martes, 15 de septiembre de 2009

Nuevo final a Caperucita, ejercicio

Pedro Conde

      Sabiendo que el pestillo no estaba echado, Caperucita empujó la puerta, entró en la cabaña y voceó.
      —¡Abuela, soy yo!
      Caminó decidida hasta la mesa del comedor y puso la cesta sobre ella. Buscó con la mirada en derredor suyo y cuando se disponía a llamar de nuevo a su abuela, vio a través de la puerta del dormitorio que la cama no estaba hecha. Las sábanas, mantas y colcha colgaban por un lado como una cascada sólida, y las flores que adornaban las telas se perdían en un caos de manchas rojas. Contuvo la respiración y hasta las motas de polvo que se asomaban al mundo en los rayos de sol que entraban derrotados por las ventanas, parecían detenerse. El chirrido de unas bisagras la hizo volverse asustada. La puerta de la entrada se cerró de golpe empujada por la pata de un gran lobo gris que la miró con gula. Caperucita, atenazada por el pánico, no se movió, ni gritó. Pasados unos segundos, entre tartamudeos, consiguió preguntar.
      —¿Dónde está mi abuela?
      El lobo, torció la boca en un gesto de sonrisa y desprecio juntos.
      —Un poco allí —señaló con la cabeza hacia el dormitorio—, otro poco aquí —y mostró su abultado vientre.
      —La has matado.
      —Sí —continuó el lobo con su voz de barítono—, eso suelo hacer antes de comer a mis presas, matarlas.
      —¿Y qué vas a hacer conmigo? —el lobo dio un solo paso hacia la joven, muy despacio, estiró el cuello y olisqueó el miedo. Ella, asustada, atropelló las palabras— Pero acabas de comer, tienes la barriga llena, si me comes… reventarás.
      —Te mataré —avanzó otro paso—, y te comeré más tarde.
      —Si tardo en volver a casa vendrán a buscarme y te cazarán —lanzó la amenaza sin mucha convicción.
      El animal detuvo su avance y pensó en lo que dijo la joven.
      —Creo que dirías cualquier cosa para salvar la vida, pero eso tiene sentido —calló por otro rato, casi se podían sentir los engranajes de su cerebro—. Esperaré a tener hambre. Te mataré entonces, y si es verdad que vienen a buscarte antes de que lo haga, te usaré como rehén para salvarme.
      El lobo desandó un par de pasos y se echó en suelo, junto a la puerta, la mirada clavada en Caperucita. Ella permaneció de pié unos minutos hasta que la tensión aflojó sus rodillas. No despegó los ojos del lobo mientras buscaba con su mano, junto a la ventana, la mecedora donde su abuela bordaba o hacía punto aprovechando la luz de la tarde. Se sentó despacio. Las espigas y ensambles de la madera sonaron como articulaciones viejas. Contuvo la respiración hasta que el silencio ocupó toda la cabaña. Mirando de nuevo al dormitorio, con miedo, recordó a su abuela sentada en el sitio que estaba ella, cosiendo, leyendo, con las gafas siempre en endeble equilibrio en el borde de la nariz. La rememoró canturreando en la cocina con el delantal manchado de harina y el pelo que se le escapaba del moño y ella ponía, incansable, una vez y otra sobre sus orejas, aunque en el cabello no se notaba la harina. Caperucita supo que nunca volvería a vivir otro de esos momentos y agobiada por el vértigo que le vaciaba el pecho, inició un llanto que atrajo la atención del lobo.
      —¿Por qué lloras?
      —La has matado. Yo la quería, era mi abuela.
      —Era carne —dijo él.
      —¡No! Era más que eso, era buena y cariñosa, una persona incapaz de hacer daño a nadie —ofendida, le gritó— ¿Es que tú no tienes familia?
      El lobo no respondió, cerró la boca, puso la cabeza sobre sus patas y, adormilado tras el banquete que se había dado, siguió respirando sonoramente por la nariz.
      —Los lobos van en manada —reflexionó Caperucita en voz alta— ¿Por qué tú estás solo?
      Un moscardón entró por la ventana y el zumbido de sus alas sirvió de excusa para la falta de respuesta del lobo. La joven volvió a intentarlo.
