domingo, 18 de enero de 2009

¡Pinta de Blanco!, ejercicio

Mirta Leis

Pensando en ti, a la manera de Serrat, miraba los defectos del cielorraso mientras veía tus ojos pardos acercarse. La imagen parecía tan real que casi podía tocarla. Estaba a punto de gritar tu ausencia cuando sonó el timbre del teléfono. Conteniendo el suspiro atendí la promoción de llamadas que una máquina ofrecía impersonalmente para solucionar inmediatamente y de la manera más económica todos sus problemas de comunicación por una módica suma mensual…
De regreso a la cama no pude encontrarte por más que recorría el cielorraso una y otra vez con la mirada ansiosa. Los minutos llenaron la tarde con evocaciones felices que terminaron por deprimirme aún más. Otra noche de insomnio hizo que decidiera poner manos a la obra en alguna labor que ocupara el tiempo libre y borrara tu recuerdo del techo descascarado.
Unos pantalones en desuso y aquella camisa beige que dejaste en el placard sirvieron de atuendo para la tarea de pintora. La lija borró imperfecciones y el blanco enmarcó el cielorraso con luminosidad propia. Las paredes en tono azul pastel hicieron el resto. Me sentía casi feliz. Continué con la idea de cambios y encaré la oscura escalera de acceso al departamento. Era estrecha, oscura, con escalones en cerámico esmaltados en marrón.
El descenso fue algo tortuoso porque la vieja escalera se chocaba con las paredes, pero el Tú puedes que alguna vez escuché en la tele me ayudó a completar la tarea.
Una vez abajo me di cuenta de que la entrada era tan pequeña que apenas podía albergar las patas de hierro extendidas y firmes para no caerme al encarar la pintura.
No había lugar para el tarro con el esmalte así que tuve que levantar la escalera y colocarlo justo debajo de ella. Había pocos centímetros libres alrededor: por los laterales las paredes apenas permitieron que cruzara, inclinándola, hasta alcanzar los peldaños que habían quedado mirando hacia la calle, apoyados sobre la puerta de madera.
Llené un pequeño balde para sostenerlo con facilidad y subí con la pintura blanca, la brocha y el tarrito a mi viejo pedestal de hierro y maderas.
La escasa estatura dificultaba mi tarea, poco a poco los brazos comenzaron a dormirse por la incómoda posición de trabajo. Decidí bajar un ratito, sólo podía descender hasta el tercer escalón contando desde el suelo, ya que la espalda chocaba contra la puerta. Desde allí, cruzaba la pierna por sobre las patas de la escalera y deslizándome sobre la pared, con un salto ágil alcanzaba los escalones. Era complicado.
Subí a la planta alta a ponerle algo de ironía a mi tristeza. Elegí a Sabina, el Nano me hacía llorar y no combinaba con el curso de autoayuda que sin dudas estaba dando resultados.
A las once bajé a seguir la tarea.
Cuando hice la pirueta para subir me pareció escuchar un crujido pero lo atribuí a los movimientos propios de la incómoda posición, la escalera era vieja pero parecía estar en buen estado, aparte las patas quedaban trabadas entre los escalones de acceso y la puerta impidiendo que se abra si fallaban las cadenitas de seguridad.
Con satisfacción veía la luminosidad que el blanco estaba creando en el ambiente, y decía como en el curso de la tele, Lleva luz a tus rincones oscuros, mientras arremetía con pinceladas el cielorraso.
El espacio perpendicular a mi cuerpo estaba cubierto, para seguir necesitaba otra escalera, una articulada, que pensaba traerme por la tarde mi amigo Carlos.
Tú puedes
repetía el slogan en mi cerebro herido en su amor propio, y estirando los brazos traté de alcanzar más allá con la pintura…, sí, puedo, claro que puedo y está quedando hermoso.
Arriba Joaquín se reía con 19 días y 500 noches y yo probaba por el flanco izquierdo estirándome al máximo, solo tenía que poner el pie bien afirmado y seguir pintando sin distracciones. El teléfono sonó interrumpiendo la concentración del momento, descruzo la pierna y sin saber cómo termino cayendo por el interior de la escalera justo dentro del tacho de pintura. Encerrada en aquella jaula de hierro y mojada las piernas de blanco, pasé largo tiempo pensando cómo escapar de la improvisada prisión, ya que la escalera estaba acodada. Tú puedes, repetía mentalmente en un ataque de risa, llanto y rabia.
Moví como pude la jaula hacia el único lado en que podía inclinarla hasta que cayó junto conmigo, los escalones de cerámica golpearon mi cuerpo por el frente, mientras por la espalda sentía el otro brazo de la escalera castigando la espalda y mis pies seguían atrapados por el tarro de pintura, que, al caer, lentamente se desparramaba sobre el piso y escapaba por la puerta.
Arriba el teléfono seguía sonando y Sabina, frenético, llenaba la estancia con su voz.
Me arrastré sobre el piso para salir por la cúspide de la escalera. Magullada subí uno a uno los escalones dejando un rastro blanco.
Cuando llegué a la sima giré dolorida para mirar el desastre. Las huellas blancas resaltaban sobre el piso marrón: la luz, dijo mi mente enganchada en el programa de autoayuda. Subí pensando en olvidarte comprando pintura negra.















