lunes, 28 de noviembre de 2011

El carnaval de Esther. (Primera versión)


Esta historia la he usado como ejercicio para mis alumnos de lectura y escritura. Éste consistía en formar una historia desde el relato primario. Primera versión de “El carnaval de Esther”, donde todos debían participar y colocar su parte en el relato. Estuvimos dos meses de debates para sacar una historia aceptable, la cual podéis disfrutar de la lectura más abajo. Teniendo en cuenta que son adolescentes que comprenden entre trece y diecisiete años, la historia está muy buena, aunque es normal encontrar fallos, tanto de ortografía como de la propia escritura. No la he modificado en nada para que podáis hacer el análisis y sugerencias que juzguéis necesarios. El mérito no es solo mío.

El carnaval de Esther
Por Pandora Coelho y los alumnosdel TLEC Sagrada Familia.

Eran los años ochenta, en pleno verano en el país de los carnavales, Brasil, cuando sucedió el gran acontecimiento.
Esther, trabajaba como administrativa en una pequeña empresa de cilindros hidráulicos, en uno de los muchos pueblos industriales de São Paulo, desde hacía dos años, pero no era natural de la capital. Había nacido en un pequeño pueblo del interior, a dos horas de viaje. No era guapa de rostro, tenía la nariz algo grande para sus trazos faciales y las cejas algo pobladas, pero era poseedora de un cuerpo escultural, digno de una modelo.
A sus veinte tres años, estaba terminando la carrera de administración de empresas y sacando el carnet de conducir. También desfilaba en la Escuela de Samba Gaviões da Fiel. Aquel año, saldría en el ala de las bahianas. Como siempre desfilando ligera de ropa, dejaba al descubierto sus dotes naturales y lo estupenda bailarina que era.

Cuando pequeña, sus padres, de clase media baja, eran recolectores de algodón en la mayor hacienda de la localidad. Su propietario, un hombre chapado a la antigua, tenía dos hijos (Alfredo y Aguinaldo), ambos con un año de diferencia, siendo Alfredo el primogénito y heredero legal de la fortuna de su padre.
Ella tan solo con sus seis años, por las mañanas, ayudaba sus padres en la tarea diaria de recolectar algodón y por las tardes compartía clase en la escuela del pueblo, con los hijos del propietario y otros cuatro niños. Cada uno en un curso distinto, pero todos con la misma maestra.

En aquello entonces, Esther estaba aprendiendo a leer y a escribir, y era Alfredo quien la ayudaba con los deberes. Tenían una amistad sincera, donde ambos era uno y compartían sueños, gustos e incluso pensamientos y secretos. Acto que dejaba a Aguinaldo en un segundo plano y le ponía furioso. Imaginaba que Alfredo debería ocuparse de él antes que de una campesina que al final, sería la esposa conformada de cualquier recolector.
—No entiendo por qué te preocupas tanto de esta niña, que seguirá en la hacienda, haciendo lo mismo que sus padres —decía Aguinaldo a su hermano—. También los hijos que tenga seguirán los pasos de sus progenitores y serán la nueva generación de recolectores de nuestros herederos.
Aguinaldo, a sus catorce años ya mostraba las mismas características de su padre, un hombre frío y calculador. Sin embargo, Alfredo era como su madre, sensible y soñador. Le encantaba volver a la “casa grande” dando un paseo por las plantaciones, acompañando primero a Esther hasta su humilde morada.
Para cuando llegaba, la mayor parte de las veces, su padre le esperaba en el porche, con Aguinaldo al lado, como un perro fiel.
—¿Por qué llegas tan tarde?
—Quise venir dando un paseo —le respondía Alfredo con la voz ronca por el miedo, esperando que su padre le diera una cachetada por el atrevimiento de responderle.
Aguinaldo quedaba un poco apartado, observando todo lo que hacía su padre, con los ojos brillantes de tal admiración. Reía para sus adentros cuando, alguna que otra vez, su padre decidía corregir su hijo mayor con una bofetada.
En estas ocasiones, Alfredo levantaba la cabeza y entraba en la casa, subía las escaleras en silencio y se encerraba en su habitación.
Así fueron por años seguidos.
Aquel día no había sido diferente. Después de clase, Alfredo estaba acompañando a Esther a su casa, cuando esta decidió parar en medio del camino.
—Alfredo, creo que te amo —dijo la niña.
Él la miró con ternura, pues la quería como a la hermana que nunca había tenido. Desde de bebé, jugaba con ella y con Aguinaldo, que siempre era el malvado que encerraba la dulce princesa en la torre, mientras que a él le tocaba el papel de príncipe y rescatador. Ahora le tocaba leer historias de princesas para la niña y enseñarla a leerlas y a escribirlas.
—Yo también te quiero, eres mi hermanita —contestó él al final.
Ella se acercó y se puso de puntitas para alcanzar los labios del adolescente y le dio un beso. Aquello desconcertó completamente al joven que sintió que el corazón se le aceleraba y el estómago le daba un vuelco.
Cuando llegó a la “casa grande”, su padre le esperaba, como siempre, en el porche. Le preguntó el por qué de su llegada más tarde que lo habitual y él le contestó que había ido a acompañar a Esther a su casa. Su padre le voceó algo que apenas entendió, al mismo tiempo que su mano alcanzaba la mejilla izquierda del joven. Se balanceó, pero logró mantener el equilibrio. Levantó la cabeza y entró en la casa. Pasó por delante de Aguinaldo que se reía a boca suelta, subió las escaleras y fue a ver su madre en el cuarto de la costura. Picó a la puerta y esperó que la mujer le respondiera antes de entrar.
—¿Otra vez, hijo? —preguntó su madre al verle con la mejilla colorada—. ¿Sabes perfectamente que tu padre no aprueba esta amistad entre tú y la hija de un empleado, por qué lo provocas?
—¿Por qué no puedo tener los amigos que me plazca? No entiende que tendré toda la vida para escoger compañeros, novias… —decía él gesticulando— Podría dejarme vivir mi adolescencia en paz.
Alfredo, igual que su madre, lucía una melena negra, como las plumas de un cuervo y los ojos, vivaz con un brillo profundo.
—Cuando erais pequeños no le importaba que compartíais juegos de príncipes y princesas, pero ahora ya no sois tan niños y esto a tu padre le preocupa. No quiere ver la hija de un empleado desflorada o un nieto bastardo —le explicó su madre una vez más—. Por favor, no lo provoques. No me gustaría que cargara sobre ti toda la ira que tiene reprimida por sólo pensar en esta posibilidad.
Aquél día, Alfredo le preguntó a su madre si a ella le parecía tan aterrador que él se enamorara de una campesina. La madre le acarició la mejilla colorada y lo miró en lo más profundo de sus ojos.
—Alfredo, ya te has enamorado de Esther, puedo verlo en tus ojos, hijo. —lo abrazó—. No has podido evitarlo, y te entiendo, pero, sabes que no contraerás matrimonio con ella, sino con Minerva, hija de Francisco. Ya está todo acertado y no quiero pensar que ocurriría si tu padre descubriera tus sentimientos. Te mataría.
—No me importa, me iré de la hacienda, antes mismo que él piense en la posibilidad de hacerme algo.
—Hijo ya tienes diecisiete años, pero aún hay mucho que aprender. ¿Dónde irías? ¿Cómo vivirías? —le planteó la madre tales preguntas.
Lo que madre e hijo no sabían era que, Aguinaldo estaba al otro lado de la puerta, con la oreja pegada a la madera escuchando las confesiones de su hermano. Aquella misma noche, a la hora de la cena, su padre, ya sabía de sus más íntimos secretos. Y ya le había escogido su destino.
Estaban sentados a la mesa, cuando el padre le preguntó sobre sus planes para el futuro.
—Por Dios, querido —intervino la madre en una fallida tentativa de salvar a su hijo—, estamos cenando.
—Cállate mujer —voceó el padre y giró a su hijo mayor—. Te he preguntado, ¿cuales son tus planes para el futuro?
—No lo sé padre, aún es pronto para definirlo, ¿no crees? —respondió Alfredo.
La madre se levantó para ayudar a la empleada servir, procurando desviar la atención del marido.
—¡Siéntate mujer! —gritó—. Pago a empleados para que no tengas que hacer nada más que atenderme a mí y a tus hijos —fue el padre quien se puso en pie para apuntar a su hijo desde arriba—. Irás de la hacienda, tal como confidenciaste a tu madre, pero irás solo.
Alfredo miró a su madre que le devolvía la mirada con cara de sorpresa, tal como él. Entonces comprendió que la revelación no había partido de ella, sino de su hermano, que tenía una leve sonrisa en la comisura de la boca.
—Tú —susurró—, me las pagarás.
Mientras tanto, el padre le comunicaba su nuevo destino.
—Irás a vivir con tu tía en Europa. Allí estudiarás y te convertirás en hombre antes de volver a estas tierras.
Aguinaldo no se lo esperaba. La sonrisa se borró de su cara inmediatamente. Por más que intentaba intervenir en los planes de su hermano y crearle problemas, más parecía que la suerte le sonreía. Ahora se marchaba a estudiar en Londres. Mientras que a él, le quedaba las plantaciones y sus campesinos.
Habían estado allí de visita el año anterior y le había encantado todo. Deseaba vivir con su tía viuda, un año, quizás dos, pero sin embargo, gracias a él, ahora le tocaba a su hermano.
Aquella misma noche, después de cenar, el propietario ordenó a los empleados que preparasen el equipaje de Alfredo. Luego se encerró en su oficina con los padres de Esther.
Cuando salieron, la pareja de empleados no miró atrás, recogieron sus pocas pertenencias y se fueron de la hacienda en la misma noche que Alfredo, pero en rumbos completamente opuestos.

