domingo, 15 de marzo de 2009

Sobre vainilla y manzanas, ejercicio.

Rocío


      Mi verdadera historia comienza con el olor de la vainilla y la imagen de mi madre. Esto explica casi todo lo que sucedió después, hasta el punto de que mis biógrafos deberían reformar lo escrito sobre mí. Pero eso no les interesa. Así que yo les contaré mi historia y ustedes decidirán si su elección fue acertada o no.
      La vainilla posee un aroma dulce, penetrante, especial. Es un olor que, en mi recuerdo, va acompañado de todo un cortejo de emanaciones y esencias ligadas al arte culinario. Todo ello completa la imagen de mi madre y le otorga nitidez; su vida estaba profundamente vinculada a ese reducto del hogar donde se cuecen vivencias, se escabechan emociones y se empanan delicadezas.
      Su figura menuda, de apariencia frágil como un hada, recorría con decisión la cocina con enérgicos movimientos. Apenas medía lo suficiente para asomarse al caldero que colgaba del llar, calentándose morosamente en la chimenea de fogón bajo. Pero conocía a la perfección los tiempos de cocciones y había magia en sus manos, un don que transformaba en excelente cada guiso suyo.
      Ya existía una cocinera en el castillo, con varias muchachas a su cargo, que preparaba las colaciones que se servían a diario. Tenían sus dependencias en una de las alas de la fortaleza, con sus fogones, su chimenea y todo lo necesario para llevar a cabo su tarea. Pero mi madre, a pesar de la abrumadora carga de tareas como reina, no había querido renunciar a ese placer. Se había hecho habilitar una pequeña estancia donde poder seguir desarrollando su peculiar vocación, que había nacido como un acto de cariño hacia un padre enfermo que sólo aceptaba los platos si los preparaba ella, y que había ido creciendo cual pasión irrefrenable.
      Su reducto, aquella cocina particular, estaba salvaguardada por una pesada puerta de madera cuya cerradura sólo podía abrir mi madre con una llave de hierro guardada celosamente. Sólo a mí, su hija, se me franqueaba la entrada a su universo particular.
      Allí transcurrieron miles de horas de mi infancia, mis pies colgando de un taburete, las manos revoloteando por los bordes de la única mesa de la habitación. Perdía la mirada en los infinitos estantes que gravitaban a mi alrededor, y me lanzaba a juegos de memoria, a componer versos con aquellos nombres que retumbaban en mi cabeza como una extraña sinfonía. Cobre, alambre, espetón. Parrilla, brocheta y asador. Criba, espumadera, rallador. Almirez, mortero, salera. Olla, puchero y cazuela. Marmita, pote y budinera. Sarteneja, cazo y perol.
      Junto a la fascinación por los objetos, estaba el despertar del sentido olfativo: el ajo sofrito, la cebolla picada, el laurel, el tomillo y el pimiento, las curiosas láminas de champiñón, las verduras troceadas, los vinos que regaban los guisos con su precioso líquido, los caldos de carne y pescado que borbotaban en la olla.
      Los condimentos alentaban en particular mi imaginación, al saber que algunos procedían de lugares remotos, y me proponía desafíos para distinguir el aroma de cada uno. Especias como el clavo, el azafrán, la canela y el jengibre; hierbas aromáticas como el eneldo, el cilantro, la mejorana y el orégano.
      Nada, sin embargo, encendía tanto mi espíritu como las vainas largas y parduscas que mi madre colocaba en un canasto de manzanas sobre la mesa, dispuestas de modo que asomaban entre la fruta como ramitas de un árbol. Había adquirido la costumbre de tomar una de aquellas vainas y sostenerla entre los dedos mientras permanecía en la habitación, aspirando a intervalos su perfume con fruición: el olor de la vainilla.
