sábado, 15 de diciembre de 2007

Mal asunto (ejercicio)

Pilar Dublé


      Yo sabía eso. Sabía que la vaina iba a salir mal. Ya llevábamos demasiados días en una de esas peleas sordas entre mujeres, llenas de indirectas fulgurantes, de ácido disparado a los ojos, de voces que no se callan nunca y de manos que aletean esbozando cachetadas.
      Elida se las da de gran dama y, por ende, que las funciones que le corresponden son las administrativas; es a los demás a quienes les toca patear el asfalto, tragar humo y llevar en la nuca ese sol de las dos de la tarde, que se te mete por entre la ropa y te pica en la piel. Así que se queda siempre sentadita, bajo el toldo, a la sombrita ella, fresquita y muy tiesa, con su culote rebosando la silla. Y desde allí da instrucciones sobre lo que no sabe hacer.
      Tras dos horas de pie, abordando a los conductores de los vehículos que pasaban lentamente, buscando dónde estacionar frente al automercado, yo había recolectado sesenta mil bolívares y despachado dos resmas de volantes. Un récord. Luminosa, caminé hacia el toldo y por fin pude sentarme bajo su sombra a beber mucha agua fría. Vertí un poco en el cuenco de la mano y me la pasé por las sienes; logré respirar mejor, me cepillé el cabello con parsimonia, retoqué mis labios, encendí un cigarrillo, miré a Elida y sonreí.
      Minutos después ella frunció la cara, y los labios casi inexistentes se curvaron hacia abajo, mientras su acento andino preguntó, impertinente. “Y usted, ¿ya terminó?”
      —No Elida, no terminé. De hecho, no hemos terminado ninguno, ni ellos —señalé con el cigarrillo al grupo en la esquina—, ni tú, ni yo.
      —Ahhh, es que como ya lleva rato sentada…
      —Más rato llevas tú, ¿no? Además, ¿crees que pedir dinero es fácil? En dos horas recogí esto —aleteé el aire con los billetes—. Es bastante. Diría que mucho.
      —Eso lo hace todo el mundo…
      —No todo el mundo…. tú no sabes hacerlo, Elida.
      —¡Sí sé!
      —No, ¡qué va! Hay que sonreír a pesar de lo que sea; muchos no abren el vidrio, otros te insultan, algunos dan excusas infantiles y provoca partirles la jeta. Es más, chica, te reto: ¡a que no aguantas ni veinte minutos! ¡Vamos! Sal al asfalto, párate ahí, toca las ventanillas de los carros, estira la mano, cálate el sol y los rechazos.
      Se puso roja y murmuró algo. Luego salió del toldo con paso lento y se paró de frente, al otro lado de la calle, con la mano trémula cargada de volantes. Yo señalé mi reloj de pulsera con sorna, y le hice el veinte abriendo dos veces todos los dedos.
      Ella comenzó a sudar cuando una nube se alejó, pero recompuso la cara y sonrió a los carros de vidrios cerrados. Uno tras otro pasaban, ignorándola; yo no perdía detalle mientras pretendía leer la prensa que ella había abandonado sobre la mesa de plástico blanco.
      Cinco minutos más tarde había repartido unos pocos volantes, pero de dinero, ni un real. Le hice el quince con señas, luego froté tres dedos como contando dinero y mi cabeza negó con fingida pesadumbre. Me reí un poco, también.
      Justo entonces pasó un camión cargado de material de construcción, bloques y sacos de arena, y el conductor le gritó un par de cosas exultantes al culo de Elida. Sus ojos se humedecieron pero fingió ser sorda, mientras yo me reía a carcajadas; dibujé un gran trasero con mis dos manos mientras ponía cara de asombro.
      Y allí sucedió.
      Regresó meciéndose, con zancadas de energúmena: lanzó los volantes sobre la mesa y luego la derribó con las manos. Se puso a gritar y a llorar, a acusarme, a patear insistente la cava de las botellitas de agua hasta que partió el anime y se regaron los trozos de hielo y las botellitas por la acera.
      Los demás acudieron el tropel.
      Y yo… ¿qué le hice? ¡Si es que esto se veía venir!


Pilar
Diciembre 2007

Odanibober (ejercicio)

Carlos

      Qué cosa tan rara. De pronto estoy en la calle, desnudo, medio metido en un armario alto y estrecho, como de un sólo cuerpo, que está tirado en medio de la calzada. Diseminadas por el suelo algunas perchas con ropa. Ropa de mujer. Hay gente mirándome, lo que me produce una zozobra quenitecuento. En las caras de los mirones hay de todo: estupor, risa, curiosidad, sorpresa. En la mía no puedo verlo, aunque seguramente hay lo mismo pero más. Estoy aturdido y me duele todo el cuerpo. Me llevo una mano a la frente y al pasar frente a mis ojos, veo que regresa con sangre. No puedo comprender qué hago allí, ni quién está gritando frente a mí, en el primer piso de esta casa que (horror) es precisamente la de Marieta. Parece haber una bronca allá arriba. Al menos dos hombres gritan como descosidos y una mujer (parece la mismísima Marieta) está llorando.
      Y lo que sucede a continuación ya es cosa extraordinaria. Las perchas con la ropa de mujer vienen por el aire y se meten al armario conmigo. Despega el armario a toda velocidad, a juzgar por este modo de aplastarme la inercia contra su fondo, y de repente oigo el estruendo terrible de un cristal que se rompe en pleno vuelo. Hostias Pedrín: a la mierda la Ley de la Gravedad. Asustado, no acabo de entender por qué el armario se ha quedado parado, de pie, quién sabe dónde, con sus puertas cerradas y yo dentro, mientras oigo muy cerquita un cuchicheo, mejor dos; una especie de risita contenida a ambos lados.
      Voy a salir pero escucho perfectamente la voz de Marieta, al otro lado del armario que parece justificarse ante alguien con una frase más bien absurda: «¡Yo siempre duermo desnuda!» dicho esto a voz en grito. Inmediatamente la voz de un hombre le pregunta —precisamente— por qué coño está desnuda. Y añade si le parece bonito que la vea así su hermano. Todo esto parece tan rarito que determino quedarme un rato aún dentro, para ver si acabo de comprender qué cosa está pasando. Miro el reloj: es medio día. Pasan unos segundos que parecen una eternidad y de pronto abre la puerta Marieta con mucha prisa, me coge del brazo y me arrastra con un rostro cuya preocupación no deja lugar a dudas. Está sola. No hay nadie en la habitación con ella. Me lleva a todo trapo a la cama, me tumba sobre sí y de pronto me grita: «!Mi marido!», para, inmediatamente, dulcificar el semblante y asestarme un largo beso de tornillo. Mi marido: no hay frase que más me hiele la sangre que este grito en los labios de una mujer desnuda. Siempre he temido un momento como éste, y, a pesar del aparente apaciguamiento de la cara de Marieta permanezco crispado bajo sus babas.
      ¿Es esto un sueño? ¿Qué me está pasando? ¿Se habrá vuelto loca? ¿Dónde se ha metido el tipo que gritaba? ¿Y su hermano? ¿Y su marido? Marieta está tan abrumadoramente cariñosa conmigo que no puedo evitar hacerle un amorcito de urgencia, uno de esos amorcitos que empiezan por el pumba-pumba y acaban en los preliminares, no se vaya a acabar el mundo. Luego fumamos. Todo es tan agradable que no me atrevo a romper el hechizo de tanta lujuria y tanto pringue con preguntas extrañas. Por otra parte ella está completamente tranquila —dentro de lo tranquila que suele estar Marieta cuando se mete en la cama conmigo— y no hay rastro en su cara que denote la zozobra de hace un rato.
      Le pido una tirita para taparme la brecha de la frente. Pero ella me come una vez más a besos y me pregunta que qué brecha. Y, mimosa, me requetebesuquea con una cancioncita de niña burra que dice cura, sana, si no cura hoy, curará mañana. Volvemos a fumar, con las sábanas por debajo de los sobaquillos, si bien yo ando más bien mosca, esperando que algo catastrófico vuelva a ocurrir. Marieta está muy besucona, como siempre. Y, mientras me sujeta la cara entre sus manos suaves, sus dedos largos, sus uñas de Fumanchú, me felicita por los dos amorcitos que le he echado. (¿Dos? Será que he estado tan poderoso que ha valido doble, pienso. O será que desde hace un rato se averiaron las matemáticas, temo).
      En el fondo es agradable estar tumbado a su lado. Como siempre. Me cuenta cositas suyas, tonterías acerca del aerobic, de unas botas de montar a caballo que se quiere comprar. Me dice que esta mañana no sonó el despertador y, de no ser por una llamada telefónica de no sabe quién, a eso de las ocho, su marido aún estaría en casa durmiendo. Habrá llegado más de una hora tarde al taller. Yo la besuqueo por todos sus distritos, mientras se ríe como un niño travieso. Hacemos otras dos veces el amor, de nuevo como si fuera a llegar el terremoto, dejando las caricias para luego. Debe de ser tarde. Le pregunto la hora a ella, que nunca se quita el reloj de la muñeca, y me dice que las nueve y media. ¿De la tarde? Pone cara de broma, de complicidad. Empiezo a temerme que es de la mañana, de la misma mañana que antes. ¿El tiempo tampoco funciona?
      Así que me levanto como un rayo, me pongo la ropa, me llego hasta la puerta y allí le doy un beso de película. La puerta se cierra, llamo al timbre. Como no me vuelve a abrir, bajo de varias zancadas los dos tramos de escalera (¡caminando hacia atrás! admirado de esta circense habilidad ignorada hasta ahora incluso por mí). Y, como se me da tan bien, voy corriendo —siempre marcha atrás— hasta mi casa. Subo al piso, abro la puerta, dejo la boina en el perchero, cojo el teléfono y marco el número de Marieta. Tiene la voz algo ronca (se habrá acatarrado por dormir desnuda); le pido que me confirme si su marido no vuelve hoy hasta por la tarde. Lo piensa un poco y me dice sí. Cuelgo. Voy a la cocina, el reloj marca las ocho de la mañana, me asomo a una taza vacía pero sucia. Para cuando la dejo sobre la mesa está llena de café con leche, remuevo la mezcla, saco dos terrones de azúcar y los meto en su caja, guardo la leche en el frigorífico y me voy corriendo a la cama, me desnudo y me meto deprisa. Justamente cuando cierro los ojos, suena el despertador.

sábado, 1 de diciembre de 2007

Adiós

Montse Villares


      Casi me entró la risa al entrar a la oficina. Debían ser las diez o más. Entré radiante. ¡Me sentía tan bien con mi decisión! Sonreía. Todos los ojos se clavaron en mí. Aquéllos rostros contemplándome… atónitos, ante mi actitud de desacato evidente… eran simplemente patéticos. Animales encerrados en jaulas transparentes que ni siquiera ellos veían. Y yo había salido. La primera en saludarme fué Karina, la recepcionista, una rana con sueños de princesa que no entendía porqué le sonreía. Avancé con paso seguro por el pasillo mientras veía las papagayas enfundadas en pantalones ajustados y blusas marcando buche, ocultas bajo un maquillaje multicolor. Cotorreaban, como siempre, pero ante mi presencia callaron. Me miraron como a un elemento perturbador del cómodo hábitat que disfrutaban. También había ardillas y nutrias trabajando en silencio para llenar la despensa o construir su casa, pero eran las menos.