      —¿Por qué no tienes manada? ¿Qué les pasó?
      —Me echaron —dijo con amargura.
      —¿Por qué?
      El lobo hizo una mueca, y desde su postura relajada en el suelo, encogió ligeramente los hombros. Había pensado tanto en ello que, aun sin comprenderlo del todo ni encontrar una respuesta lógica, lo acabó aceptando.
      —Porque podía hablar como los humanos.
      —Pero eso no es… no entiendo cómo.
      —Mientras era un lobezno, no hubo muchos problemas. Algunos padres prohibían a sus hijos que jugaran conmigo, pero eso no era tan malo. Luego, en las cacerías, me apartaban. Murmuraban a mis espaldas. Ninguna hembra me hizo caso nunca, y hasta mi madre, un día que volví a la lobera, protegió recelosa a su nueva camada. ¿Creía que iba a hacer daño a mis hermanos pequeños? —el lobo sacudió la cabeza, y suspiró— Eso era lo que pasaba, todos me tenían miedo aunque jamás hice nada contra ellos. Me echaron tras una asamblea a la que no fui invitado.
      —Pero hablar como los humanos, para un lobo, debe ser un don, aunque ahora no le vea la utilidad. ¿De qué tenían miedo?
      —Se teme a lo que es diferente, a lo que no se entiende.
      Caperucita notó con claridad el dolor que cargaban aquellas palabras, y a pesar de que el lobo, por primera vez, retiraba la mirada de ella, los vio brillar, humedecidos.
      —Lo siento mucho. No sé lo que es no tener familia ni amigos, estar solo. Sólo de imaginarlo me duele —se llevó el puño cerrado contra el pecho.
      El silencio volvió a la cabaña, pero ahora no había tensión ni miedo disuelto en él. Era un silencio cálido en el que se respiraba la compasión de caperucita por el animal, y donde éste, aplacado por la empatía de la joven, dejó de verla como presa.
      —¿Cómo te llamas? —preguntó ella, él no respondió —Se me ocurre que puedes quedarte a vivir aquí. Yo vendría todos los días a verte y te traería algo de comida. Ahora puedes comer lo que traigo en la cesta: huevos y algo de queso. Mañana pasaré por la carnicería y pediré que me den los despojos.
      —¿Por qué debería creerte? ¿Por qué no ibas a volver con ayuda para matarme?
      —Porque yo no soy tú. Además, pienso que tú tampoco lo harías si estuvieras en mi lugar.
      —Eso es una tontería, no me conoces, no sabes nada de mí —reprochó el lobo.
      —Pues dime, cuéntame cosas de ti. ¿Cómo empezaste a hablar? ¿Tenías muchos hermanos?
      El lobo remoloneó, y con cierta desgana empezó a contar cosas olvidadas de cuando era un cachorro. Del calor de la madre y del excitante olor del padre. Las primeras exploraciones en el monte. Empezó dibujando instantes de su vida y poco a poco profundizó en los sentimientos. La mirada interesada de Caperucita le invitó a seguir y descubrió el desahogo de la confesión. Le contó cómo copió el lenguaje de los pastores y la decepción que sufrió cuando enseñó en la manada, con orgullo, su capacidad. Le mostró cada instante en que el creciente rechazo alimentó la soledad que acabó por estrangularle la razón. Y por último, el momento de su salida del clan en el que los lobos le gruñían amenazadores y le empujaban ladera abajo, incluso aquellos dos que un día fueron sus padres.
      Para evitar el vergonzante llanto había cerrado los ojos, por eso sorprendido al notar la mano de la joven que le acariciaba la cabeza, se puso de pié rápido.
      —¿Qué haces? —ella no dijo nada— ¿Es que no te doy miedo?
      Negó con la cabeza y respondió.
      —No, en realidad no somos tan diferentes, y ya no puedo temerte porque te conozco.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Perdido

Montse Villares

      —Y ¿quién es usted?
      —Eso querría saber yo. No lo recuerdo y como he leído por aquí… — buscando en el forro de la chaqueta— he encontrado una dirección y he pensado que quizás sería mi casa.

