lunes, 2 de abril de 2012

Continuado

por Daniel

27 formas de matar un duende


por Antonio Varela

Me llamaron a la cocina después que el bus escolar se llevó a mi hermana, pensé que se habían enterado de algún lío de la escuela. No. Empezaron con que andaba muy bien en el boletín, que era muy responsable, grande… en fin… que el sábado tenía que ser niñero. Nunca me habían pedido algo así. Además era el día de acostarse tarde. O sea, miraba una película de vampiros, tiros o las dos cosas juntas. ¿Esto cambiaba mis planes? Dijeron que no. La acostaba antes y todos felices. Me pareció justo. Cerramos el trato.
     El día en cuestión se pusieron bellos corrieron por toda la casa buscando no se qué cosa lloró mi hermana se escapó el gato llamó la abuela… normal... Muchos besos para ella, recomendaciones para mí. Dejaron un celular por cualquier cosa (“no lo atiendas”, dijo) y mientras  papá sacaba el auto, su olfato de madre (además de maestra) funcionó de nuevo.
— ¿Lo de sociales está terminado?—mentir o película... me habían alquilado una de ninjas voladores.
— Si. Lo entregué ayer— se fue sospechando. O sea que me lo iba a pedir el domingo apenas me levantara.
     Mientras la pequeña corría a su habitación, yo fui al “estudio” de mamá. Da al jardín trasero y tiene apiladas tooodas las cosas que usaba (y usó) para dar clases. Esta vez venía fácil. Tenía que hacer una lámina. Indios americanos. Aborígenes.  Busqué las “efemérides”, un libro gordito que me enseñó a usar en cuarto, creo. Tendría que ser… ¿Día de las Américas? ¡Del aborigen! Si. Abril. Necesitaba una de las revistas viejas. Dos años atrás difícilmente se dé cuenta.  “Maestrita a full!”, abril 2009. Cartulina, tijera, resaltador, cola vinílica… listo.  No me llevaría más de 30 minutos.
     Me había olvidado de la pequeña terremoto. En el medio del comedor estaba su casa de Barbie, todos los osos, cocinita, mesa y mis rastis… Me miraba con fingida inocencia.
— Mamá me deja…
      Ahí estábamos. Mis manos en la tarea que supuestamente ya había hecho y ella con su desastre personal.
— Mamá no te deja, no mientas. Juntá todo, dale...— puso su cara de tragedia, la de amagar a llorar.
— ¡No! ¡No puedo jugar allá!
— ¿Por…?
— Me da miedo…
     Apoyé mis cosas en la mesa. Podía ser largo. Su capacidad para el teatro era generosa. O para discutir llegado el caso.
— ¿Qué cosa te da miedo?— agarró mi mano y me llevó. Abrió la puerta. Sin entrar dijo “eso”. Yo solo veía sus cosas… la cama, los juguetes desordenados… era un caminito con todo lo que había perdido en la mudanza al comedor— ¿Qué…?
— En la pared… ese.
     Frente a la ventana, clavada con chinches, una lámina de “Maestritas…”. Nuevo abecedario. Un duende en cada letra. Se veía casi primoroso. Casi. El conjunto no convencía. Y sí, algo de miedito daba.
— ¿Qué tiene…? Son duendes. Son lindos. Dale. Trae tus cosas.
— No. El de la X. Es feo, es malo. No.
— Yo soy feo y no soy malo. Siempre me decís feo.
— Este sí…— otra vez la amenaza de llanto.
— ¿Lo saco?
— Lo puso mamá… por la cursiva — seguramente… y porque si lo lleva a su escuela lloran todos sus alumnos— Además cuando estoy en la cocina también me da miedo.
— ¿Los eliminamos?
— ¿Cómo?
     Me voy. Vuelvo muy rápido con un marcador permanente. Rojo. Lo levanto al entrar, tratando de parecer convincente.
— ¡Con esto!
— ¿Lo pintás?
— Mejor. Los aplastamos…— crucé una línea en la A— ¡Y los ahogamos!
     Una gran cruz rojo sangre eliminaba el duende de la  A. Se quedó con la boca abierta. Recorrió los demás con la vista.
— ¿Y este?— señaló la F, un duende gordo y narigón.
— ¡Fusilado!— otra cruz— ¡Pateado… quemado…hundido… golpeado!— seis cruces rojas. Su sonrisa indicaba que iba por buen camino.
— ¿Esta?
— Una bomba. Ese lo comemos… ese lo degollamos.
— ¿Cómo “lo comemos”?
— Lo ponemos entre dos panes con una milanesa y papá ni se da cuenta. ¡Ñacate!— soltó la carcajada. Seguí tachando— Lo rompemos… lo operamos… lo matamos… ese con un sable…
— Lo jubilamos…—acotó.
— ¿Qué?
— Mamá siempre dice que doña Jacinta se muere de hambre. Porque es jubilada— lo pienso…es un aporte. Peor es nada.
— ¡Bien! Que más… Estaqueado… incendiado… ka… ka… Lo dejamos para después.
— ¿Estaqué?
— El palo, la estaca que le clavan a los vampiros— silencio.
— ¿Una bala de plata? ¿Eso es bala o plata?
— No. Está bien— pensé en patadas, pero no había diferencia. Ella revisó. Ya estaban tachados. Se hacía muy largo y me esperaban los indios— ¿Comemos y seguimos más tarde?— asintió con la cabeza.