Más atrás un grupo de paquidermos con traje gris y corbata a juego seguían sin titubear al gran elefante; a su despacho, al lavabo o a donde éste decidiera ir. La manada de lobos habitaba en un despacho contiguo. Sus mesas eran más grandes, sus sillas más cómodas y sus ordenadores más potentes. Sus trajes más caros y sus frustraciones mayores. Al fondo había una pandilla de guepardos, éstos iban cada uno por su lado intentando escalar una cima inexistente por la cual se mataban. También había una pandilla de monos. Se escaqueaban saltando de rama en rama y a su regreso traían notas de cenas y copas con clientes. Eran, sin duda, los que mejor vivían. Presidiendo aquélla selva, ¿como no?, el Sr. Leoncio Hernández. Fumaba un habano cuando me vio aparecer por la puerta. ¿Dónde se había metido? Así empezó la bronca. Su presencia antes me incomodaba. Cualquier comentario sobre mi vestuario o mi trabajo me encendía, aunque debía guardar las apariencias y sofocar el fuego al salir, con un cubata o dos. En cambio, en aquél momento lo vi claro. Aquélla era su madriguera, allí era donde se sentía seguro, donde podía chillar, mandar, reír o golpear la mesa. Podía hacer lo que quisiera. Era el amo del lugar y el resto sus súbditos. Enseguida me imaginé que en su casa era probablemente su mujer la que llevaba los pantalones. Le vi sacando la basura a regañadientes, o planchándole una camisa a su mujer mientras le recriminaba lo poco que hacía por ella y acababa tomándose una copa solo en la barra de un chino, mientras esperaba le prepararan la cena para llevar. Vociferaba pero yo no le oía. No precisaba ese trabajo, por ello él había dejado de ejercer su poder sobre mí. Le miraba con actitud superior. Veía cómo se le congestionaba la cara, cómo parecía salírsele los ojos de las órbitas, como se le marcaban las venas en el cuello, cómo le palpitaban las sienes ante mi silencio. No necesitaba hablar. Mi mente estaba ya lejos. Era una sensación de irrealidad. Mi cuerpo estaba allí pero como si, sin quererlo, me hubiera metido en la vida de otra persona. Esa ya no era mi vida y aquéllos chillidos no iban conmigo. Tras un cuarto de hora de gritos ininterrumpidos apagó el habano. Me miró fijamente, como esperando respuesta al centenar de preguntas que me había hecho y que yo no había escuchado. Yo, sentada frente a él, saqué lentamente un cigarro de mi bolso, lo encendí y le tiré el humo a la cara. Oí por fin algo con sentido. Estás despedida. Se levantó, gritó al jefe de la manada de lobos que de un salto me trajo el finiquito. ¡Qué bien, aún encima me daba dinero! Sonreí sin decoro cosa que enervó aún más a mi ex-jefe. Guardé el cheque en mi bolso. Apagué mi cigarro junto a su habano. Me levanté, le miré a los ojos sin miedo y simplemente le dije: Adiós.
      Al salir del despacho mi corazón palpitaba de euforia, si hubiera tenido amigos creo que me habrían vitoreado, pero sólo vi envidia en algunos ojos y miedo en otros. Sonreí y marché. Lo que dejaba atrás no valía la pena. Me esperaba una nueva vida.

Peligro de gol

Lejos

Pilar Dublé

      Me llamas a veces, cuando llego, o cuando salgo. Tu voz suena nítida, redonda, y te contesto. A veces nos reímos de lo que me dices. Otras, lloro tus sarcasmos que restallan como un látigo. O mis respuestas acres.
      Manejo hacia la nada, de donde también vengo. No me doy cuenta de lo que hago. Mis pies trazan círculos en la arena, sin sentido. Sudor del sol caliente me traspasa los párpados y los ensueños, como harías tú. Oigo romper el mar cuando estoy de espaldas. Cuando lo miro me recuerda tu risa, y ya no lo escucho. Me quejo tirada en la arena. Sollozos de perro.

      Encuentro uno de tus escritos y lo leo todo un día: “... para que persistas allí, en ese sitio conocido que me contiene completo por un segundo larguísimo y con toda la fuerza. Abrazándome o tendida, estabas allí integra, para ser un espejo y una retribución total, sin pasar facturas mezquinas ni medidas cuadradas y sin esperar nada, sino por el ser y estar presente. Alguien, enfrente abrazado o detrás colgado, me tiene de rodillas y sobre el pedestal, de cuatro y de dos patas, de lunes a domingo, desde el día del Bautismo hasta el de la Extremaunción. Háblame y vendré a verte si estás sola, si estás azul de frío o si estás donde no estarías o si te diriges a donde no irías estando yo presente, en el lupanar, en la iglesia, en la calle, en la cañada verde que me añora en tus suspiros, pidiendo favores a las puertas de tus enemigos”.
      Pasan horas enteras sin que logre, ni quiera, ni trate de moverme. Pasan semanas enteras sin que sepa la fecha del mes. A veces ni sé que mes. O qué hora. Me levanto y me acuesto en cualquier momento. Pasé dos meses viviendo de noche y durmiendo completas las dieciséis horas diurnas del verano.
Me invitan y me visto rápido con la ropa vieja. Allí hablé de ti, y me dicen: “Pero... ”
      Mi reflejo en el cristal de la puerta no me reconoce. Esa expresión no es mía. No sé de quién es. Siento una esfera impenetrable de la cual soy centro. A ratos gira lenta, si me agito, y fugaces tonos irisados la pueblan desde aquí adentro, como en las burbujas de jabón.
      Comprar. Comida que se pudre en la nevera. Ropa que cuelgo con la etiqueta y que no me pongo aún, después de semanas. Zapatos en su caja, la suela brillante, limpia.
      Preceptos y objetos viejos, imágenes y voces nuevas. Una segunda voz, menos conocida, masculina, dice cosas a mi espalda, y me sofoca un odio que trenza fuerte mi interior.
      Hace tres días que no como nada. Me agota la espera.
      Repaso tus cosas y quedaron perfectas, otra vez. Tomar sol en el balcón me da un color profundo, para que me encuentres linda. Me miro en el espejo, sucio desde hace meses. Hay días en que tomo un largo baño, me maquillo, me peino y limpio el espejo. Y te veo detrás de mí, sonriendo. A veces me abrazas y me cantas al oído.
      Espero, espero volver a verte. Espero. Espero.
      Salgo sólo con el objeto de caminar, para que la actividad mueva mis músculos y así mi sangre, y poder entonces tener fuerza para hablarte. Después de quién sabe cuánto tiempo, no sé ni dónde estoy, ni para qué salí... Intento regresar en un taxi, pero le di tu dirección. La antigua. No la actual.
      Cocino una y otra y otra vez tu plato predilecto. Alcanzo una confección impecable. Luego, se lo dejo a los pájaros en la ventana.
      Espirales de sueños con visos de vigilia me confunden y no sé si pasaron las cosas, o se soñaron a sí mismas. Te digo que no me hubiera importado, que te habría compartido para no perderte. Tejo una escalera de recuerdos calientes, púrpuras, ásperos. Subo y bajo por ella. Espero el timbre, sentada ante la puerta. Me detengo en la ventana. La toco y está fría de lluvia muda. Es el segundo invierno que no llegas, que no entras corriendo. Desde que mataste el cuerpo que era mío. Desde que te descubrí con otro hombre en la cama.


Pilar Duble
Caracas, 12 Septiembre 2003

El gusano

Alicia

      Un gusano ciego que no recuerda cuando ha nacido, lanza bocado tras bocado abriéndose paso lentamente entre las entrañas de algún lugar.
      No sabe si lo que está deglutiendo es manzana, tomate, patata o tierra. Ni tampoco le importa. Masca, come, despacio en su universo, sin pensar en nada más porque no hay nada más. Y avanza, pero lo mismo podría estar retrocediendo, ya que ahí dentro no existe delante ni detrás.
      No sabe cuanto tiempo ha estado así, toda una vida. Toda su vida. Y de pronto, sin que nadie avise, el universo se acaba. El siguiente bocado es sólo aire. El gusano sigue mecánicamente mascando y entonces se da cuenta que la intemperie hiere su cuerpo desnudo, como si miles de cuchillas lo atravesaran. Se retuerce, busca nuevos bocados que dar pero no hay nada.

      Y qué hacer ahora- piensa- si no se quien soy, no veo, no oigo, no tengo pies ni manos.
      Pero entonces un sonido estridente llega a su oído
      -¡Puaj!, es un gusano.
      Así que no estoy sordo.- Piensa- y soy un gusano.
      -¡Mátalo!- dice otra voz
      -No, me da asco.
      -Pues tira la manzana.
      Una manzana, era manzana lo que comía -piensa ahora el gusano. Y toda esa información le sorprende y agota.
      El universo se agita, se vuelve loco, se cae.
      Ahora el universo es oscuro y huele diferente. El gusano da nuevos bocados buscando un nuevo mundo al que pertenecer. Allí encuentra otro gusano que masca algo. El también se pone a mascar. Sí, eso vale. El gusano ahora sabe que no se trata de una manzana. Pero no sabe lo que es. Masca y sigue mascando. Intuye que pronto conocerá más gusanos.
      Tal vez la muerte no exista.

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Desencuentro (Ejercicio)

Anays Rodriguez


I si l'atzar et porta lluny
que els déus et guardin pel camí
que t'acompanyin els ocells,
que t'acaronin els estels,
i en un racó d'aquesta veu
mentre la pugui fer sentir
hi haurà amagat sempre el teu so, Laura.
Lluis Llach



      Dormitaba frente a un concurso que la aburría, pero no se atrevía a apagar el televisor. El silencio le parecía más triste que aquel magnetismo tirano del que ya no pensaba escapar.

      Un temblor la sacó del letargo y le desató una ráfaga de alarmas ¿el corazón? ¿la apéndice? ¿una rana? No: el teléfono móvil. Siempre el mismo susto, siempre pensar en desactivarle la opción de vibración al aparato, siempre Bruno para avisarle que había llegado bien al servicentro. Buen chico, pensó mientras abría el mensaje escrito. No era Bruno.
      "Tengo, principalmente, ganas de estar contigo"