      Sin embargo, un día todo aquello murió. El luto cubrió la casa, llenando de festones negros los largos pasillos, empapando de furtivas lágrimas las sábanas de los dormitorios. El fuego dejó de dar calor, el invierno se instaló como un huésped más. La reina había desaparecido y, con ella, la compañera fiel de mi padre, sus dulces abrazos maternos, y el mundo secreto tras la puerta de madera. O eso creía yo.
      Porque transcurridos dos años, una tarde que mis pies me condujeron de nuevo hacia aquel lugar, hallé la puerta de madera abierta y oí voces en el interior. Aventuré dos pasos y percibí inmediatamente la habitación aireada, un jarrón de flores frescas sobre la mesa y manzanas nuevas en la cesta. Habían preparado la cocina para ser visitada y, efectivamente, allí estaban mi padre y su nueva esposa –había contraído nuevas nupcias una semana atrás-, que observaban todo con atención. Ella parecía gratamente sorprendida de aquel lugar y por su expresión deduje que se proponía volver a hacer uso de él. Su mirada avizor percibió casi instantáneamente mi presencia. ¿Fue mi imaginación o frunció el ceño en un gesto imperceptible? Mi padre hizo ademán de invitarme a entrar.
      La costumbre de años me condujo hacia el querido taburete, mientras dirigía una mirada ansiosa hacia el canasto con manzanas nuevas. ¿Habría también dentro vainas de vainilla, como solía poner mi madre? ¿Quedaría alguna en el fondo, olvidada de todos? No pude resistir el impulso de alargar las manos hacia él, en un intento de búsqueda de las vainas y su recuerdo.
      — Veo, querida, que te gustan las manzanas —comentó ella, malinterpretando el objeto de mis deseos y frenando mi gesto con el único sonido de su voz.
      Bajé la mano, avergonzada, mientras ella retomaba la conversación con mi padre, convenciéndole de que le dejase el lugar para su uso personal. También se las arregló para prohibir la entrada a cualquier otra persona –eso me incluía a mí-, bajo pretexto de necesitar concentración.
      —Te aseguro que mi pequeña... —balbuceó mi padre tímidamente para defender mi causa—, quiero decir, que la princesa Blancanieves sabe guisar muy bien. Lo ha heredado de su madre, al igual que su belleza.
      —¿Ah, sí?
      Mi madrastra cruzó su mirada con la mía.
      No fue hasta varios años después cuando comprendí en toda su hondura el significado de aquella mirada, y entendí asombrada por qué mi madrastra creyó poder tentarme con un cesto de manzanas el día que se presentó disfrazada de humilde anciana a la puerta de la cabaña donde me habían acogido unas amables personitas.
      Afortunadamente, yo había mantenido vivo el recuerdo de mi madre asociándolo a aquellas vainillas olorosas, y no había día que no ingiriese alguna bebida de mi invención, cocinase algún plato o elaborase algún postre que no llevara aquel ingrediente evocador.
      Afortunadamente, repito, porque la vainilla también es el antídoto contra el veneno de ciertas plantas naturales, como el que mi madrastra empleó para emponzoñar aquellas manzanas y contra el que me había inmunizado tras años de asidua ingesta de vainilla. Siempre consideraré que el recuerdo de mi madre me salvó.
      Sin embargo, tuve que fingir desmayarme, permitir que me velaran y dejar que mi novio me “despertase” con un beso delante de todos. Sí, hube de representar toda aquella comedia porque si no, nunca hubiesen ejecutado a mi madrastra.
      Pero esto mis biógrafos nunca lo contarán. Porque entonces no sería un cuento de hadas con final aleccionador y feliz.