jueves, 15 de enero de 2009

Goliat, ejercicio

Norberto Zuretti

      — ¿Ya tenemos aseguradas las coordenadas?
      —Las estamos recibiendo, señor.
      — ¿Qué equipo está cerca?
      —Águila de fuego.
      — ¿Águila, los que ayer atacaron el hospital?
      —Positivo, se encuentra a minutos del blanco.
      —Pásenle los datos y que aguarde la orden.
      — ¿Qué potencia de fuego?
      —La máxima.
      —Señor, le recuerdo que al lado de la mezquita hay una escuela y en estos momentos se encuentra en actividad, casi cien alumnos.
      — ¿A usted no le enseñaron a respetar los mandos?
      —Me enseñaron, pero mi obligación es…
      — ¿Usted sabe que su tasa de natalidad es casi tres veces superior a la nuestra?
      —Lo sé, claro.
      — ¿Y le explicaron qué pasará dentro de cien años si no actuamos ahora?
      —También, pero…
      —Entonces no discuta, sólo obedezca.
      —No discuto, lo que pasa es que todavía no nos confirmaron que en la mezquita se encuentre el grupo que buscamos…
      —Comprenda de una vez que nuestro blanco no es la mezquita, el verdadero objetivo es la escuela con sus cien alumnos. La mezquita es la excusa, el resto son daños colaterales.
      —Coordenadas confirmadas, señor.
      —Pase la orden a Águila de fuego, potencia máxima.
      —Orden transmitida.
      —Correcto, ahora vamos a preparar la excusa.
      — ¿Cómo dice, señor?
      —Pero, dígame… ¿usted de qué planeta viene, tampoco aprendió que la realidad la inventamos nosotros?

domingo, 11 de enero de 2009

Pasado, ejercicio

Mirta Leis

      A veces internarse en el pasado significa afrontar ciertos recuerdos que pueden llegar a desestabilizarnos. Es por eso que la rutina diaria oficia de sutil coraza protegiendo sin dudas nuestro equilibrio, pero en algún momento, sin siquiera proponérnoslo, ese pasado nos visita con forma de viejas fotos, cartas, recortes de diarios, libros, que desordenan un rincón.
Irremediablemente las evocaciones comienzan a surgir y nos conducen por un laberinto casi infinito.
      Los recuerdos hechos papel se deslizan entre las manos con lentitud, pero los pensamientos ruedan cuesta abajo con inusitada velocidad. Las imágenes fluyen sin permiso con afán de ser protagonistas: un beso fugaz, aquella flor, una playa, esa despedida, un primer arrullo, unos inquietantes ojos azules, el vestido negro, un gato gris…, la galería es enorme y se expande en distintas direcciones formando una increíble maraña.
      Por el poder de la mente, el tiempo gira hacia atrás, y los recuerdos cobran vida llenando el espacio de risas, lágrimas e imperceptibles temblores. Estamos allí, en nuestro pequeño e increíble mundo, territorio habitado por entes del pasado y acompañado por temores, deseos y sentimientos acumulados día tras día.
      Enfrentarnos a los recuerdos supone una excitante aventura imposible de compartir en toda su dimensión; cuando transitamos el pasado, las imágenes se vuelven sensaciones y nos erizan la piel: La brisa del mar, los brazos del amante, el odio, el deseo, la ira, componen una mezcla insolente en la que nos envolvemos sin remedio; la espiral avanza, nos aprieta, nos asfixia, nos conduce por increíbles corredores cuyas puertas casi nunca abrimos.
      Recorremos nuestro mundo privado, aquél lugar único, que es a la vez refugio y trampa. Allí curamos las heridas abiertas, nos damos consuelo con indulgencia y perdonamos, pero, rara vez, avanzamos un poco más. Al calor de la autocompasión frenamos el descenso y acurrucamos el dolor hasta rehacer la armadura con la que enfrentaremos una nueva lucha.
      Otras veces, en cambio, entretenemos el camino sentándonos a paladear el sabor de la venganza (que nunca termina siendo todo lo dulce que quisiéramos).
      Abrimos túneles oscuros en los que vemos las miserias que escondemos a los ojos del mundo, encontramos pasadizos donde reinan nuestras cobardías cotidianas, y por qué no, hallamos interminables listas de utopías engalanando salones.
      Si a pesar de todo seguimos adelante en aquella visita poco usual, inexorablemente, llegaremos a enfrentarnos con un niño, ese, de la mirada confiada, el de la entrega total, el que hunde las manos en el barro, el que camina descalzo y comparte dulces con su mascota, el que se moja con el agua del arroyo y seca su cuerpo tranquilamente al sol, sin tiempos, sin miedos, sin dudas…, feliz. Entonces, solo entonces, habremos recuperado nuestro pasado.