      Ella le miraba con extrañeza. Él seguía hablando sin encontrar lo que buscaba mientras se quitaba la chaqueta. Al girarse hizo un gesto, o quizás no era eso, era su silueta de espalda; la misma constitución, el mismo pelo, escaso y grisáceo… pero esos pantalones no, él los hubiera llevado bien planchados. Nunca hubiera salido a la calle así, no, ella no lo habría permitido.

      No pensó si el destino le quería jugar una mala pasada. Sólo le hizo entrar. A un desconocido ¡si se enteraba su hijo! Fue un impulso. Sus ojos decían la verdad, estaba realmente perdido. Y ella tan sola… Le preparó una infusión que el hombre agradeció con gesto educado. Se puso las gafas de coser y leyó la etiqueta. Era como las que ponían en la tintorería del barrio. Claro, era eso. Esa chaqueta y un par más, junto con dos cajas; entre pantalones, camisas, jerseys y pijamas; las había llevado ella a Cáritas, para que lo aprovecharan… su marido ya no lo iba a necesitar. Hacía tres años ya desde que él… Sus ojos se humedecieron.

      —¿Se encuentra bien, señora?
      —Sí —recomponiéndose—. Mire, es ya un poco tarde para que vaya por ahí. Esta noche se queda aquí y mañana nos acercamos a la comisaría. ¿Le parece?
      —No querría ser una molestia.
      —No lo es, créame. Voy a prepararle la cama. Mi hijo hace años que no la usa. Desde que se casó. ¿Tiene usted hijos?
      —Ojalá pudiera responderle —encogiendo los hombros.
      —Discúlpeme. Es que no me acostumbro…

      Ella entonces le miró las manos. No llevaba ninguna alianza, ni marcas de haberla llevado. Al hacérselo notar, se sintió aliviada, sin saber porqué. Aunque había hombres que no solían llevar la alianza, debido fundamentalmente al tipo de trabajo que realizaban, creyó que aquel hombre tan educado, de tenerla, la habría llevado. Y sonrió. Además, si llevaba aquella chaqueta era porque no tenía a nadie —pensó.

      —Me voy a preparar algo de cena.
      —No quisiera mo…
      —No se preocupe. Hace tiempo que no cocino para dos — dijo con entusiasmo.

      Enseguida empezaron a salir de la cocina aromas olvidados.
      —Esto huele que alimenta.
      —Es conejo estofado, también hay unos trozos de pollo. Había sacado para descongelar el conejo para mañana y con el pollo que tenía para cenar… un poco de aquí y otro poco de allá y listo.
      —¡Qué apañada que es usted.!
      —Va a hacer que me suban los colores. Llámeme Fernanda, no es bonito, pero es mi nombre.
      — Si es el suyo, es el más bello para mí.
      — Coma, coma. —Halagada, le servía un poco más.

      La cena discurrió tranquila. Le habló de sus hijos y de su difunto marido. Él la escuchaba empapándose de toda aquella vida. Después de cenar le ofreció una copita de anís, — a su marido le gustaba; de vez en cuando, no hacía daño— y él la aceptó, mientras le enseñaba fotos de su familia, de sus viajes, de su juventud en que fue esbelta y de cara agraciada.

      —Los años no perdonan.
      —Pues yo la encuentro muy favorecida.
      —Es usted un galán.

      Al día siguiente, se levantó de buen humor y preparó la mesa con tostadas, mantequilla, mermelada, embutido, café y leche para dos. Contempló la mesa de lejos y decidió cambiar las tazas de cristal ahumado por unas de porcelana pero él salía en ese momento de la habitación.

      —¿Ha dormido bien?
      —Sí. Estupendamente.

      Ella disfrutaba de aquella nueva compañía de la que no se quería desprender.

