domingo, 31 de julio de 2011

En Caleras

Descargar cuento                                                                                              Marcos Wever

Lo primero que me viene a la mente de aquel imborrable tiempo de mi niñez, es el polvorín que a su paso dejaba el camión que nos trasladaba desde “El Sol”. De aquel  pueblo lejano en donde casi no alcancé a hacer amigos y que sin pena ni glorias quedaba atrás, inerme en el recuerdo y difuso entre la polvareda que anunciaba nuestra llegada a  Caleras.
 Caleras es un poblado que está entre Valparaíso y Santiago de Chile.
 Cuando llegamos sofocados y con las caras pegajosas y sucias, me llamó poderosamente la atención lo gris  que se notaba todo. 
 Las hojas de los árboles de tanta polvareda estaban grises. Tan grises, como las grises tristezas de mis grises días.
En ese pueblo del puerto de Caleras, cual pila de agua bendita estaba una fábrica de cemento.
 Al detenerse el camión, quise bajar de inmediato algunos de los pocos bártulos que como silenciosos fantasmas, nos acompañaban en cada mudanza.  Y me quemé los pies, porque ese piso estaba caliente. Tanto o más, que el más caliente de los tizones de un candente fogón de leña. Mis pies estaban encallecidos para andar sin zapatos, pero no para pisar suelos tan calientes como ése.
Y empezamos a descargar los utensilios. Yo pensaba que llegábamos a una casa, pero había un cuarto hecho nomás. Bajamos nuestras cosas y pusimos una carpa para poder pasar la noche, porque disponíamos de tan solo un cuarto de concreto armado. Un cuarto de esos que nosotros llamamos pandereta. Un cuarto rústico cuyo único techo al anochecer de nuestra llegada, estaba confeccionado de rutilantes estrellas.

Al día siguiente y desde muy temprano, comenzamos a darle duro al trabajo, buscando terminar aquella construcción.  Mi padre, era albañil, mecánico y carpintero. Sabía de zapatería y  de un sin fin de muchas otras profesiones. Aún así, siempre teníamos que estar de pobretes y de gitanos de un lugar a otro porque a él lo perdía el juego. Así que no acabábamos de instalarnos en un pueblo, cuando teníamos que saltar para otro. Huir de las deudas y de los líos a causa del juego.
Cual grillos asustados brincábamos,  ya que mi padre sin mucho esfuerzo, se buscaba serios problemas, por culpa del vicio de la apuesta y del vicio de la  trampa.
Recuerdo que desde aquel nuevo domicilio (Si es que así podíamos llamarle a ese maltrecho cuartucho), se divisaban a unos tres kilómetros, algunos cerros pelados y llenos de orificios, de donde se extraía el material para fabricar el cemento.  Frente a la casa, había una línea por donde pasaba el ferrocarril que iba hacia el norte de Chile.  También pasaba el “Calerano”, un tren largo de carga que tenía como quince vagones. A mano derecha  y a más o menos cuadra y media, estaba el río.  También al frente pero al lado izquierdo, algunas casas de aspectos muy pobres y más cerros taciturnos e incoloros.
En el sitio había gran vegetación. Sin embargo como era tiempo de verano, los días eran calurosos. El sol pegaba fuerte calentando la polvareda de las calles. Todo estaba polvoriento, no de polvo de tierra sino de polvo de cal.  De tanto polvo calizo, hasta la gente parecía de cemento.
Mi papá, después que emparchamos la casa, toda mal hecha y a lo que saliera, no demoró en  instalarse en la esquina del poblado. 
La esquina era una punta en donde se cruzaban dos calles. Allí se juntaba toda clase de gente y allá a la esquina, también se fue mi padre.  No había sitio en donde él llegara, en que no se armaran las ruedas y que de  inmediato se jugara a los dados y a las cartas.
Se armaban las ruedas y se jugaba no por matar el aburrimiento sino por dinero. Entonces con él y sin que mucho demoraran, también venían las camorras.
 Para mi padre no existía excepción de lugar para pelear. Así pues como al sexto día de ser un conocido allí,  peleó. Peleó sin más allá o más acá. Porque  pelear para él, era más que una hazaña su afición. Por eso hasta para dormir andaba armado. Todo el tiempo, la cúspide de su talento era irse a las trompadas. Que decir que como imán y por deporte, le atraían las  broncas. Su fama de peleador era tal que en donde se metía, rápido que dejaba su marca para que lo reconocieran.
A él le decían “El Sombrerito” por que nunca dejaba de andar con su sombrero. Su extravagancia consistía en colocárselo como los gauchos. Como los argentinos que lo usaban en las Pampas.  Con un ala arriba y otra abajo se lo acomodaba y por eso así le apodaban desde mozuelo.
Esa vez tuvo su encontrón con un tipo que le llamaban. “El Empera”. Resulta que como siempre, armó la rueda y empezaron a jugar.  Como era muy ágil con las manos, cambiaba con facilidad los dados.  Sustituía los dados normales por unos que los tenía cargados con plomo. Por aquellos que los artificiosos y embusteros les llamaban “Las Chivas”. Parece que como tiraba y siempre le salían sietes, “El Empera” que era el villano de ese pueblo, lo pilló.
De ese hombre “El Empera”, todo el mundo se resguardaba.  Se cuidaban de él porque era muy malo y diestro para desacomodarle las tripas a cualquiera. “El Empera” era el matón del pueblo, pero ahí jaló rabieta con mi padre. Jaló una tremenda ira porque éste sí que no era ningún manco. Mi padre no le temía al Demonio ni a espanto que se le pareciera y en él,  “El Empera” encontró la horma de su zapato.
Me acuerdo que los dos se desafiaron. Vomitaron improperios sin importarle ni con chicos ni con grandes. Mi viejo, sintiéndose ofendido sacó su navaja de afeitar y el otro, un  filoso cuchillo de cocina.  Mi viejo se enrolló su saco en el brazo izquierdo y empezaron a repartirse cuchillazos. El tipo lanzó y cortó por el estómago a mi padre quien a su vez, le respondió. Le tiró a uno de los bíceps que por cierto lo tenía bien ancho, abriéndole  la carne en dos.
El malandrín al verse sangrando, buscó escapar a todo vapor. Mi padre a pesar de su herida, lo siguió y le mandó una sajada en las nalgas. Temiendo por su vida, el sujeto prosiguió en veloz estampida, chorreándole el brazo y las asentaderas de harta sangre.
Arrancó a mil “El Empera”. Se tiró por los lados del puente para abajo y por entre los matorrales. Ante el alboroto, una tanda de vagos inconsecuentes, como si fuera una fiesta, corrió para ver la contienda.
Esos repetitivos espectáculos terminaban por desesperarme. Por eso yo siempre negaba que era hijo de ese valentón.  Si me preguntaban ¿Tú eres hijo de sombrero? ¡No! Respondía, con la vergüenza pegada a la tierra. Odiaba ver que después de todos esos bochornos, regresaba a nuestro cuchitril. Limpiaba su navaja con la ropa, rompía cualquier trapo para vendarse las heridas y gritaba: “Bueno, vieja me voy... Me tengo que ir”.
Y se largaba. Se echaba el saco al hombro y se corría. Desaparecía y al tiempo volvía tan fresco como una lechuga y como si nada hubiese sucedido. Se largaba, sin importarle de qué manera comprometíamos nuestras almas a los santos o a los diablos, para poder sobrevivir.
No sé dilucidar, cómo hacía para que no lo despacharan. Una vez por ejemplo, después de un pleito, volvió a eso de las seis de la tarde. Los policías, los carabineros que en ese tiempo hacían la ronda a caballo, nos rodearon. Se acomodaron y desde afuera le gritaban, “Sombrero, sale de ahí”. Mi papá recién había llegado y estaba agarrando el mate para tomárselo tranquilamente como si nada pasara. Sin asustarse de que los carabineros apuntaban  en nuestra dirección ¡Con carabinas!.  “Vieja, dijo, ¿No hay de comer?” Sí contestó mi vieja, sirviéndole media muerta de pánico. Él se puso a tragar con toda la paciencia del mundo, mientras la policía afuera seguía gritando. “Sombrero sale de ahí. Sabemos que tas ahí. Tas rodeao. No nos obligues a arriarte plomo”.
Mi papá indiferente a los gritos murmuró: “Ya vienen a joder estos huevones. Bueno, vieja me voy. A las diez estoy aquí. Teneme algo de comía caliente, porque a las diez estoy aquí”.
La policía lo sacó y lo ató a las sillas de dos potros. Lo colocaron con los brazos amarrados a la montura de cada caballo, como si fuera crucificado. Mientras lo llevaban a pie y entre los cuadrúpedos, iba cantando tonadas folklóricas cual si fuera todo un guaso. Frente a ese descaro me sentí  humillado y tan poca cosa. Pese a observar la flacidez de mi  mirada, para él mis sentimientos y mi vergüenza, no tenían ningún significado.
Los mirones en la calle al ver como se lo llevaban se morían de risa, más a pesar de que ya uno lo veía encerrado de por vida, tal como lo anticipó a las diez de la noche estuvo de vuelta. Nunca pude averiguar cómo se escabullía. Sospecho que sabía algo de rezos y de oraciones misteriosas o que compraba a sus apresadores porque siempre se escabulló y nunca lo exterminaron.  A las diez de la noche repito, resucitó.
Como era habitual, hacía cualquier trastada, comía y se evadía. De madrugada y por costumbre si no lo agarraban a tiempo, acometían los carabineros para hostigarnos. Sin respetarnos el sueño, llegaban a requisarnos. Registraban por todos lados, pero era por gusto.
Era una cosa de sobresalto tras sobresalto, lo que vivíamos. En esa ocasión y dejando casi muerto a “El Empera” a tan sólo seis días de estar viviendo allí y fiel a su manía, otra vez se ausentaba y nos dejaba en el ruin desamparo.
Perpetuamente era la misma penitencia. Mi hermano mayor, lo mismo que mi hermana la segunda de los cinco que éramos, se salvaban de esa agonía al no convivir con nosotros. Juntos quedábamos pues, dos de mis hermanas, mi madre, yo que frisaba los 8 años y nuestra eterna crucifixión.
  En Caleras, con sus opacos días y con mis años infantiles embotellados bajo la presión diaria, fue donde lo valoré. En donde en verdad comprendí que aunque te doliera en lo más profundo vivir sin un padre que te cubriera, ni que curara tus manos cuando el fragor del día te las laceraba, aquel dicho que decía que más valía andar solo que mal acompañado, era realmente cierto.

