miércoles, 26 de noviembre de 2008

Cama vacía, ejercicio

Mirta Leis

      Muda,expectante,con la lividez de las sàbanas ajadas,levanta sus almohadas para mirar tras las rejas. Guarda en sus sàbanas el olor de dos cuerpos,el sabor dulce,la vibraciòn intensa,el èxtasis hecho murmullo.Pero sigue allì:muda ,expectante,solitaria...asomàndose trèmula a las rejas del ventanal abierto al vaìo gris. Ellos,aquellos,los de los cuerpos ardientes,los de las noches eternas,los que abrigaban sus sàbanas,ya no estàn.
      Muda,expectante,temblorosa,escucha acurrucada el ruido de los cuerpos al caer.

sábado, 15 de noviembre de 2008

La cama vacía, ejercicio


Norberto Zuretti


            Las ventanas son trampa,
            Pero la luz tampoco es mía
            ¿Paul Eluard?


      Podríamos comenzar poniéndole nombres, un par de nombres de los más comunes y corrientes –como podrían ser Sara y Esteban, aunque también Helena, Pablo- para este par de personajes que no existen, si acaso por existencia comprendemos a situaciones que se manifiestan, de las que podemos considerarnos testigos directos. No es tal el caso de esta fotografía en blanco y negro, que ofrece diversos rastros en una adecuada y holgada gama de grises, el paisaje de una cama vacía con las colchas revueltas, muy cerca de una ventana abierta, la doble cortina de voile y una tela espesa, la parte superior de un radiador de hierro fundido pintado de blanco, y la reja -¿art nouveau?- en una ubicación exacta para restarle protagonismo a un cielo nublado, pero brillante, muy mediterráneo.
      Ya en este punto, acertaríamos al decir que la foto fue tomada durante una época de clima medio, ni mucho frío ni mucho calor. Media mañana. En la habitación de un hotel, razonando como el viejo de la pipa y el opio, un hotel más bien económico, ya que no hubo una habitación con cama doble para nuestra Déborah y nuestro Pierre, quienes se vieron en la obligación de juntar dos camas simples para permitirse el sueño desde sus cuerpos enroscados.
      Pero, ¿sucedió así, realmente sucedió así?
      Hay aún rastros que no permiten confirmarlo. Nuestra pareja no ha dormido en esa cama, en esas dos camas juntas quién sabe en base a qué razones. Y uno se niega a que la única o más importante de las razones fuera tomar esta fotografía. Pero ahí están, las sábanas sin esas arrugas inevitables que atestigüen los restos de una noche de sexo, o tan sólo eso, los restos de una noche, una noche compartida y por eso las camas juntas, lo que trae a colación que también podría haberse tratado de dos mujeres, Melisa y Brenda, por ejemplo, o de dos tipos, Antonio, Reynaldo. No variaría demasiado, mejor continuar la presunción inicial, alguna Virginia, algún Gracián. Las colchas apenas desplazadas porque esta fotografía necesita del blanco puro de las sábanas para su equilibrio monocromático y pálido, para captar el brillo de la luz invadiendo el cuarto con sus reflejos caprichosos. Y ellos, Francis, Aldana, probablemente en conjunto, prepararon el escenario meticulosamente, con tiempo de sobra ya que el amanecer llegaba retrasado y contaban con suficiente margen para preparar el trípode, la cámara, repasar los detalles, decidir el enfoque, acomodar la caída de la cortina, intentar que el bulto de las colchas no se eleve demasiado y cubra al radiador, separar las almohadas del respaldo para que formen esa imperceptible media luna que nos mete de lleno en un recorrido. Uno penetra al mundo de esta foto por el ángulo inferior derecho, y avanza por esa curva que nos lleva al borde opuesto, después de pasear por ese triedro de sábanas, pared y cielo. Hasta contiene ciertos rasgos olfativos, a aire salino, a brisa de mañana. Y auditivo, como un quejido lejano de gaviotas.
      La definición y el balance lumínico hablan de una correcta toma, profesional, probablemente. Gabriela e Ignacio podrían haber sido periodistas, pero esta foto no se trata de una necesidad de finalizar el rollo y llevarlo a revelar. Contiene un tiempo que le han dedicado las posibles Anette, los posibles Gonzalo. Hay un sendero de posibilidades que se multiplican, que avanzan y más adelante vuelven a cruzarse en una red que se abre para ser leída como uno pueda. Esta red es tan vasta que hasta contiene una historia sin Osorios ni Jimenas. Alguna Francisca o Bernardina, tal vez mucama del hotel, con una cámara prestada logra esta toma casual, casi por descuido se le dispara la cámara, aunque ella no entiende cómo funciona.
      Pero, a pesar de las acrobacias de esta mucama, Ismael y Zulema, nuestra pareja del principio, como buenos turistas sin compromisos de orden cotidiano, tomaron esta fotografía con motivos que aún no alcanzamos a leer en esta maraña, y enseguida dejaron el cuarto, para que alguna otra mucama, sin cámara fotográfica ahora, venga pronto a poner cada cosa en su lugar.