Cenicienta, ejercicio

Mirta Leis


      Estiró la pierna y lo miró satisfecha. El zapato le gusta y le queda bien.
      —No será de cristal—dijo, alcanzándoselo a Paco, —Pero sirve para tu cenicienta.
      Una ruidosa carcajada se escucha mientras Paco se acerca feliz y le rodea la cintura.
      —Ahora, cenicienta, quiero mi pago—susurra mordiéndole la oreja derecha.
      — ¡Ah no! Primero quiero tener los dos, ¡No pretenderás que ande con un solo zapato!
      —Está bien, esta noche te traeré el que falta— dice mientras la suelta y escupe el palillo que mordisquea desde hace rato.
      Quiere besarla como anticipo, pero Lucía se marcha calle abajo moviendo las caderas mientras sonríe maliciosamente y le sopla besos desde lejos.
      La tarde calurosa y húmeda levanta un olor nauseabundo de las bolsas de basura que se amontonan en el callejón. Las moscas pululan posándose insidiosas en la cara de Paco, que ahora intenta dormir en un rincón.
      No tiene casa. Deambula por la ciudad y duerme en cualquier agujero.
      Conoció a su princesa hace ya cuatro meses, desde entonces, aquél volquete al fondo de la cortada marca los límites de su palacio. Allí, a su sombra, amontona desperdicios de otros para su uso personal. Un trozo de lona encerada, que fuera cobertor de un camión, le ofrece guarida para la lluvia, el sol y la noche. Lo extiende desde los extremos, atándolo, por el otro lado, al alambre tejido que limita la calzada sin salida. Un cajón de cerveza hace las veces de mesa o de asiento, según convenga a la ocasión. Completa el mobiliario un viejo colchón con el forro rasgado y una frazada, doblada a manera de almohada.
      Trata de recordar cuándo la conoció: fue en la plaza a pocas cuadras de allí. Su cabello oscuro colgaba hasta rozarle las nalgas— ¡Ah! Las nalgas de Lucía— dice chasqueando la lengua mientras pone los ojos en blanco.
      Vende ramilletes de flores a las señoras cuando termina la misa de once en la catedral. Su figura pequeña se cubre con un vestido rojo de tela raída, lleva una canasta y los pies descalzos, reparte flores y sonrisas a cambio de unas monedas.
      De un manotazo espanta la mosca que se posa una y otra vez en su nariz aguileña. Tendría que volver al muelle—La muchacha se lo merece—balbucea levantándose y sacudiendo las migas de su chaqueta oscura. Se despereza igual que un gato. Se acerca al alambrado que marca el final de la cortada y orina sobre el pasto que crece del otro lado.
      Emprende la marcha casi con desgano; pasa junto al perro y le dice guiñando un ojo: —Cuídame la casa Sultán.
      Cojea un poco, le duelen las piernas, tal vez por sufrir tantos inviernos a la intemperie. Todavía es joven y fuerte, aunque algunas canas asoman entre la mata de pelo claro. Una barba tupida y desprolija le cubre el rostro. Sus ojos, increíblemente azules, semejan dos lagos hundidos en las huesudas cuencas.
      Alguna vez conoció una vida mejor, pero fue hace tiempo, cuando Sara no lo había abandonado. La soledad y el alcohol lo llevaron de la mano por el camino de la mendicidad. Ahora, en sus ratos de lucidez sólo piensa en la mocosa, en su risa divertida, en sus gestos caprichosos, en sus insistentes pedidos entre mohines dulzones.