Infancia

 por Daniel
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Mes de agosto

de Eduarda
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Tempestad en casa de Irene

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Se había desatado una tormenta en el hogar de Irene y Julio. Los rayos eran las miradas de Irene, cargadas de ira. Los truenos retumbaban en forma de insultos en los oídos de Julio y en las paredes del hogar. Había sorprendido a su pareja en una situación tan bochornosa…
No tenía con quién desahogarse, nadie que le escuchara o simplemente le mirara callado mientras hablaba simulando que le interesara lo que contaba. No sabría decir cuándo empezaron a alejarse el uno del otro. Pero apenas hablaban ya y no recordaba la última vez que hicieron el amor.
Irene hacía tiempo que dejó de fingir que le interesaban las historias sobre la estrella del Real Madrid o sobre el último motor de Ferrari, y su marido no sabía hablar de otra cosa. Le desagradaban tanto esas conversaciones insulsas que las evitaba fingiendo jaquecas a todas horas, ya no era sólo por las noches.
“Pero a quién voy a poder contarle lo que ha ocurrido” se preguntaba abochornada. Dejó caer el cuchillo de su mano, no recordaba que seguía allí. Volvió a mirar a su marido  que permanecía desnudo sobre el sillón. Debió asustarse mucho al verla acuchillar con tanta habilidad a la pareja con la que le encontró abrazado.
Se acumulaban en la cabeza de Irene preguntas a las que no sabía dar respuesta: ¿Estaba casada con un pervertido? Quizás debía calmarse un poco, poner en orden sus pensamientos y decidir fríamente qué iba a hacer en ese momento.
Irene fue a su dormitorio y sacó un bolso de viaje manejable. Lo suficiente para que cupiera su neceser, un pijama y un traje de chaqueta para el día siguiente. Al volver al salón arañando con las ruedas el parquet sin sentir el más mínimo remordimiento, Julio estaba ya vestido y sentado en una silla.
–¿Te vas?
A Irene la respuesta le parecía tan obvia que le molestaba tener que contestarla. Aún así, aprovechó para anunciarle la decisión que acababa de tomar.
–Voy a pasar la noche en un hotel. Si mañana cuando vuelva de trabajar sigues aquí, le contaré a tus compañeros y a tu jefe dónde tenías metido el pene.
Julio miró a la mesa, donde permanecían un whisky a medio tomar y los jirones de látex que habían quedado de la muñeca abierta en canal. Pensaba en las consecuencias de no ceder al chantaje. Irene paró bajo el quicio de la puerta de la casa y se volvió para preguntar algo que acababa de pasársele por la cabeza:
–¿A ella sí le gustaba el fútbol?