      —Sabe… Como no sé su nombre, le llamaré Ricardo, es un nombre precioso. ¿Le gusta?

      Él sólo sonrió.

      —Pues entonces, Ricardo, lo que le quería decir es que iremos a la comisaría mañana. Me parece que va a llover. Mejor se queda usted en casa. A nuestra edad es mejor evitar un catarro. ¿No le parece?

      Él asintió con un gesto. Ella, después de recoger las tazas y los platos, se sentó a su lado con agujas y lana y comenzó a tejerle un jersey para el invierno.

martes, 1 de septiembre de 2009

Pesadilla

Sara

      —No, no, ¡No!
      Me levanté de un salto, asustada con mis propios gritos. Las gotas de sudor frío empapaban todo mi cuerpo, y resbalaban por mi frente y mis mejillas, para continuar su carrera por el resto de mis extremidades.
      Los rayos del Sol comenzaban a dar señales de su existencia, colándose disimuladamente entre los huecos de la persiana entrecerrada. Miré el reloj. Las nueve en punto. Ni un minuto más, ni uno menos.
      “Ya debería estar aquí”, pensé en mi fuero interno. Deseaba con ansia que estuviera de nuevo aquí. Volver a acariciar su piel, a oler el aroma de su cuerpo, a besar hasta el último rincón de su existencia de vida. Llevaba ya mucho tiempo esperando, mucho tiempo de búsqueda en el que poco me faltó para perder la cordura. Mucho tiempo de negociaciones, de llamadas inesperadas, de voces de ultratumba que no decían nada...
      El teléfono sonó, y el leve titileo de la melodía de llamada resonó en mi cabeza con más intensidad de lo que lo había hecho nunca antes. Ellos me habían enseñado a temer cualquier sonido, movimiento o cosa inesperada, cualquier señal que, una vez más, afirmara que mi vida no seguía un plan, no se movía en círculos concéntricos, sino que lo hacía por senderos sin asfaltar y repletos de baches en los cuales no había ningún puesto de socorro, ni un alma caritativa dispuesta a ayudarte.
      Caminé pesadamente hacia el salón y descolgué el viejo teléfono negro que temblaba casi imperceptiblemente sobre el soporte.
      —Diga —sonó mi voz, lejana, propia más de otra persona ajena a mí, que de mi propio cuerpo.
      Silencio.
      —¿Qué ha pasado? —espeté, afianzando mi voz a medida que pasaban los segundos.
      Silencio.
      Al fin sonó el timbre exacto de voz que yo estaba esperando. Pero el mensaje que transmitió no se parecía en nada a lo que estaba pensando oír.
      —Necesitamos más dinero. A las dos del mediodía, en el mismo lugar de siempre. Ya sabes lo que te hemos dicho sobre llamar a la policía.
      La voz ronca y fría me dejó paralizada. Como si se tratara de un veneno mortal, se extendió por mis brazos y mis piernas, que no pudieron sostenerme y se doblaron agotadas. Caí al suelo de rodillas y mi rostro, seco de las lágrimas del sueño, volvió a empaparse de nuevo.
      Alcancé a coger el teléfono, que se había separado de mi mano justo en el momento en que mis piernas se flexionaron. Pero ya no había nadie en el otro lado.
      En mi sueño, la banda criminal que hacía dos meses había secuestrado a mi marido, lo asesinaba impasiblemente delante de mí, sin que pudiera hacer nada al respecto.
      En la realidad, no sabía aún lo que ocurriría, pero deseaba con todas mis fuerzas que esta vez ni superara ni llegara a la altura de mi imaginación. Deseaba tener un final feliz, de los que están repletos los cuentos de hadas que nos leían de pequeños. Era tan sencilla la vida cuando no llegábamos al metro de altura...