     Cuando estábamos llegando al comedor sonó el gong de las diez. Junté los juguetes mientras ella ponía los platos y cubiertos. En su habitación sentí una presencia, algo. Cerré la puerta.
     En el horno, crujientes y sabrosas, mamá había dejado un par de milanesas a la napolitana. No pude menos que sonreír. No me acordaba. Se las mostré. Cuando abrió mucho los ojos le dije que trajera pan. Las eliminamos a mordiscones, como perros rabiosos y muertos de la risa. “¡Acá hay una patita, acá hay una patita…!”. Masticamos duendes. De lujo. No quise mirar el piso. La mesa ya era un desastre. Aproveché que era lenta para comer, todavía tenía su gaseosa, que terminaba de a sorbitos. Me puse a recortar lo de sociales. Las cinco imágenes más grandes. Listo. Faltaba pegarlas y las descripciones con letras enormes.
— ¿Y si buscamos en el diccionario?— dijo.
— Si, es una buena idea. ¿Lo traes?
— Está allá…— señaló al fondo. Suspiré.
— Bueno, vamos.
     Era un diccionario de imágenes, para pre-escolar. Buscamos el mío. Me estaba poniendo nervioso. Empecé por la X. Xenón, xerografía, xilografía… doce palabras. Lo más contundente era xilófono. Cuando iba a sugerir a xilofonasos vi el de ella. Todo plástico y chapitas de colores. No se veía mortal. Fui a la K. Solo una hoja. Me estaba poniendo verde. Leí rápido y no vi nada. Despacio… Kiwi, kimono, kilómetro …
— ¡Karate!
— ¿Eso de los chinos?
— Si. Y a este lo vomitamos…
— ¿Este lo lloramos?
— ¿Y cómo se muere…?
— De tristeza…— me quedé sin palabras.
— ¡Si, si! Dos menos.
     No encontraba nada con U. Una vocecita me taladraba. No era precisamente la conciencia.
— Lo humillamos— hice silencio.
 Uno, dos… pasa. No conoce mucho de haches… X-Men… puede funcionar.  Aunque la verdad lloró dos semanas con el de las garras… busco mejor. Con Z…
— ¿Y el de mami, el grandote?— capté su idea.
— Tenés razón. Ya lo traigo.
     De pasada miré el reloj. Las once pasadas. No escuché el otro gong. Diccionario de la Lengua Española Espasa Calpe. Más de 50000 entradas. Es enorme. Como cinco kilos de palabras. Más grande que los ladrillos grandes.
— Vos buscá en el mío, yo en este.
— Bueno…
La espié. Abrió la X. Misma preocupación… Ordené mis ideas. Voy a la N. Nos sentamos en el piso. Nada, nada… pasé las hojas sin mucho sentido. Ahí estaba… navaja.
— Navajazo…— digo.
— Acá en la ye… ¿Yarará es una víbora venenosa?
— Muchísimo…
— ¿Qué es eso?
— Matar con una navaja— me paro y las tacho. La U me perturbaba . ¿Qué me dictó humillamos? Eso fue raro. Sigo. No. Reviso la U… único, ufano. Ultimar. Me lo guardo. W… Es rápido tiene un dibujo— Winchester…
— ¿Qué es winchescher?
— Un rifle. De esos largos.
— Ah… Me cansé. Voy en za… guan
— Dame que yo sigo.
Un vistazo rápido. Solo una hoja. El dibujo de un zorro. Seguí desde zaguán. Anteúltima palabra. Zurrar. Si.
— Lo zurramos, es darle golpes…
Tacho. Sentí frio en la espalda. Miedo. La visión era de terror. Veinticinco cruces y un duende. Ese duende. ¡Eran todas X! Como no pude cerrar la boca, también lo notó. Empezó a lagrimear. Fui al comedor y volví con la cartulina.
— Mamá siempre dice… para visualizar un problema… lo mejor es dibujarlo.
Una gran cruz roja, doble trazo, resaltaba sobre el blanco del papel. La U. Esta vez sí era la conciencia. Tenía que solucionar eso.
— Humillamos va con H… pero puede ser ultimar, que es matar.
     Asintió con la cabeza. El gong. Las doce. Única hora en que suenan todas. Las doce, sentados frente a una X rojo sangre. Se abrazó a mí. Dos, tres… Aprieta los ojos. Veinticinco formas de matar un duende… veintiséis. El de la A doblemente muerto. Siete, ocho… La abracé y exprimí el cerebro, tenía que inventar algo. No se… diez, once… una más y terminó. Siguió un silencio imposible. El pecho vibraba, el miedo a punto de saltar…Hasta que la última campanada también se perdió con el ronroneo de la heladera. Siento un rumor… Pasos. Abrimos los ojos. Estaba ahí. Parado en medio de la cartulina. Las cejas muy juntas. Los ojos saltones, desparejos. Su piel verdosa parecía un mar de granos y llagas. No era más alto que una bota. La ropa era una superposición de trapos verdosos. Acomodó su garganta, como si fuera a decir algo. Puso los brazos en jarra y nos mostró su peor cara. Gruñó. Con un solo movimiento lo aplasté bestialmente con el diccionario Espasa Calpe… Cerré la puerta  y nos acostamos juntos en la cama de mi madre.

