volvieron en su mente. No pudo contenerse y le susurró al oído:
“Pasado”. Inmediatamente ella se apartó de él. Detrás de la máscara, los ojos
que lo miraba eran unos ojos asustados, temerosos.
—Las flores, fuiste tu. —susurró.
Él meneó la cabeza en acto de
confirmación. Ella ya no podía aguantar tal situación. Se estaba volviendo loca
de la curiosidad en saber quien era el joven detrás de la careta de Eric. Salió
corriendo en dirección al aseo y él la siguió.
La alcanzó en la puerta de entrada
del baño.
—Espera —dijo él cuando la cogió
por el brazo—. No pensé que te molestaría tanto…
—No es que me moleste, pero, estoy
algo confundida. Este disfraz no debería ser mío. Estaba reservado a otra
clienta que no lo recogió y lo alquilé yo. Hasta en momento estuve con miedo de
tu reacción al descubrirme, pero ahora me dices que las flores, me las enviaste
tu. Estoy muy confundida.
—Princesa, el vestido estaba
reservado para ti. Lo he reservado yo —respondió él con ternura.
Algo recorrió su cuerpo. La palabra
“princesa” le hizo volver al pasado. A un pasado muy lejano, que apenas era
capaz de recordar. Sintió las manos de él tocaren en la parte descubierta de su
rostro y cerró los ojos intentando descubrir el tiempo olvidado, pero no lo
pudo.
Él la dejó en el baño y volvió a la
pista, donde la “Cat Woman” y Cenicienta lo abrazaban por ambos lados.
Mientras tanto, ella se encerró en
el baño. Paró delante del espejo y se quitó la máscara. Sus ojos solo podían
ver verdes plantaciones, cubiertas de algodón. Sabía que sus padres habían sido
recolectores de algodón cuando ella era niña y que les ayudaba. También los
hijos del patrón…
De repente se llevó la mano a la
boca para ahogar una exclamación de sorpresa y temor. “No puede ser —pensaba
ella—. ¿Será Aguinaldo? No. Yo no le caía bien. Pero entonces es…”
Miró sus manos que temblaban y sus
ojos que brillaban. Hasta el momento, nunca había pensado en el pasado. Tampoco
pensaba en novios o la posibilidad de comprometerse. Tal vez estuviera,
inconcientemente, esperando que Alfredo volviera y la rescatara.
Volvió a poner la máscara y salió
buscando a Eric. Lo encontró en la pista con dos brujas disfrazadas de gata y
princesa pobre. Fue hasta él y lo rescató de los manoseos de aquellas mujeres.
—¡Hola! —dijo él al verla a ella.
—¿Alfredo, eres tú? —preguntó ella
sin más rodeos— Necesito saberlo.
—Soy Eric, el príncipe de la Sirenita, el que te
encantaba cuando eras solo una cría. Hoy soy tu príncipe y tú la Sirena hechizada en humana.
—ella se lanzó a sus brazos y él comprendió que ella seguía esperándolo—.
Vámonos de aquí.
Ella lo siguió si pronunciar
palabra. Las emociones que le adueñaban el cuerpo eran muy fuertes.
Ya en la calle, ella sintió cuanto
calor hacía y deseó estar otra vez en el salón, donde el aire acondicionado
cumplía su función. Pero entonces se percató de que estaba al lado de Alfredo,
su primero y único amor. Dejó que él le quitara la máscara y la mirara a los
ojos.
—Eres tal como recordaba —dijo él.
Ella sin embargo recordaba muy poco
de él. Sus recuerdos de aquellos entonces le eran confusos. Nunca supo a ciencia
cierta el porqué sus padres habían abandonado la hacienda, solo recordaba lo
que su padre había dicho a su prima. “Que tenían que marcharse de la haciendo
por la reducción de plantilla.”
—Cuéntame, ¿qué fue de tu vida?
—quiso saber ella.
—Me mandaron a Europa a vivir con
mi tía viuda. Gracias a ella te he seguido la pista. Estudié arquitectura y
monté una empresa. Desde hace dos años, cuando murió mi padre, he vuelto y
desde entonces me estoy preparando para decirte que he vuelto por ti. Vine a
buscarte.
Ella estaba viviendo una noche de
total realizaciones. Había tenido un baile, donde ella era la princesa, había
bailado con su príncipe que ahora se declaraba a ella. No sabía que decir.
—No podré estar más tiempo aquí.
Mis socios me reclaman en Londres y les prometí que a la semana que viene me
iría a Europa.
—No sé que decirte, Alfredo.
Necesito tiempo para digerir todo esto que estoy pasando. Creo que mañana
cuando despierte todo no pasará de un lindo sueño y tendré que volver a
prepararme para un lunes de trabajo y estudios.