domingo, 2 de noviembre de 2008

El mejor sistema fiscal

Carlos

      Me pide usted, Yvette, que escriba en casa una redacción, lógicamente en francés, a propósito del sistema fiscal más justo. Me está pidiendo un imposible. Podría escudarme en la Constitución, que dice que ningún español puede ser obligado a declarar sobre sus ideas políticas. Debería darle simplemente, querida profesora, mi nombre y graduación. Pero en lo que voy a ampararme para no escribir ese ejercicio es en mi ignorancia en materia económica y en una molestísima crisis de identidad que ya no me permite escribir la palabra justo con la misma convicción que antes.
      Por esa razón, Yvette, de lo que voy a escribir en mi redacción es de usted, y de Marco, y de mí. El martes pasado, mientras usted hablaba del pronombre quoi y yo habitaba en sus labios finos, en su pelo castaño, en sus ojos de miope, escribí en una esquina de la libreta donde Marco tomaba sus apuntes una especie de convenio que tiene que ver con usted: Seis meses conmigo y seis contigo. Él dijo en seguida no con la barbilla. Usted ponía ejemplos contínuamente, y hacía esperanzadas pausas para escuchar los nuestros.
      En un momento dado se levantó, subió ágilmente a la tarima y escribió una frase en la pizarra. Atendía yo a su trasero de notables características cuando oí el ruido de un bolígrafo sobre mis propios apuntes. Marco estaba escribiendo la misma frase que yo, subrayando ruidosamente la palabra conmigo. Hablaremos del orden más tarde —le dije— nos lo jugaremos a los chinos o dejaremos, sin que sirva de precedente, que sea ella quien lo decida. Era hermoso mirarla, Yvette, verla hablar y hablar, preguntar a la gente y reparar a veces en nuestras caras de idiota que la contemplaban sin esforzarse en comprender, vigilando tan sólo sus cejas, el brillo de sus ojos, su risa. La mirábamos simplemente, siguiendo un poco la consigna que acuñó un compatriota suyo, Louis Aragon, cuando decía que mejor que ocuparse de lo que hacen los hombres es ver cómo pasan las mujeres. A veces, cómo no, se daba usted cuenta, y algo así como un ancestral pudor la sacudía de prontito. Se iba poniendo un poco nerviosa y sabíamos por algún gesto casi imperceptible que le molestaba que la observásemos tan fijamente, con una atención tan extraacadémica. Marco y yo nos contraseñábamos con las cejas, nos sonreíamos, y así nos comentábamos sin palabras, en clave cifrada, los pormenores de este amor compartido, al que habíamos decidido dar una solución salomónica.
      Usted subía y bajaba de la tarima, tan femenina, tan francesa, y nos daba sin quererlo una sonata de trasero y gersecito mono, que nosotros escuchábamos con ojos tristes, con ojos de escuchar utopías. Le resultará difícil hacerse cargo de la fascinación que ejerce sobre nosotros en su doble condición de profesora y de francesa. Por eso, señorita, insistimos tanto en que para el martes de carnaval todos los de la clase viniéramos disfrazados de algo, incluída usted. Y por eso nos sorprendió aún más gratamente cuando llegó vestida de Juana de Arco.
      Siguiendo al milímetro un plan trazado sobre la mesa de mármol de un café, Marco y yo, vestidos de ducha y de mesa camilla, le pedimos que se sentara cómodamente entre nosotros —como si estuviera en su casa, dijimos— durante la representación de La Bataille de Chaillot en el salón de actos del Liceo. Usted accedió, con gran despliegue de simpatía. Estaba espléndida dentro de su armadura, rabiosamente guapa, a mitad de camino entre el cuarto de baño y la sala de estar. Serge Pauthe pronunciaba en el escenario con un énfasis infinito, y encandilaba al personal dentro de su aureola de watios y silencio. Usted permanecía inmóvil, con su sonrisa leve, oficiando para nosotros sin esfuerzo la liturgia de la fascinación en la penumbra de las últimas filas, convenciéndonos de que lo que sentíamos por usted, ya lo dijo Novalis, no era amor sino religión. Invitación a un café, incluía nuestro plan, pero —eso sí— en la cafetería de la esquina y no en la cantina del Liceo. Así nos quitábamos de en medio a una docena de pelotilleros y a un par de chivatos.
      Marco era el llamado a plantearlo con todo el glamour del que era capaz después de hora y media de ensayo ante un espejo. Y lo hizo. Y lo debió de hacer mal, el muy piernas, porque usted sencillamente dijo no, tal vez otro día. Tal vez otro día. Nos sonó tan imposible, a pesar de su presencia acorazada entre ambos, que elegimos este otro sistema del que soy portavoz: una traicionera declaración de amor. Estamos enamorados de usted, Yvette. Pienselo. Seis meses con cada uno de nosotros. El año que viene seremos mayores de edad. Queda a su elección el orden. Aún más: si hay que traicionar a Marco, se le traiciona y ya está. Pero dígame algo. No me condene al silencio.