La familia de Esther llegó en la capital con el tren de la mañana. Fueron directamente a casa de una prima del padre. Una mujer con cara redonda, con mejillas coloradas. Parecía una muñeca alemana. Esther escuchó a su padre relatar la historia a la prima que meneaba la cabeza en señal de desaprobación.
—¿Cómo este hombre puede ser tan atrevido? Estamos en el siglo veinte —dijo la mujer—. Claro que podéis quedar, el tiempo que les haga falta.
En poco tiempo, ambos progenitores encontraron trabajo y alquilaron una casita en un barrio tranquilo a las afueras del centro. Desde entonces, tuvieron una vida humilde y poco a poco fueron logrando establecerse en la gran ciudad.
Cuando Esther cumplió los catorce años, pasó a la escuela nocturna, para poder trabajar por el día y ayudar en la economía doméstica, también ahorrar algo para cuando fuera a la universidad. Y mismo en el auge de su adolescencia, ella era muy adelantada. No salía, ni frecuentaba fiestas como la gran mayoría de los adolescentes. En los fines de semana, practicaba baile en una academia que quedaba a pocas manzanas de su casa. Así fue que, a los dieciséis años, su maestra de baile la invitó a desfilar en la Escuela de Samba Gaviões da Fiel. Cosa que a ella le encantó y resolvió quedar, desfilando con ellos todos los años.
Ahora, tenía un trabajo estable y se sentía feliz con su vida. Apenas recordaba al pasado, los dulces momentos de sus ocho años, cuando marchó de la hacienda, dejando atrás toda su infancia.
En los dos años que ella trabajaba en la empresa, ya había recibido insinuantes propuestas por parte de su jefe. Un hombre corpulento, con un bigote bien poblado que le escondía el labio superior. A ella no le interesaba en absoluto, mismo porque Fabio, el jefe, era casado y esto para ella era la ley. Pero entonces, en un bello día, estando en la oficina, un repartidor le entregó un ramo. En la tarjeta que acompañaban las flores, solo traía la palabra “Pasado”, sin cualquier otro tipo de identificación.
En un principio inmediato, pensó ser su propio jefe el remitente y decidió preguntarle directamente. Llegó a la puerta de la oficina, que estaba abierta y picó.
El hombre de mediana edad, sentado detrás de una mesa atestada de papeles, levantó la cabeza y se sonrió bajo el bigote.
—Pasa.
—Perdóname molestarle, señor Fabio, es que quería agradecerle las flores…
El hombre juntó las cejas y se quitó las gafas.
—¿De qué me hablas, Esther?
En aquel momento, pidió a los Dioses que abriesen un agujero en el suelo para que pudiera meter la cabeza, por su atrevimiento. Debería haberse cerciorado primero, antes de lanzarse. Ahora era demasiado tarde.
—Verás, me han entregado un ramo, hace quince minutos, y pensé que… —sintió como sus mejillas quemabas— bueno, pensé que sería usted. Pero, perdón, ya veo que no… —ella no sabía como salir del embromo—. Discúlpeme.
Fabio, no perdió la oportunidad. Era un hombre de negocios y captaba las entrelíneas al instante.
—Pensé que no me descubrirías, Esther —dijo en el momento en que la joven salía por la puerta. En aquel momento ella se paró y volteó para mirarlo—. Sí, fue yo. Espero que te guste.
Más confundida que antes, volvió a entrar en la oficina, pero de esta vez, cerró la puerta tras de si.
—Sí, señor Fabio, son muy lindas las flores, pero como ya le he dicho, respeto su condición de jefe y hombre casado, por favor, no vuelva a hacerlo —puso su mano en la manilla para salir, pero paró—. Las traeré para que las lleve a su esposa. ¿O prefiere que las envíe directamente?
Fabio tenía esta guerra perdida desde hacía mucho tiempo. Como todo hombre, su ego masculino estaba herido y despechado por el rechazo de aquella mujer, que más que joven, podría ser su hija. Le contestó que las tirara a la basura si no las quisiera y volvió a bajar la cabeza sobre los documentos.
Esther abandonó la oficina de Fabio sin saber que hacer con las dichosas flores. Decidió colocarlas en la sala de espera y dejar que el asusto muriera allí.
Fue en un lunes del mes de febrero cuando ella recibió un sobre, tamaño medio folio, de color crema y papel tipo canalé. Estaba entre las facturas sobre su mesa. Cogió el sobre y pudo leer en letras grandes, “Para Esther”. Dio la vuelta y vio que no traía remitente. Lo abrió y al sacar, confirmó sus sospechas. Era una invitación. Pero no una invitación cualquiera, sino para una fiesta de disfraces en el Hilton Palace Hotel.
Este hotel de cinco estrellas, estaba ubicado en el centro de São Paulo. Y era uno de los más visitados por las estrellas del rock, famosos y extranjeros. Mismo porque estaba justo delante al Italianísimo, el restaurante más alto de la capital.
En la invitación traía que era imprescindible estar disfrazados y con máscaras que cubriesen el rostro o gran parte de él.
Esther no podía creer, siempre había soñado con participar en un baile así y ahora que tenía a invitación en las manos, la cosa se le presentaba grande, principalmente por no saber quién era el remitente de aquella invitación.
Estuvo el resto de la tarde dándole vueltas al asusto. Podría ser algún cliente, que en la falta de coraje, le planteara acompañar en el baile, pero ¿entonces porque no puso su nombre en la parte del remitente? Algo le olía raro en todo aquello. Sabía perfectamente que este tipo de equipamiento solo se podía alquilar en dos o tres sitios. Procuró los teléfonos y llamó, marcando entrevista en todos ellos.
Después del trabajo, es escaqueó de la universidad y fue a sus compromisos con los disfraces. Entró en el primero local y miró uno a uno. Llegó a probar un par de ellos, pero no le gustó ninguno. El segundo establecimiento de alquiler, más parecía una tienda de segunda mano, sacada de los confines de los suburbios de Londres. Una única puerta daba acceso a un local estrecho y largo, como un pasillo. A ambos lados estaban colgadas vestimentas completas.
Esther entró despacio, como esperando lo peor. Caminó sin prisa, mirando cada prenda con minucia, pero nada acababa de agradarle. Cuando ya estaba por desistir, algo le llamó la atención en el fondo de la tienda. Al lado de una escalera estaba colgado un vestido. Caminó hasta él y lo miró. Era su talla y su color preferido.
El disfraz de dama antigua estaba constituido de muchas faldas, pero las dos que quedaban a la vista eran crema clara con una sobrepuesta azul agua. En la parte delantera del pecho, un tranzado dorado remataba los laterales y mangas también azules. Una peluca, con un tocado ya preparado y una máscara eran los accesorios que completaban la vestimenta.
—¿Y éste? —preguntó a la dependienta.
—Fue reservado a una clienta. Debería haberlo recogido hoy por la mañana.
“Es perfecto” —pensó Esther.
En aquel momento, detrás de las perchas salió el encargado. —Si me das veinte mil cruzeiros, es tuyo por cuarenta y ocho horas —dijo.
Esther no pensó dos veces, sacó la cartera y le extendió el cheque. Cuando salió de la tienda, estaba radiante, pues llevaba consigo el disfraz perfecto.