viernes, 9 de enero de 2009

La tumba de hueso

Rocío

      Un rey tirano tenía dos hijos, nacidos al mismo tiempo.
      Cuando vio cercana su muerte les dijo: "Consideraré como primogénito y heredero de mi corona a aquél que construya una tumba digna de mí".
      Uno de ellos reunió todo el oro batido, el oro obrizo y la púrpura de Casio que pudo conseguir. Después contrató a doce arquitectos extranjeros que diseñaron y ejecutaron un magnífico mausoleo.
      El otro hijo recorrió las fosas comunes de los ajusticiados por su padre y rescató sus osamentas. Con ellas, trece artistas dementes proyectaron y levantaron un palacio de paredes de hueso pulido que espejeaban como el marfil.
      Al rey le complació mucho el proyecto del primer hijo pero cuando observó la obra del segundo su cólera dictó sentencia de muerte contra él.
      El rey tirano murió al poco tiempo y fue enterrado en su mausoleo de oro, que no tardó en ser rapiñado pocas décadas más tarde cuando el reino vecino les invadió.
      La tumba de hueso albergó el cuerpo del príncipe rebelde ejecutado por su padre. El monarca usurpador, impresionado con aquella edificación, decidió construir su residencia junto al escalofriante calavernario.
      Quizá por eso sus nuevos súbditos disfrutaron de un rey compasivo: hay osadías y sacrificios que, tarde o temprano, reciben su recompensa.