El fogón

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Nací el mismo día que el fuego y el maíz. Sobre una cama de troncos con muchas capas de arena se asienta una hondonada de barro. Ahí está mi corazón de brasas y llamas. Soy el fogón y, junto al grano blanco del maíz, alimento a muchos mesoamericanos. El maíz mexicano con miles de especies y variedades, puede ser, por sí, un sustento completo en sus diferentes presentaciones: como desayuno, comida, cena, bebida o postre; el nombre de sus preparaciones abarca desde la A a la Z: del atole al zacahuil.
  Empiezo mi labor antes del amanecer y del canto del gallo, preparo el maíz con cal, el nixtamal para las tortillas. Lo hiervo por algunas horas hasta que está listo para molerse; mientras, caliento el comal de barro para que salgan las tortillas suaves y esponjosas. No hay deleite más grande que degustar una tortilla recién salida del comal, con sal y salsa de chile. La tortilla se disfruta en el taco, el sope, la memela, los tlacoyos de haba o frijol, el  totopo, los panuchos, los papadzules  y las garnachas, las chalupas y las tostadas, las enchiladas y los chilaquiles, el pastel azteca con salsa verde; las quesadillas de cualquier relleno que uno imagine,  ni que decir de una tlayuda con queso oaxaqueño o un totoposte con manteca, las gordas de manteca o rellenas de chicharrón; para paladares especiales los tacos de cajeta, versión americana de las crepas. Fuera de México, las pupusas y arepas.
  La otra presentación culinaria excelsa del maíz son los tamales, la variedad de ellos es tan amplia como lugar en donde se cocinen, para nombrar unos cuantos: tamales de bola, untados con ciruela pasa y almendra, de hierbas como la acelga, la hierba santa, el chipilín y también de elote. Tamales con carne de pollo, cerdo, res, camarones, con salsas verdes, rojas, moles negro, rojo, amarillo, de rajas con queso, las corundas, los chuchitos, el tamal de boda o pibipollo, y el zacahuil para las fiestas. Los rellenos de frijol con carne salada, de piña o coco con piña, de fresa, con pasas, almendras o nuez. Se hacen tamales de cualquier guisado. El misterio del buen tamal es ponerlo sobre mis brasas hasta que reviente, es el trabajo más largo y pesado, luego molerlo varias veces hasta que queda una masa muy suave que se mezcla con grasa de cerdo, luego se envuelven en la misma hoja de maíz, el xoloche, o en hoja de plátano, luego se cuecen hasta que la masa se compacta o suavecitos como los tabasqueños.  
  Las sopas y cocidos: la sopa azteca de tortilla o la de lima, el pozole de jalisco o de colores de guerrero, el menudo norteño, la de calabaza y elote, de hongos y rajas con elote, de flor de calabaza y elote, el arroz con elote.
  No pueden faltar las bebidas, primero el atole, natural o de sabores de frutas, frío o caliente; las refrescantes como el pozol, y el tascalate; para las noches el champurrado.
  Para los dulces, las natillas con harina de maíz, los tamales dulces, las palomitas garapiñadas o saladas, el pan y pasteles de elote. Los jilotitos cocidos, los esquites y el elote hervido.
  Incluso en bebidas espirituosas: la chicha, el tezgüino o tejuino. Medicinales como el te de pelos de elote para los riñones y el te con tortilla quemada para la diarrea.
  No hay cereal en el mundo con tan variadas presentaciones. Él solo es la base de cualquier alimento, sin embargo sin mi ayuda para su preparación no se lograrían tantos manjares. Por eso, si se apagara mi fuego, y no quedara rescoldo, la gente de maíz desaparecería.



Cambios

Dagoberto

La competitividad en el mundo de los negocios es tal que las empresas siempre deben innovar para ser más eficientes, tener los mejores productos y los mejores precios. Lo único permanente en el mundo son los cambios… ¿Qué te parece la frase para finalizar mi exposición? preguntó Tito a su padre, justo antes de que entrara dona Liz al comedor.
  ¡Tienes que vender esta casa de mierda y comprarme una nueva! dijo  ella mientras señalaba las paredes y los techos de la casa.
El joven, disculpen, es que después de tantos años me acostumbré; don  Roberto miró a su esposa un instante,  y bebió un sorbo más de su café.
Si ha sido refaccionada totalmente hace poco más de tres años.
¡Todas mis amigas viven en casas recién estrenadas!
Se levantó de la mesa sin terminar el café, se puso el saco y salió dando un portazo; la mujer fue tras él, diciendo algunas palabras inentendibles; debieron ser algunas groserías.
Sí, es lo que se decían en su cuarto, cuando se enfrascaban en discusiones, y el intercambio de insultos y groserías no cesaba; entonces él salía del cuarto y se iba a ver televisión con uno de sus hijos; empezaban cuando ella pedía dinero adicional para gastos extras o cuando él veía las cuentas de las tarjetas de crédito, de las tiendas por departamentos, del teléfono fijo y de los celulares.
Una semana atrás, la mujer había asistido a un té en la casa recién estrenada de una ex vecina, y desde ese día no dejaba de hablar de su cocina amplia, de la  hermosa sala, del piso de alto tránsito y de sus muebles nuevos.
¡Qué distintos eran mis dueños originales! A doña Esther y don Alberto, nunca los oí pelear; jamás discutieron, ni cuando el dinero escaseaba y tenían que estirarlo para llegar a fin de mes; ella jamás  pidió más de lo que su esposo le podía dar.
Doña Esther cocinaba delicioso; no puedo dar fe de ello, pero sus platos olían a manjares; también se encargaba de la limpieza; sólo aceptó que alguien viniera  a ayudarla, cuando por la artrosis no pudo flexionar las rodillas; pero así coja, siempre fue la dueña de la cocina, hasta que tuvo que ser internada en el hospital; de allí no pudo volver. Recuerdo bien esos días, los más tristes vividos entre estas paredes: El joven Roberto, recién llegado, abrazó a su padre en silencio; éste de inmediato comprendió lo sucedido, y lloraron abrazados unos minutos; por primera vez vi llorar a don Alberto; y en menos de una semana él la siguió; creo que en esa ocasión por primera vez derramé alguna lágrima.
Anoche don Roberto llegó un poco más tarde que de costumbre; lo  hizo para evitar revivir la discusión de la mañana, sobre la casa nueva.
 Cuando llegó a su cuarto, la discusión se reinició, y los gritos se escucharon hasta bien avanzada  la madrugada.
Luego el hombre estuvo dando vueltas por la sala y el comedor; al rato se echó pensativo sobre el sofá.
Durante sus horas de insomnio,  también estuve pensando: Tito tiene razón, lo permanente son los  cambios; desde que dona Liz se hizo dueña, con cocinera permanente  y  una joven encargada de la limpieza, ella sólo entra a la cocina para abrir enlatados o para calentar en el horno de microondas; y siempre dice que está cansada. Bueno, tampoco es que no hace nada: pasa horas hablando por teléfono con sus amigas, e  intercambiando mensajes en las redes sociales por su  lap-top.  Sí, la vida ha cambiado mucho en estos años;  si hasta la hija menor, con tan sólo  diez, tiene computadora en su cuarto  y  escucha música todo el día en su i-phone.   
Tú sabes lo que está pasando; lo mejor es que me vaya de la casa; esto nunca va a parar -le decía hace pocos minutos don Roberto a Tito, en el cuarto de éste, quien aún estaba somnoliento en la cama.
¡Quizás sea lo mejor para todos! ¡Te extrañaremos papá, pero no escucharemos más peleas!
Entonces don Roberto abrió la puerta de calle; llevaba un letrero sostenido por una estaca de madera; el letrero está clavado en el jardín, en el lugar donde antes un muñeco de cerámica daba la bienvenida...el muñeco ya no está más...en estos ambientes ya no se escuchan palabras cariñosas…ni nadie da la bienvenida…todo cambió... ¡Ojalá que los cambios no sean tan radicales! Hay muchas probabilidades de que ya no sea la misma... que sean los últimos días de estas paredes... ¡Vamos a ver! ... ¡Todo cambia!



