miércoles, 4 de octubre de 2017

Consejos de Neil Gaiman

NO ESPERES A LA INSPIRACIÓN


Si sólo vas a escribir cuando estás inspirado, puede que te conviertas en un buen poeta, pero nunca serás un novelista. Porque vas a tener que cumplir con tu objetivo de palabras hoy, y esas palabras no van a esperarte, estés inspirado o no.
Si no estás inspirado, revisa. O bien puedes tener varios proyectos en marcha y dedicarle tiempo a uno o a otro, dependiendo de cómo te encuentres. Esto no es magia, si dejas de escribir, luego es muy difícil retomar el hilo más adelante.

lunes, 2 de octubre de 2017

El arte del cuento. Fannery O'Connor


El arte del cuento

Por Flannery O'Connor
Traducción de Leopoldo Brizuela.

Siempre he oído decir que el cuento es uno de los géneros literarios más difíciles; y siempre he tratado de descubrir por qué la gente tiene tal impresión de lo que considero una de las formas más naturales y básicas de la expresión humana. Al fin y al cabo, uno comienza a escuchar y a contar historias ya en la primera infancia, y no parece haber nada demasiado complejo en ello. Sospecho que la mayoría de ustedes se habrá pasado toda la vida contando historias; y sin embargo aquí están, ansiosos por aprender cómo se hace.
Hasta que la semana pasada, cuando apenas si había apuntado algunas de estas serenas reflexiones para exponerlas aquí hoy, recibí los manuscritos de siete de entre ustedes me pidieron que leyese, y toda mi seguridad se trastocó. Después de tal experiencia estoy en condiciones de admitir, no que el cuento sea uno de los géneros más difíciles, pero sí que resulta más difícil para unos que para otros.
Aún me inclino a pensar que la mayor parte de la gente posee una cierta capacidad innata para contar historias; capacidad que suele perderse, sin embargo, en el curso del camino. Por supuesto, la capacidad de crear vida con palabras es esencialmente un don. Si uno lo posee desde el vamos, podrá desarrollarlo; pero si uno carece de él, mejor será que se dedique a otra cosa.

lunes, 25 de septiembre de 2017

Lectura recomendada

NOSOTROS EN LA NOCHE
Kent Haruf

Louis Waters y Addie Moore llevan gran parte de su vida siendo vecinos en la apacible localidad de Holt, en Colorado. Ambos enviudaron hace años y acaban de franquear las puertas de la vejez, por lo que no han tenido otra opción que acostumbrarse a estar solos, sobre todo en las horas más difíciles, después del anochecer. Pero Addie no está dispuesta a conformarse. Un día, de forma insospechada pero con toda naturalidad, se planta ante la puerta de su vecino y le suelta: «Me preguntaba si querrías venir alguna vez a casa a dormir conmigo.»
Nosotros en la noche es una pequeña joya escondida: una historia concisa, conmovedora, agridulce y al mismo tiempo inspiradora, y está narrada con la sabiduría reveladora que solo poseen aquellos que han llegado a una edad en la que lo que menos importa es la opinión de los demás.



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domingo, 17 de septiembre de 2017

Cuentos de septiembre

La capillita de la virgen
por Ignacio

Víctimas
por Norberto

Ariet
por Susy

Viento norte
por Fabiana



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jueves, 7 de septiembre de 2017

Cuento extraído del libro "El bazar de los malos sueños"


Escribí «Premium Harmony» poco después de leer más de veinte relatos de Carver, y no debería sorprender que tenga cierto sabor a Carver. Si lo hubiese escrito a los veinte años, no habría sido, creo, más que una imitación desdibujada de la obra de un autor mucho mejor. Como lo escribí a los sesenta y dos, se filtra mi propio estilo, para bien o para mal. Como muchos grandes autores estadounidenses (me vienen a la cabeza Philip Roth y Jonathan Franzen), Carver parecía tener poco sentido del humor. Yo, en cambio, veo humor en casi todo. Aquí el humor es negro, pero a menudo, en mi opinión, ese es el mejor. Porque —entiéndelo—, en lo tocante a la muerte, ¿qué puede uno hacer sino reírse?