viernes, 2 de enero de 2009

Talgo a Lisboa

Carlos

      Besote, cosita al oído, manotazo escandalizadito de ella, subir rápido al tren porque ya parte, mirar desde la puerta cómo se va despacito la estación, y subida en el andén viaja hacia atrás la nena macizota, con una mano en alto en medio de la noche. Y —cuando Monti le dice que halapadentro, a ver si te vas a caer— dejar que él cierre la puerta y avanzar hasta el departamento con la maletita y el periódico debajo del brazo. Así que la rutina de tantos domingos por la noche: cerrar la puerta, subir el equipaje al maletero que hay sobre ella, colgar el abrigo junto a la ventana, correr las cortinas y sentarse en la cama a terminar de leer el dominical. Tren, dulce tren.
      Luego de un buen rato, había dado por terminada la lectura, y corregido dos veces la climatización del cuartito, cuando el enésimo cambio de agujas le recordó que tenía hambre. Serían las once y cuarto. Se lavó las manos, salió al pasillo y caminó en dirección al vagón restaurante.
      —Monti, echa un ojo a mi cuarto, que me voy a comer un animal.
      —Total, para lo que te pueden robar —bromeó el revisor.
      Al abrir la puerta del vagón lo encontró inusualmente lleno de viajeros. Todavía estaba buscando con la vista una mesa libre cuando se le acercó el camarero.
      —Hoy está difícil, Ernestito, ¿no ves que todos estos se van de vacaciones de Semana Santa?
      —Se podían ir a Benidorm —pensó en voz alta, Ernesto— ¿Y ahora qué hago yo?
      —Si quieres le pido a alguien que te soporte un rato.
      Se fue el camarero por entre las mesas, bajó la cabeza un par de veces para evacuar consultas y a la tercera le miró con una sonrisa amplia desde el fondo del vagón, mientras le llamaba con la mano. La mesa hospitalaria estaba en la fila de la izquierda. La ocupaban lo que parecía un matrimonio que superaba la treintena y una su amiga que quedaba de espaldas. Las dos chicas estaban sentadas junto a la ventanilla, la supuesta casada tocada por un sombrero rosa, y frente al tipo había, efectivamente, un lugar vacío. Ernesto avanzó por el pasillo, saludó a la pareja, les dio las gracias y, mientras se sentaba, sonrió a la chica que quedaba a su izquierda. Ambos tornaron al mismo tiempo su sonrisa por un gesto más serio y Ernesto creyó percibir que los ojos grises de la rubia se agrandaban como los de un gato ante el peligro. Hubo un momento de incertidumbre que interrumpió con una carcajada la chica de enfrente:
      —¡Vaya flechazo! ¡Tendríais que ver vuestras caras! —dijo.
      —Perdón, —se excusó la rubia, bajando la mirada— así de pronto me pareció un antiguo amigo.
      —Ya, ya —interrumpió la del sombrerito—, un antiguo amigo.
      Se hicieron rápidamente las presentaciones, hubo apretones de mano solamente, para no comprometer la estabilidad de los platos. La del sombrero se llamaba Claudia, la rubia, Blanca. Y el tipo, a quien evidentemente no le hacía gracia el dudoso sentido del humor de su mujer, Luis. Volvió Tinín a preguntar qué era lo que quería cenar el recién llegado y Ernesto bromeó con un tono que dejaba ver que era un cliente asiduo de aquel restaurante rodante.
      —Pues tomaré sopa de tortuga y pichón con salsa de trufas.
      —O sea —tradujo el camarero— el plato número cuatro, filete con patatas. Y para beber, vino tinto y gaseosa.
      Tinín se alejó, con una servilleta colgando del brazo y llegó el turno de los porqués. La pareja viajaba con una compañera de trabajo del marido. Iban, como pronosticó el camarero, a pasar la Semana Santa a Lisboa, como tantos españoles por esas fechas. Por su parte Ernesto era un empleado de una multinacional, a quien su empresa había destinado temporalmente a su sucursal en la capital portuguesa. Pasaba en Madrid algunos fines de semana, uno o dos al mes, y se reincorporaba al trabajo los lunes en Lisboa.
      De la conversación se deducía que las dos mujeres se conocían desde hacía poco tiempo y que el marido había insistido a su mujer para viajar con Blanca que, casualidades de la vida, también quería conocer Lisboa aquella primavera. Claudia era una mujer guapa, flaca, vivaz, parlanchina e indiscreta, que desde el principio tomó la iniciativa de la charla, más por vocación que por hospitalidad, allí donde sus dos compañeros callaban casi siempre, puede que molestos con la presencia del recién llegado. Con el oscilar suave del vino en la copa por el movimiento del tren, Ernesto tuvo la revelación de que allí había tomate.
      —¿Y nunca te acompaña tu mujer a Lisboa? —preguntó una vez más la indiscreta. Ernesto negó con la cabeza mientras dejaba la copa de vino sobre la mesa y miraba de reojo el efecto que causaba su respuesta en Blanca.
      —Estoy divorciado —dijo.