      Mi marido era un hombre de negocios. Un gran hombre de negocios. Desde que creó la empresa, no había experimentado pérdida alguna de dinero, más bien al contrario. Nuestros ingresos se multiplicaban extraordinariamente cada año. Tanto era así, que en poco tiempo teníamos ya nuestro imperio. Dos casas en la playa, un dúplex en pleno centro de Madrid, cuatro áticos en varias ciudades emblemáticas de Europa, y nuestra última adquisición: una maravillosa finca en Miami, con toda clase de lujos a nuestra entera disposición. Había sido un regalo de un cliente de mi marido, por la profesionalidad con la que se tomaba éste su trabajo.
      Era tan bonito todo aquello que decidimos instalarnos a vivir allí.
      Si lo hubiera sabido... Si hubiera sido por un momento consciente de todo lo que nos esperaba... Nuestro camino era perfecto, envidiable. Tan envidiable que algunos matarían para conseguir lo que teníamos.
      Pensé por un momento en llamar a la policía. Pero el miedo se apoderaba de mí con tal intensidad que casi ni podía pensar por mi cuenta.
      De repente, una idea escalofriante cruzó por mi cabeza. En otro momento, habría sentido miedo de mí misma por pensar aquello. Pero entonces sentí valor.
      Me vestí a toda prisa, desayuné y cogí todo el dinero que pude adquirir en aquel momento. Salí de casa y conducí mi BMV rojo descapotable hacia el centro de la ciudad. En una esquina, un local viejo anunciaba tenuemente: “Venta de armas”.
      Paré el coche en doble fila y me aventuré a entrar en aquel local. El vendedor alzó la vista y su visión de sorpresa se extendió rápidamente por su rostro:
      —Buenos días, señorita. —dijo al fin— ¿Quería algo en especial?
      —Hola. Quiero el arma más potente del mercado. Le entregaré todo el dinero que haga falta, con dos condiciones: que sea rápido y sin una sola pregunta – pronuncié mis palabras con lentitud y con una voz tan fría que por un momento sentí que no era la mía.
      El vendedor pareció titubear ante mi solicitud. No estaba seguro de cumplir mis órdenes así como así. Un fajo de billetes apareció encima del mostrador. Como si se le hubiera aparecido la virgen, su rostro se iluminó y dijo:
      —Por supuesto. Ahora mismo le traigo lo que me pide.
      Se alejó y dos segundos más tarde tenía el arma entre las manos. Rápidamente, y haciendo caso a la primera condición que le había impuesto, me explicó cómo utilizarla y la guardó en la caja, ya cargada para su uso. Me la entregó en una bolsa que a mí me pareció la cara externa de una granada a punto de estallar.
      Cogí la bolsa y le miré.
      —Gracias –pronuncié, al tiempo que me alejaba hacia la puerta.
      El motor de mi coche pareció advertirme que aquello no iba a terminar bien. Que yo no era nadie enfrentada a una banda tan peligrosa como la que había secuestrado a mi marido. Pero mi razón funcionaba a base de impulsos, como si de repente hubiera dejado de ser humana para convertirme en un animal. Y mi corazón clamaba a gritos el mismo mensaje de hacía dos meses: “¡Te quiero, cariño!”.
      Ya casi había llegado al lugar de nuestro encuentro. Un enorme desierto se alzaba ante mis ojos. La pistola se escondía disimuladamente bajo el trasero de mis pantalones Levi Strauss, y mi camisa negra acariciaba suavemente el gatillo, preparándole para la acción.
      Recordé cuando, de pequeña, mi abuelo me explicaba cómo utilizar la escopeta de caza. Me situaba a varios metros de varias latas vacías de refresco y me instaba a “matarlas” a todas. Mi puntería era bastante buena, y mi abuelo decía constantemente que no había nada más peligroso que una mujer con puntería y un arma bajo el brazo. Era el momento de demostrar aquella frase con hechos.