—Esther, no es un sueño. Estas aquí
ahora, conmigo y te estoy pediendo que te cases conmigo. —ella no acababa de
creer en todo lo ocurrido— Tengo una habitación reservada aquí mismo. Si
quieres, puedes dormir en el hotel y mañana verás que todo es verdad…
Él le condujo al interior del hotel
y tomaron la dirección del ascensor. En la décima planta les esperaba una
habitación atestada de rosas y una botella de Champang reposaba sobre la mesa,
dentro de un cubo de acero con hielo.
—Que bonita —susurró ella.
—Es todo para ti.
Después de servido el Champang, él
se acercó a ella e iba besarla, pero ella bajó la cabeza evitándolo. Estaba
avergonzada. Sabía que en el momento que había aceptado la invitación de subir
a la habitación, debería dejarse a los deseos de él, pero nunca había estado
con un hombre y esto le afloraba el pudor. Él la tranquilizó diciendo que no
haría nada que ella no quisiera. Que la respetaría en todo.
Acabaron con la botella de Champang
y él pidió otra. Ella ya estaba algo borracha cuando él la acostó en la cama.
Al día siguiente, ella fue abriendo
los ojos. La cabeza le daba vueltas y le era casi imposible razonar con
claridad. Giró la cabeza y encontró a un bello hombre dormido a su lado. Se
levantó, procurando no meter ruido y se miró. Aún traía el vestido puesto,
incluso los zapatos. Salió de la habitación lo más rápido que pudo y bajó a la
calle. Al pasar por recepción, vio que salían los últimos invitados de la
fiesta. Miró su reloj de pulso y se cercioró que eran casi las doce.
En la calle buscó un taxi y se fue
a casa. Donde se encerró en su habitación con su madre y le contó todo lo
ocurrido.
—Si él quiere que vayas con él,
primero hay que casarse —dijo su madre—. Si lo quieres y él a ti, esto no será
un impedimento.
Ya por la tarde, Alfredo vino a
buscarla.
Lo recibió la madre de ella. Le
preguntó cuales eran sus intensiones para con su hija. Luego le propuso que se
casasen antes de marchar para otro país. Alfredo aceptó encantado. Por fin iba
a tener la mujer de sus sueños.
Cuando volvió a la hacienda,
comunicó a su madre los detalles de su boda.
—Así que has conocido la mujer de
tus sueños y por fin te casas —decía la madre feliz—. ¿Cuándo nos la
presentará?
—Ya la conoces madre, es Esther.
La madre no pudo esconder el
asombro. Alfredo le contó toda la historia, desde su partida a Europa hasta el
día anterior. Al final la madre se alegró de todas formas. Sabía que por lo
menos uno de sus hijos sería feliz.
Se casaron en la Iglesia de Santa
Lucía, en una sencilla ceremonia donde se presentaron los padres de ella, la
madre de él y su cuñada Minerva.
Dos días después de la boda,
embarcaron para Europa. Rumbo a una nueva vida en matrimonio.
martes, 1 de noviembre de 2011
Cosas de hechicería desafortunada
Es domingo y llueve como nunca, tarde
ideal para refugiarse en el ocio y gozar la magia inocente de alguna película,
situación para la que se están preparando Alejandra y Fabrizio. Su hija
Fernanda y la amiguita Giselle en el dormitorio de arriba, el termo con café y
la bolsa de palomitas bien cerca, los dividí
que alquilaran la noche anterior junto al televisor, los dos almohadones
grandes para él, el teléfono del lado de ella. Y es ella quien elige la
película, y él el encargado del mando a distancia.
Fabrizio está a punto de pulsar play, cuando un sordo alboroto que desciende
de la planta alta y se eleva sobre la continua llovizna, lo inmoviliza. Una
puerta se abre y se cierra violentamente. La misma sorpresa se repite en el
rostro de Alejandra.
—Mamá…, papá… —grita Fernanda. Se oyen
sus pasos alborotados que bajan por la escalera—, hice desaparecer a Giselle…,
se evaporó, les juro que no fue a propósito, pensé que no iba a pasar nada…,
pero no está, desapareció…
Alejandra y Fabrizio se miran
consternados.
—¿Otra vez? —pregunta él mientras se
levanta del sofá. Quiere mostrar enojo pero se le escapa el temor en la voz—. ¿Volviste
a hacer lo mismo que con Pipo?
—No, papá…, te juro que yo no quería…,
sólo estábamos jugando.
Alejandra aparta a su hija y abandona
la sala. Rebotan los pasos apresurados por la escalera. Luego del batir de una
puerta que se abre la escuchan maldecir.