      Nunca lo reprende cuando llega abotagado por el ron: —Ven a dormir viejo— le dice mientras hace un hueco con su brazo suave y desnudo.
      A veces pasa tiempo sin verla. Ella tiene sus asuntos, pero cuando regresa le trae siempre un rayito de sol.
      Entretenido en sus pensamientos llega casi sin darse cuenta a destino. Como aún está claro, mira hacia todos lados para ver si alguien lo observa. En el nuevo muelle de pesca se reúnen varios aficionados y preparan con esmero sus enceres para el torneo. Nadie parece prestarle atención. Con rapidez, salta la valla de contención que exhibe el cartel de PROHIBIDO AVANZAR-PELIGRO. Desciende ágil por la escalera de piedra. Se encharca los pies con la marea que ya comienza a subir. Debe apurarse. Trepa por el talud que termina en un oscuro hueco entre las maderas y el piso. Avanza gateando mientras busca, casi a tientas el otro zapato de Cenicienta. Cuando lo encuentra, con ligeros movimientos lo saca del pie menudo, de cuyo tobillo pende una cadena con piedritas de colores y caracoles. También se la lleva. Revisa las muñecas y el cuello; solo toma las pulseras: el collar se ha cortado en el forcejeo.— ¡Vaya si dio trabajo esta niña!
      Coloca el botín en el bolsillo de la vieja chaqueta, y guarda con cuidado los guantes de cuero, recuerdos de su pasado, en el bolsillo interior.
      Debe regresar antes de que suba la marea. En dos zancadas está en el muelle y se acerca a ver como va la pesca.
      Cuando Lucía llega, el reloj da las doce campanadas. Hora de que su Cenicienta se transforme en Princesa. El par de zapatos blancos luce bajo el foco sobre el cajón de cerveza. Sus ojos brillan y la alegría se escapa en risas, bailes y reverencias cuando se los pone. Paco piensa en su premio.
      Esa noche, casi al amanecer, se duerme borracho de besos, aturdido y exhausto de tanto amar.
      Las moscas lo despiertan, cargosas bajo el sol del mediodía. El perfume de su piel ya no cubre los olores del volquete. Cenicienta ya se ha ido, también Sultán buscó un sitio más fresco.
      Corre a la plaza para verla vendiendo sus flores de domingo.
      Una princesa de vestido rojo camina entre las señoras haciendo sonar sus tacones blancos. El cabello oscuro se ata en una coleta adornada con flores. En el brazo que no lleva la canasta brillan pulseras con caracoles y piedras rojas. — ¡Está mas hermosa que nunca!—se dice mientras camina hasta el puesto de revistas, para hablar con el canillita que le presta un ratito los diarios, a cambio de que le ayude con los números que le son tan complicados.
      Desde allí la observa mientras ella lo saluda con ampulosos ademanes.
      Toma uno de los diarios. Los titulares hablan del nuevo cadáver encontrado en la mañana.
      Los peritos no descartan que se trate de una nueva víctima del Loco de los Zapatos, temido asesino, que ha estrangulado a ocho mujeres en los últimos cuatro meses, aunque en esta ocasión, a la mujer le falten los dos tacones.