      Ernesto, tienes que mejorar mucho tu ortografía. Te he señalado unos treinta acentos mal puestos. Estoy casada. Os espera una dura negociación a tres bandas. Yvette.

Cita

Daniel

      Rolo quería vernos. Yo ni siquiera había ido a visitarlo durante los meses en que estuvo internado. Me descompone el olor de los hospitales, ese aire de remedios y agonía que se estanca en los pasillos. Aparte, me mareo con sólo ver una jeringa.
      Fui el único que salió entero del accidente. El impacto me había lanzado fuera de la Trafic. Caí en un zanjón al borde de la ruta. Tony sufrió un par de fracturas y machucones en todo el cuerpo. El más castigado fue Rolo. Por milagro pudo escapar de la camioneta que se consumía en llamas.
      Hace unos días le dieron el alta médica. Lo llamé por teléfono. Casualmente quería hablarnos. Quería hablarnos sobre el futuro de la banda. Su voz seguía intacta, eso me entusiasmó. Tony y yo habíamos vuelto al ruedo, para no oxidarnos. Tocábamos en boliches de Barracas y San Telmo, sin vocalista, sin nada proyectado. Improvisábamos. Como si esperásemos a alguien. Nos salía una música tirando a blues y tal vez lo era.
      Rolo nos citó una tarde en su departamento. Me abrió la puerta una señora, la encargada de cuidarlo.
      Está en su cuarto, me dijo. Lo va a recibir ahí.
      No bien entré me encandiló la penumbra. Poco a poco mis ojos se acostumbraron a esa oscuridad lechosa. Rolo estaba en una silla de ruedas, de espaldas a la ventana. Tenía puesto un buzo estampado, con una capucha que de tan holgada le tapaba los ojos. Tony no había llegado aún. Por los resquicios de la persiana se colaba el sol del verano en haces saturados de polvo. El polvo hormigueaba dentro de esos hilos fulgurantes que cruzaban la habitación. Algunos me daban de lleno en las piernas, otros en el pecho. Hasta podía sentirlos en mi frente. A contraluz, encajado en la silla cromada, el cuerpo enorme de Rolo no era más que un bulto, un despojo.
      Acercate, me dijo.
      No me moví. Me aseguró que estaba listo para volver. Quería retomar su papel de líder, grabar un disco, salir de gira. Su voz seguía intacta, sí, pero las palabras parecían arrastrar algún resentimiento hacia la vida o el mundo. Me dio miedo su optimismo, más miedo que su nueva y monstruosa fisonomía, esa que el mismo Rolo tuvo la precaución de no exponer ante mis ojos. Pero ¿no era eso lo que yo anhelaba, rearmarnos después de la tragedia?
      Estás raro, me dijo.
      No supe qué contestarle. El fuego había dejado la imborrable geografía de su saña en ese cuerpo que ahora sería una carga para él, una carga y una vergüenza. Y él me veía raro a mí.
      De noche se me aparece en sueños, desmoronándose a medida que se me acerca. Un gigante de barro cocido que se reduce a escombros, a nada.
      Sus manazas, que hasta entonces habían permanecido sobre las piernas inútiles, se posaron sobre las ruedas. Oí un chirrido, la silla se movió haciendo destellar el cromo. El vértigo me subió de las tripas a la garganta.
      Salí del departamento y me lancé escaleras abajo, la voz de Rolo resonando en mi cabeza. “Estás raro”. En eso me di cuenta de lo que había tratado de decirme. Tenía razón, él ya no era el mismo y yo tampoco. Apenas nos habíamos reconocido.
      Antes de llegar a la planta baja alguien me frenó y me sacudió el brazo. Era Tony, Tony que subía.
      ¡Qué te pasa!, chilló.
      Dejé que mis ojos hablaran por mí, que la extrañeza le anticipara ese imposible que Rolo pretendía hacernos entender a su manera, desde lo opuesto, desde su escena de fingidas esperanzas. ¿Qué quedaba de nosotros, de la banda? Fragmentos de un espejo sin imágenes, piezas que nunca volverían a encajar, escombros, nada.