Cuento corto de una vida común

Ramiro Sánchez

A veces llegaba temprano, pero hoy le tocó llegar tarde... no una hora tarde... ni tampoco tres... eran más horas tarde.
Tenía el aspecto que tienen las personas cuando llegan a casa luego de muchas horas de trabajo, quería mantenerse erguido pero los hombros le pesaban 25,5 Kg cada uno y la columna vertebral cedía ante ese peso, arqueándose lo suficiente para que al caminar las piernas no pudieran despegarse mucho del piso.
 Quería llegar rápido pero cada paso que daba tardaba en efectuarse Dieciséis minutos, o al menos así lo sentía él y tenía que subir las escaleras ¡SUBIR LAS ESCALERAS! eran Dieciséis mil cuatrocientos treinta escalones hasta llegar a su apartamento en el segundo piso, era el tiempo que tardaría, el peso en sus hombros, las escaleras infinitas, que se sumaban con el desafío de sacar las llaves del bolsillo (luego de encontrar en cual bolsillo estaban) e introducir en el huequito de la puerta la que abría, en orden, primero la reja y después la puerta.
Cumplido este proceso descubrió con dolor visceral que no había desayunado, almorzado o aun cenado, así que con cautela casi desesperada se dirigió a la nevera para descubrir que no había mas que:

       - Un frasco de Mayonesa
       - Una botella de Ketchup (solo la mitad del rojo contenido)
       - Dos cucharadas de  Mostaza (en una taza de peltre tapada con aluminio)
       - 300gramos de carne molida (la del almuerzo de antier)

Levantó la mirada lentamente y observó todo a su alrededor, hasta descubrir que sobre la mesa del comedor había una bolsa de papel marrón. Su mente le describió con lujo de detalles lo que debía hacer de esta manera.
"Saco las salsas y la carne... no debe estar piche.... busco los panes, los abro con el cuchillito que tiene filo, el de mantequilla, y relleno los panes con salsa rosada y mostaza con carne"
Así lo hizo, como le indicó el cerebro, era lo mismo que ver a una caricatura desplazarse por la cocina y luego al comedor, con los hombros caídos y las piernas que apenas se despegaban del piso, pero mas rápido, como con más hambre, el momento de gloria fue al abrir la bolsa de papel e introducir la mano "Ayer dejé dos panes"  le dijo el cerebro, pero se equivocó. 


sábado, 30 de julio de 2011

De mudanza (nueva versión)

Carlos Arroyo Cobos

Pablo entra en casa cargado con las últimas cajas que quedaban en el maletero de la furgoneta.
―¿Dónde vamos a instalar el ordenador? ―pregunta cuando consigue recuperar el resuello.
―Tendremos que buscarle sitio en el salón. ―Responde Merche sin prestar mucha atención.
Pablo empieza a juntar en el pasillo las cajas que tienen escrito con rotulador “ordenador y juegos”, a mitad de camino entre el salón y el dormitorio que quedaría vacío.
―Cuando juegue con el ordenador, haré ruido y no te dejaré oír la tele. ―Le comenta.
Merche levanta la vista de la caja con la porcelana que está desempaquetando y mira a su alrededor.
―Cari, por el espacio no te preocupes, en este salón hay sitio de sobra. Para no molestarnos tendremos que negociar un horario para hacer cada uno lo que nos gusta.
―Merche, ―empezó a decir Pablo meloso ―queda un dormitorio vacío. Si algún día tenemos un hijo, mudo los trastos de allí…
―¿Si algún día tenemos un hijo? ―interrumpe ella, un tanto molesta.
Pablo intenta llevar la conversación tratando de no crispar a su pareja, pero sabe que el tema de la descendencia es muy importante para ella. Llevaban más de seis meses intentando que se quedara embarazada. En poco tiempo iban a empezar un tratamiento de fertilidad.
―La habitación vacía la voy a decorar con todo lo que llevamos comprado para el bebé. ―Continúa Merche cada vez más acalorada ―No voy a esperar a que tenga un año para poner el papel pintado, las cortinas y la cama.
―Hay dos dormitorios en esta casa y es una tontería reservar uno de ellos. Si encima que hay poco sitio… ―responde Pablo mientras se aleja por el pasillo tratando de zanjar la conversación.
―A veces tengo la sensación de que tú no quieres tener hijos. ―Piensa en voz alta, algo confundida. Al fin y al cabo, éste es un tema que estaba zanjado.
Su novia no grita, pero Pablo la escucha perfectamente antes de entrar al baño. No tiene valor para discutir sobre este tema; prefiere ir al baño a meneársela soñando con aquella Merche salvaje de la que se enamoró hace cuatro años, que confesarle que se masturba cada noche antes de hacer el amor y que lleva calzoncillos ajustados para reducir el número de espermatozoides. La quiere pero seguirá intentando retrasar algún tiempo más lo que parece inevitable en esta relación. De momento no le apetece dejar de perder el tiempo con el ordenador para cambiar pañales a un bebé.