viernes, 6 de marzo de 2009

Cuarenta y seis euros

Alicia

–Por favor, un billete de ida para el autobús a Lisboa.
–Son Cuarenta y seis Euros.
–¿Cuarenta y seis?
El hombre ante la ventanilla, sudoroso, rebusca en sus bolsillos. Él sabe que tiene sólo cuarenta Euros, pero busca por si acaso ha mirado mal, o por si no ha contado bien. O por si existen los milagros.
Pero ha mirado bien, no ha contado mal y los milagros, no existen. Tiene cuarenta Euros.
–Mire… Sé que le sonará extraño, pero tengo que coger ese autobús, ¿Entiende? Tengo que salir de aquí. Es muy importante…
–De acuerdo, si yo le entiendo. Son cuarenta y seis Euros.
–Pero es lo que quería decirle, espere, es lo que le digo… Sólo tengo cuarenta. Y necesito coger ese autobús. Si usted pudiera darme el billete yo le…
–Escuche amigo –dijo el hombre tras la ventanilla– aquí todos tenemos problemas. Yo no voy a pagarle el billete. Son cuarenta y seis Euros. ¿Los tiene? Yo le doy el billete. ¿No los tiene? No se lo doy. Es sencillo. ¿Comprende?
–Pero…
–¿Comprende?
El hombre sudoroso se da cuenta que es imposible enternecer el corazón de alguien que trabaja tras una ventanilla. Se aparta y deja el sitio libre. Parece abatido.
Seis Euros, le faltan seis euros. Seis Euros le separan de su libertad. Seis cochinos euros.
El hombre guarda sus cuarenta euros en el bolsillo y comienza a pensar cómo encontrar el dinero que le falta. Podría pedirlo. Pero pedir, de algún modo, le parece humillante. Sale a la calle principal, la Gran Vía. Por allí pasa mucha gente, todos con prisa. Con bolsas, sin bolsas. Con maletines, hablando por teléfono móvil. Señoras bien vestidas… Un joven vende lotería de la Cruz Roja. Otro reparte octavillas. También está el de la ONCE, y los del «Top-manta», que vigilan antes de decidirse a plantar su puesto callejero en el suelo.
El hombre sudoroso se anima y se pone con la mano extendida en el camino de una mujer que pasa.
–Por favor…
La mujer le evita con un gesto de disgusto y sigue caminando.
El hombre sudoroso lo intenta otro par de veces más con idéntico resultado. El último le da diez céntimos.
«Que roñica». Piensa el hombre. Y luego sigue pensando. Él no sabe pedir. No conseguirá así el dinero que le falta y se le agota el tiempo. El autobús sale en quince minutos. El hombre mira a su alrededor buscando una tabla de auxilio y ve el termómetro en luz roja que cuelga de una fachada, una farmacia, una tienda de gafas y… un bar.
Entra en el bar. Allí hay una máquina tragaperras, tal vez tenga suerte. Él no ha jugado nunca pero lo ha visto hacer, es sencillo. El hombre mete una moneda por la ranura y las luces se mueven frenéticas. Una musiquita que asemeja una triunfal melodía de trompeta le anuncia que ha ganado un euro. Esto marcha.
Sigue metiendo monedas. Ahora pierde dos. Gana cuatro. Le faltan tres. Sigue metiendo. Un destello de ambición se atreve a asomar en su mirada.
Cuando el hombre sale del bar, ha perdido cuatro Euros. Ahora necesita diez. Y le quedan diez minutos.
La desesperación se apodera de él. Se pone a gritar, a suplicar. Pide a todo el mundo que se encuentra por la calle, ya sin ningún pudor.
Una chica que hace de estatua se baja de su pedestal y le pregunta si le ocurre algo. El hombre sudoroso, desesperado, balbucea explicando su angustia, tiene que marcharse. Le cogerán. Necesita tomar un autobús, necesita dinero. «¿Cuanto dinero?» «Diez Euros, diez malditos euros. Si no me atraparán. Me encerrarán. Me están buscando. Mi padre quiere encarcelarme, me ha costado mucho salir de casa, llevo encerrado más de cinco años, estoy muerto de hambre, no me deja salir, tengo que salir, tengo que coger ese autobús. Tienes que ayudarme. Alguien tiene que ayudarme. Me dejarán ahí preso hasta morir. Me moriré ahí dentro. Alguien…»
La chica mete la mano debajo de su disfraz y saca un billete de diez euros.
El hombre la abraza, la besa, se deshace en agradecimientos. La chica procura quitárselo de encima diciéndole que le queda poco tiempo para que salga el autobús.
El hombre sudoroso va a la ventanilla pero está cerrada. No hay nadie detrás. Un cartel dice que volverá en cinco minutos. El hombre grita desesperado. Nada.
Entonces va al andén donde el autobús ya ha arrancado el motor.
–¡Espere! ¡Espere! Déjeme entrar. Tengo el dinero. Tengo los cuarenta y seis euros pero no está el de la ventanilla. Tengo que coger el autobús. Déjeme entrar. Tengo el diner..
Alguien, por detrás, le sujeta por los hombros. De forma delicada, no hay violencia. Pero cuando el hombre sudoroso vuelve la vista, grita.
–Discúlpenlo, por favor. No es peligroso. Normalmente se queda siempre sentado, mirando revistas. Pero hoy se ha levantado algo violento y se nos ha escapado. No pasa nada, le llevaré a casa. No pasa nada, continúen como si no hubiera pasado nada. Vamos, Pedro. Vamos a casa. Allí estarás bien, ya lo verás.
Pedro no habla. Sólo mira con los ojos muy abiertos y una expresión de terror en la cara. Sumisamente, sigue a su celador. El miedo no le deja seguir hablando. Tiembla.
En el suelo quedan cuarenta y seis euros desperdigados a las puertas del autobús.
Ésta vez sí que ha estado cerca.