      Al leerlo sintió otra sacudida, ésta mejor localizada: un tirón desde adentro, justo entre los pechos pero medio suspiro más abajo. De pie, inclinada sobre la mesa, apoyó los codos y releyó una vez y otra, sintiéndose el calor trepar hasta la cara y el cansancio marcharse de sus piernas.
      Nadie en el mundo, más que Fernando, podría provocarle tal desasosiego. Le tembló el pulgar sobre el botón de contestar y, sin atreverse a tocarlo, dejó el teléfono sobre la mesa y corrió a su dormitorio. Se agachó junto a la cama y, con la sensación seca de una rémora en la garganta, atrajo hacia sí una lustrosa caja de cedro tirando de ella por la llave: una aleación formidable de cobre y acero. La arrastró con la eficacia involuntaria de un acto repetido durante media vida. Sentada en el suelo, descalza y con un viso de culpa en la mirada, pasó el dorso de la mano por la tapa de madera, apartando invisibles motas de polvo, como si comprobara de pronto que, tal como había concebido, aquello podría ocurrir un día cualquiera y sorprenderla desavisada.
      Cuando por fin la abrió se le iluminó el rostro. Allí estaban, decenas de cartas en riguroso orden, declarando horas de dedicación. "Una historia concebida sólo para ti" reconoció. Manida y amarillenta, la primera carta se opuso con fragilidad a los dedos de Laura que sólo con tocarla, sintió el vaho lejano y testarudo del recuerdo.
      Le había escuchado en un recoveco del metro, perdido en una melodía serena que le servía para afinar su destartalada guitarra. Arrastraba una voz cálida que la detuvo en seco y le arruinó los planes de aquella mañana, olvidándolos para siempre. La voz tiró de ella hasta hacerla girar en una esquina, y se encontró entonces frente al rostro pálido de Fernando, dibujado entre una maraña de mechas rojizas que le resbalaban por la espalda. Tenía los ojos azules más vivos que Laura había visto, los labios tristes y cuatro pecas salpicándole de gracia el gesto.
      Se acercó a él como si junto a ella se tratara del único sobreviviente de una catástrofe, como si cientos de hombres y mujeres no abarrotaran aquellos pasillos imponiendo sus prisas, se acercó con la boca llena de preguntas:
      -Laura- ofreció.
      El asintió sonriendo, como si ya lo hubiese sabido:
      -Fernando.
      Se comieron a besos y a deseo, se devoraron en la opacidad de una pensión de la calle Montcada. Consolaron el hambre que les dio el amor en un bar de la estación de Francia y en la noche, sin más dinero para pagar la pensión, Fernando volvió a cantar al metro, y Laura regresó a su casa en el barrio de Gracia. Tenían veintidós años y el mundo era de sol.
      Cuando volvió la siguiente mañana, no escuchó más que los ecos ramplones que poblaban el metro y el taconeo irritante de las oficinistas. Se detuvo en el rincón donde había encontrado a Fernando y le necesitó tanto que tuvo que buscar una salida a la luz donde poder respirar sin tanta dificultad. Esa tarde, bajo el halo zumbón de un flexo descascarado, le escribió la primera carta: omitió realidades y maquilló las tristezas de su mundo: decoró el escenario de su nuevo universo.
      A veces le buscaba en las mañanas, y en las tardes se lamía la incertidumbre reinventando su historia. De ese modo, nunca le contó que los años le espesaron el cuerpo que el amó, ligero y elástico. Ni que se casó con un comerciante de rústico talante y economía próspera cuya muerte no le causó dolor. Que tan sólo dejó de escribirle en los tiempos en que nació su hijo Bruno, a quien permitió la entrada en su mundo postal únicamente ataviado con una inteligencia asombrosa y unos dedos que acariciaban la guitarra "como sólo lo hacías tú, Fernando".
      Los años no la conmovieron porque no los vio pasar. Se le arrugó la frente debajo del mismo cerquillo con que le conoció, y mantuvo el coral de los labios y una voz afectada que dotaron a su madurez de un aire ridículo. Nunca envió las cartas porque no tenía a dónde hacerlo. Así que adquirió la caja de cedro donde atesoró su historia, ilesa y palpitante, protegida por la llave que mandó hacer en un tugurio del barrio gótico.
      Ahora lo de menos era imaginar de dónde habría sacado él su número de teléfono. Recordaba que una mañana, deambulando por los pasillos del metro, se había acercado a un vendedor de pendientes que en ocasiones veía instalarse en el rincón de Fernando, tan sólo por guarecerse en lo que quizá había sido su vida. Sin saber qué decirle, le había contado que buscaba trabajo y el hombre, encogiéndose de hombros, le ofreció que le dejara su teléfono por si se enteraba de alguna oferta. Ella lo escribió en un trozo de papel y se lo extendió como un puente hacia Fernando. Lo que no lograba recordar era si aquel episodio había ocurrido realmente o lo había imaginado ella en sus cartas.
      El pequeño recuadro del teléfono mostró un nuevo mensaje: "Ya llegué, duérmete" le avisaba Bruno como cada noche, antes de iniciar su jornada nocturna repostando combustible.
      Laura marcó el número de Fernando y al otro lado le contestó una vacilante voz femenina:
      -Sí, oiga, perdone...
      -¿Y Fernando?- preguntó Laura sin pensar.
      -Sí, mire, Don Fernando está dormido, soy la enfermera de guardia. No sabía si contestar, pero por si podía ayudarle en algo, no sé...
      -¿Qué hospital?- solicitó con la voz en vilo.
      -Clínica del Remei- reveló la enfermera, preguntándose al instante si había hecho bien.
      Los rasgos curativos de aquel diálogo no tardaron en desplegarse a su alrededor: los viejos muebles adquirieron un brillo arcano, y las fotografías en sepia colgadas en las paredes ganaron sentido. Laura apagó el televisor y así le llegó, llovido del cielo, un jazz que la sedujo, rodeándola por la cintura y bailando con ella, en un comedor que pareció poblarse de mariposas.
Eran más de las diez de la noche y habían pasado más de treinta años cuando Laura encontró a Fernando. Dormitaba en un sillón de mimbre, mecido quedamente por un viento prestado. Sus manos de largos dedos, blancas, transparentes, languidecían posadas sobre sus rodillas, como si alguien las hubiese colocado en aquella posición y la voluntad no le alcanzara para moverlas. Tenía los labios húmedos de saliva y la mirada vencida. No advirtió la llegada de Laura, no advertía nada.
      -Alzheimer, probable y prematuro- aclaró una enfermera, acercándose al enfermo con un vaso de agua en la mano y observando con recelo a Laura, que tentaba un informe médico colgado a los pies de la cama.
      -Perdone, mi nombre es Cecilia Díaz -mintió Laura al reconocer la voz del teléfono- soy periodista y estoy encargada de un artículo sobre esta enfermedad. Quería observar un poco. Me ha autorizado una hermana en recepción.
      La enfermera miró el reloj, pero como su rostro aún no mostraba queja ni consentimiento, Laura se apresuró a preguntar, señalando a Fernando con un ladeo de la cabeza.
      -¿Hace mucho...?
      -Más de cinco años- concedió la chica con una sonrisa en retirada, como si así, sólo de vez en cuando, le sorprendiera la conciencia del paso del tiempo -El mismo tiempo que yo en este hospital- pensó en voz alta, mientras con un gesto tierno y cotidiano, apartaba una mecha blanquecina de la frente de Fernando.
      Laura permaneció rígida por miedo a que, al moverse, se revolviera en la estancia el aliento amargo de sus celos.
      -¿La reconoce?- preguntó sin levantar la mirada de un punto extraviado entre la pared y el suelo -A usted, quiero decir-
      La enfermera continuaba la rutina de su ronda, lenta pero con la precisión intacta.
      -Hay treguas, sí, intervalos de lucidez, aunque cada vez son más esporádicos. En algunos me cuenta historias, pero se le agolpan las imágenes. En otros llora su deterioro con una compasión que parte la mañana en dos.
      Llovía con rabia cuando Laura volvió a la calle. Un instante antes había deslizado, entre las sábanas almidonadas de la cama, la primera de sus cartas.

jueves, 15 de noviembre de 2007

La vida no es fácil, o cómo deconstruir una historia (ejercicio)

Norberto


Los personajes

Montse
Etolina
Camilo



Parte del diálogo


ETOLINA -Nunca supe qué fue lo que les sucedió a ustedes, siempre tuve la sensación de que conformaban una bonita pareja.

CAMILO -¿Así que ella no te dijo?, nos separamos hace bastante.

MONTSE -No, no, no le conté, ¿acaso a vos te parece que se podrían contar ciertas cosas?

CAMILO -Cada relación es un mundo particular, no hay esquemas que valgan.

MONTSE -Aunque nos duela, ¿no te parece, Eto?

ETOLINA -La vida no es fácil.


La situación


      Montse y Etolina están en un bar, habían programado el encuentro para confeccionar juntas el listado de los invitados a la fiesta por el cumpleaños de Eto, cuarenta años, el próximo sábado. Y ahí andan, deshojando nombres como margaritas, cuando entra Camilo y se sorprende al descubrirlas. Una triple sorpresa.
      Montse había mantenido una mala relación con él un tiempo atrás, desde entonces no se veían. Etolina, quien jamás supo el por qué de esa ruptura, no le ha confesado a su amiga que él le gustaba mucho, que todavía le gusta y se le pone la piel de gallina cuando está cerca, que todavía siente el rubor que le viene al rostro, que en algún momento se lo había hecho saber pero él nada, y que ahora se siente muy pero muy perturbada durante este fortuito encuentro de los tres.




Los pormenores


      -Nunca supe qué fue lo que les sucedió a ustedes, siempre tuve la sensación de que conformaban una bonita pareja –se los digo hasta con cierta elegancia, sin estar del todo convencida. Pero se los digo como quien recita una sentencia muy elocuente, una de esas máximas indiscutibles del sentido común para paliar el silencio que se ha instalado de repente y me lleva a interceder porque en cierta forma me siento culpable. No tengo razones, no rompieron por mi culpa, ni siquiera me contaron por qué, pero no olvido que hacia el fín de su noviazgo, en medio de una fría lluvia que calaba los huesos y congelaba el alma, me encontré con Camilo mientras ambos cruzábamos la Plaza Irlanda. Él se protegía con un paraguas inmenso, yo le dije que un paraguas por persona es un desperdicio, y entonces el refugio de su abrazo alcanzó para zafar un poco del agua, y después vino el bar en la esquina del Hospital Bancario donde, a cobijo de la tormenta y envueltos por la calidez del café cortado con Fernet, olvidé ciertas reglas no escritas que nunca deben olvidarse. Le conté lo que me pasaba cada vez que lo veía, me fui dejando llevar por las gotas de agua que resbalaban y se deslizaban sobre el vidrio del ventanal, las corridas tan alocadas como inútiles de los transeúntes, los charcos que salpicaban con el paso de los autos, el retumbar remoto de los truenos, la fugacidad plateada de algún relámpago, la tarde que se oscurecía sin piedad mientras yo me entregaba en cómodas cuotas. No le dije nada del nudo en la garganta, de las contracturas que me agarrotaban a la silla, del deseo latente que crecía y me desbordaba. Tampoco él me dijo muchas cosas, bastaron su mirada y su cabeza negando para hacerme sentir una infeliz recalcitrante. ¿Qué otra cosa podía esperar que me dijera el novio de mi mejor amiga?



      -¿Así que ella no te dijo?, nos separamos hace bastante -te lo tendría que haber contado yo aquella tarde durante la lluvia, uno siempre está más dispuesto a hablar en medio de una tormenta, cobijado detrás de un vidrio. Pero resultó una sorpresa tu confesión de niña adolescente y tímida, con la impronta repentina de ese rubor que te venía subiendo desde dentro de tu rompevientos celeste mientras vos me hablabas a mí, con ese temblor en los labios y sin dejar de observar la lluvia despiadada que ennegrecía aquella húmeda tarde. Vos ahí, del otro lado de la mesa estirando tus palabras, apenas mirándome a los ojos al finalizar alguna frase, incluyéndome en una fantasía a la que no era capaz de acompañarte. De todas formas, no podía llamarme la atención el silencio de Montse, en esos momentos no me abandonaba el recuerdo de su sorpresa, las palabras que se le atragantaban, sus ojos de espanto como si se encontrara frente a un monstruo de aquellos.



      -No, no, no le conté, ¿acaso a vos te parece que se podrían contar ciertas cosas? -¿es posible, podrá seguir siendo tan desubicado y caradura?, encima no pierde nunca ese tonito de cara de ángel, tan inocentón él, tan jodidamente hipócrita, ahora lamento profundamente no habérselo contado a Etolina. Pero siempre esperé que aquel final fuera el definitivo, que no hubiera regresos ni reclamos, nunca me imaginé la posibilidad de otro encuentro, y muchísimo menos con Eto que no tiene ni idea, que podrá imaginarse cualquier cosa y nunca se acercaría a la verdad. Eto resultó una verdadera amiga en aquella circunstancia. No le conté, y ella no preguntó. Qué puede imaginarse ella del planteo con que me vino este tipo así de repente, descolgándose con lo de su amigo y que le gustaría que probáramos los tres, que él lo conocía lo suficiente y estaba seguro de que a mí me gustaría. Hijo de puta.



      -Cada relación es un mundo particular, no hay esquemas que valgan –evidentemente, existen cosas que Montse no tolerará nunca, y heridas que no le cierran, que sangrarán para siempre. A pesar de lo que uno intente, a pesar de que realmente se tratara de una prueba de amor, de un amor absoluto porque aunque yo también lo amara a Fermín, en aquella época me creía capaz de compartir los sentimientos, los quería realmente a los dos y me dolió la separación. Sobre todo por el espanto que había provocado, ese espanto que aún late en el fondo de sus ojos, que se presiente en el hielo de sus palabras.



      -Aunque nos duela –no hay caso, no cambió, es el mismo hipócrita de siempre que todavía me mira como perdonándome. La noto pálida a Etolina, me parece que se siente incómoda, también, con este tipo, hice mal en no contarle todo aquella vez, pero sentí verdadera vergüenza, desprecio, desconsideración, humillación.



