sábado, 19 de diciembre de 2009

La sombra de Babel (ejercicio sobre "La sombra", de Poe

Mirta Leis

      Diciembre se refleja en el rostro de los transeúntes. Los niños llenan las calles con sus risas acompañando las canciones navideñas que brotan de cada una de las vidrieras. Un ramillete intermitente impregna todo con brillantes colores y los árboles de las plazas se ponen el traje de luces para imitar a las estrellas. El mundo se apresta a cambiar de milenio y las más variadas formas de esperar su arribo se suceden en todas partes.

      En la zona vieja de la ciudad de Ptolemáis, un grupo de amigos se reúne en un noble palacio. Los siete se sientan silenciosos en torno a una mesa de ébano de gruesas patas torneadas. Candelabros encendidos, cortinas de pana, poltronas sobre un piso de mayólicas y algún cuadro de dudoso estilo adornan la sala. A un costado del salón, Zoilo, el más joven de todos, yace en un lujoso ataúd, sobre una alfombra púrpura, justo debajo del acceso. La única puerta del lugar, es de bronce fundido, fue construida hace tiempo por Corinnos, el artesano.

      El silencio es uno más de los participantes de aquella singular reunión. Los oscuros cortinados impiden el paso de las luces de la calle. La música, el destello de colores, la luna y las estrellas tampoco han sido invitados, en su lugar penden negras colgaduras desde el techo, que dibujan un escenario barroco y tétrico a la vez.

      Oínos, el dueño de casa, y sus amigos beben el rojo vino de Chíos, y entre cada sorbo sienten sobre sí el peso de los tiempos de peste y de miseria plagados de señales.

      El milenio toca a su fin, y tal vez, cada uno de ellos deba rendir cuentas de su paso por la vida, tal como seguramente lo hace Zoilo en este mismo momento.

      La penumbra pesa sobre sus cabezas tanto como sus pensamientos. Los rostros preocupados se reflejan en el brillo del ébano donde se apoyan las copas del elixir de uvas.

      Afuera, el bullicio evoca miles de festejos, adentro del salón, en cambio, el silencio reina y la atmósfera es pesada e indescifrable. El Mal palpita y se teme, la ansiedad y la angustia compiten como oscuros designios, que se presienten , escondidos, en aquella vigilia de cuerpos laxos y agudizados sentidos. El imperio del vino se opaca en el reinado absoluto del miedo.

      De pronto, aquellos colgajos parecen pesar sobre cada una de las cabezas de los amigos, y la palidez de sus rostros asustados se refleja insidiosa en el brillo de la mesa.

      Nadie dice palabra, todos sienten el miedo del otro. Entonces, con la locura y la histeria en dominio, lanzan una interminable seguidilla de canciones y de risas cual vano intento de alejar el Mal que les acecha.

      Desde su ataúd, Zoilo parece acompañarlos con aquella expresión indefinida que denota en sus facciones demacradas por la peste. Oínos cree por un momento que los ojos del muerto están fijos en él, y huye del miedo canturreando a viva voz las canciones del hijo de Teos.

      El cansancio que vence al guerrero fue acabando con las voces de los amigos, que poco a poco fueron entonando melodías inaudibles, mientras el vino, rojo como la sangre, se secaba en las copas.

      Fue entonces cuando la vieron.

      Parecía escurrirse lentamente hacia abajo cubriéndolo todo con su enorme presencia.

      Ella, majestuosa e impertérrita, descendió de entre los colgajos oscuros del techo y se posó justamente, delante de la puerta, frente al ataúd de Zoilo.

      Fue tomando forma casi humana, pero densa y oscura, terrible e indescifrable. No era un hombre ni un Dios, no era nada conocido, pero estaba allí, imponiéndose, aterrándolos.

      — ¿Cuál es tu nombre?, ¿Dónde está tu morada?— pregunta Oínos, y ella, cadenciosa le responde: — Me llamo Sombra y las catacumbas de Ptolemais , que bordean el impuro canal de Caronte , son mi morada.

      Y se queda allí, divertida al verlos levantarse acuciados por el terror. Los ojos de los siete amigos se abren desmesurados y se tiñen de rojo, el sonido de sus corazones retumba en el salón y el sudor se hiela en sus pálidas pieles.

      Advierten que la sombra no tiene una sola voz, sino todas las voces de sus muertos. En su figura ven, como en un tétrico film, a su amigo, su madre, sus hermanos, con sus voces y su pasado, con sus miserias y sus miedos, con el horror y el sarcasmo…ellos comprenden por fin, que su hora ha llegado.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Un cuento de Poe como modelo para desarmar

Sombra


Vosotros los que leéis aún estáis entre los vivos; pero yo, el que escribe, habré entrado hace mucho en la región de las sombras. Pues en verdad ocurrirán muchas cosas, y se sabrán cosas secretas, y pasarán muchos siglos antes de que los hombres vean este escrito. Y, cuando lo hayan visto, habrá quienes no crean en él, y otros dudarán, mas unos pocos habrá que encuentren razones para meditar frente a los caracteres aquí grabados con un estilo de hierro.