—¿No te das cuenta de lo que hacés,
Fernanda? —grita el padre antes de correr a reunirse con la esposa. Desde la
sala la niña lo oye repetir—: ¿No te das cuenta de lo que hacés?
Alejandra se asoma en lo alto de la
escalera y, más paciente que el marido, le dice suavemente a la niña:
—Vení, hija, vení —y se agacha para
recibirla, después de que Fernanda esquivara al padre saltando de a tres los
peldaños—, decíme, maja, ¿hiciste lo mismo que con Pipo?
—Pero no, mamá, Pipo era un muñeco y
fue muy fácil, ahora tuve cuidado, se trataba de mi amiga y yo la quiero mucho,
sólo seguí las instrucciones del libro, no hice nada distinto.
—¿Qué libro, Fernanda? —interrumpe
nervioso el padre.
La niña se cobija en Alejandra, quien
le hace señas a Fabrizio para que se calme sin que la vea la pequeña.
—¿Se trata del libro grande con tapas
de cuero viejo? —pregunta la madre conteniendo el aliento.
Fernanda asiente con la cabeza,
mordisqueando su labio inferior.
—¿Y quién te dio permiso para tomar ese
libro? —exclama Fabrizio dando un manotazo al marco de la puerta. Alejandra lo
mira con reprobación.
—¿Quién olvidó guardarlo en su lugar? —le
recrimina al esposo y luego respira hondo, la niña tiembla en silencio entre
sus brazos. Con voz muy suave, prosigue—: Escuchame, Fernanda, nos vas a tener
que decir dónde estaba Giselle cuando... bueno, cuando desapareció, y qué
hiciste vos exactamente.
La niña levanta el rostro, mira primero
a la madre, luego al padre, pero permanece en silencio. Fabrizio se agacha, le pone
una mano sobre el hombro y consigue usar un tono amable para animarla:
— Por favor, decinos, Fernandita, es
importante saberlo, papá y mamá no se van a enfadar.
La pequeña mantiene su mutismo, los
labios se le estremecen en sendos pucheros, la barbilla encogida recibe las
lágrimas que han empezado a escapar de sus ojos y le resbalan por las mejillas.
—Giselle me… me había quitado el payaso
—comienza a tartamudear en medio del sollozo y del hipo—, yo le dije que… que
el payaso no, pero ella no me hizo caso…, me enfadó mucho, y…, entonces la miré
fijo y…, y me concentré en el embudo… como dice el libro…, y cerré los ojos, hice
fuerza y cuando los abrí ella ya no estaba…, y el payaso tampoco…
—Andá, Fernandita, contame —le susurra
Alejandra—, ¿en qué lugar se encontraba Giselle cuando vos hiciste aquello?
—Sobre mi cama, estaba sentada sobre mi
cama la muy cabrona, retorciéndole una pierna al pobre payaso y con las
zapatillas sucias arriba de la colcha, yo le dije, pero ella dale que no, y no
paraba de estrujarlo al pobrecito.
Fabrizio se dirige al cuarto de la
hija, entra y cierra la puerta.
—Niña —le dice la madre—, ahora te vas
a ir abajo y nos esperás en la sala, hay chocolate en la cocina, te quedás
quieta hasta que nosotros bajemos, ¿entendiste, mamita?
Fernanda baja las escaleras despacio y
oye cómo los padres hablan encerrados en su habitación. Las voces suenan
alteradas, no se entiende lo qué dicen. La niña se dirige a la cocina y abre el
armario donde sabe que se encuentra el chocolate. Aún le tiemblan un poco las
manos mientras arranca un pedazo de la tableta y se lo lleva a la boca. Se
sienta en una silla y escucha con atención. La casa está ahora en completo
silencio. Entonces algo tibio y peludo le acaricia las piernas. Fernanda salta
con un grito corto y agudo, la silla se vuelca. Sólo cuando alcanza la puerta
de la cocina se atreve a girarse: es Cube, el gato de los vecinos que la
contempla relamiéndose desde debajo de una silla.
—Gato tonto —exclama en un susurro, aún
presa de los temblores.
El gato maúlla y de un salto sube a la
mesa, le brillan los largos bigotes. Desde allí resulta aún más amenazador. La
niña recula hacia el comedor, y desde el marco de la puerta lo observa.
Fijamente. Más fijamente y frunciendo el entrecejo. Luego cierra los ojos.
En cuanto vuelve a abrirlos después de aflojar
las muecas y respirar muy profundo, el gato ha desaparecido. Fernanda comienza
a sonreír, pero la sonrisa se le congela en un mohín de asombro ni bien percibe
el canturreo que proviene del otro extremo de la sala. Avanza unos pasos para
esquivar el sillón, y entonces la ve. Sentada en el suelo, contra la biblioteca
y debajo de la lámpara de pie, está Giselle acunando al payaso mientras le
canta una canción de cuna. Sobre sus piernas recogidas se despereza el minino
con el habitual despliegue de arrumacos gatunos.