      Montse no deja de observarme muy fijamente, me quiere decir algo que no alcanzo a comprender, tal vez Camilo todavía la pone nerviosa. Como a mí, así que me callo, como siempre, pero sus ojos me reclaman, noto la tensión que nos sobrevuela, el inicio inevitable de un nuevo silencio. Entonces, me encojo de hombros, la miro a ella, lo miro a él, suspiro lentamente y digo:
      -La vida no es fácil.

jueves, 1 de noviembre de 2007

La vergüenza




Anays Rodríguez

Si me dijeran pide un deseo,
preferiría un rabo de nube,
un torbellino en el suelo
y una gran ira que sube.
Un barredor de tristezas,
un aguacero en venganza
que cuando escampe parezca
nuestra esperanza.
Silvio Rodríguez. (Rabo de nube)

      Quería oler mi Habana, por eso volví, porque abrigaba la onírica esperanza de recuperar mi auténtica habanidad, como el hijo adoptado que con los años va idealizando el fantasma de los padres biológicos, que sabe que ya no son suyos desde que le dejaron, pero sabe también que le duela o no, él pertenece a ellos como una rama a un viejo árbol, y que allí, junto a las preguntas sin contestar y la frente lisa de besos no dados y la asepsia de ternura, guarda por ellos un jirón de amor sobrio y una factura impagada de culpa por lo que de malo debió haber en él para que no le conservaran.
      En mi Habana, los hijos de la Revolución iban a la plaza a gritar Viva Fidel, y luego en casa, sudando bajo la penumbra de un quinqué, fabricaban collares de coral negro de contrabando, vigilando los juegos de sus hijos, desoladores renacuajos nietos de la Revolución. Mal aprendían ruso por el día, pero de madrugada se les montaba un muerto africano, marxistas de día, espiritistas de noche.

      Los hijos de la Revolución estaban provistos de un bate horrendamente lícito, prestos a atajar de un tanganazo la manifestación más improbable, talión furtivo y oportuno de causas personales, la ley del odio, las brigadas de respuesta rápida, tan rápidas, sin tiempo ni cerebro para interpretar motivos o reconocer amigos.
      Entonces, cuando volví, quise abrazar la Habana con la sensibilidad que me había concedido el exilio, olerla desde mis nuevos olores, quise poseerla con mi noción adquirida de patria, quise dormir luego con ella, mojarme de ella 21 días, los 21 días que me visó el monito enjuto del consulado dentro de su guayabera almidonada oliendo aún a colonia Moscú, aroma indeleble de los hijos de la Revolución pese a la caída del muro... pero no fue lo escaso del tiempo lo que me lo impidió, fue la vergüenza.
      Una mañana en la que no quise ir con nadie para poder habanear más a fondo, para escuchar y disfrutar sin pautas mi tambor, caminé por el muro del Malecón, me quité los zapatos, y al pisar la piedra húmeda y ennegrecida, recordé la vez que fuimos al teatro Karl Marx, mis hermanas y yo, pese a la convicción del regreso más que incierto, imposible. Incapaces de presentarnos en bambas, nos armamos con nuestros mejores, únicos y más altos tacones, ávidas de garbo, adolescentemente femeninas, pletóricas de justa vanidad.
      Llegamos al teatro dejando atrás insólitas escenas para lograr alcanzar las entradas, y un camión prehistórico que nos vapuleó, violó y ahogó en sus entrañas durante media hora, para esputarnos luego, agradecidas y cartereadas, a unas casi 15 calles del teatro, calles que completamos corriendo para llegar casi a tiempo, nosotras y otros cientos.
      Pero una vez bajo las luces del vestíbulo, volvíamos todos a ser dignos, así, los primates del camión de hacía cinco minutos, se trocaban en altivos, un tanto desdeñosos incluso, imitábamos casi sin esfuerzo los hábitos y vicios burgueses que no sé donde aprendimos... ¡Que víctimas tan crueles éramos entonces!
      Nos criticábamos a fondo unos a otros, sin tregua, nos acercábamos a los carteles con grave y esmerada curiosidad, fingiendo intelectual recogimiento; recorríamos el portal simulando prisas, buscando algún conocido furtivo que en caso de aparecer, pensara a su vez que buscábamos a otro; masacrábamos a aquella en “bajichupa y pitusa”... ¡que chea!, decíamos, sin advertir que lo que le reprochábamos realmente era el dejarnos tan desamparadas en nuestros tacones... ¡que chea!, decíamos, pero sin embargo nos hacíamos cómplices de la mancha de grasa de camión en su espalda, se la respetábamos, la ignorábamos sin esfuerzo, no queríamos vernos, indulgentes inconscientes... ¡Que víctimas crueles tan entrañables éramos entonces!
      Y al fin, dentro, la consagración, la oscuridad testigo de que lo logramos a fin de cuentas, relajar los pies en la oscuridad, liberarlos de los altos verdugos y consolarnos, consolarnos con las cortinas granates y fastuosas, con la murmurada música de cámara, con el aire acondicionado, con los comentarios susurrados de los eufóricos más cercanos en trance igual de consolación, súbitamente inspirados, comentarios ingeniosos, nerviosos, agudísimos, ideológicamente desviados, sublimes...
      ¡Que víctimas crueles y entrañables tan felices éramos entonces!
      ¿Quién dijo que el sol de la patria no quema? Con los años resultaba aún más violento; arañé el muro con la planta del pie para regodearme en el contacto, y el resultado fue agridulce, no porque me doliera, sino por la conciencia de que me dolía porque mis pies se habían ablandado, y eso me avergonzaba; intenté disfrutar la piedra como una caricia merecida, pero me dolió recordar que aquella vez del Karl Marx, anduvimos más de dos horas por el mismo muro, las mismas piedras húmedas y ennegrecidas, y ni las disfrutamos ni nos dolieron tanto.
      Hacia el final del concierto, en cuanto sonaba el último acorde musical resurgía la zozobra, y entonces los gritos de otra y otra a los músicos eran una súplica delirante para que nos dilataran cinco minutos más aquel armisticio, ellos consentían, tocaban otro éxito y era la gloria, la euforia, todas las manos entrelazadas y alzadas, unidas en la letra de memoria, y en esa misma letra descifrando designios, adivinando denuncias en lo mítico, endosando ambigüedad premeditada a una declaración de amor, casi conspiradores... “ojalá se te acabe la mirada constante, la palabra precisa, la sonrisa perfecta, ojalá pase algo que te borre de pronto, una luz cegadora, un disparo de nieve, ojalá por lo menos que te lleve la muerte, para no verte tanto, para no verte siempre, en todos los segundos, en todas las visiones, ojalá que no pueda tocarte ni en canciones”... por un instante el milagro...pero volvían a terminar, y entonces sí sabíamos que ya teníamos que salir... graves y cabizbajos... como los autómatas virginales de “La máquina del tiempo”, rehuyendo mirar la palabra lumínica que nos toreaba desde lo alto de la puerta del fondo; valiéndonos de nuestro arte más eficaz y cultivado: el disimulo, nos escamoteábamos las miradas por miedo a que se nos viera el miedo, con las luces encendidas veíamos a pesar nuestro las hileras de butacas vacías y eso era el desamparo, éramos entonces nuestros propios agentes, dispuestos a preservarnos los minutos pasados de gloria con virtud maternal.
      Dilatando la ilusión, burlábamos la salida entrando en los baños, donde una cola de féminas agonizantes simulaba conservar la musical catarsis pese a la mitad de los servicios clausurados; la ausencia total de agua hacía casi razonable que aquellos artefactos empotrados en la pared no nos soplaran las manos.
      Ahora, sentada en el muro del Malecón, me abroché las sandalias bajo la mirada quemante del sol y de una negrita brillosa de unos nueve años que, sentada junto a mi, me castigó con su más encantadora, amarilla, y servil sonrisa... sonrisa fabricada en industrias locales especialmente para la obtención de divisa, y eso lo sé yo, pero, ¿y ella?, ¿cuántas sonrisas tiene una niña de nueve años?. Me escurrí mirando a la calle y me encontré con el monumento de un Maceo de piedra sobre su caballo a galope... ¿de qué color era el caballo blanco de Maceo?... alguna vez me confundió algún mayor con eso... aquí, si, en mi casa de cartón tabla, quizás más desvencijada que la tuya, muchacha... pero la complicidad se desvaneció antes de nacer y no la miré, con estas sandalias le dará igual que yo sea de donde sea... y ella ya no está para caballos blancos de Maceo, está en la lucha... su cada vez más amplia y apremiante sonrisa me seguía machacando las vísceras; levantando las rodillas hasta su barbilla, se las arregló para hacerme ver sus pies desnudos, cenizos, sus uñas como garritas pintadas de rojo tomate, sus calcañares de nogal... especializada en inspirar lástima... y no una lástima cualquiera, no, una lástima original... que me da todavía más vergüenza... ¿darte mis sandalias?... ¿cambiártelas por mi vergüenza?... si es que tampoco es eso.
      Sí, dinero, le servirá más o menos igual que mis sandalias a tu sonrisa, tu no te irás mejor ni yo tampoco, en el fondo creo que las dos perdemos, tu sumarás otra victoria a tu derrota, yo sumaré cinco dólares a mi vergüenza, pero negarme no te hará a ti más digna ni a mi menos cómplice... y ya tienen que dolerte las comisuras de los labios, te has convertido en una mueca rígida.
      A unos 200 metros se acercaba una bici taxi, desde allá me cegaron sus colores fosforescentes, calculé el tiempo... abrí el bolso, no la miré pero la sentí estremecerse, saqué una Cuba tallada en ácana que acababa de comprar en una feria surrealista... por cinco dólares sería un evocador pisapapeles en mi oficina... con ella en mi mano hurgué en los bolsillos de mi bolso sin sacar la cartera, tuve miedo y se agravó mi vergüenza, ella atisbó la talla y yo le atisbé la decepción, no estaba ella para tallas... sin saber si gritar taxi o bicicleta, levanté un brazo aturdido en el aire, y mientras aquello se detenía saqué de mi cartera la cabeza de un Lincoln impasible y la dejé sobre el muro, sostenida bajo la Cuba de ácana para no ponerla en su mano... me bajé del muro y arrastré mis sandalias hasta la calle... no hablamos, apenas nos miramos, me encaramé en el híbrido escacharrado sin volver la mirada... a la altura del monumento a Antonio Maceo.