Stephen King
Premium Harmony


Llevan diez años casados, y durante mucho tiempo todo fue bien —como una seda—, pero ahora discuten. Ahora discuten y no poco. En realidad la discusión es siempre la misma. Tiene carácter circular. Es, piensa Ray a veces, como un canódromo. Cuando discuten, son como galgos tras el conejo mecánico. Uno pasa por el mismo lugar pero no ve el paisaje. Ve el conejo.
Piensa que quizá sería distinto si tuvieran hijos, pero ella no podía quedarse embarazada. Al final se sometieron a unas pruebas, y eso fue lo que dijo el médico. El problema estaba en ella. Algo le pasaba a ella. Después de eso, más o menos al cabo de un año, él le compró un perro, un jack russell al que puso de nombre Biznezz. Mary se lo deletrea a quienes preguntan. Quiere que todos participen de la broma. Ella adora al perro, pero ahora de todos modos discuten.
Van a Walmart a comprar semillas de césped. Han decidido vender la casa —ya no pueden mantenerla—, pero Mary sostiene que no llegarán muy lejos a menos que hagan algo con las cañerías y adecenten el jardín. Sostiene que, con esas calvas en el césped, la casa parece una chabola irlandesa de mala muerte. Ha sido un verano caluroso, prácticamente sin lluvia. Ray replica que sin lluvia el césped no saldrá por buenas que sean las semillas. Insiste en que deberían esperar.
—Entonces pasará otro año, y ahí seguiremos —contesta ella—. No podemos esperar otro año, Ray. A esas alturas estaremos en la ruina.
Cuando Mary habla, Biz la mira desde su sitio en el asiento trasero. A veces mira a Ray cuando habla él, pero no siempre. Sobre todo mira a Mary.
—¿Qué crees? —dice Ray—. ¿Que va a llover para que tú dejes de preocuparte por si acabamos en la ruina?
—Estamos metidos en esto juntos, por si te has olvidado —responde ella.
Ahora atraviesan Castle Rock. Se ve poca actividad. Lo que Ray llama «la economía» ha desaparecido de esta parte de Maine. El Walmart está al otro lado del pueblo, cerca del instituto donde Ray trabaja de conserje. El Walmart tiene su propio semáforo. La gente bromea con eso.
—Ahorrar no es solo guardar sino saber gastar —afirma él—. ¿Has oído alguna vez ese dicho?
—Un millón de veces, a ti.

jueves, 17 de agosto de 2017

Cuentos para comentar. Agosto de 2017


No mentirás
Nelson

El poder de la oración
Fabiana

Gris turbio
Montse

Las sutilezas de mi tío
Susy


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TALLER LITERARIO DE CUENTO

1. Este es un taller privado y gratuito donde uno puede compartir sus propios cuentos y comentar los de los demás.
2. Los trabajos se publican a principios de cada mes en nuestro blog: taller05narrativa.blogspot.com
3. Los comentarios se envían directamente al foro.
4. Al publicar un cuento se lo está exponiendo a la crítica de los demás. Por ende, es necesario estar dispuesto a recibir todo tipo de comentarios.
5. La crítica debe ser constructiva e instructiva. Debería poder orientar al autor a mejorar su obra.
6. La crítica que más ayuda es la sincera, no la halagadora.
7. Dar y recibir. Algunos llegan buscando lectores, deseosos de recibir un puñado de consejos, pero poco es lo que comentan. El taller no funciona así. Los participantes deben comentar varios cuentos de la lista presentada regularmente, y deberán esforzarse en dar calidad a sus comentarios.