—Mamaaaaaaaá…, papaaaaaá… —grita la
niña alborotada—, aquí, vengan…
Giselle se gira hacia ella y sonríe.
—¡Qué sitio más chulo! —exclama— nunca
me habías hablado de él.
Fernanda la mira confundida.
—¿Qué sitio? ¿Dónde te habías metido?
Giselle se ríe con ganas. Se sienten
los pasos atolondrados descendiendo por la escalera.
—¡Pero si fuiste vos la que me llevó
allí! —su expresión cambia repentinamente, los ojos se le achican— ¿Sos bruja
vos…?
Fabrizio y Alejandra ingresan al salón
con expresión de terror en los rostros.
—¿Qué sucede, Fernanda? —pregunta él.
Alejandra no dice nada. Ya ha visto a la niña en el suelo.
—¡Giselle! —exclama con forzada
naturalidad— ¿dónde estabas? Te estuvimos buscando por todas partes.
La niña sonríe maliciosamente. Luego
acuna el payaso en un brazo, y sin apartar los ojos del muñeco afirma mientras
con la mano recorre el lomo del gato:
—Ustedes son brujos —luego ríe—, ¡mamá
no me va a creer!
Fabrizio y Alejandra se miran con
inquietud.
—Vamos, niña —le dice suavemente
Alejandra—, ya es hora de que te lleve a tu casa. Y vos, Fernanda…
—De nuestra hija me encargo yo —se mete
Fabrizio, muy serio—, que tenemos mucho de qué hablar.
—Adiós, brujos —se despide riendo a carcajadas Giselle.
—Ven, pequeña, ven, que ya te voy a
explicar lo de las bromas de tu amiguita —le dice con marcada paciencia Alejandra,
en tanto salen y cierra la puerta.
Fabrizio se sienta en uno de los
sillones, y le señala el que está enfrente a la hija, quien se deja caer con
desgano, todavía refunfuñando.
—¿Qué no te parece que te has pasado,
hijita?
—Pero…, la muy cabrona lo estaba
estrujando a…
—Mira, Fernandita, que vos sabés
ciertas cosas…, y también que esas cosas únicamente podés tratarlas con mamá y
papá…
—Te digo que lo hacía a propósito y no
me hacía caso…
—Fernanda, bajá la voz, por favor, bajá
la voz.
—Algo tenía que hacer…
Fabrizio se levanta, la niña hace
silencio mientras sigue al padre con la mirada. Él llega hasta el escritorio, ubicado
junto a la ventana. Se agacha, abre el último cajón.
—No, no, no, papá, no, la caja no.
Fabrizio regresa con una caja de
cristal en las manos, todas sus caras se encuentran espejadas en múltiples
facetas, está por sentarse cuando se da cuenta de que están desapareciendo sus
piernas, desde las rodillas hacia abajo.
—Fernanda, ¿qué estás haciendo?
—La caja no, papá, por favor, la caja
no, te lo prometo, no lo voy a hacer más…, pero la caja no…
Alejandra está de regreso, llavea la
puerta y se apoya sobre ella luego de colgar el impermeable empapado en el
perchero, cierra los ojos, respira lentamente tratando de relajarse, está
segura de que ha convencido a Giselle, sobre todo cuando le prometió que el próximo
fin de semana la llevarían a pasear desde la mañana temprano. Luego de la
tercera o cuarta expiración comienza a percibir las voces, que llegan muy
débiles desde un costado de la sala de estar. Sacude la cabeza, evidentemente
aún no es su tiempo de descansar. Se acerca, y los ve, a lo que se puede ver todavía
de ellos. A su marido casi le han desaparecido las dos piernas y el brazo
derecho, sorprendida por la situación, descubre que también le falta la oreja
izquierda, le está increpando a Fernanda algo que no se entiende. Su hija no
tiene pies ni manos, tampoco tiene boca, pero igual se escucha el susurro de su
voz en un contrapunto con la del padre.
—Pero, jodidos de mierda, ¿qué están
haciendo ustedes dos?
—Mmmñññuug –dice Fabrizio abriendo
inmensamente los ojos.
—Iiiiiiuuuuuiii –retruca la niña
golpeando el suelo con su pierna mocha.
Alejandra acciona la llave, se apaga la
luz, y saliendo de la sala se detiene y les dice con voz y tono notoriamente
contenidos:
—Me voy a dormir, espero que ustedes
dos mañana hayan superado vuestro complejo de Edipo y la casa esté nuevamente en
orden.
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