Anays Rodríguez
Noviembre. 2002

La amiga perfecta

Montse Villares

      Era una buena mujer. Vestía jerséis y pantalones gastados en una combinación cromática poco usual. Pese a su aspecto desaliñado y su baja estatura desprendía un gran magnetismo difícil de explicar. De paso firme, voz grave, tono imperativo y su insólita e inmóvil lógica, sugerían una mujer con mucho mundo a sus espaldas. Ella no desmentía los distintos rumores acerca de un pasado en algún país liberal -en Francia apuntaba una apoyándose en su voz nasal-, que circulaban, al contrario, la hacían reír.
      Para todas, quisieran o no, tenía palabras de ánimo. Su capacidad de análisis la hubieran querido muchos doctores. Era capaz de solucionar en una tarde varios conflictos personales sin pestañear. Probablemente por eso siempre pululaban a su alrededor mujeres imperfectas que admiraban su facilidad para resolver los problemas que, en algunos casos, ni años de tratamiento psiquiátrico habían solucionado

      Cosechó tal cantidad de éxitos en su palmarés, que nadie se atrevía a contradecirle cuando daba un veredicto, digo consejo. Empezaron a afirmar que tenía el don de saber cuando alguien se extraviaba y ella se veía obligada a mostrarle el camino correcto.
      Una acudió tras dos intentos de suicidio y meses en un hospital; ella enseguida le dictaminó que su vida era puro aburrimiento y le aconsejó apuntarse a clases de salsa y eso le cambió la vida; bueno, el dominicano que conoció allí también colaboró aunque sólo algún tiempo, más o menos hasta que la dejó por una jovencita. Conoció a otra que sufría mobbing en el trabajo, su hipoteca no le permitía dejarlo y pasaba las noches en vela buscando una solución que no existía; le presentó el Sr. Valium, y ahora asegura que ya no puede vivir sin él. A otra que a menudo llevaba un solo ojo teñido de violeta le recomendó irse bien lejos; sólo se atrevió a ir a casa de su hija, a la suya ya no pudo volver
      Hizo amistad con una mujer más que con las demás y claro, decidió ayudarla más que a las otras. Acudió ipsofacto a su llamada de socorro. Estaba deprimida. Su trabajo le exigía mucha dedicación y no era valorado. Había tenido una semana más dura de lo habitual y tras un día difícil, de esos que lo tirarías todo por la borda, decidió llamar a su amiga y quedaron en un bar tranquilo para poder charlar. No pudo contener las lágrimas y entre sollozos se lo contó. Cuando acabó el paquete de Kleenex y su relato su amiga la empezó a consolar:
      -Chica, cambia de trabajo.
      Acto seguido, una vez resuelto el problema y sin tiempo para la réplica, empezó a usar su don para ayudarla con otros asuntos en los que también y sin ninguna duda, andaba errada.
      -No puede ser que cada vez que tu hijo se queje de la barriga le estás encima. Así no se educa un niño autosuficiente, sino dependiente. Le tienes que dejar más suelto. Además, ayer mismo, lo del vómito, creo que se lo provoca. A ver si no será bulimia... Lo que tienes que hacer es meterle en un internado y ya verás cómo se espabila. ¿Te encuentras mal? Haces mala cara. ¿Te acerco con el coche a casa? ¿Sí?
      Su amiga sólo asintió.
      Muá, muá. –Besos de despedida en la puerta de su casa y una última advertencia:
      -Hazme caso. Recuerda que todo esto te lo digo por tu bien.
      Cuando el coche de su amiga se alejaba se oyó el chirriar de otros frenos y un fuerte golpe. El desafortunado conductor aseguraba que estaba arrodillada con los brazos abiertos en cruz, nadie le creyó.
      Nunca se supo el motivo que la llevó al suicidio.

El vestido de Boda

Alicia

      —¿Dónde está el finado?.
      —Pase, por favor…
      La tía Digna hizo pasar al forense hasta la alcoba. Allí, en la cama conyugal que lo había sido por tres generaciones, yacía Remigio, con un extraño rictus en el semblante. Claro que no hay que olvidar que estaba muerto, así que no podía pedírsele un rostro agradable.
      El forense, un tipo bajito y con bigote, vestido impecablemente de negro, abrió un maletín y examinó minuciosamente el cadáver.
      — ¿Habían practicado algún acto sexual?— Preguntó a la tía Digna sin mirarle a la cara, mientras examinaba la mano izquierda del difunto.
      — Puedo asegurarle que mantengo mi virginidad intacta.
      — No dudo de su virtud, señora, — ahora si que la miró a la cara — me refiero a si hubo alguna clase de sexo entre ustedes antes del… desgraciado suceso.
      — No le comprendo… — murmuró la tía Digna.
      — Era su noche de bodas, ¿no?
      La tía Digna seguía mirándole sin entender lo que quería decir aquel hombre. Ya le había dicho que no hubo cópula. Entonces… ¿qué era lo que quería?
      El forense no necesitó hacer más preguntas y finalmente dictaminó infarto como causa de la muerte.

      Esta muerte no hizo sino afianzar la maldición del vestido de boda de la tía. Con éste ya iban dos.
      La primera fue cinco años atrás. La tía Digna estaba a punto de casarse con un próspero hacendado del pueblo vecino, Matías, un gran tipo que no faltaba nunca a las reuniones de la Casa Social del pueblo, y que mantenía siempre llenas las despensas con buenos farias y Ron de la Habana, traído especialmente para él por un contrabandista gallego que le debía muchos favores desde su juventud.
      Pues bien, justo una semana antes de la boda murió la Abuela Francisca, madre de Digna, dejando a la pobre tía sumida en un mar de lágrimas y en un luto riguroso que debía durar 15 años. Siendo así, la tía se encontró en la disyuntiva de o respetar escrupulosamente tan largo luto antes de casarse, lo cual le supondría seguramente quedarse soltera, ya que a pocos pretendientes se les puede exigir tanta paciencia, o seguir adelante con la boda pero eso si, manteniendo el luto.
      Así que la tía decidió casarse de negro. Le advirtieron que un vestido negro de novia traería mala suerte, pero la tía no quiso ceder. Mandó tejer uno de los vestidos de novias mas lúgubres y sobrios que se hayan visto nunca pensando que así la Abuela Francisca (en paz descanse) daría su consentimiento allá donde se encontrase.
      Y así fue vestida Digna hasta el altar, donde le aguardaba Matías, sonriente y orondo. Anillo en ristre y pañuelo en mano. El cura, Don Saturnino leyó las bendiciones declarando el matrimonio ante los ojos de Dios. Y fue justo en el momento de la comunión, cuando Matías notó que le faltaba el aire.
      —Un atragantamiento— murmuraron los de la primera fila.
      Después lo gritaron, porque Matías seguía poniéndose morado, sin ser capaz de introducir aire en sus pulmones. El decoro de la situación hacía que los invitados no se decidieran a echarle una mano al pobre recién casado, y todas las maniobras de auxilio que intentaron después llegaron ya demasiado tarde.
      El fugaz tío Matías murió en la misma baldosa que se había casado, con la misma ropa, y con los mismos invitados, que ya, se quedaron al funeral.

      La abultada cuenta corriente que iba creciendo sin freno era afrodisíaco suficiente para que nuevos amantes pretendieran a la tía Digna.
      El tercero en cambio, Tomás, el farmacéutico que atendía a los pueblos del municipio, decía no creer en maldiciones ridículas y cortejó a la tía con cartas de amor primero, ramos de flores después y un enorme diamante que pretendía zanjar su futuro en matrimonio. Digna, que iba añadiendo años de luto a su particular condena a medida que iba perdiendo maridos, aceptó casi por rutina. No sin antes advertir al nuevo aspirante de su macabro currículo.
      Todos mirábamos con curiosidad y lástima al futuro tío Tomás y procurábamos ser muy amables con el, para que pasara de la forma mas agradable posible sus últimas horas.
      Ni que decir tiene que la boda despertó gran expectación en el pueblo y no faltó nadie a la misa. Ni siquiera el tabernero, que no cerraba nunca.
      Todo el pueblo pasaba ante Tomás dándole la mano, en un gesto más de pésame que de felicitación.
      Desgraciadamente, Tomás no pudo soportar tanta tensión y minutos antes de la ceremonia, escapó corriendo de la iglesia, como alma que lleva el diablo, calle abajo. Justo por donde venía el cortejo de la novia.

      Digna tuvo que perseguir a Tomás durante dos calles antes de darle alcance. Con el vehículo.

      No iba a dejar que se le escapara el tercero, ¿verdad?

Trabajo a domicilio

Carlos
A Georges Brassens, que está tranquilo, allá en Sète.

      Un día más, mientras esperas un ascensor a eso de las cinco de la tarde, piensas que lo que te gustaría no es precisamente estar aquí, sino en casa tumbado, leyendo la prensa deportiva. Esta vida es tan petarda que, para empezar mal la faena, hay un matrimonio que ha entrado al portal y se ha puesto junto a ti, a esperar. Menos mal que, como zorro viejo, vas pertrechado con tu sobre de entrega urgente, y la costumbre, la rutina, el oficio, hacen el resto. Cuando por fin el ascensor llega a la planta baja, abres la puerta y les cedes el paso cortésmente. Ellos te preguntan a qué piso vas, y tú, con toda tranquilidad les dices que al último. Así que se olvidan de tu presencia, las puertas se cierran, pulsan el quinto, y se ponen a hablar del niño y del colegio. Cuando llegan a su piso, sujetas la puerta el tiempo necesario para ver que van a la letra A, y lo anotas mentalmente para evitar errores. La puerta se cierra y es el momento de apretar el botón que dice diez.
      Ya en el último piso, siempre con la carta en la mano, por si un azar te obliga a mostrarla, y entonces «Oh, qué cabeza tengo, me he equivocado de portal. Yo iba al siguiente», empiezas a pasar revista a las puertas, para descubrir cuál no está blindada, quién es el pardillo que todavía no ha protegido su casa de gente como tú. Una vez que compruebas, con un simple vistazo, que todas las puertas del décimo están blindadas o acorazadas, empiezas la ceremonia del descenso piso a piso, hasta que en el octavo —eureka— hay un tipo que tiene una puerta de madera hueca, que es lo tuyo, tu vocación, tu mundo. Por supuesto que las blindadas pueden abrirse, pero hay que trabajar más, especializarse... decididamente las de madera hueca, como de cartón piedra, son las tuyas.