sábado, 23 de julio de 2011

Ocaso (ejercicio)

por Javier N.    
Ocaso.
Explosión ensordecedora. Una lluvia de fuego y sangre lo cubre todo.
Siento correr. El horror lo es todo.
La oscuridad que se cierne augura algo que no espero, mas debí haber temido.
Y ahora la veo. Aún fulgura en sus ojos ese vestigio de inocencia.
¿Puedo alcanzarla? ¿Tengo la valentía?
Tomo mi cabeza con las manos y cubro mis oídos. Ya es tarde. Aunque pudiera evitarlo, escucho su canto.
Una melodía suave; un sonido perenne; un himno dedicado a la memoria de algo ya olvidado.
Nada puede causar semejante caos, nada que no sea la tormenta.
"¡Desciende sobre nosotros, cúbrenos con tu ira! ¡Haznos a tu imagen, espejo de tu odio!", sus labios susurran dulcemente.
Compruebo que aquello que siempre anhelé, era efímero. Pero todavía quedaba el valor.
Dosis enormes de él, necesarias para tomar esta última determinación.
¿Y que hay de los demás? ¿Acaso aquellos que debían velar por ella, por si mismos y por la victoria, han huido?
"Aquello no debe atormentarme.", pienso mientras acometo contra una figura deformada y sombría.
-"¡Todo acaba en el mismísimo averno de la mente!", es mi grito de batalla.
Cautivo del instante en el que pude abrazarla, soñé con un ocaso y un cielo aún estrellado. Pero en mis brazos luego sólo quedaban cenizas.
No existe horizonte, ya no hay luz alguna. Al final, sólo quedan tinieblas.

jueves, 21 de julio de 2011

Ejercicio de Roberto C


Para Augusto Monterroso

Desperté sobresaltado, no sé si fue el estruendo o el  vaivén del lecho. El corazón latía fuera de control, tardé en acostumbrarme al resplandor rojizo que penetraba por la ventana, como si todo el exterior estuviera bajo fuego. Tuve dificultad para salir del catre en que había dormido,  las sábanas me mantuvieron cautivo un tiempo que no pude calcular. No supe si era de día o de noche. La tormenta de balas me ensordeció. Busqué el casco y el fusil y salir a la trinchera, a mi lado algunos compañeros, igual de sorprendidos que yo, corrían y gritaban. Sentí un golpe en el cuello que me derribó, un líquido viscoso empezó a rodear mi cabeza. Me costaba respirar y no podía articular sonido alguno; un gran peso me oprimía el pecho. El espejo de sangre se confundió con el rojo del amanecer. Sentía mi cuerpo estremecerse y algo pegajoso se deslizaba alrededor de mi cuello; el ruido no cesaba, la rasposa espátula me hería en forma continua, el dolor en el cuello era insoportable, pensé que era todo lo que podía aguantar...
Abrí los ojos y el gato seguía ahí.

miércoles, 20 de julio de 2011

Un asunto de digestión (ejercicio)



Marcos Wever

­­            El día en que Conrado cumplió sesenta y dos  años, se acogió a la jubilación. Al siguiente, tras levantarse temprano y no tener a donde ir ni con quien conversar de trabajo, concluyó que tenía que ocupar su tiempo para no deprimirse ni para sentirse cautivo en su propio hogar.
Sintió que el no acudir como cada mañana al empleo le podía causar una tormenta de inquietudes y un gran vacío. Buscando aplacar el fuego de su creciente ansiedad, razonó que debido a su consagración al trajín, en los últimos años había dejado a un lado la lectura y que de paso por agotamiento, hacía el amor muy pocas veces.
Un día, mirándose en el espejo vio que envejecía de tedio. Sopesando estos agravantes  en su vida,  se empecinó en recuperar los hábitos de la lectura y el sexo.
            Tras concentrarse en diez best sellers, evaluó que en lo que le restara de existencia, no tendría el poder de leer todo lo que anhelaba. Con esa fijación en la mente, cayó en la obsesión de comer la mayor cantidad de libros posible.
            Cuatro meses después de su retiro laboral, Conrado murió sorpresivamente. El forense dictaminó que su deceso fue producto de una congestión. Una apoplejía que le sobrevino un cuarto de hora después de haber digerido el Kamma Sutra.

lunes, 18 de julio de 2011

La traición que no fue (ejercicio)


por Susana Burgos 
En el cuarto en penumbras, mordía su dolor… su tristeza sin límites, su desazón hecha angustia. La música de un tango la hundía más en la desesperanza… era lejano, pero podía tararearlo de todos modos. No impedía la tormenta, con su viento helado,  apagar la furia que se apoderaba de ella.
No lograba que su corazón, cautivo de ese amor, aceptara aquella cruda verdad… sin embargo era así, aunque ella no lo creyera del todo. 
Su amante, el amor de su vida, la engañaba nada menos que con su hermana.  Si no lo hubiese comprobado con sus propios ojos diría que son inventos de la gente… pero no le cabían dudas.
Aquella misma tarde ella los vio tomados de la mano, en la plaza que tantas veces a ella le prometiera siempre estar juntos hasta la muerte, hasta el final de los tiempos.  Había hecho pedazos todas sus promesas y con ello rompió también su corazón helado.  De pronto notó que su corazón no latía ya… estaba literalmente helado.  El desamor la inundó y solo ganas de venganza y furia tuvieron lugar en su interior.
Fue en ese mismo momento que los escuchó reír, los vio acercándose al cuarto despreocupadamente, diría que hasta sin culpas. Los vio claramente, cuando el fuego de la chimenea encendida los iluminó al pasar… los vio nítidamente cuando entraban al cuarto y un relámpago volvió a encender sus siluetas. ¿Cómo podía ser que no sintieran el más mínimo remordimiento?… ¿Cómo podía ser que su hermana que tanto quería pudiera traicionarla de este modo?
Ella sonreía dulcemente…. él la miraba como solo él miraba, con inocente picardía que la verdad de inocente no tenía nada… ¡él era culpable!... pero parecía no saberlo.  Todo era muy raro. Otro relámpago rompió la oscuridad y ella entonces, por primera vez en mucho tiempo… se vio en el espejo… y en ese mismo momento comprendió lo inexplicable.
Lentamente entonces, avanzó hacia él y se zambulló en el cristal… ella no pertenecía a este mundo. Caminó hacia donde la llevaba el espejo y dejó de este lado su angustia… su amor.