El año había sido un año de terror y de sentimientos más intensos que el terror, para los cuales no hay nombre sobre la tierra. Pues habían ocurrido muchos prodigios y señales, y a lo lejos y en todas partes, sobre el mar y la tierra, se cernían las negras alas de la peste. Para aquellos versados en la ciencia de las estrellas, los cielos revelaban una faz siniestra; y para mí, el griego Oinos, entre otros, era evidente que ya había llegado la alternación de aquel año 794, en el cual, a la entrada de Aries, el planeta Júpiter queda en conjunción con el anillo rojo del terrible Saturno. Si mucho no me equivoco, el especial espíritu del cielo no sólo se manifestaba en el globo físico de la tierra, sino en las almas, en la imaginación y en las meditaciones de la humanidad.

En una sombría ciudad llamada Ptolemáis, en un noble palacio, nos hallábamos una noche siete de nosotros frente a los frascos del rojo vino de Chíos. Y no había otra entrada a nuestra cámara que una alta puerta de bronce; y aquella puerta había sido fundida por el artesano Corinnos, y, por ser de raro mérito, se la aseguraba desde dentro. En el sombrío aposento, negras colgaduras alejaban de nuestra vista la luna, las cárdenas estrellas y las desiertas calles; pero el presagio y el recuerdo del Mal no podían ser excluidos. Estábamos rodeados por cosas que no logro explicar distintamente; cosas materiales y espirituales, la pesadez de la atmósfera, un sentimiento de sofocación, de ansiedad; y por, sobre todo, ese terrible estado de la existencia que alcanzan los seres nerviosos cuando los sentidos están agudamente vivos y despiertos, mientras las facultades yacen amodorradas. Un peso muerto nos agobiaba. Caía sobre los cuerpos, los muebles, los vasos en que bebíamos; todo lo que nos rodeaba cedía a la depresión y se hundía; todo menos las llamas de las siete lámparas de hierro que iluminaban nuestra orgía. Alzándose en altas y esbeltas líneas de luz, continuaban ardiendo, pálidas e inmóviles; y en el espejo que su brillo engendraba en la redonda mesa de ébano a la cual nos sentábamos, cada uno veía la palidez de su propio rostro y el inquieto resplandor en las abatidas miradas de sus compañeros. Y, sin embargo, reíamos y nos alegrábamos a nuestro modo -lleno de histeria-, y cantábamos las canciones de Anacreonte -llenas de locura-, y bebíamos copiosamente, aunque el purpúreo vino nos recordaba la sangre. Porque en aquella cámara había otro de nosotros en la persona del joven Zoilo. Muerto y amortajado yacía tendido cuan largo era, genio y demonio de la escena. ¡Ay, no participaba de nuestro regocijo! Pero su rostro, convulsionado por la plaga, y sus ojos, donde la muerte sólo había apagado a medias el fuego de la pestilencia, parecían interesarse en nuestra alegría, como quizá los muertos se interesan en la alegría de los que van a morir. Mas aunque yo, Oinos, sentía que los ojos del muerto estaban fijos en mí, me obligaba a no percibir la amargura de su expresión, y mientras contemplaba fijamente las profundidades del espejo de ébano, cantaba en voz alta y sonora las canciones del hijo de Teos.

Poco a poco, sin embargo, mis canciones fueron callando y sus ecos, perdiéndose entre las tenebrosas colgaduras de la cámara, se debilitaron hasta volverse inaudibles y se apagaron del todo. Y he aquí que de aquellas tenebrosas colgaduras, donde se perdían los sonidos de la canción, se desprendió una profunda e indefinida sombra, una sombra como la que la luna, cuando está baja, podría extraer del cuerpo de un hombre; pero ésta no era la sombra de un hombre o de un dios, ni de ninguna cosa familiar. Y, después de temblar un instante, entre las colgaduras del aposento, quedó, por fin, a plena vista sobre la superficie de la puerta de bronce. Mas la sombra era vaga e informe, indefinida, y no era la sombra de un hombre o de un dios, ni un dios de Grecia, ni un dios de Caldea, ni un dios egipcio. Y la sombra se detuvo en la entrada de bronce, bajo el arco del entablamento de la puerta, y sin moverse, sin decir una palabra, permaneció inmóvil. Y la puerta donde estaba la sombra, si recuerdo bien, se alzaba frente a los pies del joven Zoilo amortajado. Mas nosotros, los siete allí congregados, al ver cómo la sombra avanzaba desde las colgaduras, no nos atrevimos a contemplarla de lleno, sino que bajamos los ojos y miramos fijamente las profundidades del espejo de ébano. Y al final yo, Oinos, hablando en voz muy baja, pregunté a la sombra cuál era su morada y su nombre. Y la sombra contestó: «Yo soy SOMBRA, y mi morada está al lado de las catacumbas de Ptolemáis, y cerca de las oscuras planicies de Clíseo, que bordean el impuro canal de Caronte.»

Y entonces los siete nos levantamos llenos de horror y permanecimos de pie temblando, estremecidos, pálidos; porque el tono de la voz de la sombra no era el tono de un solo ser, sino el de una multitud de seres, y, variando en sus cadencias de una sílaba a otra, penetraba oscuramente en nuestros oídos con los acentos familiares y harto recordados de mil y mil amigos muertos.