      Entonces llamas al timbre. Esperas. Vuelves a llamar. Esperas. Hay de momento dos posibilidades: que estén y que no estén.
      Estos no están.
      Te pones unos guantes de látex, más por cubrir el expediente que por que te preocupe dejar huellas. Diecisiete detenciones te han hecho un poco chapuza. Echas un vistazo a las otras puertas del descansillo y nadie parece haberse asomado a la mirilla, a cotillear. Traes al octavo el ascensor, para tenerlo paradito en tu piso, no sea que. Luego te levantas la amplia camisa y sacas el machete. Pareces un pirata, con ese pedazo de cuchillo. Rápidamente, con la destreza que dan los años de oficio, hundes la punta del machete en la puerta y, con un rápido serrar sordo, haces un cuadrado cerca de la cerradura. Destapas el cuadrado, como si fuera un pedazo de tarta, metes la mano por ese hueco, palpas el cerrojo. Abres la puerta, vuelves a poner en su sitio el trozo cuadrado, para disimular un poco, entras y cierras desde dentro.
      Bueno, hogar, dulce hogar.
      Lo primero, entrar en la cocina a ver la basura. Como estamos en Agosto, hay dos posibilidades: que estén de vacaciones o que no estén. Estos no lo están, porque hay un cartón de leche en la basura y la piel de un par de plátanos. Eso quiere decir que han desayunado. Pero no han almorzado en casa. Mejor que mejor, porque si estuvieran de vacaciones, habría que buscar otra vivienda. A todo trapo al dormitorio de matrimonio, nada de salones ni cuartitos de estar. Mientras abres los cajones de las sábanas y las tiras una tras otra al suelo, luego de revisar si en sus pliegues están los billetes, piensas que hay, como siempre, dos posibilidades: que los dueños de la casa estén cerca, haciendo la compra por ejemplo, y que no estén cerca. A ver si hay suerte y estos están lejos, trabajando, un suponer. Aunque, de todos modos, cinco minutos son suficientes para peinar un piso, y muy mal se tiene que dar para que vuelvan en ese rato.
      Cuando apenas ha pasado el primer minuto, el suelo del dormitorio está lleno de sábanas, toallas, pañuelos, calzoncillos, calcetines... y no hay rastro del dinero. En un cajoncito de la cómoda han aparecido tres pendientes de oro, todos distintos, todos desparejados, y un reloj medio guapo, de esos que tienen altímetro, barómetro y la madre que parió a un tanque.
      Bueno, algo es algo. Ya están descansando a salvo en el fondo de tu bolsillo. ¿He dicho calzoncillos? ¿Ni unas bragas? A ver: una cama de matrimonio y una docena larga de calzoncillos. Esto te huele a divorcio. Mala cosa. Adiós las sortijas y contrasortijas de las chicas presumidas, las medallitas, los collares, los relojes de todos los colores. Adiós, botín, adiós.
      El suelo está lleno de cosas, uno de esos panoramas que hará apretar el culo contra la pared al dueño, cuando llegue. ¿Y este maromo no tiene ni cinco euros en su casa? Pero resulta que entre todo lo que has ido tirando al suelo hay tres o cuatro fotografías que te llaman la atención. Una mujer desnuda siempre llama la atención desde lejos. Las fotos estaban en la mesilla... ¡Pero coño! Esta chica de las tetas grandes es... ¡la del quinto! La tipa que subía hace un rato con su marido en el ascensor. ¿Qué hace en cueros la mujer del vecino del quinto, en la mesilla del vecino del octavo? Aquí está con un maromo, bien acaramelada. Desde luego, entre ella y el maromo de la trenza, me quedo con ella. Entonces, puedes suponer que el tío es ¡el dueño de la casa! ¡Joder con el de la trenza! ¡Qué bien se lo monta, el tío! Dos fotos de la moza al bolsillo y a correr, que ya van como siete minutos y andas haciendo aquí el piernas, con fotos y tonterías.
      Con innegable instinto abres el armario y revisas todos los bolsillos de las camisas y las cinco chaquetas que tiene colgadas. Y, como Dios premia al que persevera, encuentras al menos doscientos euros en el bolsillo de un chaleco negro de lana. «¡Jódete, pringao, encontré la pasta!», dices triunfalmente, echándola al bolsillo. Entonces suena el teléfono.
      El tuyo, Medina.
      —¿Sí? —preguntas, tratando de no hablar muy alto— ¿Mamá? ¡Te he dicho que no me llames al trabajo! ¿Quién? ¿La Vanessa? ¿La ha dejado palante el Jonathan? ¡Ese hijoputa...! Bueno, no llores, mamá. Luego hablamos. Voy para casa dentro de un rato. Sí. Sí, no te preocupes, hablaré con ese cabrón. No te preocupes, mamá. Dame media hora... eso es. Tranquila hasta que yo llegue.
      Y cuelgas.
      Este allanamiento se está convirtiendo en una telenovela. Ya llevas más de diez minutos en la casa y es hora de largarse. Así que vuelves por el pasillo y vas abriendo todas las puertas, no vayas a dejarte sin explorar la cámara del tesoro. Así averiguas que el tío tiene un cuarto con un ordenador. Pero no es tu estilo eso de hacer mudanzas de muebles. Lo tuyo es el metálico y las joyas, exclusivamente. En ese cuarto tiene el clásico cartel del Che Guevara y otro de la Torre Eiffel. Y cerca del cartel de París ha pinchado un folio, donde hay una frase manuscrita. Ya estamos con los intelectuales, piensas resistiéndote a leerlo. Has visto tantos folios pinchados, en tantas casas, que has perdido ya la curiosidad. Pero echas un vistazo al equipo de música que tiene cerca del ordenador, frente a un sillón de orejas. El dueño ha estado escuchando a Carole King, a juzgar por la carátula del disco que tiene sobre la mesa. En fin, a la que sales, decides pasar cerca del folio, por no quedarte con la duda y lees el lema del tiparraco de la trenza: «Como es bien conocido, todo hombre lleva su destino escrito en un cachete del culo». Eso dice el folio. No me jodas. ¿En un cachete? ¿Pero esto qué es?
      Sales del cuarto del ordenador, pensativo, tratando de desentrañar mentalmente el sentido profundo de la frase. Y revisas el lavabo de un modo maquinal. Allí sólo hay un grifo que gotea, las cosas de afeitarse, un secador de pelo y un par de abanicos. Raro este muchacho. ¿Coleccionista, pues? Y, antes de salir por patas, abres el salón, para ver lo que hay dentro: una librería, un televisor, y una mesa grande rodeada de sillas. Poco más. Desestimas los cajones de la librería por demasiado obvios: la gente no acostumbra a guardar dinero en una pieza que queda al alcance de las visitas. Para agotar todas las posibilidades, revisas la mesa por debajo, levantando el mantel, porque ya sabes que a algunos, a fuerza de ver películas de espías, les da por pegar un sobre con celo, bajo la mesa, y en el sobre meten la pasta. Pero no es el caso. En una pared hay un cuadro: unos perros acorralan a un ciervo junto a un riachuelo. Tiradas sobre un sofá, dos fotografías. En vista de que la tarde está tranquila, decides acercarte a ver las fotos: en una de ellas el dueño de la casa tiene en sus brazos un niño muy rubio en la Plaza de España. Sorprende lo serios que están ambos.
      La otra foto te maravilla. El de la trenza está escalando una roca inmensa, dorada. La fotografía está tomada desde arriba y se le ve en un paso de máxima dificultad, con un patio del copón debajo de él.
      ¡Un escalador!
      ¡Hostias! Incluso jurarías que reconoces esa pared, ese color inconfundible, ese vertiginoso diedro. Lo has visto decenas de veces en las revistas de escalada. Tomas en tu mano la foto y le das la vuelta. Alguien ha escrito al dorso sólo tres letras: Dru. ¡Lo sabías! ¡La directa americana! ¡Joder con el de la trenza! Es un machaca potente y no como otros, que no te gusta señalar. El tipo sonríe con una dentadura perfecta, la cabeza envuelta en un pañuelo amarillo, como un pirata, las manos blancas de magnesio, la trenza caída sobre un hombro. Y allí abajo, el glaciar, desenfocado ya por la altura, espeluznantemente lejos. El escalador tiene una pierna tan arriba, apoyada en una pequeña presa, que puedes reconocer la marca de ninjas que lleva. Y las mallas... tiene buen gusto el tío. Joder, joder, qué foto tan guapa. Está feo hacerle esto a un kulega, pero al bolsillo con ella. Seguro que tiene el negativo y puede hacer una copia.
      Llevas ya un cuarto de hora en la casa y más valdría salir zumbando, no se presente el maromo de improviso. Con algo de mala conciencia ganas la entradita y vas a agarrar el picaporte cuando suena el teléfono.
      El suyo.
      ¡Qué susto te has llevado! Vas a tener que poner un anuncio en la prensa para recuperar el corazón. Petrificado te encuentra el cuarto timbrazo y, a continuación, se oye la voz del dueño de la casa, cavernaria, amplificada, rutinaria:
      —Hola, soy Luis. No estoy en casa. Deja tu mensaje cuando escuches la señal.
      —Luis, tronco —dice un tipo, exaltado— llámame en cuanto llegues. Tenemos los permisos. ¡Nos vamos al Thalay Sagar! Y ya han contestado los de Gallina Gorda: nos dan sopas y comidas preparadas por valor de dos mil euros. A condición, tío, de que no contemos nada a nadie. Dicen que, si otras expediciones se enteran, acaban arruinándolos. ¿Estás contento, Luisito? Atraca ahora a tus viejos, kulega, que nos sigue faltando pasta por un tubo.
      El tipo que llamaba ha colgado. Y tú estás hechizado con los planes, agitando suavecito una bola de cristal que había sobre el taquillón de la entrada. La bola tiene dentro una Torre Eiffel pequeñita, y un Campo de Marte de juguete. Están cayendo sobre ellos millones de copos de nieve, una tempestad blanca sobre París. ¡Qué cabrón el Luisito! ¡Qué suerte tiene el mamón! Al Himalaya. Ya te gustaría a ti, aunque sólo fuera para estar con ellos en el campo base. Es jodido esto de desvalijar la casa de un montañero. Tendría que haber un mínimo de solidaridad entre la gente del gremio. ¡Si lo hubieras sabido...! Pero el trabajo es el trabajo. Tú también necesitas la pasta. Especialmente ahora que tu hermana... Caen los últimos copos sobre París. Se acaba el invierno rapidito. Y es como si las cosas volvieran a su ser, cayeran por su peso. Dejas la bola suavemente en el taquillón, sin poderte sacudir la molesta sensación de ser un cerdo. Estás robando a un compañero, que necesita todo el dinero que tiene y más, para ir a jugarse la vida a un lugar sin espectadores, ni apuestas, ni premios en la cumbre. Miras el reloj y te desesperas por ser tan indeciso. Lentamente sacas del bolsillo el fajito de billetes. Diez de a veinte. Dudas. Los cuentas. Finalmente coges uno y lo dejas en la mesa. Lo pisas con la bola y sales de la casa.
      —Tómalo como una contribución a la causa, Luisito —dices mientras se cierra la puerta del ascensor.

lunes, 15 de octubre de 2007

La chica del pelo rojo (Ejercicio)

Alicia

      Y… ¿Qué habrá sido de Edurne?
      Edurne tenía el pelo rubio. Un pelo muy bonito, que yo envidiaba en secreto.
      Siempre venía a clase sola, con los libros apoyados contra el pecho y escondiendo la mirada. Se sentaba en los asientos de atrás, tratando siempre de pasar desapercibida. Tan es así que nadie la echaba en falta, ni siquiera cuando pasaban lista y no estaba. Guardo muy pocos recuerdos de ella, lo del pelo, que hablaba siempre muy bajito y… claro, sus ausencias. Faltaba mucho a clase. De su madre, nadie sabía nada. De su padre… sólo que debía ser muy cariñoso.
      Hubo un día que se sentó conmigo y me pidió el boli rojo. Ella no había traído libros, ni estuche. Solamente la carpeta. Se lo dejé y ante mi sorpresa, comenzó a pintarse un mechón de la frente de color rojo con el boli.