Trece largos años habían pasado, cuando Alfredo volvió a las tierras de su padre, justamente para recibir la herencia y repartirla con su hermano menor. El cual había permanecido en la hacienda y había triplicado la fortuna de su padre. Había desposado a Minerva, hija de Francisco, propietario de la hacienda de al lado y antigua prometida de Alfredo.
Cuando Francisco murió, Aguinaldo tomó las tierras de su esposa y las convirtió en plantaciones de caña de azúcar, que en aquello entonces era lo más lucrativo. Así sobrepuso a la plantación de su propio padre, que era el algodón y convenciéndolo de que a partir del año siguiente solo se plantaría lo que demandaba el mercado.
A su regreso, Alfredo encontró a una madre envejecida por los años de sufrimiento al lado de un hombre autoritario y un hijo igual de desalmado y rencoroso. Sin embargo, él había logrado su cometido. Solo volver cuando su progenitor muriera.
Había estudiado arquitectura y era muy considerado en los cuatro cantos de Europa por sus construcciones. Después de levantado su propio imperio, al lado de una tía viuda y nada severa, nunca se había comprometido. Y ayudado por ésta, siguió la pista de su amada Esther.
Siempre guardó en la memoria aquel fatídico día en que, de regreso a la “casa grande”, ella le había robado un beso. Entonces tenía solo ocho años, pero dijo que lo amaba. Así como él la amaba a ella.
Recordaba cuanto le encantaba, a ella, escuchar las historias de princesas de sus labios. Princesas estas que eran salvadas por apuestos príncipes azules. Sin embargo a él le gustaba escuchar sus sueños más secretos; como el de ser una princesa por un día.
Durante dos largos y tediosos años, él guardó silencio. Vivió en la “casa grande” durante ocho meses. Tiempo en que pudo testificar como su cruel hermano trataba su pobre y delicada esposa. Menospreciaba a los empleados y descubrió que, a su cuñada, al no poder concebir herederos, era rechazada y traicionada una y otra vez.
—Era contigo con quien debería haberme casado —rebeló su cuñada cierta vez—, no con Aguinaldo, que esta más cerca de ser un monstruo que ser humano.
Alfredo guardó silencio. ¿Cómo decir a una mujer desdichada que no podría estar con ella, porque su corazón pertenecía a otra? A una campesina.
Después de esto, decidió ir a vivir en una de las casas vacías de los empleados. Aquello para Aguinaldo era aterrador y lo envió a vivir en la antigua casa de Minerva.
Intentó llevar su madre consigo, pero la mujer no quería dejar a la nuera sola, al lado del tirano que se había convertido su hijo menor. Una vez en la casa que fue de los padres de Minerva, desocupó toda una habitación, solo para colocar allí su proyecto de regreso. Tardó dos años en preparar su regreso. Alquiló el salón del hotel más caro y contrató a los mejores servicios de decoración. Con mucha minucia, elaboró su plan maestro.
Aquel día, cuando Esther abandonó el local, Alfredo salió de la trastienda satisfecho. Ella seguía siendo la misma niña que le encantaba las historias de princesas. Seguía siendo una soñadora.

