domingo, 28 de octubre de 2012

Necesidades básicas


por Lidymdp


A los cuarenta años, creía que tenía las necesidades básicas satisfechas: dinero, trabajo, relaciones influyentes. Sin embargo siempre le faltaba algo, aunque no sabía qué.
A la noche, en su sommier de tres plazas, cansado después de doce horas de concretar negocios, conversar sobre temas superficiales y adornar con billetes a las streapers del Bajo, un vacío le subía del estómago a la garganta y se le derramaba en lágrimas por sus ojos sin sueño. Dormitaba de a ratos, y entonces se le llenaba el inconsciente de posibles transacciones, mujeres anónimas, viajes a lugares desconocidos.
De a poco fue adelgazando hasta que pareció perderse dentro de los trajes Dior, sus pies empezaron a bailotear en los Armani, y el cuello se le convirtió en el de una tortuga, asomando por las camisas Ives Saint Laurent.
Los padres le habían enseñado que una profesión rentable, conocidos con influencia y una mujer de familia poderosa, era todo lo que se necesitaba en la vida para ser feliz.
Esquelético pero obeso de dinero en las Caimán, ahora no conseguía tragar un whisky sin que le produjera náuseas. Casi no tenía fuerzas para hablar y, sin deseos de ir a la oficina, empezó a quedarse en cama. Suspiraba. Lloraba. Ese vacío sin fondo se le extendió al cerebro: ya no podía pensar con coherencia.
La mucama que venía a diario a su piso de Palermo Chico, se extrañaba que no le permitiera hacer la limpieza del dormitorio. Al contestar el teléfono decía El señor se encuentra enfermo. Y como a tal, le servía caldo, arroz y puré. Pero él no tocaba la comida. Empezó a preocuparse. Un día, traspasando los límites, se sentó en la cama junto a él. Como madre de cinco que era, colocó su mano en la frente de ese hombre al que en diez años nunca había visto desvalido, una mano tibia.
El lanzó un suspiro, ella acercó su cara y se la apoyó en el pecho, y un temblor le dijo que ése era el camino; entonces lo rodeó con sus brazos como a un bebé.
El hombre sintió que el corazón le ardía y se dio cuenta de que hacía más de quince años que nadie lo acariciaba si no era por dinero. Sin palabras, guardó esa mano entre las suyas y supo cuál era su necesidad básica.

Historia de Rezdam


por Ignacio
1.
La presidenta del Fondo Monetario Internacional se atusa con gesto distraído el mechón de pelo que le adorna la frente. Cabello suave de tonos plateados, corto, peinado casi de forma masculina. Se acomoda el echarpe de cachemira roja sobre los hombros. Mientras firma con pluma de oro, frunce ligeramente los labios. Labios finos cubiertos de una suave sombra peluda. Más allá de los tintes y el carmín, su boca parece hocico de rata ávida. Luego enrosca el capuchón de la pluma, despacio, mientras contempla el garabato de su nombre al pie del protocolo que las autoridades rumanas han tenido que aceptar sin condiciones, como una rendición.
A esa misma hora Elena Cisuic sale de la tienda donde trabaja de dependienta. La Presidenta del Fondo ignora la existencia de este pueblo rumano y nunca ha oído hablar de Elena Cisuic que camina enfundada en un viejo chaquetón militar. Ella sí ha visto a la Presidenta en las fotos de los periódicos o por televisión, ha visto su echarpe de seda roja y sus ojos grises de mirada fría. Sus manos bien cuidadas que baten el aire cuando exige sacrificios dolorosos al pueblo rumano. ¿Qué sabrá ella del dolor de pueblo rumano? Elena se ajusta el pañuelo del que se escapan mechones rebeldes, negros, brillosos. Si el gobierno decide los recortes que exige esa señora, Catalin, su marido, perderá el trabajo. Se lo dijo anoche en la cama, después del amor: Van a dividir por dos el número de funcionarios y me va a tocar a mí. ¿Tendrá marido la Presidenta?, se pregunta Elena. Trata de imaginarla en la cama hablando con él mientras sus dedos se enredan en los rizos del vello que tiene en el pecho. Le dirá, los rumanos van a pagarnos al fin todo el dinero que nos deben. Que trabajen más y que se aprieten el cinturón. ¿Dormirá desnuda la Presidenta? Su cuerpo seco y duro como sus ojos ¿será capaz de ternura o de deseo? Elena sortea un charco de agua sucia en el que ha estado a punto de meter los zapatones de invierno.
Como todas las tardes cuando regresa a casa, se para delante del escaparate de la tienda de ordenadores. Sueña con comprarle uno a Razvan, el más moderno y el más caro, si pudiera. Elena, su hijo no es como los demás, le ha dicho el maestro, él puede adelantar mucho, salir de esta miseria en la que vivimos. Razvan acaba de cumplir diez años, y Elena piensa que el ordenador sería el primer paso de su hijo hacia ese mundo a la vez tan inalcanzable y tan próximo. Pero ella sólo gana noventa euros, y su marido va a perder el trabajo porque la Presidenta del Fondo le exige que paguen una deuda que alguien contrajo en nombre suyo. ¿Cómo va a pagar ella con sus noventa euros mensuales todos esos miles de millones de dólares?   Si le hace la pregunta a Catalin, su marido abre las manos vacías y sonríe, fácil, me echan del trabajo y el sueldo que me daban a mí se lo dan a esa señora para que ella lo reparta entre los bancos. Y si hay miles de Catalin como yo...