      El Land Rover negro con cristales ahumados apareció en la lejanía. Mi mirada observó impasible el vehículo acercarse, mientras mi cuerpo se apoyaba tranquilo en el morro del reluciente coche rojo sangre.
      El motor del Land Rover dejó de oírse, y cuatro pies con zapatos de cuero negro brillantes bajaron a tierra. Llevaban los rostros al descubierto, y aquello me descentró por un momento. Ahora más que nunca, debía controlarme como fuera. Estaba claro que no pretendían dejarnos con vida.
      Y yo no pretendía dejarles con vida a ellos.
      —Tienes el dinero —dijo un hombre increíblemente atractivo. Reconocí su voz al instante. Era el mismo que había protagonizado todas las llamadas a casa.
      —¿Tienes a mi marido? —inquirí impasible.
      El hombre soltó una risa altiva:
      —Increíble. Esta mujer tiene agallas —dijo al fin.
      —Respóndeme —insistí, haciendo caso omiso a su intento de ponerme nerviosa.
      —Sí, sí, mujer. Sacádlo —ordenó.
      El otro hombre que le había acompañado caminó decidido hacia los asientos traseros del todo terreno, y la figura que tanto había deseado los últimos dos meses, apareció en unos segundos frente a mí. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al observarle. Presentaba señales de violencia en todas las zonas visibles de su cuerpo, sus párpados casi ni podían mantenerse abiertos, y si no fuera porque el hombre le mantenía sujeto de los hombros, estoy segura que habría caído al suelo.
      Nuestras miradas se encontraron unos segundos. Intenté transmitirle tranquilidad, confianza, seguridad. Pero su mirada pareció no leer entre lineas mi mensaje.
      Cogí el maletín con el dinero del asiento del copiloto de mi coche rojo sangre y avancé unos pasos hacia aquellos asesinos. Le extendí el botín al tipo atractivo, que parecía encantado con su increíble poder.
      Él abrió el maletín y comenzó a contar el dinero. Alzó la vista hacia su compañero y le hizo una señal para que se acercara. Éste soltó los hombros de mi marido, que cayó de bruces al suelo.
      Mientras ambos contaban el dinero, mi cerebro me dio la órden de actuar. Rápidamente, deslicé el arma y disparé a uno de los hombres. Un tiro perfecto en la frente terminó con su vida en un instante y puso a su compañero en guardia.
      Había transcurrido menos de un segundo y el otro hombre sostenía dos pistolas, una en cada mano, aferradas con fuerza, apuntando a sus dos objetivos. Mi marido aún no era consciente de que una pistola apuntaba su cabeza, pero yo podía ver nítidamente la figura de la otra pistola apuntando hacia mi pecho.
      Aquello se estaba complicando. A cámara lenta, observé cómo su dedo apretaba fuertemente el gatillo de la pistola que me apuntaba, y oí perfectamente el disparo. Un disparo que me pareció mucho más fuerte y ruidoso que el que había acabado con la vida del otro asesino.
      Pensé que había muerto. Dos segundos más tarde pude abrir de nuevo los ojos. La figura de mi asesino yacía doblada en el suelo, mientras mi marido sostenía con una fuerza increíble el mango de la pistola que había pertenecido en su momento al hombre atractivo.
      Todo había acabado. Corrí rápidamente hacia mi marido y le besé con la pasión de quien acaba de empezar una nueva vida.
      —Cariño, ¿qué ocurre? —la voz de mi marido, sorprendido, me condujo de nuevo a la realidad.
      Abrí los ojos y le vi, a menos de tres centímetros de distancia, con un gesto de sorpresa en el rostro. Las paredes de nuestra habitación parecían estar sorprendidas también. Sonreí. Todo había sido una pesadilla. Pero había sido tan real...
      Le besé de nuevo, de forma apasionada.
      Bajo la almohada, una pistola ya descargada, descansaba plácidamente.