lunes, 2 de marzo de 2009

Dos funámbulos

Pablo Moreno

      La mayoría de la gente piensa que estar allá arriba, a cincuenta o cien metros sobre el suelo, pendiente tan solo de la búsqueda del equilibrio, de no errar el siguiente paso, sintiendo el cosquilleo del vértigo recorriendo la columna una y otra vez, con cada leve movimiento de la pértiga, con cada latido del corazón, difiere en algo de tener los pies depositados firmes sobre la tierra. Yo, que conozco las dos realidades, puedo asegurarles que no es tan distinto. La vida es igual de caprichosa e inconsistente en el suelo que arriba; en ambos lugares, cada paso -cada cien- es una extraña mezcla de habilidad, causa y azar.
      La vida de Juan transcurrió por veredas de suaves pendientes en las que el horizonte siempre aparecía despejado. Hay personas que parecen inmunes a la mala suerte, a las que el éxito les encaja con tal naturalidad que no sorprende verlas triunfar; que se mueven por la vida con seguridad insultante, haciendo realidad todos sus sueños con tan sólo proponérselo. Juan era una de ellas, un auténtico caballo ganador. Me ha contado su vida tantas veces desde que estamos aquí que me la sé de carrerilla; estoy seguro de que si volviera a nacer podría seguir todos sus pasos sin miedo a equivocarme ni una vez. Porque Juan nunca se equivocó –o eso dice- cuando todavía respiraba; tuvo siempre las cosas tan claras, era tan meticuloso, que ahora, cada vez que me lo vuelve a narrar -es incansable-, recuerda con exactitud cada paso dado, cada decisión tomada, cada momento incandescente de su, a todas luces, corta existencia. No he sido capaz, a pesar del tiempo transcurrido, de la cantidad de veces que he oído las mismas frases, de encontrar contradicciones en el relato de su vida, ni posibles fisuras en la persona que un día fue, dechado de perfección. Recuerda su devenir de cabo a rabo, hasta en el más mínimo de los detalles. Quizás sea esa su penitencia.
      En cuanto a mí podría decirse que no tuve elección, anduve por el alambre desde antes de tener uso de razón. Lo hacía con tanta naturalidad que cuando pisaba el firme de la tierra me sentía inseguro y quebradizo. Mi hogar eran las alturas, mi mejor amigo el vacío bajo mis pies. No puedo contar mucho más porque mi vida se reducía a entrenar y actuar. Sí les puedo decir que hubiera preferido conocer a Juan en otras circunstancias, presentarme ante él de otro modo, pero, como ya he dicho, el azar a veces se empeña en sorprendernos -a unos más que a otros- en el momento menos oportuno. Si dios hubiera existido -ahora puedo afirmar que no- me habría presentado ante él sólo para decirle que como cabrón jocoso no tenía igual… quién sabe si no le hubiese echado la culpa al diablo.
      Quizás se pregunten acerca de mi penitencia. Es la continua monserga de Juan, su lloriqueo constante, este gemido lastimero que me perfora el tímpano, como un zumbido infinito que atraviesa el extraño silencio de esta noche que nos ha tocado compartir. Siempre dándole vueltas a lo mismo -a él y a su vida plagada de éxito-, pensando en lo que debió ser, repasando hasta la extenuación cada paso dado, cada decisión tomada, hacia delante y hacía atrás… buscando con habilidad meticulosa una explicación al azar a través de sus causas. Como si eso fuera posible. También tiene la fea costumbre de recriminarme que yo fui el artífice de todas sus desgracias, el causante de lo imposible. Yo suelo reír amargamente cada vez que lo escucho; soporto mi penitencia entre la culpa y el desamparo.
      En realidad su única desgracia fue pasear por aquella calle, el día en que el circo llegó a su ciudad, y detenerse a mirar a una rubia despampanante que atendía a mi actuación, esa en la que anunciaba desde las alturas la feliz noticia de nuestra llegada. Fue el día en el que nuestros destinos quedaron ligados para siempre. Yo observaba a la multitud arracimada expectante bajo mis pies cuando una gaviota decidió posarse en mi pértiga; sentí el leve cambio de peso e intenté retroceder sobre mis pasos pero ya era demasiado tarde porque acababa de emprender una nueva zancada sobre el alambre y aquel movimiento inacabado acabó por convertirse en el gesto patético de aquel que sabe a ciencia cierta que acaba de traspasar el umbral de la muerte. Por unos segundos quedamos solos el vacío y yo, mirándonos fijamente por última vez. Tengo que reconocer que no se pareció en nada a como lo había imaginado o soñado: caí desde una altura de veinte pisos y ni tan siquiera pude gritarle a Juan que se apartara, el sonido quedo congelado en mi garganta y a pesar de que puse todo mi empeño en ello -el último de mis empeños- no lo conseguí. Juan se había detenido y se encontraba más pendiente -nunca lo ha reconocido- del culo de aquella hermosa muchacha que gritaba horrorizada mirando mi desplome, que de cualquier otra cosa que pudiera suceder a su alrededor. Si se hubiera molestado en levantar la cabeza, tan sólo unos segundos, yo no les estaría contando a ustedes nada de esto.
      Los dos morimos en el acto. Nuestros cuerpos quedaron reventados sobre un charco de sangre durante más de ocho horas, fue una vergüenza. El juez que debía proceder al levantamiento de nuestros cadáveres había prometido a su hijo pequeño que aquella tarde le llevaría a ver a Ángel Cristo y sus leones, que acababan de llegar a la ciudad y que por aquel entonces se encontraban en el cenit de su fama, como aquel otro, ese joven prodigio del piano, medio chino medio austriaco… ¿cómo se llamaba?... ah sí…sí… Wan Helldemann. ¿Lo recuerdas, Juan?