sábado, 2 de julio de 2011

De mudanza

Carlos Arroyo Cobos

Pablo entra cargado con las últimas cajas que quedaban en el maletero de la furgoneta donde han traído todas sus pertenencias a la nueva casa que acaban de comprar.
—¿Dónde vamos a poner el ordenador? —pregunta cuando consigue recuperar el resuello.
—Tendremos que buscarle sitio en el salón. —Responde Merche sin prestar mucha atención.
Pablo empieza a juntar en el pasillo las cajas que contienen el monitor y el teclado con los paquetes que tenían escrito con rotulador “accesorios del ordenador”, a mitad de camino entre el salón y el dormitorio que iba a quedar vacío.
—Si instalo ahí el ordenador, haré ruido y no te dejaré oír la tele nunca. —Le aconseja.
Merche levanta la vista de la caja con la porcelana que está desempaquetando y mira a su alrededor.
—Cari, por el espacio no te preocupes, en este salón hay sitio de sobra. Para no molestarnos tendremos que negociar un horario para hacer cada uno lo que nos gusta.
—Merche, —empezó a decir Pablo meloso —queda un dormitorio vacío. Si algún día tenemos un hijo, mudo los trastos de allí…
—¿Si algún día tenemos un hijo? —interrumpe ella, un tanto molesta.
Pablo intenta llevar la conversación tratando de no crispar a su pareja, pero sabe que el tema de la descendencia es muy importante para ella. Llevaban más de seis meses intentando que se quedara embarazada. En poco tiempo iban a empezar un tratamiento de fertilidad.
—La habitación vacía la voy a decorar con todo lo que llevamos comprado para el bebé. —Continúa Merche cada vez más acalorada —No voy a esperar a que tenga un año para poner el papel pintado, las cortinas y la cama.
—Hay dos dormitorios en este piso y es una tontería reservar uno de ellos. Si encima que hay poco sitio… — responde Pablo mientras se aleja por el pasillo tratando de zanjar la conversación.
—A veces tengo la sensación de que tú no quieres tener hijos. —Piensa en voz alta, algo confundida.
Su novia no grita, pero Pablo la escucha perfectamente antes de entrar al baño. No tiene valor para discutir sobre este tema; prefiere irse al baño a meneársela soñando con aquella Merche salvaje de la que se enamoró hace cuatro años, mejor que confesarle que se masturba cada noche antes de hacer el amor y que lleva calzoncillos ajustados para reducir el número de espermatozoides. La quiere pero seguirá intentando retrasar algún tiempo más lo que parece inevitable en esta relación. Porque de momento no le apetece dejar de jugar a la consola para cambiar pañales a un bebé.

Pudor

por Daniel

El cuento está participando de un concurso que, según las bases, se exige que las obras no estén publicadas ni siquiera en Internet. Aun siendo mínimas las probabilidades de que descubran el relato en este blog, la opción de descarga quedará momentáneamente fuera de servicio. Señores lectores, sepan disculpar las molestias ocasionadas.

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Frenesí


El sol

Eduarda

Las viejas que se fueron con el viento

Marcos Wever

Apago mi Macintosh y se esfuma la pintura  “Abuela y Nieta” que mantengo como fondo de pantalla.
El óleo de la danesa Anna Ancher que tanto me motiva, arrastra tras de sí una serie de íconos digitales y me pongo a cavilar.
A esta hora, todo suena a tranquilidad. Con excepción del guardia de seguridad que se acomoda el sambrón para iniciar su jornada y de los peces que se movilizan dentro de su alumbrado nicho, soy el único de los ejecutivos que permanece en la oficina.
Me había propuesto no hacer más nada en esta fecha, salvo el proceso  rutinario pos labores que conlleva ir a casa, conversar un buen rato con mi familia y luego jugar con el control  del televisor para ver en cuál canal encuentro atracadero casi hasta la medianoche. De allí, dormir o gozar de un buen encuentro marital (si las condiciones lo permiten) y volver a comenzar los afanes de cada etapa de trabajo.
De antemano pensé  “Aquí, es todo por hoy. Me largo”, pero como ancla que me impide levantarme, una foto de griseo panorama me ata  a aquel sillón, que me tiene con las nalgas aburridas.
Yo no poseía foto parecida ni sospechaba de su existencia. Quien sabe de qué manga la sacó Frank y esta tarde la ha colocado en mi correo electrónico como fina estocada. Viniendo de él nada me extraña. Con tal de salirse con la suya, echa mano a cualquier  recurso.
Me arrobo en la imagen que, impresa en alta resolución, me preña de inimaginable nostalgia.
Sin prisa y sin cansancio, coloco mi lupa de diseño en el ángulo que me facilite  husmear cada detalle en la misma.