      — ¿Por qué haces eso?
      — Necesito que haya algún cambio. — fue su respuesta. Sus ojos desprendían tanta rabia que no se me ocurrió hacerle más preguntas. Odio, era       odio. Asustaba en una chica de 15 años.
      El día siguiente usó un rotulador rojo de esos gordos, esos que huelen tanto a alcohol y que seguramente habría cogido de la sala de profesores. El mechón rojo se agrandaba a medida que pasaban los días, y una mañana, Edurne volvió a faltar. Cuando regresó, una semana después, aún tenía marcas evidentes de golpes en la cara. La mitad de su pelo pintado burdamente de rojo y unas gafas oscuras que no eran capaces de ocultar su mirada. En cuanto la vio entrar, la profesora se la llevó inmediatamente fuera de clase. Pasó justo por delante de mí mientras trataba de ahogar un sollozo de dolor, vergüenza y pena infinitos. Y a mí me dolió el corazón.
      Edurne no terminó el instituto. No volvió a clase, sencillamente desapareció.
      Pude verla unos meses después en un rincón del casco viejo ocupado tradicionalmente por yonkies. No quedaba ya nada de su bonito pelo rubio de niña obediente. Alguien se lo había cortado al parecer con unas tijeras desafiladas y ahora era de color rojo. No me acerqué a decirle nada. Seguramente hubiera dado igual, a juzgar por su mirada perdida y sus movimientos tambaleantes.
      El ayuntamiento, en un afán por higienizar la ciudad, quitó los bancos para que desapareciera de allí esa chusma que lo dejaba todo perdido de porquería, agujas, y apestando a orín. Ahora el rincón no puede ser más pulcro y vacío. Suelo pasar por ahí las pocas veces que bajo a la ciudad, me pilla de camino. No sé por qué me había puesto a pensar en Edurne aquel día. Seguramente, el destino tiene extrañas formas de responder algunas preguntas. Y fue en ese justo momento que la vi acercarse.
      No la reconocí al principio. Caminaba deprisa, chupando ansiosamente un cigarro con los ojos semicerrados. Me llamó la atención lo flaca que estaba, los huesos se marcaban bajo su piel a cada paso que daba. Creo que la reconocí por su peculiar forma de andar.
      — ¡Susana!
      Mi voz sonó a sorpresa más que a saludo.
      Apenas se detuvo, Susana frunció el ceño, tratando de identificarme en su memoria. Tardó unos instantes hasta que por fin exclamó.
      — ¡Alicia! Pero… Alicia… pero… ¡Cuánto tiempo! —Apuró las últimas caladas a su cigarrillo y lo arrojó al suelo sin molestarse en apagarlo. Torpemente, nos dimos un abrazo que hizo que se me ablandara el corazón. Yo estaba enfadada con Susana desde la vez que le hice la reserva de una casa de montaña para que pasara el fin de semana con su novio, y no se presentó sin dar ninguna explicación. Perdí el dinero y no supe nada más de ella, así que para ser sinceros, le guardaba rencor. No sé, puede que fuera la suave brisa otoñal, las piedras mojadas en el suelo, los huesos bajo su piel… lo que sé es que me gustó reencontrarme con ella.
      Decidimos darnos unas horas de vacaciones y nos metimos en un bar a charlar acompañadas de unos tragos de cerveza. Qué tal todo, cómo te va, dónde trabajas… el móvil le sonó dos veces, pero ni siquiera lo miró. Fumaba, fumaba mucho. Mucho más que antes. Pero no me atreví a hacérselo ver. Después de todo, llevábamos muchos años sin saber nada la una de la otra. Tampoco quise comentarle el motivo de mi enfado. Como si no hablar de eso hiciera que nunca hubiera ocurrido. Sacamos otra ronda, y luego otra más. Ahora ya las risas se parecían más a las de antes, las nuestras. Las que pasábamos entre libros de colegio y amores de antaño. Puede que fueran las cervezas. Puede que la casualidad. Pero sin pensarlo, y de repente, exclamé.
      — ¿Y que habrá sido de Edurne?
      Susana encendió precipitadamente un nuevo cigarro. Sólo le quedaban dos, tendría que comprar. En cambio parecía que la pregunta le había dolido. Y yo no sabía por qué.
      — ¿Edurne? —masculló con el cigarro en la boca. Por toda respuesta, asentí despacio.
      — ¿Recuerdas una vez que iba a ir con Carlos de viaje a una casa de montaña?
      Claro que lo recordaba. ¡Como no lo iba a recordar!. Pero me mordí la lengua antes de decirle nada. Asentí.
      — La noche anterior, en mi mismo portal, cuando iba a bajar la basura, me encontré con Edurne. No la reconocí al principio, porque estaba muy, muy desfigurada. Abotargada, el pelo irreconocible. La ropa … te diré que mas bien eran andrajos. Se acabaría de meter algún chute de algo, porque no sabía ni donde estaba y tenía los ojos medio cerrados. Te ahorraré todos los detalles. Creo que había tocado fondo y alguien la estaba persiguiendo, aunque nunca me enteré de quién o por qué era. Ese día la subí a casa y allí tuve que quedarme con ella, a que pasara el mono. Fue… fue de lo más desagradable que he visto nunca, créeme. Sabes que nunca fuimos muy amigas de Edurne, nunca hablaba con nadie. Pero no podía dejarla sola. ¡No podía! Así que me la llevé de allí. Nos fuimos una temporada a la casa de mi padre, en el pueblo. Allí no podrían encontrarla los que la estaban buscando. Que por cierto, nunca supe si era su marido, o algún chico, o si era algún ajuste de cuentas. Nunca quería hablar de eso. Pasamos allí el tiempo suficiente hasta encontrar un hueco para ella en Proyecto Hombre. Ya sabes, desintoxicación.
      Creo que ahora ha salido de eso. Me envió unas flores, pero en la nota sólo había un beso dibujado.
      Susana terminó su cigarro. Creo que en sus ojos había lágrimas. En los míos también.
      Parece que de pronto se hizo tarde, como si el cielo se hubiera nublado de repente. Ya no me apetecían más cervezas. Nos despedimos con torpes palabras de cortesía. Ya te llamo, si, ya quedaremos. Tengo que pasar por el estanco, bueno, nos vemos.
      Se alejó caminando tan rápidamente como la había encontrado, chupando con ansia su último cigarrillo, las ropas bailando encima de sus secos huesos.
      Cuando se perdió de vista tras la esquina me di cuenta que ni siquiera le había pedido su número de teléfono.

Crepúsculo (Ejercicio)

Pilar Dublé
      —¡MANOLO, nos siguen! —sacude sus hombros— ¡Manolo!
      El murmullo de los durmientes había hecho cabecear a Hilda, que finalmente se recostó sobre el hombro laxo de su esposo. Minutos más tarde, despertó de sopetón, gritando.
      —¡MANOLO!
      —gshgshgshmmsssííí?
      —¡Manolo, despierta!
      —Umjúmmmquequé?jjjjzzzzzzzzzzz.
      El marido abre los ojos y la mira, legañoso e incrédulo, y se limpia la baba que le escurría por una comisura cuando estaba dormido.
      —Hilda, ¿pero qué dices?
      —¿Te acuerdas de los dos turcos que nos miraban en la estación? ¡Sé que subieron al tren!
      —Mi amor… no seas tonta. Suponiendo que sea cierto, que no lo es y lo sabes porque los vimos quedarse en el andén cuando partimos, ¿qué podrían hacernos aquí? Además, eso es en Estados Unidos que los árabes son de Al Qaeda. Nuestros turcos son laboriosos y simpáticos y tienen tiendas de muebles y electrodomésticos, o zapaterías.

      —¿Y porqué nos miraban?
      —Porque eres muy linda.
      —Bueno, está bien.
      —Anda, duerme que nos faltan tres horas de viaje.
      Hilda vuelve a recostarse en el hombro de Manolo, pero ya sus ojos no se cierran de nuevo hasta llegar a su destino, El Tocuyo, donde van a comprar una hacienda.
      Vicente Corao, el dueño, los espera en la estación. Con la tez curtida y un blanco bigote en manubrio de bicicleta que sonríe bajo el sombrero pelo´eguama, el hombrazo es un espectáculo. Nada de apretones de mano: un abrazo a cada uno y un vehículo rústico enorme y amarillo reciben a Hilda y Manolo.
      El viaje es corto y al rato ya están en los terrenos del ganadero. Diez mil millones pide por la hacienda, y está barata: potreros, campos de maíz y sorgo, un estero monumental lleno de garzas y chigüires, vías de penetración con alumbrado, reses gordas… un emporio. Los dos hombres conversan acerca de la propiedad, mientras Hilda guarda silencio.
      Llegan a la casa grande y Vicente ofrece a Hilda oportunidad de refrescarse en la habitación destinada a la pernocta de la pareja. Los hombres se sientan en la sala mientras la mujer, precedida por una criada, se adentra en la umbrosa y fresca casona. La habitación tiene una enorme cama con un cobertor a cuadros. Hilda se recuesta por un momento, para despertar sobresaltada de nuevo, sin saber dónde se encuentra. En la mesa de noche alguien muy silencioso ha puesto un vaso de jugo de guayaba con hielo. Se lo bebe ávida, hasta el fondo y toma luego una ducha. Se pone unos jeans y camisa blanca.
      Los hombres ríen en la sala, achispados por el whisky que han estado consumiendo.
      —Hilda, menos mal que volviste a tiempo. ¿Quieres un whiskicito? Anda, tómate uno y nos acompañas a recorrer la hacienda.
      La mujer asiente. Toma dos sorbos apenas de su vaso, pues está mareada desde que empezó a vestirse. Mientras bebe, nota un par de miradas indiscretas de Vicente, que le recorren el cuerpo mientras Manolo recarga su vaso.
      —Bueno, queridos, vámonos que les voy a presentar a Lucy.
Lejos de lo que pensaron, Lucy no es la esposa de Vicente, sino una estupenda yegua castaña. En sendas monturas se adentran por uno de los caminos que parten de la casa; los hombres siguen conversando cuando, de golpe, alguien que parece ser un peón cruza a toda velocidad frente a la montura de Manolo, quien casi cae del caballo. Una mirada siniestra envuelve a Hilda desde los matorrales. Vicente grita una maldición y algo más algo que ella no comprende, pues desde hace rato siente un zumbido en los oídos. Manolo pregunta algo y recibe la respuesta de Vicente entre carcajeos que parecen forzados.
El sol comienza a picarles en la espalda. Vicente reta a Manolo a una carrera, y los dos hombres salen raudos hacia una casita lejana. Hilda se queda atrás, muy atrás, mareada. Manolo llega primero a la casa. O más bien llega solo: Vicente no viene detrás de él.
Sudoroso y jadeante, hace girar al caballo en círculos. Escucha el crepúsculo. Las garzas cruzan hacia el río, chilla un gavilán.
Hilda grita.

Pilar Duble, Octubre 2007

lunes, 1 de octubre de 2007

Petición

Rubén Padula
Estimado Sr. Palazo:

      Sepa usted disculpar mi atrevimiento al escribirle esta carta, pero sé que el motivo de la misma lo justifica, y conociendo su don de bien estoy seguro de que no desoirá mi petición. En los interregnos frecuentes de mis servicios en su casa o en el country hemos tenido la ocasión de intercambiar algunas palabras, sin que ello fuese óbice para desatender mi labor o faltarle el respeto. He tenido a bien que usted me haya dispensado su atención en esas oportunidades, interesándose por mis inquietudes literarias, ofreciéndose a darme su opinión acerca de mis veleidades poéticas (nunca más apropiado que hablar de cosas pedestres) e incluso hacer uso de sus contactos en las esferas oficiales y en el campo de la industria editorial para procurar una edición de mis escritos. A lo que yo me he negado sistemáticamente por cuestiones de principios que usted supo aceptar, aún cuando le ha parecido una insensatez. No estoy arrepentido por haber rechazado sus buenos oficios y no es de este asunto la razón de esta misiva.

      Bien sabe que nunca he aceptado sus atenciones. Me bastó la paga del precio estipulado para cada una de las tareas encomendadas, sea como "caddie" exclusivo en sus tardes de golf, jardinero de sus plantíos, sereno cuando sus vacaciones habituales, o pintor o albañil, chofer para las frecuentes salidas de compras de su respetable esposa, o, como acordábamos entre risas: “para lo que gustare mandar”, y tantas otras ocupaciones que el decoro y la prudencia me invitan al silencio. Agradezco que siempre haya respetado mis condiciones de trabajo. Nunca he querido ser un dependiente, ni vivir de un salario, lo sabe; por eso, aunque parezca gracioso le hemos llamado, no sin cierta picardía: “Trabajos contractuales con pago definido”. Creo, con humildad, haber cumplido siempre con sus expectativas. Y le reitero lo dicho en tantas ocasiones: el pago contractual fue en tiempo y forma, he de reconocerlo siempre.

      Cuando usted me ha dispensado su atención, amen de las cuestiones literarias, pudo saber de mi familia, le he hablado largamente de mi hija Alejandra, la luz de mis ojos, como se dice comúnmente. Sabe que lleva ese nombre como un homenaje a la eximia poetiza Alejandra Pizarnik, de quien también le he hablado y le he dado a leer algunos de sus poemas, respetando el silencio con que usted me los devolvió. Bien, el caso es que Alejandra finaliza sus estudios secundarios y la fiesta de egresados se hará el próximo sábado en el salón del Golf Club, tan bien conocido por usted y su familia. Tuve el honor de trasponer el umbral por única vez por su amabilidad en invitarme a la entrega de premios de aquella “Copa Challenger” que ganamos. Discúlpeme el atrevimiento, pero ese triunfo también lo viví y lo sentí como mío, aunque el respeto me lo haya hecho callar hasta ahora.

      Aunque usted lo sepa, debo decirle que jamás toqué algo que no me perteneciera. Fue durante la última semana que estuve en su casa, en mi tarea de acomodar el depósito de los trastos viejos. Su indicación fue explícita: Fijate en lo que haya, lo dejo a tu criterio, Miguel, lo que no sirva sacalo en bolsas de residuos para que se lo lleve Gamsur. Lo que aún pueda tener utilidad, separalo, regaláselo a quien quieras o dejátelo para vos (Ya sabe usted que no lo tomo como ofensa, pero no puedo dejarme nada para mí. Estaba en eso cuando los vi. Un vuelco en el corazón, una emoción inenarrable me sacudió. Los tomé, con la manga de mi camisa les saqué el polvo que el abandono había depositado sobre ellos; recordé cuando fue la primera vez que se los vi, tan elegante los lucía, en la fiesta del Golf, precisamente. Y reconozco que esa vez me corrió como una envidia, como la que se siente por el poseedor de una mujer admirable. Sabía que eran sus preferidos y después empezó a usarlos a diario. Alguna vez pensé que sería capaz de ir a jugar al golf con ellos. Pero pudo más su ubicuidad que mi imaginación.