Homo

César Gómez

      Su vergüenza es llevada en volandas por una algarabía de salves, insultos y escupitajos. En el trayecto de su pasión, levanta un instante la vista con la intuición del que se siente observado, y pierde una mirada buscando algo de recíproca compasión. Con la mente tan cosida como su vagina, permanece inmóvil tapada con una tela de saco cara al terror, hasta que un estruendo la revienta la sien abriéndole la cabeza en dos como a un coco.
      Esperaba las noticias de la bolsa en el canal de noticias y se coló la historia de Jadiya. Le dedicó un breve instante de indiferencia y, más molesta por la ausencia de información bursátil que por la lapidación, apagó el televisor. Al hacerlo, el dedo se impregnó de polvo haciéndole caer en la cuenta que necesitaba otra asistenta. Se enfundó en el abrigo rojo que le confería distinción, y tras un último vistazo al espejo de la entrada, enfiló el camino a la empresa proyectando seguridad en sí misma.
      En el proceso de selección solo se discrimina cuando optan a cargos directivos. Jamás había pensado en ello hasta que Beatriz, su secretaria y única amiga, le puso en alerta. Su autosuficiencia hereditaria le alejaba de cualquier preocupación; para ella era una suerte de trámites que habrían de sucederse, sabía que era la mejor preparada y que el Consejo de Dirección se tendría que rendir a la evidencia de los resultados. Educada desde pequeña para prescindir de los asuntos superfluos, su vida, regida por una moral estoica, era consecuencia de una desmedida ambición que hacía que su mente fuera cruzada constantemente por diagramas de flujo y gráficas en tiempo real.
      Avanzaba con paso resuelto y casi chulesco, tiñendo de carmín el gris de la ciudad. Absorta en un mundo de índices, valores y cotizaciones aterrizó forzosamente al toparse de cara con el olor a henna de una chica con rastas que le animaba a unirse a una espontanea manifestación pro derechos humanos. Una mirada desdeñosa y un despectivo balbuceo es lo que dio a cambio, mientras cruzaba a la otra acera pensando que no hacía falta un perfume exclusivo como el suyo, sino que bastaba con uno de supermercado para que aquella chica no resultara tan nauseabunda. Se giró para contemplar el tumulto con perspectiva, y se sintió despreciable por unos segundos al reconocer la foto de Jadiya en una pancarta.
      El forzado silencio que salía de la mesa ovalada le puso en alerta. Un par de miradas huidizas, y el hecho de llegar la última a la reunión, le hicieron darse cuenta que allí se estaba fraguando su sacrificio. Apenas unas cuantas frases que salían de la cabecera corroboraron su intuición; el Consejo de Administración en pleno había decidido que el puesto no iba a ser para ella: Juan de Gil, iba a ser el nuevo y flamante directivo. Le imaginó delante de los amigos de empresa, presumiendo con su fina ironía al igual que cuando se acostó con ella y tuvo que hacer un esfuerzo para contener su vómito. Se excusó con una risa de catálogo y tomó conciencia de la situación cuando Beatriz la encontró con la cabeza metida en el wáter purgando su odio.
      Al entierro de Yolanda Leis no asistió ningún ser querido. Dos semanas más tarde de la espantada de la reunión fue encontrada tendida en el suelo del salón de su casa. Su secretaria había dado la voz de alerta al no poder comunicarse con ella. A Yolanda se le paró el corazón un lunes por la mañana tras haber ingerido una mezcla de antidepresivos y helado de stracciatella. Ni siquiera Beatriz, que contemplaba la ceremonia en la distancia por miedo a las represalias, acudió aquella tarde; solo algún vecino y la mayor parte del Consejo de Administración entre los que se encontraba su recién nombrado Director Ejecutivo, aún con las secuelas del desprecio en el rostro.
      Por lo menos tuvo una muerte dulce, fue lo último coherente que pronunció Juan de Gil aquella mañana antes de que le café hirviendo le abrasara la cara.