Llegó el día del baile.
Esther ilusionada, se puso el vestido con todas sus capas de faldas, la peluca rubia, con el tocado ya hecho y la máscara. Cogió un taxi y se fue al hotel.
Cuando llegó, una extraña sensación de invadió. No supo explicar si era por los nervios o por la alegría de estar allí, pero no podía dejar de reír. En la portería del hotel, ella encontró a los tres mosqueteros, Piolín, Rapunzel, Cenicienta, el Rey Arthuro, entre otros tantos. Todos hablaban y se reían animados.
Estaba algo tímida, pues no sabía como debería comportarse en una fiesta de disfraces, donde todos tienen sus rostros cubiertos y no puedes reconocer a nadie. Resolvió entrar. Entonces fue cuando el portero le pidió la invitación.
—¡Dios! No la he traído —dijo ella desconcertada.
—Siento mucho señorita, la fiesta es para las personas invitadas… —le estaba contestando el portero.
—¡Oye, yo estoy invitada, solo que, he olvidado la invitación —espetó ella.
Pero no hubo manera humana de convencer al portero que la dejara pasar. Poco a poco, todos fueron pasando delante de ella, con sus flamantes disfraces, presentando sus invitaciones y entrando al grande salón. A cada uno que abría la puerta para entrar, ella escuchaba la música sonando y más desilusionada se sentía. Toda una noche de fiesta, la fiesta de sus sueños y ahora, a causa de un trozo de papel, todo había ido al traste. Volvió sobre sus pasos hasta la calle.
Aun sin saber muy bien que hacer, estaba lista para volver a casa; o bien buscaría la dichosa invitación y volvería a la fiesta, o bien se quedaría, se quitaría toda aquella parafernalia y olvidaría todo lo ocurrido.
Ya estaba caminando por la acera cuando alguien le agarró por el brazo.
Era el príncipe Eric, de la Sirenita.
—Estas aquí, por fin te encuentro. Vamos. —dijo el príncipe mientras la arrastraba otra vez por las escaleras para el interior del hotel.
—Oye, que no soy quien piensas que soy. ¿O talvez sí? —dijo ella confundida. Y si aquel era el hombre que la había invitado, ella sería quien él buscaba, pero en caso contrario no podría estar con una persona haciéndose pasar por otra.
Para entonces, habían llegado delante del portero. El mismo que le había repetido una y otra vez que no podía entrar sin la invitación.
—Señor Eric, por favor pase —dijo el joven de la portería mirando la mano del príncipe que agarraba el brazo de Esther y la conducía para el interior del salón.
“Será él el dueño de la fiesta” —pensó ella.
Él la condujo por una infinidad de mesas, hasta llegar al fondo, donde una mesa tenía un cartel: “Reservado: Príncipe Eric y acompañante”.
Todo estaba a pedir de boca. La decoración, los invitados con sus disfraces, la música…
Una vez sentados, el príncipe le preguntó que deseaba comer.
—Lo que pidas estará bien para mí —contestó ella.
Esther se conocía bien, no aguantaría hasta el fin de la velada sin saber quien era el misterioso príncipe. Debería elaborar un plan, mismo porque si en algún momento descubría que ella no era la invitada de aquel hombre, debería tener una disculpa para justificar su silencio.
Era momento de bailar. Salieron los dos a la pista y bailaron una y otra pieza. Ya exhaustos, volvieron a la mesa, donde les esperaba el champang de la mejor calidad, así como el caviar.
—¿Quién eres? —preguntó ella cuando sentaron.
—Soy el príncipe Eric. Y aunque no eres la Sirenita, para mi es como si fuera.
—Pregunto de verdad, ¿Quién eres?
—Si quisiera saber quienes son los que están detrás de las máscaras, no hubiera insistido en que era obligatorio el uso de ellas.
—No me has entendido, solo quería saber si la fiesta era tuya… —se recuperó ella rápidamente.
Entonces le dijo que sí, que había planeado esta fiesta en un largo periodo de tiempo, solo para complacer a una antigua amiga.
Ella se enderezó en la silla. Sabía que estaba hablando de su acompañante, que no era ella. ¿Quién sería la verdadera mujer de debería estar luciendo aquel disfraz?
Comenzó la sección de músicas carnavalescas antiguas. A Esther le encantaban este tipo de música. Años treinta, cuarenta, cincuenta y sesenta. Donde los bailes de disfraces eran la última moda y las jóvenes se fantaseaban de Colombinas mientras que los mozuelos de Arlequines. En este momento comenzó a sonar:
“Quanto riso, oh quanta alegría,
Más de mil palhaços no salão,
Arlequín esta chorando pelo amor
Da Colombina no meio da multidão…”
Ella pidió a su acompañante que la sacase a bailar y él la sacó. Bailaron agarrados un breve momento. Momento en que él, Alfredo, pudo sentir aquella joven entre sus brazos y los recuerdos de su adolescencia volvieron en su mente. No pudo contenerse y le susurró al oído: “Pasado”. Inmediatamente ella se apartó de él. Detrás de la máscara, los ojos que lo miraba eran unos ojos asustados, temerosos.
—Las flores, fuiste tu. —susurró.
Él meneó la cabeza en acto de confirmación. Ella ya no podía aguantar tal situación. Se estaba volviendo loca de la curiosidad en saber quien era el joven detrás de la careta de Eric. Salió corriendo en dirección al aseo y él la siguió.
La alcanzó en la puerta de entrada del baño.
—Espera —dijo él cuando la cogió por el brazo—. No pensé que te molestaría tanto…
—No es que me moleste, pero, estoy algo confundida. Este disfraz no debería ser mío. Estaba reservado a otra clienta que no lo recogió y lo alquilé yo. Hasta en momento estuve con miedo de tu reacción al descubrirme, pero ahora me dices que las flores, me las enviaste tu. Estoy muy confundida.
—Princesa, el vestido estaba reservado para ti. Lo he reservado yo —respondió él con ternura.
Algo recorrió su cuerpo. La palabra “princesa” le hizo volver al pasado. A un pasado muy lejano, que apenas era capaz de recordar. Sintió las manos de él tocaren en la parte descubierta de su rostro y cerró los ojos intentando descubrir el tiempo olvidado, pero no lo pudo.