domingo, 1 de marzo de 2009

Hagan conmigo lo que quieran

Pilar Dublé

      ─¡Hagan conmigo lo que quieran, yo no me pertenezco! ¡Mi vida ya la viví hace siglos! ¡Regresé del infierno y ahora soy El Pueblo!
La tarima verbenera trepida bajo la voz de un Júpiter tonante, de rostro abotagado y lustroso de sudor. Detrás suyo, los reflectores dibujan las sombras obesas y sumisas de pálidos funcionarios henchidos de orgullo. Son los poderes del Estado que cabecean sonrientes como muñecos de feria en el pimpampum.
      La Gran Avenida de cuarenta y dos carriles aparece desierta. Sólo una tropilla de adolescentes, casi niños y algunos viejitos cansados escuchan la arenga del salvador de la patria, perdidos como minúsculas hormiguitas rojas atemorizadas por el oso que se las va a comer. Por la avenida y las veredas hay desperdigadas camisas rojas, boinas rojas, pañuelos rojos: compran en los tarantines, conversan, se rascan la entrepierna ostensiblemente. Nadie atiende al mandón que se desgañita en la tarima. Más lejos, en los prados, se marchitan las flores y se agosta el pasto.
      Esa inmensa muchedumbre fue traída en autobuses desde todo el país; a la mitad del discurso ya los vuelven a abordar para asumir el regreso. Con los motores bufando y tosiendo toman camino hacia Mérida, hacia Coro, hacia Upata, antes de que la noche se cierre. Muchos llegarán a su casa en la madrugada. Todos son empleados públicos. Todos recibieron órdenes, o dinero, o amenazas. O las tres cosas.
      Una cámara está ubicada en algún sitio en las alturas. Puede verse que es un balcón. El balcón de un apartamento que al menos debe estar en un piso quince. La vista abarca completamente la avenida, desde la tarima hasta el acceso a la autopista. Veinte cuadras en total. Y está casi vacía.
      Las imágenes aparecen en el único canal de televisión que no es rojo, en todo el país. El comentarista insiste en que no hay casi nadie que esté atento a lo que dice el Candidato-Presidente-Comandante. “¡Esto es inédito!”, exclama.
      Alguien que no va de rojo sino de camuflaje gris y negro recibe un aviso telefónico. Dos corren hacia un vehículo oscuro. Tres más lo siguen en motocicletas. Se dirigen a la zona donde debe estar la cámara y avistan los balcones. Uno de ellos señala hacia lo alto con la mano abierta. Cuentan los balcones desde arriba hacia abajo: dieciséis, piso dieciséis. Llega otro vehículo, de donde se apean cuatro funcionarios más.
      —Chamo, mira esos tipos…
      —¿Dónde?
      —Ahí abajo, en la acera de enfrente, junto al kiosco.
      —Coño, son como muchos, ¿no?
      —Están mirando para acá.
      Los tres jóvenes, un camarógrafo, un periodista y un ayudante de cámara se miran. “Vámonos ya”, piensan dos de ellos.
      —Bueno, se acabó el reportaje.
      —No se acabó: yo no creo que puedan ubicar el apartamento, este edificio es una colmena —dice el periodista.
      —¡Ah!, ¿no? Entiende que no van a preguntar nada, ni a llamar a las puertas: van a derribarlas hasta que nos encuentren. Son muchos, lo pueden hacer rápido. Ya captamos lo más importante, además. Tenemos apenas minutos para salir de aquí.
      El periodista baja la cabeza, asiente y mira hacia la calle. Los tipos ya no están, quedaron solamente los vehículos.
      —Ya entraron, ¡vámonos pal´carajo! Se dirigen hacia la puerta. El camarógrafo porta la cámara calzada en el hombro.
      —Pero, pana, deja eso aquí… ¿Qué? ¿La vas a llevar de bandera?
      —Coño. Verdad.
      La cámara queda donde la dejan caer, en el suelo, encendida. Desde muchos hogares, en otros apartamentos, de esa y otras ciudades, se puede ver en un ángulo absurdo que se cierra una puerta, con sigilo. Luego se oyen voces broncas y esa misma puerta se abre con violencia y rebota contra la pared contigua. Entran botas, hay más gritos, varios recorren la vivienda. ¡Negativo!, ¡negativo!, vociferan. Regresan en tropel hacia el corredor externo.
Después de haber bajado las escaleras de incendio con los zapatos en la mano, los tres muchachos respiran pesadamente en un cuarto para basura, oscuro y lleno de chiripas. Permanecen de pie, callados, hasta que el día se cuela bajo la puerta.