El verano aplazado

Pedro Conde

      Sabíamos que era el último verano. Los padres de Jesús estaban preparando su traslado a la capital. A Manolo le habían aceptado la solicitud en el Colegio de los Salesianos y yo iría al instituto público de Antequera. Nos pesaba el cercano desarraigo como el calor plomizo del verano que empezaba. Huíamos del sol en el salón del bar de la calle siete y evitábamos el futuro no hablando de él, como si el hacerlo lo conjurara. A veces, cuando la sombra de la separación era muy oscura, en lugar de decirnos lo que nos echaríamos de menos y ayudados por la testosterona que hervía en nuestras venas, iniciábamos peleas por lo más nimio y nos gritábamos tensando los cuellos.
      —Eres un estúpido inútil —chillaba Manolo y me empujaba quitándome los mandos de la portería del futbolín—, déjame a mí, que tú no sabes —parecía que le iba la vida en la partida y yo me apartaba esperando ansioso que le metieran un gol para reparar mi orgullo herido.
      Descubrimos en ese tiempo el ajedrez y los refrescos de manzana para las tardes largas. Y cuando el Sol se acercaba al horizonte y las nubes confiadas se quemaban entre todos los rojos posibles, íbamos a buscar nidos y a comernos las almendras tardías que no habían madurado. Algunas noches poníamos mantas sobre la paja de la era y hablábamos hasta la madrugada mirando hipnotizados el cielo.
      —El lunes nos vamos a Málaga y no volvemos hasta el viernes —anunció Jesús aquella noche de final de Julio—, dice mi padre que tenemos que ayudar todos a arreglar el piso.
      —Yo también me voy, a Teba, a pasar unos días en casa de mi tía —dije yo—, vuelvo el sábado, creo.
      —¿Y yo? —se quejaba Manolo— ¿Tengo que aguantar solo los chistes de Jorge? ¡Dios me odia! —Jorge inició una risa de hiena que se le escapó por entre los labios apretados y que acabamos coreando a pleno pulmón entre una batalla de manojos de paja.
      La semana se me hizo larga conviviendo entre primos mayores. Y lo peor era que para evitar posibles males y ahogada por la responsabilidad de cuidarme de todo daño, mi tía me trataba como si fuera un prisionero. Pero la condena se acabó y por fin llegó el sábado. Tras un cansado viaje, apretado en la parte de atrás de un ochocientos cincuenta, la ansiedad comenzó a invadirme el estómago al reconocer los lugares de nuestras tropelías y las primeras calles del pueblo.
      En mi casa me recibieron con miradas expectantes y con caras de cera cuya intención no lograba adivinar. Se murmuraba en la cocina, y en el salón y en cualquier lugar en el que yo no estuviera.
      —¿Qué pasa? —pregunté. Mi madre lloró y mi padre bajando hasta la altura de mis ojos me dijo lo más incomprensible que se le puede decir a un chaval de catorce años.
      —Jesús ha muerto.
      Corrí a su casa para decirle la estupidez de mi padre, y desde el principio de la calle, el tremendo gentío que se agolpaba en la puerta frenó mi marcha con el peso de la tragedia que se hacía consistente. Cuando quise entrar un adulto me lo impidió, me empujó "¡Vete a casa", dijo. Por entre los hombros alcancé a ver que sacaban un cuerpo desnudo de la piscina del patio. "Los están lavando" comentó alguien.
      Por primera vez el sueño se llevó las pesadillas y al día siguiente mi madre preguntó:
      —¿Quieres ir al entierro? —asentí y puso sobre mi cama ropa limpia.
      Me acompañaba hasta la iglesia de la mano, como si fuera un niño chico, y no solo no la solté si no que me aferraba a ella con aterradora fuerza. Los vi de lejos, a Jorge, a Manolo, y a muchos de los compañeros de clase, limpios y con el pelo engominado, todos con gesto de amortajados. Aflojé el paso y ella volvió a preguntarme:
      —¿Estás seguro?
      —No —dije, y huí. Me perdí entre callejuelas y luego, corriendo sin rumbo, entre los olivos. Solté como pude la rabia que me abrasaba el pecho y empecé a odiar a Dios sin ningún tipo de pudor. Asistí al entierro desde lo alto del cerro de La Villeta. Desde allí se domina el valle. La carretera que baja al cementerio, el arroyo que a trozos se esconde entre cañaverales, los huertos con sus construcciones de cañas y los olivos que alfombran las suaves lomas hasta el lejano horizonte donde el Sol, antes de ponerse, quema a las nubes confiadas en una orgía de tonos rojos.