Los Hombres No Lloran

Pedro Conde

      Ha pasado mucho tiempo desde aquella tarde. El porqué de lo que hice se me ha olvidado, quizá, por cumplir con el tópico, puedo decir que fueron las malas compañías, o esa época tan difícil que es la adolescencia.
      —Tenéis suerte —nos dijo un policía barrigón de pie ante nosotros—, el dueño de la casa no va a presentar denuncia.
      —¿Nos podemos ir entonces? —preguntó Jorge.
      —No iréis a ningún lado —respondió rotundo—, hemos avisado a vuestros padres. Cuando vengan a por vosotros os marcharéis.
      Nos habían cogido a los tres robando en un chalet. En nuestros bolsillos encontraron, con un tintineo acusador, el botín: billetes, monedas y algunas joyas. En la comisaría nos sentaron en sillas de formica verde y nos intimidaron hablando de nosotros como si no estuviéramos allí.
      —Empiezan pronto, ¿no?
      —Si son unos críos. ¿Cuántos tienen? ¿Quince?
      Alguno aventuraba la posible existencia de más delitos.
      —¡…seguro que lo quieren para pagarse las drogas!
      —¿No es ese el hijo de Emilio? —me avergonzó otro.
      Nosotros mirábamos el suelo. Yo estaba sentado sobre el dorso de las manos y con la punta de la zapatilla hacía dibujos simples en una cruz del embaldosado. Gustavo quería llamar nuestra atención y chistaba insistente.
      —¡Qué? —acompañé el susurro con un gesto de desaprobación para no romper el silencio.
      —¿Que han llamado a nuestros padres? Tío, el mío me mata —susurró.
      —¿Y qué les decimos? —Jorge era como una veleta que se dejaba llevar a donde nosotros dijéramos. No tenía iniciativa—¿No se os ocurre nada? —ante nuestra muda respuesta, sólo atinó a resoplar mientras movía las piernas con un desaforado tic nervioso.
      —Mi padre me mata —repetía Gustavo, entrando así en un bucle sin salida.
      Yo nadaba en el absurdo pensamiento de que estaba viviendo un sueño. Ante lo rotundo de la situación, la idea de entrar en aquella casa parecía irreal de tan lejana. Soñaba con que no iba a pasar nada. Pero el estómago me dolía mucho y amenazaba con un cercano vómito, resultaba totalmente imposible digerir tanto miedo.
      Le vi de reojo, ya el sonido familiar de sus pasos lo anunciaron, y un escalofrío que erizó toda mi espalda lo confirmó. Mi padre entró en la comisaría e ignorándonos, saludó a los que estaban allí. Hubo apretones de manos, risas y luego pasó a un despacho con uno de ellos. El corazón no me cabía dentro del pecho, los latidos zumbaban redondos y enormes en la cabeza. Pasada una eternidad la puerta se abrió y vino hacia mí. Se paró delante, mudo. Nervioso y aterrado me puse de pie. Su silencio hizo que, aunque amedrentado por su presencia, levantara los ojos. Su mano abierta me golpeó. Primero fue el estallido y la pérdida del equilibrio. Tropecé con los pies de Gustavo y caí sobre él que seguía sentado a mi izquierda. El efecto de presión vino después, le siguió el hormigueo creciente y luego el calor. Me ardía la cara. Sumiso volví a ponerme de pie, en el mismo sitio y permanecí quieto, esperando y temiendo, con los dientes apretados, la siguiente bofetada, pero no llegó.
      —Vamos —dijo.
      Yo le seguí guiado por el sonido de sus pasos. Las lágrimas de humillación, de vergüenza, que luchaba por contener, borraban el camino.
      Subimos al coche y condujo mucho rato no sé por dónde, fuera de la ciudad. Yo no me atrevía a moverme, ni siquiera a carraspear. Tragaba nudos de saliva en silencio. Paró el coche en el arcén, salió y fumó un cigarrillo sentado sobre el capó. Yo me sentía culpable por observarlo a hurtadillas, él exhalaba el humo en potentes chorros y meneaba la cabeza. Cada tanto hacía gestos con las manos, encogía los hombros, parecía que charlara con el Sol que, de rojo escandalizado, iba a ocultarse en el horizonte. Tiró la colilla con fuerza al suelo, y la pateó. Cuando se sentó de nuevo al volante respiró fuerte, y por fin habló.
      —Me has humillado ante mis amigos y… me has decepcionado.
      Eso sí dolió mas que una bofetada y ya no pude contener las lágrimas.
      —¡No llores! —gritó—, ¿acaso lloraste cuando estabas robando?
      Del bolsillo del pantalón sacó un pañuelo de tela perfectamente doblado. Mi madre se ocupaba de plancharlos y de bordar sus iniciales con bonitas letras en una esquina.
      —Deja de llorar. Los hombres no lloran —me tendió el pañuelo.
      —Tu madre no debe de enterarse de esto. ¿Está claro?
      Moví la cabeza afirmativamente. Pero no le bastaba con un gesto, quería oír la respuesta
      —¿Te ha quedado claro? ¡Responde!
      —Sí, está claro —la voz sonó más a gargajeo que a palabras.
      —No debe enterarse nunca—sentenció mientras arrancaba el motor.
      Con esas palabras iniciamos un pacto de silencio. Y eso es lo que hubo entre nosotros desde aquella tarde. Silencio.
      Él no había sido nunca un hombre efusivo. Y menos a partir de entonces. A mí me podía la culpa y en su trato frío yo veía el desengaño. Jamás encontré el momento oportuno ni el valor para decirle que lo sentía.