Al lado izquierdo se ve  la casa de los Quintero. En su portal difusamente dos personas que por mucho esfuerzo,  no logro distinguir quienes son.  A un costado y bajo el tejar un caballo  aún con su montura. En medio,  el ancho camino de polvo y lodazal (en donde Frank y otros dejamos la herencia de pasos infantiles y sueños de un mañana distante) y a la derecha, tres parroquianos departiendo bajo un ala de la casona de tejas en donde don Chepe tenía su abarrotería.
 Atrás de donde Chepe, la casa de los Vázquez, más allá la de los Gómez, luego la de los Nieto y apenas perceptible, la de Frank.
Carajo —exclamo y bajo un catálogo de evocaciones  me retrotraigo con infinita seducción, al punto en que mis ojos se conmueven con el viento. Con ese viento que sin desear, comienza a mover ante mis ojos, los árboles,  palmeras y bambúes que sirven de fondo al escenario.
No tengo que ser adivino para calcular el gozo malévolo de Frank. Me conoce tanto y sin confirmarlo, sabe que su intensión ha encallado en el fondeadero previsto desde su inagotable intelecto.
Para rematar, joder y prever hasta dónde joder, ha puesto como abreboca del adjunto una frase escueta pero perspicazmente calculada: “¿Te acuerdas…?”
Es un “¿Te acuerdas…?” transformado en titiritero que me moviliza por los verdes parajes de mi lejano pueblo. Por la senda de  notos paisajes que hinchaban de libertad a nuestros pies de campesinos descalzos.
…..Ese ¿te acuerdas…? va dirigido a recordarme los momentos en que vivíamos en un mundo preñado de transformaciones sociales desconocidas por nosotros, campesinos de remotos días.
 Es un ¿te acuerdas? carente de palabras de latifundio, de sindicalismo, de equidad, de diálogo social, de  tripartismo, de concertación, de  pérdidas sobre ganancias,  de capital, de Marketing, de oferta económica, de capitalismo, de valor mercantil y mucho menos de plusvalía.
Es un “¿te acuerdas…?” para rememorar lejanas fechas. Fechas en que nuestros ancestros se limitaban a trabajar en las zafras, las cosechas privadas, la siembra de arroz u otros rubros, sin otras alternativas que los pagos que a su criterio le proporcionaban los latifundistas de entonces. Claro está que había quien poseía su pedacito de tierra para el sustento diario pero que no era suficiente para alcanzar metas ambiciosas más allá del alimento y unos cuantos pedazos de tela con que vestirse.
“¿Te acuerdas…?” me ha escrito Frank tratando como en otras ocasiones de diluir lo  gélido de mi silencio producto de estériles  controversias. Disputas pasajera entre dos individuos que nos apreciamos desde el vientre de nuestras madres.
Sin querer tacharlo de viejo, Frank me lleva un par de meses por delante en aquello de la edad. Eso y quizás exagere, le ha permitido tener mayor imaginación de la que suelo concebir en mi fascinador universo como creativo publicitario y Secretario de Organización del Sindicato Nacional de Creativos.
Estoy seguro que parte del éxito de Frank como Sociólogo y Psiquiatra, consiste en contarles a sus clientes, estudiantes y allegados,  algunas de nuestras locuras extrasensoriales en conjunto. A pesar de que estoy seguro que no le creen (al igual que a mí), por lo menos les gana la confianza y el cariño.
“¿Te acuerdas…?” y sin intransigencia olvido mi última discusión con Frank y me vuelvo a cautivar con las crónicas de lejanos momentos cuya recordación, a pesar de nuestro medio siglo de existencia, conservamos como reliquias de valor incalculable.
Francisco siempre influyó en mí como un ilusionista de mágicas fantasías. Más, después de que le regalaran y leyera junto conmigo El libro de las tierras vírgenes del británico Rudyard Kipling.
Baloo me decía y me obligaba a que lo llamara Mowgli.
Y a partir de allí, creo que comenzó nuestra locura. En primera instancia, porque tuvimos nuestro contacto preliminar  con lo que representaba la dura convivencia en sociedad.
Instintivamente asociamos  que si alguien está dispuesto a protegerte, aunque provenga de una manada de lobos, tú tienes la posibilidad de sobrevivir en medio de la vorágine de la  selva.
Conocer al niño Mowgli, a Akela el lobo, a Shere Kan el tigre, a Baloo el oso sabio, a Bagheera, la pantera negra,  a Tabaqui, el chacal despreciado por estar metiendo cizaña de un lado para otro  y a muchos otros nombres, nos obligó a comprender la lucha diaria del poder sobre los más débiles, las prohibiciones contenidas dentro de la ley de la selva y múltiples detalles de mucho beneficio para la  formación intelectual de Frank y de mí.
Años después, cuando en las aulas universitaria, palabras  más palabras menos,  nos explicaban  que la Organización Internacional de Trabajo OIT, definía al  diálogo social como todo tipo de negociaciones, consultas  e intercambio de información  entre representantes de los gobiernos, los empleadores y los trabajadores sobre temas de interés común relativos a las políticas económicas y sociales, no sé porqué y sin evitarlo, reviví las palabras de Akela cuando al momento de someter a consideración la admisión de Mowgli un humano, en  la manada  dijo:
—¡Miren bien, lobos! ¿Qué le importan al Pueblo Libre los mandatos de cualquiera que no sea el mismo pueblo? ¡Miren bien!
Fuera de mi universo de fantasías, me explicaba mi profesor de sociología (un tipo que más bien parecía un bohemio)  que el diálogo social conlleva diferentes formas. Puede tratarse de un proceso tripartito, en el que un gobierno participa como ente autorizado en el diálogo, o también  en relaciones bipartitas instauradas exclusivamente entre los empresarios y los trabajadores con o sin la participación del gobierno. La concertación pudiera ser  informal o institucionalizada, o una combinación de ambas dándose en el ámbito nacional, regional o de empresa, además con carácter de interprofesional o sectorial, o ambas.
Para tal concepción ¿Cómo no me iba a servir de base lo aprendido tras la participación de Baloo, Bagheera, Akela, mamá loba y la propia manada en la escena anteriormente descrita?
Indudablemente que a muchos años de su paso por este mundo, uno de nuestros mejores maestros fue Kipling.
En segunda instancia, creo que análogamente  contribuyó a convertirnos en dementes pues una vez que nos adentramos en El libro de las tierras vírgenes quedamos con una sensibilidad única para interpretar sonidos y situaciones extrañas en nuestras vidas de montunos.
Escucha lo que está cantando ese grillo —me susurraba Frank y zas y que me ponía a decodificar la fina ejecutoria  de aquel saltamontes y de agregado, la sinfonía de armónicos arpegios que nos ofrecían cada día, diminutos maestros musicales en la espesura del campo.
Frank y yo, viajamos por tanta plenitud natural que llegó el momento en que fue mi persona la que lo tomó de la mano y le dijo ven, ven que están los árboles llamando a la lluvia. Escúchalos como gritan alegres. Están felices. 
Aquella vez, con incontenible euforia, abrió los brazos y simulando ser un aeroplano, en imaginario vuelo corría de un lugar para otro vociferando sí, sí, están loquísimos.
Sí, estaban locos, pero menos que yo que con los años, seguí a Frank en todas sus locuras. Especialmente en todos aquellos relacionados con el dominio mental, la levitación y la proyección astral.
Una mañana de esas en las que las cigarras anuncian la llegada de la Semana Mayor, días en que las viejas del pueblo se reunían en los patios de sus casas para preparar dulces de marañón, asar  panecillos y rosquitas de colores y elaborar una lista de golosinas  con las cuales respaldar el recogimiento espiritual que se iniciaba desde el lunes santo hasta el sábado de gloria, Frank y yo disputábamos arriba de un árbol de ciruela traqueadora, el atrapar aquellos insectos del orden Hemiptera que la ciencia también  define como cigarras, pero que en nuestro lenguaje pueblerino simplemente se llaman “Totorrones” le grité mira.
