martes, 14 de septiembre de 2010

El silencio

Javier Márquez

      En un campamento bajo las estrellas en el desierto, un viajero abre los ojos y, siguiendo instrucciones muy precisas de Paul Bowles, sale del saco de dormir y se calza, camina sigiloso entre las tiendas, abandona el campamento atravesando la ultima línea de tiendas y vivacs, entre el sonido de las respiraciones de los turistas y los tuaregs. Deja atrás también los camellos que descansan –alguno levanta la cabeza y lo mira pasar con indiferencia- y camina hacia la oscuridad en busca del silencio.
      En la calma de la noche, el asesino ha oído la cremallera del saco, la hebilla de las botas, las pisadas sobre la arena, y las ha seguido. El asesino se ha escabullido sin ruido por entre las tiendas; casi sin pisar el suelo para no ser oído ha dejado atrás los sonoros bultos dormidos de hombres y camellos, y se ha adentrado en la oscuridad tras el viajero.
      El viajero se ha alejado unas decenas de metros. La inmensidad de la arena que lo rodea y la cúpula lejana de las estrellas en lo alto absorben cualquier sonido. El silencio es enorme.
      Piensa el viajero:
      Te he buscado por todo el mundo. Mi cuidad era caótica y ruidosa. Mi vida era un incesante resonar de pensamientos, palabras y otros ruidos. He venido hasta aquí para buscarte. He recorrido por ti caminos azotados por el viento, ciudades febriles, mercados bulliciosos. Las risas de los turistas, la charla incomprensible y brusca de los guías, las canciones alrededor del fuego después de la cena se me han hecho interminables. Ardía en deseos de llegar a esta noche y a este lugar. Por fin te tengo frente a mí, te miro cara a cara, sin interferencias, y sé que eres mi destino.

      Piensa el asesino:
      Ser tu destino es importante y me emociona aunque no me hace feliz. Pero no estoy frente a ti ni veo tus ojos, sólo veo tu nuca, me estoy acercando a ella sin hacer ruido, como un felino perfecto…
      - Te engañas, mi asesino. Te oigo respirar, te oigo pensar.
      - …pero no estoy frente a ti ni ves mis ojos, estoy detrás de ti con mi daga desenvainada. ¿Por qué has dicho que me miras cara a cara?
      - No me dirigía a ti, sino a otro.
      Y, algo confuso pero certero y concentrado, el asesino se abalanza sin ruido sobre el viajero sentado, en una fracción de segundo lo inmoviliza con el brazo izquierdo y con la mano derecha hunde la daga en su cuello, la daga muy afilada que, sin el más mínimo sonido, abre un corte mortal inmediato, una fuente de sangre, un silencio definitivo.
      El viajero queda muerto con una sonrisa serena en los labios.
      Sudando, febril, el asesino limpia la daga en las ropas blancas del viajero muerto, la envaina, y antes de desaparecer se detiene unos momentos. En la callada oscuridad del desierto que lo rodea, nada respira, sólo el asesino. Nada vibra, nada palpita, sólo el asesino.
      Unos metros más allá, sentado frente a él en medio de la oscuridad, el silencio sonríe mirándolo a los ojos.