      —¡Qué casualidad, Blanca también es divorciada! —celebró la celestina del sombrero—. Estáis hechos el uno para el otro.
      Blanca se veía algo molesta por la pícara insistencia de su amiga, pero sonreía con cansada urbanidad. Aprovechó una nueva pregunta de Claudia a Ernesto para lanzar una rápida mirada a Luis que sólo pasó desapercibida a la del sombrero. Ernesto pensó que se le amontonaba el trabajo y que descifrar aquella mirada y la cara seria del tipo que tenía enfrente no le había dejado escuchar.
      —¿Me puedes repetir la pregunta? —dijo.
      —Preguntaba si te divorciaste hace mucho tiempo —repitió Claudia.
      —Hará tres años.
      —¿Y desde entonces vives solo?
      —Solo y abandonado.
      El tren avanzaba sin ninguna prisa y el restaurante se iba desocupando poco a poco. Claudia era una mujer muy extrovertida, no cabía duda. Y algo ingenua porque parecía desconocer algo que Ernesto ya sabía desde los primeros minutos de la cena: que Luis y Blanca se profesaban algo más que sano compañerismo. Probablemente el chico serio era un marido infiel aquejado de celos patológicos, y estaba introduciendo a su amante en el círculo de amistades de la mujer, para viajar con todas sus pertenencias incorporadas. Tan celoso debía de ser que miraba a Ernesto con unos ojos desconfiados, considerándolo un probable rival, ahora que las bromas de Claudia habían animado a Ernesto a decir un par de galanterías a la chica rubia. Tan celoso que durante toda la cena casi no había hablado para demostrar su disgusto con el desarrollo de la conversación y, de un momento a otro, aún en medio de la cena, pareciera que iba a decir algo así como bueno, pronto nos tendremos que marchar a dormir.
      —Bueno, pronto nos tendremos que marchar a dormir —dijo Luis.
      —¿A dormir? —se burló la inefable Claudia— la noche es jóven, Koldito. ¿Cómo vamos a irnos a dormir si estamos en un lugar sagrado, en un vagón restaurante? Y dirigiéndose animadísima a Ernesto le preguntó: ¿tú también prefieres el tren al avión, verdad?
      —Claro. Mil veces —dijo Ernesto— el avión es una especie de salchichón hortera, un autocar con ventanillas de lavadora, del que bajas dudando si te habrás ido. El tren, sin embargo, es un mundo, un viaje en sí mismo, el Transiberiano, el Orient-Express, un universo de pasillos, asientos, puertas, camas, bares, restaurantes, paisajes, viajeros, que a su vez viajan por dentro...
      —Desde luego es más romántico —terció Blanca, y Ernesto no quiso ni mirar el careto del tipo de enfrente.
      —Nosotros querríamos viajar este verano en el Transcantábrico, ¿verdad Luis? —dijo Claudia—, pero creo que cuesta un ojo de la cara.
      —Vosotros dos, más de tres mil euros; cuatro quinientos si viajáis los tres —cuantificó Ernesto, con malicia.
      El ruido del tren, el leve movimiento de las copas, la noche viajando al otro lado de las ventanillas, el ruido de las voces y los tenedores.
      —¿Tienes niños, Ernesto? —preguntó la preguntona.
      —No —respondió gravemente Ernesto— Yo soy impotente.
      Hubo un silencio, una huelga de tenedores, una cara sorprendida de Luis y una carcajada de Blanca, puntualmente amonestada por la mirada censora de sus amigos. El silencio dio paso a otro tema, precipitadamente suscitado por Claudia.
      Puede que a partir de ese momento la charla fuera por derroteros más cálidos, que Blanca se mostrase más accesible y que Luis rejuveneciera cinco años. Puede que Claudia se sintiera cada vez más simpática y hasta maternal, y, puestos a imaginar, puede que el pisotón que notó Ernesto en su pie izquierdo no fuera un error de Blanca, sino una señal de Cupido.
      Mecidos los viajeros por el ruido deliciosamente monótono del tren, las ventanas comenzaron a poblarse de gotas de agua. El viento las untaba por el cristal y las llevaba para atrás, a recorrer probablemente todos los vagones, todos los kilómetros. Y las gotas se incendiaban por orden riguroso, cuando el tren atravesaba una zona poblada, o una carretera con farolas, o una casa en medio del campo, con su luz encendida en la puerta. En medio del confort, del aire seco, del ambiente cálido e iluminado del vagón restaurante, Ernesto dio en pensar en esa casa, en el camino de tierra que a ella conduce, donde puede que hubiera un hombre en bicicleta dando los últimos pedales, tapándose a duras penas con un plástico. Y los charcos en medio de los pastos, y las montañas, lejanas, recortándose en ese cuadro mudable de noche y lluvia. Los compañeros de mesa probablemente también estaban absortos en pensamientos semejantes, mirando por la ventana cómo la tierra gira a oscuras y un pequeño mundo de hierro y ventanas corre iluminado hacia la mañana siguiente.