P.D: Cuando mi hermana por fin se durmió, haciendo de tripas corazón, entré a su cuarto y taché la X.

Fran y los bichos

— ¡Francisco, Francisco, FRANCISCOOO! ¡Mil veces! ¡Mil! ¡No podés traer ESO a la escuela!
La seño Leonor le sacó la bolsita transparente, esa de los caramelos, y con asco pasó una birome roja sobre ella. El sonido apenas se escucha. Aun así los veinticuatro alumnos de segundo año saben que esos puntos oscuros son cinco piojos reventados. Él, la cabeza perdida entre los hombros, el mentón sobre su pecho y los ojos lastimeros mirando a la seño, no entendía su mala suerte. Como muchas veces, su “investigación” terminó entre gritos y acusaciones. Otra vez el cuaderno, la dirección, la secretaria señalando la campana. Todo igual. De vuelta y repetido. La oportunidad de saber por qué su cabeza era como un helado de dulce de leche, “una plantación de liendres” como decía mamá, se había esfumado. Se apoyó en la pared y se dejó caer.
— ¡Francisco! ¡Parado, derecho!
Obedeció apretando los labios. Llegó la seño. Como un latigazo, puso el cuaderno en su pecho. Pica. Se fue agitando las manos. Gritando. La directora salió de un aula del fondo. Se encuentran a mitad de camino. Y dice, chilla, se agacha… Parece un baile de esos de la tele. En un momento le ve hacer el robot, casi exacto. ¿Y si se tirara al piso y girara sobre su gorra? Ah, sí. ¡Ahí es genial!
— ¡Francisco! ¡Tocá la campana, dije!
Uy, la Tere. Adora a la portera. Mientras grita que sí, se cuelga como el jorobado de la peli, con fuerza, que Luz escuche que fue a la campana. Tan, tam… Tan, tam… Tan, tam…
— ¡FARNCISCO! ¡BASTA…!— lo zamarrea del hombro la dire— ¡Por qué hay que decirte las cosas siempre dos, tres veces! ¡Entrá, que ahora vamos a hablar vos y yo!
La secretaria sonríe. Es linda, incluso más que Luz. ¿Habrá escuchado desde segundo que era él…? No importa. Después le dice. Si no le cree, que le pregunte a la Tere. Se sienta, cuelgan los pies sin tocar el suelo. Los balancea. Es un sillón grande. No debe ser de la escuela. Tiene que ser de un papá. De uno de la mañana, que esos son todos re-altos. Si lo tuviera en su banco, seguro le salen todos los deberes. Con letra manuscrita y todo.
— ¡Qué te pares, digo! ¡Estás papando moscas!— otra vez mentón, pecho, ojitos de perro apaleado. Le saca el cuaderno de las manos. Lee. En voz alta. “En el día de la fecha su hijo ha traído una bolsa llena de piojos. Sin otro particular y con conocimiento del equipo directivo, la saluda atentamente. Leonor Reverté.”
Mueve la cabeza. No hizo eso. La directora lo mira. Está enojadísima. Hay un brillito en los ojos. Por un segundo le parece que va a perdonarlo. Sonríe. No, peor. ¡Está enojadísima!
— ¡Por qué traes piojos en una bolsa, Francisco! No puede ser… ¡Cómo se te ocurre semejante cosa!
— ¡No! No, no…
— ¡No, qué! ¡Vinieron solos, los trajo el viento!
— ¡Nooo! Seño, yo no traje nada. En serio.
— ¡Y entonces! ¡De dónde salieron!
— Son de Brunn…
— ¡A ver! ¡Abrí la boca, que no se te entiende nada!
— Son de Bruno… los tenía en el hombro…— arrugó la nariz, si. Claramente vió el mismo gesto que en la seño al rodar la lapicera roja.
— ¡Para qué - corno - juntas - piojos!
— ¡Es que necesito investigarlos! Ver que comen, como son las casitas… ¡No quiero que mi hermanito tenga piojos! Yo siempre tengo…
La cara de mala se desdibuja, duda. Si estuviera atento vería que le tiemblan apenas los labios. Casi no aguanta. Ella sabe que el hermano nació hace tres días. Incuso lo fue a ver al hospital.
—Luz me dijo que la mamá sabe un montoooón de piojos. Por eso ella nunca tiene…
— ¡Ah, Luz te dijo que agarraras los bichos de Bruno!
— ¡Noooo! ¡Me dijo que no los tocara, que era un asquito, que picaban, que las patitas…!
— ¡Y por qué los agarraste! ¡No ves que ella no tiene bichos! ¡Porque no los agarra para jugar!
Aprieta los labios. Mira el piso. Ella sigue. Que mamá. Que el bebé. La seño desesperada, que ya no sabe qué hacer.  Arranca la hoja del cuaderno...
— ¡Vas y pasas todo eso! ¡No quiero verte más debajo de la campana!— agarra la hoja suelta, la mira.
— ¿La nota de la seño también?— la dire se tapa la boca, abre mucho los ojos y señala a ninguna parte mientras suspira.
— ¡No… la nota, no! Desaparecé antes que me arrepienta... Decile a Bruno que venga. No. Ahora voy yo. Así hablo con Leonor…
Sale mirando su cuaderno. Tenía dos deberes en la hoja. Uno con el dibujo de la bandera y su perro, el nuevo. Le había salido muy lindo. En una de esas, Luz se los puede recortar. A ella le sale re-bien. Una vez hicieron eso y lo pegaron.
— ¡Ey, acá! ¡Francisco! Tocá la campana que se pasó la hora del recreo.
Suelta todo y corre, mientras le grita a Luz que va de vuelta a la campana.