      Han pasado otros dieciséis años. "Tu padre se muere" me dijeron por teléfono. No llegué a tiempo para verlo. Con la misma ropa del viaje le acompañé al cementerio, y en el trayecto, todas las ocasiones que había rechazado para pedirle perdón me parecieron idóneas.
      Cuando la casa se quedó vacía de gente, acompañé a mi madre a la cocina para hacernos un café. Decidí que había llegado el momento de romper aquel pacto.
      —Mamá —respiré hondo y jugué con la tapa del azucarero.
      —Maldita costumbre.
      —¿Qué dices? —dije extrañado.
      Ella no respondió, pero vi cómo retiraba una de las tres tazas que había preparado sobre la encimera de la cocina.
      —¿Sí? ¿Me querías decir algo?
      Empecé a hablar. Se lo conté todo a grandes rasgos y para mi sorpresa, cuando termino, estaba sonriendo:
      —Ya lo sabía
      —¿Cómo?
      —¿Crees que no me dí cuenta de que pasaba algo? Ni siquiera estando ciega se me habría pasado por alto. Le pregunté a tu padre una y otra vez, y como él decía que no pero yo sabia que sí, seguí en mis trece. Tanto le insistí que lo confesó todo.
      —Le decepcioné.
      —No seas tonto —rechazó la idea con un aspaviento de su mano derecha, con la otra guardó una de las tres cucharas que había sacado del cajón de los cubiertos—. Sí desconfió al principio. Pero luego eso se acabó. Te ponía como ejemplo ante todos. Te admiraba. Estaba orgulloso de su hijo.
      —Pero… ¡No entiendo! ¿Por qué no me lo dijo nunca?

      Ella acarició mi cara con su mano, acunándola allí donde él me golpeó. Miró más allá de mis pupilas y sacudió la cabeza como espantando una certeza negra.
      —¿Y tú? ¿Por qué no le pediste perdón?
      —No sé, ¿por miedo?, ¿por orgullo?
      Me paseó el pulgar por el pómulo.
      —¡Dios mío! ¡Te pareces tanto a él!
      Se volvió hacia la cocina, la cafetera gorgoteaba reclamando su atención. La mano resbaló por mi pecho apurando el contacto.
      —Lo siento —dije.
      El dolor por los momentos perdidos inició en mi garganta el esbozo de un llanto, pero me acordé de él cuando decía: "Los hombres no lloran", y lo contuve. Sobre el pollo de la cocina mi madre, que no era hombre, cuando advirtió que de forma insistente, estúpida y mecánica había servido tres cafés, sí lo hizo.