      Ya sólo quedaban dos mesas ocupadas en el vagón y el silencio había dado paso a un callado ejercicio de nostalgia. Todos las miradas estaban fijas en la ventana por donde escurría el agua y regresaba la noche, cuando Ernesto dijo que se iba a dormir. Saludó a los muchachos, pagó a Tinín, que estaba en la puerta, y salió a la plataforma. De allí pasó a su vagón y avanzó despacio e impreciso por el pasillo de moqueta, que estaba desierto, hasta la puerta de su departamento. Pero no entró. Pensó que era agradable quedarse un ratito en el pasillo, mirando por la ventana cómo el destino se cumple kilómetro a kilómetro, y cómo los trenes parecen una alegoría de la vida. Apoyó los codos en la ventana y se quedó un rato pensando en su vida, que era como pensar en nada.
      Pasado un rato se volvió a abrir la puerta que venía del vagón restaurante y se escuchó la risa de Claudia llegar por el pasillo. Venían los tres amigos buscando sus departamentos y llegaron junto a Ernesto, que les saludó una vez más, les deseó un feliz descanso y, pegándose todo lo que pudo a la ventana, les franqueó el paso. Sintió junto a su nuca pasar la última respiración y en la espalda el roce de algo que sin duda era lo que parecía. Se volvió a mirar cómo se alejaba por el pasillo el magnífico trasero de Blanca, que se había quedado la última. Junto al trasero vio su mano, con la palma vuelta hacia atrás. Ernesto habría jurado que aquello significaba espera. Alcanzaron los turistas la siguiente plataforma y cambiaron de vagón.
      Pasaron unos veinte minutos y algunos kilómetros. Pasaron también muchos recuerdos por la ventanilla del pasillo. Tantos recuerdos que la noche se hizo un poco triste de a poquitos. Aquel tipo de las gafas había tenido delante tantos pasillos y tantas puertas en la vida. Y en cada uno de ellos la obligada necesidad de elegir uno, y desestimar los demás. Y continuar un rumbo que no le deparaba otra cosa que no fueran pasillos. Y puertas. A veces, aunque sólo sea en momentos de debilidad y lluvia, le asaltaba la inquietante duda de haber elegido los peores.
      —Hola —escuchó a su lado la voz de Blanca— ¿qué hace un rojazo como tú viajando en clase preferente?
      —La empresa paga.
      —¿Qué ha sido de tu vida? —volvió a preguntar ella.
      —Ya lo ves. Estoy solo. El mundo sin ti es un desastre.
      —Entonces ¿quién era la negrita que te despedía en el andén?
      —No la conozco. Me preguntaba por una calle.
      —Sigues siendo un embustero.
      —¿Así que me habías visto antes de la cena? —preguntó Ernesto, socarrón—. ¿Entonces por qué tanta sorpresa al sentarme en vuestra mesa?
      —Te vi por la ventanilla cuando te despedías. Pero nunca pensé que fuéramos a encontrarnos.
      —¿Por qué aquella cara de alarma? ¿Por qué fingir que no me conocías?
      —Alguna vez les hablé bien de ti. Ahora iban a pensar que les había mentido —dijo Blanca.
      —Recuérdame más tarde que te dé una hostia —replicó Ernesto, con un tono cansado.
      Se habían mirado un largo rato mientras hablaban. Repasaban la cara del otro y trataban de encontrar huellas del paso del tiempo, evidencias de que ya eran otros. Luego miraron su reflejo en la ventana y permanecieron un buen rato mirando al través.
      —Estás muy guapa —dijo finalmente Ernesto.
      —Y tú eres un mierdudo, un payaso sin amor propio. ¿Por qué dijiste en la cena que eres impotente? Nunca te entenderé.
      —Por tranquilizar a tu amante. Daba pena verlo.
      —Creo que ningún hombre haría esas bromas.
      —Yo no soy un hombre. Sabes que soy un niño. ¿Y tú qué haces con un tipo que engaña a su mujer? —se puso serio Ernesto—. Me dejaste por una cosa como ésa.
      —Esta vez yo no soy la mujer del tipo, Ernestico. Todo cambia.
      —¿Quieres que sigamos hablando en mi cuarto? Aquí hace ya un poco de frío.
      —No —declinó Blanca—, tengo sueño, sólo he venido a decirte adios. ¿Sabes? —continuó— soy una nostálgica empedernida: durante la cena he estado recordando el día en que te conocí. En aquella asamblea universitaria, con los ánimos tan caldeados. Y tú, pequeño patán, tomando la palabra para decir, en medio de la expectación general , aquella idiotez de que nunca conseguiríamos nada hasta que contásemos con nuestra propia caballería, como la tiene la policía.
      —Yo te recuerdo en otros momentos, más íntimos e interesantes.
      Blanca sonrió con una nostalgia tristona, le sacó la lengua y se dio media vuelta. Unos pocos pasos y desapareció del pasillo por donde había venido. Ernesto regresó a su reflejo en la ventana. La lluvia no cesaba, la vida tampoco, aunque a veces —es difícil explicarlo— apetecería descansar. Cuídate, dijo sin saber a quién, y volvió a sumergirse en la noche, en los olivares encharcados y en las gotas de lluvia que se incendian por momentos.

El alucinante viaje del duende, la princesa y el sapo