      Aún cuando sabía que no estaría faltando a mi palabra empeñada, confieso que me sentí como un delincuente, cuando descalcé mis zapatillas, baratas pero limpias, y me los probé. No podía ser de otra manera: me calzaron perfectos, como si toda la vida me hubieran estado esperando. Ruborizado, me los saqué con vehemencia, maldiciéndome por mi debilidad. No pude tirarlos, no supe qué hacer con ellos, a quién regalárselos ni faltar a mi palabra y quedármelos. Lo dejé en un rincón del estante metálico, envueltos en papel de diario. No me pregunte por qué lo hice. Ni yo sé qué me movió a no tirarlos o regalarlos sin más ni más.



      Puedo ahora decirle el motivo de mi carta y relacionado con la fiesta que el próximo sábado tendré en ocasión del egreso de Alejandra. Le pido me permita lucir esa noche, solo esa noche, los zapatos naranjas, con tachas metalizadas, me sentiré el hombre más feliz de la tierra. Después volveré a dejarlos en el estante y acepte mi pedido de dejarlos ahí, sin darles otro destino que el de ser un permanente testimonio de mi admiración por usted. Basta una llamada telefónica suya para ir a buscarlos. Alejandra y yo le estaremos eternamente agradecidos.

Atte. Ramón Contalejo

Una espera nocturna

Anónimo

      Llegaron tarde, ya era de noche, la luna jugaba a esconderse entre las nubes. Los pasos en el camino eran su sombra, y su silencio el eco de todo lo que no se habían dicho en esos años. Estaban cansados de pies y alma, y cuando un perro les ladró su furia desde la oscuridad, él apenas retrocedió unos pasos, ella dejó de andar y permaneció inmóvil, como invitando a la muerte. Oyeron la verja de hierro contra la que se abalanzó el animal y siguieron andando.
      Llevaban media hora de retraso, ni a él ni a ella les importaba demasiado, como tampoco les preocupaba la abulia que dominaba sus actos. No tenían la más mínima idea de lo que iban a hacer, nadie les dio ningún tipo de explicación, y se dejaban ir mansamente, tal vez en el fondo de cada uno aún latía algún resquicio de esperanza. Ambos estaban preparados como para asistir a una fiesta, taparon el desgano con ropas de gala, él se puso su mejor corbata, ella su vestido ajustado y el último perfume que comprara para esta ocasión. Eran dos fantasmas disfrazados de humanos.

      El camino poco a poco se iluminó con una luz amarillenta que colgaba de una puerta aún lejana. Caminaron hacia ella; era de madera gastada y la luz oscilaba desnuda en forma de bombilla. A través de una ventana, al lado de la puerta, voces lejanas traicionaban sin reparo el silencio de la noche. Antes de llamar ella se puso los zapatos de tacón que llevaba en el bolso, el último detalle del disfraz. Luego golpeó la madera con los nudillos y el silencio volvió a la noche. Unos pasos se acercaron. Él arrimó su mano a la de ella, como un niño asustado. Ella, por sorpresa, eufemismo o compasión, abrió los dedos para recibirla.
A través de la puerta, la voz de una mujer joven les preguntó quiénes eran.
      Cada uno dijo su nombre y después, a pesar del murmullo de voces y algún bosquejo de música que llegaba confuso del interior, percibieron el roce de unos papeles, como si los estuvieran buscando en alguna extensa lista de invitados.
      La voz se hizo esperar, todavía jugaba al escondite la luna, el perro continuaba ladrando de a ratos. Al final dijo:
      – Tienen que esperar, aún no es la hora.
      Ella protestó, oyó a su propia indignación exclamar que llegaban tarde, que claro que era la hora, pero no obtuvo respuesta. Luego apartó la mano de la de él y se sentó de espaldas a la puerta, en un pequeño escalón que la separaba de la hierba descuidada del camino. Él permaneció unos segundos frente a la puerta, incrédulo. Acercó la cabeza a la madera e intentó descifrar las voces lejanas. Sintió algo parecido a una risa, tos, palabras deshechas y abrazadas las unas a las otras. Luego se sentó también en el escalón. Por primera vez en esa noche se preguntó si no estaban cometiendo una grave equivocación, pero no dijo nada, se abrazó las piernas y esperó en silencio.
      Una nube plateada escondió el débil rastro de la luna, quedaron sumergidos en el halo dorado de la bombilla, incómodos en la angosta tabla de madera. Hubo un amortiguado rezongo de pasos sobre el camino que los hizo mirarse. Sin saber por qué, en cuanto estuvieron seguros de que alguien se acercaba, se apresuraron a resguardarse tras la esquina de la vivienda.
      Entonces vieron llegar a un individuo que traía un paquete envuelto como para regalo. Subió los dos escalones, golpeó tres veces la puerta, y segundos después otras dos veces.
      Las bisagras chirriaron, y la misma voz de mujer dijo contenta:
      – Adelante, por fin, te estábamos esperando.
      Cuando la pareja salió de su refugio, descubrieron que el visitante había olvidado el regalo en el piso del porche, a un costado de la puerta.
      – Vámonos –dijo él, como si aquello hubiera sido la señal que necesitaba para abandonar. Ella pareció no escucharlo. Se acercó al paquete y lo cogió entre las manos.
      – Pesa –dijo.
      – Lo digo en serio, vámonos, esto es una locura –insistió él apartándose de la casa.
      – Hace unos días parecías muy convencido, más que yo incluso –respondió ella sin apartar la vista del regalo, envuelto en papel azul y del tamaño de una caja de zapatos.
      Él abrió la boca para rebatirla, cuando se oyeron pasos apresurados que escapa-ban del interior de la casa y se dirigían a la puerta. Se miraron a los ojos un instante y luego corrieron a la parte trasera, ella aún con el regalo entre las manos.
      La puerta se abrió con su molesto chirrido, salió alguien y hubo un batido de sombras, desde su escondite no podían verlo, sólo escuchaban, la noche, los pasos, las voces.
      – ¿Por qué, pero por qué? –dijo la voz lastimosa de un hombre joven.
      – Te lo habíamos advertido –contestó la voz que les hablara hace un rato.
      – Por favor, voy a intentarlo, lo prometo, la última oportunidad.
      Un portazo cortó sus palabras suplicantes. El muchacho se alejó con la cabeza caída, y lo vieron dejarse tragar por la oscuridad de la noche. Sin pensarlo, como poseído por un impulso suicida, él saltó del escondite y corrió hacia el camino. No tardó mucho en encontrar al chico, que apenas había tenido tiempo de agacharse tras un arbusto y lo miraba con ojos aterrados.
      – No vengo de allí –dijo él al tiempo que intentaba recuperar el aliento –. Yo, nosotros, estamos esperando para entrar, y quería preguntarte..., ¿qué hay exacta-mente?
      El adolescente abandonó el escondite, cauteloso, y reemprendió el paso por el camino. Sin girarse dijo:
– Ya lo verás cuando entres.
Él no lo siguió, pero aún preguntó, casi gritando:
– ¿Por qué te han echado?
– No está bien hacer trampas –le respondió la voz del chico, ya un poco lejana.
      Desanduvo sus pasos con la sensación de conocer de memoria cada rincón del lugar. El galpón a la derecha con sus chapas arrugadas y las manchas oscuras que seguramente serían de óxido, la arboleda espesa enfrente y amenazante, la tibia curva del camino y la casa solitaria a unos cien metros, temblando en el centro de la noche. La luz amarillenta en la entrada. La oscuridad alrededor.
      Cuando llegó, ella no estaba. Tampoco la encontró por los alrededores de la vivienda. Corrió hasta la puerta y golpeó con los nudillos. Le pareció percibir una disminución en el volumen del murmullo interno, como un regurgitar de moléculas que se escabullen y van dejando una estela de burbujas.       Apoyó la oreja sobre la puerta, adivinó furtivos desplazamientos, órdenes secas, corridas, tal vez un quejido, no podía asegurarlo. Volvió a llamar.
      –¿Quién es? –preguntó ahora una voz masculina, con tono de bronca.
      – Mi compañera acaba de entrar, estoy con ella.
      – ¿Contraseña? –la misma voz, con menos paciencia.
      – ¡No me dieron ninguna contraseña! –gritó él al tiempo que golpeaba con el puño– ¡Vine con ella! ¡Si ella ha pasado yo también!
      El silencio se mantuvo detrás de la puerta durante unos segundos que se extendieron en la oscuridad. Luego, poco a poco, volvieron a escapar de la casa conversaciones lejanas y aparentemente amenas, como si nada hubiera ocurrido. Golpeó de nuevo, pero esta vez el murmullo no se interrumpió.
      Caminó alrededor de la casa, todas las ventanas se encontraban cerradas y con los postigos corridos, era imposible ver hacia adentro y el cuchicheo interno continuaba llegando, desfigurado e irreconocible, a través de los gruesos muros. En un momento se hizo un silencio absoluto, dos minutos, o tres o cinco, y enseguida vino un revuelo de pasos hasta que sintió el chirrido de la puerta del frente. Él se asustó lo suficiente como para esconderse detrás de unos arbustos y espiar la salida de unos ocho o nueve personajes. Por el camino se acercaban los faros de tres vehículos. Se hizo un ovillo detrás de los matorrales, ensuciando su traje en el barro. Cuando llegaron los tres automóviles, él estaba seguro de que no podrían verlo.
      De los vehículos emergieron cinco personas que aparentemente nada tenían que ver entre ellas. Una mujer de mediana edad, una colmena de pelo en el cogote y los movimientos tensos y sutiles, como si temiera que las abejas la atacaran, bajó del primero. Llevaba un vestido de noche y collares relucientes, y sonrió con condescendencia a los demás. Un matrimonio de aspecto agotado, hombros encogidos, sonrisas vacías, salieron de otro automóvil. A su lado una niña de unos cinco años correteaba alrededor, ajena al cansancio de sus padres, a la hora, al hombre calvo y vestido de negro que había abandonado el tercer coche y se dirigía con paso decidido y brazos abiertos hacia los que acababan de salir de la casa para saludarlos. Desde su escondite no podía verlos con claridad, apenas las espaldas que abrazaban con efusividad a los recién llegados, pero adivinaba que se trataba de un grupo mixto. Entonces oyó la voz de ella entre las demás, risueñas, y supo con un pinchazo terrible de lucidez que estaba solo y que lo había perdido todo.
No duró demasiado el festejo del encuentro, cruce ligero de besos y abrazos que a él le parecían sobreactuados, intercambios de palabras amortiguadas por el rechinar de la noche. La mujer que espantaba abejas llevaba la voz cantante, su adlátere era el calvo que vestía de negro. Entre ambos fueron llevando a todos hacia los vehículos, organizando la distribución para luego subir juntos al primero.
      En el improvisado refugio, incómodo a causa del barro que se secaba en sus botamangas y zapatos, él se convertía en testigo mudo de la escena, a sus oídos llegó amortiguado el sonido de las puertas al cerrarse, el ronroneo de los motores.
      Ella resultó una de las últimas en subir. Ni por un momento se volvió para buscarlo.
Los botones rojos de las luces traseras se fueron achicando tragados por la noche. Él se acercó hasta la vivienda, la puerta estaba abierta, pero ya nada lo atraía, y comenzó a caminar detrás de los vehículos. Se detuvo a unos metros, se volvió hacia la casa, recogió el paquete envuelto en papel azul y, sin dudarlo, resuelto, emprendió definitivamente el regreso. Se le habían grabado las palabras herméticas del muchacho, y no cesaba de escucharlas:
      – No está bien hacer trampas, no está bien hacer trampas.