Él la dejó en el baño y volvió a la pista, donde la “Cat Woman” y Cenicienta lo abrazaban por ambos lados.
Mientras tanto, ella se encerró en el baño. Paró delante del espejo y se quitó la máscara. Sus ojos solo podían ver verdes plantaciones, cubiertas de algodón. Sabía que sus padres habían sido recolectores de algodón cuando ella era niña y que les ayudaba. También los hijos del patrón…
De repente se llevó la mano a la boca para ahogar una exclamación de sorpresa y temor. “No puede ser —pensaba ella—. ¿Será Aguinaldo? No. Yo no le caía bien. Pero entonces es…”
Miró sus manos que temblaban y sus ojos que brillaban. Hasta el momento, nunca había pensado en el pasado. Tampoco pensaba en novios o la posibilidad de comprometerse. Tal vez estuviera, inconcientemente, esperando que Alfredo volviera y la rescatara.
Volvió a poner la máscara y salió buscando a Eric. Lo encontró en la pista con dos brujas disfrazadas de gata y princesa pobre. Fue hasta él y lo rescató de los manoseos de aquellas mujeres.
—¡Hola! —dijo él al verla a ella.
—¿Alfredo, eres tú? —preguntó ella sin más rodeos— Necesito saberlo.
—Soy Eric, el príncipe de la Sirenita, el que te encantaba cuando eras solo una cría. Hoy soy tu príncipe y tú la Sirena hechizada en humana. —ella se lanzó a sus brazos y él comprendió que ella seguía esperándolo—. Vámonos de aquí.
Ella lo siguió si pronunciar palabra. Las emociones que le adueñaban el cuerpo eran muy fuertes.
Ya en la calle, ella sintió cuanto calor hacía y deseó estar otra vez en el salón, donde el aire acondicionado cumplía su función. Pero entonces se percató de que estaba al lado de Alfredo, su primero y único amor. Dejó que él le quitara la máscara y la mirara a los ojos.
—Eres tal como recordaba —dijo él.
Ella sin embargo recordaba muy poco de él. Sus recuerdos de aquellos entonces le eran confusos. Nunca supo a ciencia cierta el porqué sus padres habían abandonado la hacienda, solo recordaba lo que su padre había dicho a su prima. “Que tenían que marcharse de la haciendo por la reducción de plantilla.”
—Cuéntame, ¿qué fue de tu vida? —quiso saber ella.
—Me mandaron a Europa a vivir con mi tía viuda. Gracias a ella te he seguido la pista. Estudié arquitectura y monté una empresa. Desde hace dos años, cuando murió mi padre, he vuelto y desde entonces me estoy preparando para decirte que he vuelto por ti. Vine a buscarte.
Ella estaba viviendo una noche de total realizaciones. Había tenido un baile, donde ella era la princesa, había bailado con su príncipe que ahora se declaraba a ella. No sabía que decir.
—No podré estar más tiempo aquí. Mis socios me reclaman en Londres y les prometí que a la semana que viene me iría a Europa.
—No sé que decirte, Alfredo. Necesito tiempo para digerir todo esto que estoy pasando. Creo que mañana cuando despierte todo no pasará de un lindo sueño y tendré que volver a prepararme para un lunes de trabajo y estudios.
—Esther, no es un sueño. Estas aquí ahora, conmigo y te estoy pediendo que te cases conmigo. —ella no acababa de creer en todo lo ocurrido— Tengo una habitación reservada aquí mismo. Si quieres, puedes dormir en el hotel y mañana verás que todo es verdad…
Él le condujo al interior del hotel y tomaron la dirección del ascensor. En la décima planta les esperaba una habitación atestada de rosas y una botella de Champang reposaba sobre la mesa, dentro de un cubo de acero con hielo.
—Que bonita —susurró ella.
—Es todo para ti.
Después de servido el Champang, él se acercó a ella e iba besarla, pero ella bajó la cabeza evitándolo. Estaba avergonzada. Sabía que en el momento que había aceptado la invitación de subir a la habitación, debería dejarse a los deseos de él, pero nunca había estado con un hombre y esto le afloraba el pudor. Él la tranquilizó diciendo que no haría nada que ella no quisiera. Que la respetaría en todo.
Acabaron con la botella de Champang y él pidió otra. Ella ya estaba algo borracha cuando él la acostó en la cama.
Al día siguiente, ella fue abriendo los ojos. La cabeza le daba vueltas y le era casi imposible razonar con claridad. Giró la cabeza y encontró a un bello hombre dormido a su lado. Se levantó, procurando no meter ruido y se miró. Aún traía el vestido puesto, incluso los zapatos. Salió de la habitación lo más rápido que pudo y bajó a la calle. Al pasar por recepción, vio que salían los últimos invitados de la fiesta. Miró su reloj de pulso y se cercioró que eran casi las doce.
En la calle buscó un taxi y se fue a casa. Donde se encerró en su habitación con su madre y le contó todo lo ocurrido.
—Si él quiere que vayas con él, primero hay que casarse —dijo su madre—. Si lo quieres y él a ti, esto no será un impedimento.
Ya por la tarde, Alfredo vino a buscarla.
Lo recibió la madre de ella. Le preguntó cuales eran sus intensiones para con su hija. Luego le propuso que se casasen antes de marchar para otro país. Alfredo aceptó encantado. Por fin iba a tener la mujer de sus sueños.
Cuando volvió a la hacienda, comunicó a su madre los detalles de su boda.
—Así que has conocido la mujer de tus sueños y por fin te casas —decía la madre feliz—. ¿Cuándo nos la presentará?
—Ya la conoces madre, es Esther.
La madre no pudo esconder el asombro. Alfredo le contó toda la historia, desde su partida a Europa hasta el día anterior. Al final la madre se alegró de todas formas. Sabía que por lo menos uno de sus hijos sería feliz.
Se casaron en la Iglesia de Santa Lucía, en una sencilla ceremonia donde se presentaron los padres de ella, la madre de él y su cuñada Minerva.
Dos días después de la boda, embarcaron para Europa. Rumbo a una nueva vida en matrimonio.