https://es.groups.yahoo.com/neo/groups/tallerliterario05/info

domingo, 7 de mayo de 2017

Un cuento de Samanta Schweblin

LA FURIA DE LAS PESTES

Gismondi se extrañó de que los chicos y los perros no corrieran hacia él para recibirlo. Intranquilo, miró hacia el llano donde, ya mínimo, se alejaba el coche que regresaría por él al otro día. Llevaba años visitando sitios de frontera, comunidades pobres que sumaba al registro poblacional y a las que retribuía con alimentos. Pero por primera vez, frente a ese pequeño pueblo que se hundía en el valle, Gismondi percibió una quietud absoluta. Vio las casas, pocas. Tres o cuatro figuras inmóviles y algunos perros echados sobre la tierra. Avanzó bajo el sol de mediodía. Cargaba en sus hombros dos grandes bolsos que, al resbalarse, le lastimaban los brazos y lo obligaban a detenerse. Un perro alzó la cabeza para verlo llegar, sin levantarse del piso. Las construcciones, una extraña mezcla de barro, piedra y chapa, se sucedían sin orden alguno, dejando hacia el centro una calle vacía. Parecía deshabitada, pero podía adivinar a los pobladores detrás de las ventanas y las puertas. No se movían, no lo espiaban, pero estaban ahí y Gismondi vio, junto a una puerta, a un hombre sentado; apoyada en una columna, la espalda de un niño; la cola de un perro saliendo del interior de una casa. Mareado por el calor, dejó caer los bolsos y se limpió con la mano el sudor de la frente. Contempló construcciones. No había nadie con quien hablar, así que eligió una casa sin puerta y pidió permiso antes de asomarse. Adentro, un hombre viejo miraba el cielo a través de un agujero en el techo de chapa.
—Disculpe —dijo Gismondi.
Al otro lado de la habitación, dos mujeres estaban enfrentadas ante una mesa y, más atrás, en un catre viejo, dos chicos y un perro dormitaban apoyados unos en otros.
—Disculpe… —repitió.
El hombre no se movió. Cuando Gismondi se acostumbró a la oscuridad, descubrió que una de las mujeres, la más joven, lo miraba.
—Buenos días —dijo, recuperando el ánimo—, trabajo para el gobierno y… ¿Con quién tengo que hablar? —Gismondi se inclinó levemente hacia delante.
La mujer no contestó, su expresión era indiferente. Gismondi se sujetó a la pared que enmarcaba la puerta; se sentía mareado.
—Debe de haber alguien… Un referente. ¿Sabe con quién tengo que hablar?
—¿Hablar? —dijo la mujer con una voz seca, cansada.
Gismondi no contestó; temía descubrir que ella nunca había pronunciado una palabra y que el calor del mediodía lo afectaba. La mujer pareció perder el interés y dejó de mirarlo. Gismondi pensó que podía estimar la población y completar el registro a su criterio, ningún agente se tomaría la molestia de corroborar los datos en un sitio como ese, pero, de cualquier manera, el coche que pasaría por él no iba a regresar hasta el día siguiente. Se acercó a los chicos, al menos podría hacerlos hablar a ellos. El perro, que descansaba el morro sobre la pierna de uno de ellos, ni siquiera se movió. Gismondi saludó. Sólo uno de los chicos, lento, lo miró a los ojos e hizo un gesto mínimo con los labios, casi una sonrisa. Sus pies colgaban del catre descalzos pero limpios, como si nunca hubiesen tocado el suelo. Gismondi se agachó y rozó con su mano uno de los pies. No supo qué lo llevó a hacer eso, quizá sólo necesitaba saber que el chico era capaz de moverse, que estaba vivo. El chico lo miró asustado. Gismondi se incorporó. También él, de pie en medio de la habitación, miró al chico con miedo. Pero no era ese rostro lo que temía, ni el silencio, ni la quietud. Recorrió con la mirada el polvo de las repisas y las mesadas vacías hasta detenerse en el único recipiente que había a la vista. Lo tomó y vació el contenido sobre la mesa. Permaneció absorto unos segundos. Después, acarició el polvo desparramado sin entender lo que estaba viendo. Revisó los cajones y los estantes. Abrió latas, cajas, botellas. No había nada. Nada para comer ni para beber. Ni mantas, ni herramientas, ni ropa. Sólo algún utensilio inútil. Vestigios de jarros que alguna vez habrían contenido algo. Sin mirar a los chicos, como si hablara sólo para él, preguntó si tenían hambre. Nadie contestó.
—¿Sed? —Un escalofrío le hizo temblar la voz.
Lo miraban extrañados, como si no alcanzaran a entender el significado de esas palabras. Gismondi abandonó la habitación, salió a la calle, corrió hasta los bolsos y cargó con ellos de regreso. Se detuvo frente a los chicos, agitado. Vació la carga sobre la mesa. Tomó una bolsa al azar, la abrió con los dientes y dejó caer un puñado de azúcar en su palma. Los chicos miraron cómo se agachaba junto a ellos y les ofrecía algo de su mano. Pero ninguno pareció entender. Fue entonces cuando Gismondi sintió una presencia, percibió, quizá por primera vez en el valle, la brisa de un movimiento. Se incorporó y miró hacia los lados. Algo de azúcar cayó al piso. La mujer estaba de pie y lo observaba desde el umbral de la puerta. No era la mirada que había mantenido hasta entonces, no miraba una escena ni un paisaje, lo miraba a él.
—¿Qué quiere? —dijo.
Era, como las demás, una voz somnolienta, pero estaba cargada de una autoridad que lo sorprendió. Uno de los chicos había abandonado la cama y ahora contemplaba la mano repleta de azúcar. La mujer miró los paquetes desparramados y se volvió con furia hacia él. El perro se incorporó y rodeó intranquilo la mesa. Por las puertas y las ventanas comenzaban a asomarse hombres y mujeres, cabezas que se sumaban tras cabezas, un tumulto que crecía. Otros perros se acercaron. Gismondi miró el azúcar en su mano. Esta vez, al fin, todos concentraban su atención en él. Apenas vio al chico, su mano pequeña, los dedos húmedos acariciar el azúcar, los ojos fascinados, cierto movimiento de los labios que parecían recordar el sabor dulce. Cuando el chico se llevó los dedos a la boca, todos se paralizaron. Gismondi retrajo la mano. Vio en quienes lo miraban una expresión que, al principio, no alcanzó a entender. Entonces sintió, profunda en el estómago, la herida tajante. Cayó de rodillas. Había dejado que se desparramara el azúcar, y el recuerdo del hambre crecía sobre el valle con la furia de las pestes.


Samanta Schweblin nació en Buenos Aires, en 1978. Su primer libro de cuentos El núcleo del disturbio (Editorial Planeta 2002), obtuvo el primer premio del Fondo Nacional de las Artes 2001, y el primer premio del Concurso Nacional Haroldo Conti. Participó en las antologías Cuentos Argentinos (Siruela, España 2004); La joven guardia (Norma, 2005); Una terraza propia (Norma, 2006); y varias antologías de Centros Culturales como el General San Martín y el Ricardo Rojas. Algunos de sus cuentos ya han sido traducidos al inglés, al francés y al sueco, para su edición en revistas y medios culturales. Actualmente está terminando su segundo libro de cuentos. Este cuento es inédito.