2.
Elena no ha querido renunciar al ordenador. Es como si ya no tuviera otro objetivo en su vida. Una obsesión, un duelo personal de mujer a mujer entre ella Elena Cisuic y la Presidenta del Fondo que con su inmenso poder y sus hocicos de rata ávida trata de privar a su hijo del ordenador que le abriría las puertas del futuro. Elena imagina a la Presidenta con su echarpe rojo sobre los hombros dictando decretos sañudos; por las noches, sueña con ella persiguiendo al pequeño Razvan para tragárselo crudo o encerrarlo en la caja fuerte de un banco. En sus largas horas de duermevela, trata de responderse a la pregunta ¿qué será un fondo monetario?, y ve a la Presidenta sentada sobre montañas de monedas doradas o asomada a un pozo sin fondo donde va echando el salario que mes a mes le quita a Catalin.
Desde que llegó a Italia, Elena duerme mal. Si no la despiertan los gritos de la vieja paralítica que le pide una pastilla para el dolor, se desvela acordándose de Rezvam, de sus ojos negros donde apareció una tristeza inconsolable al enterarse de que ella se iba a trabajar a Italia; regresaré para comprarte un ordenador, trató de consolarlo, me pagan el triple de lo que gano aquí. No tardaré en volver, en cuanto reúna el dinero. Si te sientes muy solo, ya sabes, el teléfono, pídele a papá.

3.
Catalin no ve el cambio, pero sí lo ve el maestro o lo sospecha. Catalin anda encerrado en su propio drama, sombrío, casi celoso de ese ordenador maldito que se ha llevado lejos a su mujer.
Sin su mamá Razdam no es Razdam. Anda distraído, ensimismado, arrastra una tristeza que lo ahoga como si el mundo fuera de repente un desierto desolado. Se pasa la semana esperando que llegue el viernes que es cuando llama por teléfono pero luego ese momento tan deseado y esperado resulta más doloroso aún, una puñalada en su frágil corazón de niño que no sabe de fondos ni de deudas. A sus compañeros les dice que haría cualquier cosa para que su mamá vuelva pronto.
Y un viernes Catalin le dice que no queda dinero para llamar, que primero es comer; o fumar responde Rezvam sin que su padre le oiga.
Sin lágrimas, Rezvam se refugia en la pequeña cabaña que hace las veces de cocina. Trepa a una silla y planta un clavo grande en la pared, a martillazos rabiosos. Se ata una cuerda al cuello y anuda el otro extremo en el clavo, apretando con todas sus pequeñas fuerzas. Cuando todo está preparado, murmura para sí, ahora mamá tendrá que volver para quedarse conmigo.
Luego se deja caer, de golpe.