martes, 1 de noviembre de 2011

Cuento de noviembre

por Eduarda
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Cosas de hechicería desafortunada



Autores: Anna y Norberto

Es domingo y llueve como nunca, tarde ideal para refugiarse en el ocio y gozar la magia inocente de alguna película, situación para la que se están preparando Alejandra y Fabrizio. Su hija Fernanda y la amiguita Giselle en el dormitorio de arriba, el termo con café y la bolsa de palomitas bien cerca, los dividí que alquilaran la noche anterior junto al televisor, los dos almohadones grandes para él, el teléfono del lado de ella. Y es ella quien elige la película, y él el encargado del mando a distancia.
Fabrizio está a punto de pulsar play, cuando un sordo alboroto que desciende de la planta alta y se eleva sobre la continua llovizna, lo inmoviliza. Una puerta se abre y se cierra violentamente. La misma sorpresa se repite en el rostro de Alejandra.
—Mamá…, papá… —grita Fernanda. Se oyen sus pasos alborotados que bajan por la escalera—, hice desaparecer a Giselle…, se evaporó, les juro que no fue a propósito, pensé que no iba a pasar nada…, pero no está, desapareció…
Alejandra y Fabrizio se miran consternados.
—¿Otra vez? —pregunta él mientras se levanta del sofá. Quiere mostrar enojo pero se le escapa el temor en la voz—. ¿Volviste a hacer lo mismo que con Pipo?
—No, papá…, te juro que yo no quería…, sólo estábamos jugando.
Alejandra aparta a su hija y abandona la sala. Rebotan los pasos apresurados por la escalera. Luego del batir de una puerta que se abre la escuchan maldecir.
—¿No te das cuenta de lo que hacés, Fernanda? —grita el padre antes de correr a reunirse con la esposa. Desde la sala la niña lo oye repetir—: ¿No te das cuenta de lo que hacés?