Receta para cuento de ogro y princesa


Ingredientes
Capa de cualquier color (evitar las rojas, se prestan a confusión)..... 1
Corona de diamantes y perlas incrustadas (o similar)........................1
Cetro, en composé..............................................................................1
Maquillaje............................................................. cantidad necesaria
Varios

Saco de piel de oso o escamas de cocodrilo.....................................1
Garras................................................................................................2
Hacha, mazo o garrote.......................................................................1
Varios

Indispensables: Ogro, princesa, público y yo, la narradora.

Procedimiento
1– Se elige una niña, en lo posible de porte grandioso y andar majestuoso.
Si es pelirroja no debería usar tacos.
Si tiene rizos dorados, no puede faltarle ningún diente.
Si es morocha, no puede tener verrugas en la nariz.
2– Se elige un caballero, parada recia y mirada intimidante
Si es pelirrojo le deben faltar dos dientes.
Si es rubio, tiene que tener un lunar en forma de castillo.
Si es morocho tiene que tener dos ojos.
Para asegurar un buen desarrollo de le receta pertinente, se debe elegir a la niña con la sonrisa mas radiante y al caballero que sepa poner verdadera cara de malo.
Ensayo de sonrisas. Se elige.
Ensayo de mirada asesina. Se elige.

Consideraciones. El elegido tiene que ser más alto que la elegida. La niña tiene que tener algo verde, no sirve ensalada entre los dientes. El caballero no debe usar lentes. Ella debe ser muy valiente y si llega al metro cuarenta, él debe medir por lo menos un metro setenta. Requisito indispensable… él tiene que pesar más de ochenta kilos.

Se colocan los ropajes pertinentes. Capa, corona… No. Al revés… Él. Corona y capa. Está en la receta, se cumple a rajatabla. Bien. La niña las garras.
Se adelanta la princesa. O sea usted. Reverencia. Ahora la bestia temible… ¡Grita ferozmente mientras se golpea el pecho! ¡Más fuerte! Su turno: un grito de princesa… Princesa, no pirata. Bien agudo, así alguien la rescata. ¡El ogro comienza a correrla! ¡Con su arma en alto! ¡Usted agita las manos… sobre su cabeza!. “¡Auxilio, auxilio!” El ataque es inminente. ¡La bella tropieza…! Pero si hombre, tirese al suelo… ¡La bella tropieza! Sin dudarlo un segundo… ¡El ogro la pasa por arriba! ¡La pisa, la machaca…! Entonces le agrega sal, ajo, perejil; la pasa por huevo y rebozador y se la almuerza en milanesa. Se aconseja acompañar con papas fritas.