¿Mira de qué? Me increpó desafiante —lo que quieres es distraerme para quitarme mi totorrón.
No, mira le insistí
¿Qué? me volvió a gritar para luego quedar boquiabierto al voltear la cabeza hacia donde le señalaba.
Desde el cielo cual grandes palomas blancas, descendían una infinidad de ancianas conocidas y desconocidas por nosotros.
Iban bajando sutiles y lentamente. Me dio la impresión de que no querían que su arribo fuera escuchado por nadie.
Se posaban alegres pero no en un mismo sitio. Cada una se iba alojando en patios diferentes.
Allí en cuclillas, se acomodaban cerca de las que molían el maíz, de las que envolvían las empanadillas de atúnen hojas de Bijao. En fin, de las que hacían de los días santos, todo una mística liturgia de fervor para el Mártir del Calvario. Se acomodaban sin ruido alguno, supongo que por no perturbar a las viejas que paralelo a llevar las voces de mando en las consagradas faenas, encausaban a las jóvenes para que prosiguieran en el futuro con los rituales de ese espacio del año.
—Son las muertas —exclamó asombrado el Frank —son las muertas  —repitió.
— ¿Y cómo los sabes? —cuestioné intrigado.
—Alelado —respondió — ¿No reconoces a tu abuela Vicenta?
— ¿Dónde está? —le pregunté
—Tonto, al lado de tu abuela Lorenza
— ¡Dios, sí es verdad! Es la mamita de mi mama.
—Mira —prorrumpió, contagiándome con su exclamación —están bajando la niña Teresita con su hermana la niña Mercedes.
Y era cierto, las dos señoritas octogenarias  que molían el mejor café del pueblo, descendían magnetizadas sobre el patio en que a falta de hijos, habían criado sobrinos, sobrinas, los hijos e hijas de los sobrinos, ahijados y un cúmulo de parientes y arrimados.
El cielo se colmaba ante nosotros con una bandada de ángeles de cabezas canas. Tanto fue aquello, que Frank se apeó a toda prisa y conmovido por aquel maravilloso espectáculo que solo él y yo parecíamos captar, vociferó —ven,  vamos a ver si mi abuelita Goya también bajó.
Cuán grande fue su alegría al percatarse que la madre de su abuela también estaba allí, que no pudo contener las lágrimas. Nunca volví a ver a Frank llorando como ese día.
Así, año tras años, cada semana santa era algo que revestía mayor solemnidad para mi amigo y yo.
Fue un tiempo preciso para hacernos comprender que todas esas damas de blanco, eran nuestras abuelas o nuestra parentela. Vientres a quienes por legado pertenecíamos. Cientos de mujeres de diversas generaciones que sin hacerse notar, volvían cada año a rejuvenecer gratos momentos de unión familiar para alimentación de sus almas.
En esa secuencia de inefables visiones y ya no por simple deducción, fui reconociendo a mi tatarabuela Leonarda, a su madre Brígida y a una cadena más de desconocidos rostros.
Todo aquello fui igual por muchos años repito y a la vez agrego, hasta que don Chepe,  el de la tienda del pueblo, instaló el primer televisor en su local.
Frank y yo somos testimonio de cómo aquel aparato cambió el rumbo de nuestra historia. Asiduos concurrentes de las anuales visiones, podemos asegurar que traer el primer televisor don Chepe al pueblo, fue suficiente para que sus familiares no salieran ese año al patio para hacer las acostumbradas faenas de Semana Santa.
Y hay que ver que cuando fueron bajando los angelitos viejos que pertenecían a aquel hogar. Encontraron el patio vacío y anduvieron de árbol en árbol dando tumbos cual pájaros heridos. Entonces con lastimeras muecas uno a uno se devolvió con el viento, para no volver jamás.
Y así como a la casa de don Chepe llegó la televisión, igualmente esta se fue apoderando de la humildad de nuestros hogares, trayendo nuevas expectativas y con ellas, nuevas formas de enfocar la vida.
Claro que aquel pesado aparato, grande y costoso para aquel tiempo también nos abrió puertas que nos comunicaban con otras latitudes. Por ejemplo, una vez se suscitó una discusión en un panel de invitados que se me impregnó en la mente para siempre. Que se me grabó en el cerebro y que me impulsó a transformaciones radicales en mi vida y en la manera de ejercer influencia sobre otros.
Se trataba de un foro sobre un tema totalmente desconocido para mí. Allí se iba a discernir sobre la equidad. Según el moderador, se trataba de ver a la misma como una necesidad fundamental de igualdad en toda sociedad.
En nuestro caso y como campesinos acostumbrados a aceptar un primer ciclo escolar como mucho, tener acceso a iguales oportunidades de estudios y superación que individuos de otras esferas sociales.
Igualmente, que nuestras mujeres no fueran expuestas a la marginación y discriminación por sus condiciones de féminas. Es cierto que para aquellos momentos no existían esos temas que hoy nos sobran como la igualdad de género, liberación femenina, asociaciones de mujeres profesionales ni cosa parecida, por lo que hablarnos de mejores proyecciones para los humildes y máximo para las mujeres, fue algo que rotundamente me emocionó sin tener explicación del porqué.
Con “Yo quiero a Lucy”, “La Ley del Revólver” “El Investigador Submarino” y otras atracciones televisivas, nosotros, (y digo nosotros porqué yo como tantos otros nos arrobamos frente a esa pantalla en blanco y negro) fuimos cómplices de que una a una nuestras viejas, fantasmas del tiempo, dejaran de llegar a nuestras moradas.
Tristemente confieso que la televisión mató parte de lo sublime de nuestras vidas, pero que también nos abrió nuevas perspectivas en un mundo real y fiero.
“¿Te acuerdas? Le leo a Frank y adivino que detrás de esas seis letras de alguien que además de Psiquiatra se especializó en los procesos de la vida en sociedad, se esconde algo más que hacer las paces con el ánimo de tomarnos unos tragos.
“¿Te acuerdas? Y pienso que muchos de poderlo hacer, cuestionarían que de dónde Frank y yo, sacamos ese poder de ver a nuestras viejas. De ser así, les contestaría que creo que como niños, estábamos con nuestras mentes con altos niveles de receptividad. No es que hubiésemos sido unos fenómenos o nada por el estilo. Quien se nutre de muchos temas sobre el comportamiento humano, sabe que apenas si usamos una pequeña porción del cerebro y que todo el mundo está en capacidad de tratar de dejar al mundo, mejor que cuando nos aceptó como huéspedes.
Los cambios sociales, el desarrollo, la erradicación de la pobreza, la integración de la humanidad y las naciones es cuestión de abrir nuestras mentes y objetivos paren entrelazarnos en un solo  haz en común.
La productividad y la competitividad descansan en la buena voluntad del ser humano; La políticas y el fomento para el diálogo social, tripartismo y equidad sobre la decisión de nosotros en cuanto a compartir una sociedad más justa y equitativa. Todo radica en querer hacer las cosas bien y para el bien de todos.
El ver a nuestras viejas por muchos años, nos sirvió para evaluar de dónde veníamos y hacia donde podíamos caminar y por eso, porque conozco a Frank, porque conozco sus locuras, sus alegrías y sus tristezas, huelo que me quiere inducir a que con la llegada de la semana santa, nos pongamos en el patio de nuestro terruño de ensueños a envolver empanadillas de atún en hojas de Bijao, a hacer unas dulces cocaditas, unas sabrosas rosquitas de colores, unos ricos panecillos o cualquier otro aperitivo que sirva de motivación para reencontrarnos con aquellas queridas viejas, con aquellas queridas viejas lejanas y añoradas que poco a poco, que poco a pocos, que poco a poco, se nos fueron alejando con el viento…