Alejandra se asoma en lo alto de la escalera y, más paciente que el marido, le dice suavemente a la niña:
—Vení, hija, vení —y se agacha para recibirla, después de que Fernanda esquivara al padre saltando de a tres los peldaños—, decíme, maja, ¿hiciste lo mismo que con Pipo?
—Pero no, mamá, Pipo era un muñeco y fue muy fácil, ahora tuve cuidado, se trataba de mi amiga y yo la quiero mucho, sólo seguí las instrucciones del libro, no hice nada distinto.
—¿Qué libro, Fernanda? —interrumpe nervioso el padre.
La niña se cobija en Alejandra, quien le hace señas a Fabrizio para que se calme sin que la vea la pequeña.
—¿Se trata del libro grande con tapas de cuero viejo? —pregunta la madre conteniendo el aliento.
Fernanda asiente con la cabeza, mordisqueando su labio inferior.
—¿Y quién te dio permiso para tomar ese libro? —exclama Fabrizio dando un manotazo al marco de la puerta. Alejandra lo mira con reprobación.
—¿Quién olvidó guardarlo en su lugar? —le recrimina al esposo y luego respira hondo, la niña tiembla en silencio entre sus brazos. Con voz muy suave, prosigue—: Escuchame, Fernanda, nos vas a tener que decir dónde estaba Giselle cuando... bueno, cuando desapareció, y qué hiciste vos exactamente.
La niña levanta el rostro, mira primero a la madre, luego al padre, pero permanece en silencio. Fabrizio se agacha, le pone una mano sobre el hombro y consigue usar un tono amable para animarla:
— Por favor, decinos, Fernandita, es importante saberlo, papá y mamá no se van a enfadar.
La pequeña mantiene su mutismo, los labios se le estremecen en sendos pucheros, la barbilla encogida recibe las lágrimas que han empezado a escapar de sus ojos y le resbalan por las mejillas.
—Giselle me… me había quitado el payaso —comienza a tartamudear en medio del sollozo y del hipo—, yo le dije que… que el payaso no, pero ella no me hizo caso…, me enfadó mucho, y…, entonces la miré fijo y…, y me concentré en el embudo… como dice el libro…, y cerré los ojos, hice fuerza y cuando los abrí ella ya no estaba…, y el payaso tampoco…
—Andá, Fernandita, contame —le susurra Alejandra—, ¿en qué lugar se encontraba Giselle cuando vos hiciste aquello?
—Sobre mi cama, estaba sentada sobre mi cama la muy cabrona, retorciéndole una pierna al pobre payaso y con las zapatillas sucias arriba de la colcha, yo le dije, pero ella dale que no, y no paraba de estrujarlo al pobrecito.
Fabrizio se dirige al cuarto de la hija, entra y cierra la puerta.
—Niña —le dice la madre—, ahora te vas a ir abajo y nos esperás en la sala, hay chocolate en la cocina, te quedás quieta hasta que nosotros bajemos, ¿entendiste, mamita?
Fernanda baja las escaleras despacio y oye cómo los padres hablan encerrados en su habitación. Las voces suenan alteradas, no se entiende lo qué dicen. La niña se dirige a la cocina y abre el armario donde sabe que se encuentra el chocolate. Aún le tiemblan un poco las manos mientras arranca un pedazo de la tableta y se lo lleva a la boca. Se sienta en una silla y escucha con atención. La casa está ahora en completo silencio. Entonces algo tibio y peludo le acaricia las piernas. Fernanda salta con un grito corto y agudo, la silla se vuelca. Sólo cuando alcanza la puerta de la cocina se atreve a girarse: es Cube, el gato de los vecinos que la contempla relamiéndose desde debajo de una silla.
—Gato tonto —exclama en un susurro, aún presa de los temblores.
El gato maúlla y de un salto sube a la mesa, le brillan los largos bigotes. Desde allí resulta aún más amenazador. La niña recula hacia el comedor, y desde el marco de la puerta lo observa. Fijamente. Más fijamente y frunciendo el entrecejo. Luego cierra los ojos.
En cuanto vuelve a abrirlos después de aflojar las muecas y respirar muy profundo, el gato ha desaparecido. Fernanda comienza a sonreír, pero la sonrisa se le congela en un mohín de asombro ni bien percibe el canturreo que proviene del otro extremo de la sala. Avanza unos pasos para esquivar el sillón, y entonces la ve. Sentada en el suelo, contra la biblioteca y debajo de la lámpara de pie, está Giselle acunando al payaso mientras le canta una canción de cuna. Sobre sus piernas recogidas se despereza el minino con el habitual despliegue de arrumacos gatunos.
—Mamaaaaaaaá…, papaaaaaá… —grita la niña alborotada—, aquí, vengan…
Giselle se gira hacia ella y sonríe.
—¡Qué sitio más chulo! —exclama— nunca me habías hablado de él.
Fernanda la mira confundida.
—¿Qué sitio? ¿Dónde te habías metido?
Giselle se ríe con ganas. Se sienten los pasos atolondrados descendiendo por la escalera.
—¡Pero si fuiste vos la que me llevó allí! —su expresión cambia repentinamente, los ojos se le achican— ¿Sos bruja vos…?
Fabrizio y Alejandra ingresan al salón con expresión de terror en los rostros.
—¿Qué sucede, Fernanda? —pregunta él. Alejandra no dice nada. Ya ha visto a la niña en el suelo.
—¡Giselle! —exclama con forzada naturalidad— ¿dónde estabas? Te estuvimos buscando por todas partes.
La niña sonríe maliciosamente. Luego acuna el payaso en un brazo, y sin apartar los ojos del muñeco afirma mientras con la mano recorre el lomo del gato:
—Ustedes son brujos —luego ríe—, ¡mamá no me va a creer!
Fabrizio y Alejandra se miran con inquietud.
—Vamos, niña —le dice suavemente Alejandra—, ya es hora de que te lleve a tu casa. Y vos, Fernanda…
—De nuestra hija me encargo yo —se mete Fabrizio, muy serio—, que tenemos mucho de qué hablar.
—Adiós, brujos —se despide riendo  a carcajadas Giselle.
—Ven, pequeña, ven, que ya te voy a explicar lo de las bromas de tu amiguita —le dice con marcada paciencia Alejandra, en tanto salen y cierra la puerta.
Fabrizio se sienta en uno de los sillones, y le señala el que está enfrente a la hija, quien se deja caer con desgano, todavía refunfuñando.
—¿Qué no te parece que te has pasado, hijita?
—Pero…, la muy cabrona lo estaba estrujando a…
—Mira, Fernandita, que vos sabés ciertas cosas…, y también que esas cosas únicamente podés tratarlas con mamá y papá…
—Te digo que lo hacía a propósito y no me hacía caso…
—Fernanda, bajá la voz, por favor, bajá la voz.
—Algo tenía que hacer…
Fabrizio se levanta, la niña hace silencio mientras sigue al padre con la mirada. Él llega hasta el escritorio, ubicado junto a la ventana. Se agacha, abre el último cajón.
—No, no, no, papá, no, la caja no.
Fabrizio regresa con una caja de cristal en las manos, todas sus caras se encuentran espejadas en múltiples facetas, está por sentarse cuando se da cuenta de que están desapareciendo sus piernas, desde las rodillas hacia abajo.
—Fernanda, ¿qué estás haciendo?
—La caja no, papá, por favor, la caja no, te lo prometo, no lo voy a hacer más…, pero la caja no…

Alejandra está de regreso, llavea la puerta y se apoya sobre ella luego de colgar el impermeable empapado en el perchero, cierra los ojos, respira lentamente tratando de relajarse, está segura de que ha convencido a Giselle, sobre todo cuando le prometió que el próximo fin de semana la llevarían a pasear desde la mañana temprano. Luego de la tercera o cuarta expiración comienza a percibir las voces, que llegan muy débiles desde un costado de la sala de estar. Sacude la cabeza, evidentemente aún no es su tiempo de descansar. Se acerca, y los ve, a lo que se puede ver todavía de ellos. A su marido casi le han desaparecido las dos piernas y el brazo derecho, sorprendida por la situación, descubre que también le falta la oreja izquierda, le está increpando a Fernanda algo que no se entiende. Su hija no tiene pies ni manos, tampoco tiene boca, pero igual se escucha el susurro de su voz en un contrapunto con la del padre.
—Pero, jodidos de mierda, ¿qué están haciendo ustedes dos?
—Mmmñññuug –dice Fabrizio abriendo inmensamente los ojos.
—Iiiiiiuuuuuiii –retruca la niña golpeando el suelo con su pierna mocha.
Alejandra acciona la llave, se apaga la luz, y saliendo de la sala se detiene y les dice con voz y tono notoriamente contenidos:
—Me voy a dormir, espero que ustedes dos mañana hayan superado vuestro complejo de Edipo y la casa esté nuevamente en orden.



El viejo de la bolsa


Antonio Varela

          La cosa empezó cruzada. El no tenía que estar ahí, nunca llevaba al Dominguito a la escuela.  La señorita no tenía que estar tampoco, entendió mal cuando se presentó al cargo, que era otra escuela y tomó cuarto grado en un pueblo a 53 K de su casa, en una suplencia de dos meses largos… que  recién empezaban.  Dos de los Costa (Facundo y el Saña) se habían pasado y esta seño Patricia declamaba ostentosamente por las buenas costumbres, que se habían perdido en “esos lugares olvidados de Dios”, parecía. Era toda una suma de lo que no tenía que ser.
          Se fue a casa rumiando en cómo darles una lección. A ellos y muchos… En realidad, lo sentía casi como un deber. Los vecinos lo saludaban al pasar. El respeto se lo había ganado con los años. Marzo. Primer semana de clases.  En el aire se  palpitaba el regreso de los corsos.  Y como un saludo trajo una idea y una idea trajo a la otra, se decidió por los sustos a la antigua. Apuró el tranco. Si no, literalmente, se le venía la noche.
          Busco en las cajas viejas del galponcito. A su mujer le dijo que estaba ordenando. Bombacha gaucha, boina y faja deshilachada, recuerdos del Tata, que dios lo tenga en la gloria. La camisa blanca la sacó de la soga;  el rebenque, regalo de un comisionista  de Olavarría. Metió todo en una vieja bolsa de papa y lo cargo en el asiento de atrás del auto.
          Comió abundante y lo regó con un vaso de tinto. Siesta, obligada. Como el calor apretaba, salió derecho en alpargatas. Se despidió de su mujer y Domingo le hizo prometer que iría al corso, aunque sea un rato. La tarde se hizo rojiza. La música, las luces, el aire caliente del  viento norte invitaban una cervecita. Autorizó y la pagó de su bolsillo, es más. Que entre tres no era nada una botella. Cuando se iban, les recomendó prestar particular atención a los excesos, que después todos hablan de eso.
          Esperó unos quince minutos antes de salir, en el camino pasó por el quiosco grande y compró una careta de vieja o bruja, vaya uno a saber. Se cambió en el auto. Alpargatas, bombacha, faja, careta y boina. La camisa era media finoli... y pesada. Seguro de invierno. Estaba jugado ya. La revolcó un poco en la tierra y se la puso... la bolsa no le gusto como quedaba. Muy sosa, vacía y liviana. Le metió toda su ropa de fajina y se quedo conforme. Calzó el rebenque en la muñeca. Listo, de noche todos los gatos son pardos.
          Cuando llegó, alguno lo miró raro. La magia del corso es adivinar quién está detrás y los tenía a todos en ascuas al parecer. A Don Francisco, el del reparto, lo saludo con una pequeña reverencia, manito en boina… Nada. Al agente Tolosa le revoleó el rebenque que maestría campera, adquirida en los tiempos que vivió en Nueva Roma, por el ’85. Le repicó en el asfalto, como retándolo. Sin perder la sonrisa, el pibe con la izquierda le hizo “ojo”, mientras como al descuido apoyaba la derecha en la reglamentaria. El viejo hizo aspavientos con los brazos y reculó con la batalla perdida. A unos metros vio a la patrona. La prueba de fuego. Ya alguno había dicho “¡Mirá, el viejo de la bolsa!”. Lo agarró distraído. “¡¿Usté… la hace caso a la Mama?!”. Sin soltarle el brazo amagó abrir la bolsa. Rosario se lo sacó de un tirón y apretó a su hijo que casi puchereaba. Largo una risotada forzada y siguió camino. Si se daba vuelta le pareció que se descubría. Y faltaban los Costa. A un muchachón le dio con la bolsa y la quedó picando el lomo.” ¡Busca un laburo, che!”. Una máscarita de Menem le convido vino riojano en bota. Por allá corrió a una muchachita que escapaba de su madre. “¡Desorejada!”. Otro grandulón para que no lo llevara le convido una cerveza… la impunidad del disfraz pudo más. Amén del calor. La camisa se le pegaba al lomo. Cuando encontró a Panchi Costa le reclamó por el estudio, mientras tironeaba de su pierna izquierda. Lo rescató una vecina que le dio un carterazo. Al rato lo llenaron de espuma hasta el caracú. Parece que alguien probó el rebenque. Dos eran padres de la cooperadora. A la hora ya había tomado más cerveza que en Navidad. Lo dicho, el calor pudo más.
          En eso, el agente Tolosa se le paró al frente y le dijo sin más, que se había pasado "dos pueblos". El sargento Iturbe tenía cara de golpe inminente. Y lo cercaba por siniestra. Traía el bastón camuflado, apoyado en la pantorrilla. Que se lo había enseñado él mismo hace muchos años. Más atrás el Saña Costa tiró un globo de agua, con tanta suerte que le pegó a Iturbe en la nuca. Un crió incorregible. Empezó a hablar el rebenque. No se podía sacar la careta y si lo arrinconaban le daban la tunda de su vida. “Nos vas a tener que acompañar, el comisario Cosme quiere verte”. Retrocedió a bolsazo limpio. Ganó la vereda y se trató de perder entre la gente. Las viejas lo señalaban y los muchachitos lo empujaban. Cuando se vio perdido, les enfrentó cara (careta) y les dijo que él iba solo. Los mantuvo a distancia las siete cuadras hasta el destacamento. Donde cruzaron la puerta Iturbe sacó la nueve. Lo miró serio el “Viejo de la bolsa”, balanceándose. “Ahora vos te pasaste… ¡Tres pueblos!”, dijo con voz cascada. Tolosa abrió el calabozo. “Que lo arregle Don Cosme”, sentenció. Cerraron y se fueron.
          Los primeros minutos se quedo sentado, quieto, recuperando aire y conciencia. Abrió la bolsa y del pantalón sacó las llaves. Con algo de esfuerzo, abrió la celda. Se cambió tranquilo y sin apuro. A la cascara del viejo de la bolsa la dejó acostada en el calabozo. Se lavó la cara, calzó el quepi y salió para el corso. Don Cosme se lo había prometido a su hijo.