Nieve

Pedro Conde

      Yo deseaba a Margarita, y cuando era puta, no podía tenerla porque yo era pobre. Por eso desde la otra acera, con las manos metidas en los bolsillos buscando y rebuscando el dinero que no tenía para pagarle por su amor, la miraba pescar clientes utilizando de cebo el balanceo de sus caderas y apretadas minifaldas. Primero, como era más fácil que conseguir la plata para comprarla, mendigué sus favores.
      —¡Déjame en paz, chaval! —me alejó con un gesto de su mano, espantándome.
      Busqué un trabajo en una obra pero, tras un día agotador, la paga no me alcanzaba ni para un beso. Por la noche, después de una paja poco satisfactoria y antes del sueño reparador, concebí un plan que me daría lo que tanto deseaba. Por la mañana temprano, de la cocina cogí el cuchillo de mango marrón que en contraste con mi mano blanca de apretarlo, parecía negro. Salí rápido e hice una parada en la tienda de la esquina que da al parque, la de Marisa. No hubo muchos problemas, sólo gritos histéricos que tuve que acallar; o cortar. Esperé escondido hasta la hora en que las chicas con nombres de flores salían a trabajar. En todo el rato no dejé de contar el dinero y deshojar mentalmente a Margarita, primero una pierna, luego la otra; me quiere, no me quiere... Cuando la calle floreció avancé hacia ella con el estómago encogido por la cercanía de ver cumplido mi sueño. Se me cruzó en la calle un coche de la policía. Saltaron sobre mí cuatro uniformados a los que mis gritos no hicieron mella, se limitaron a callarlos, a golpearlos con sus porras. Me encerraron. Por lo visto le dio por morirse a Marisa, la de la tienda.
      Pasaron algunos años. Al regresar al barrio pregunté por ella.
      —Ya no es puta —me dijeron—, un viejo con dinero la retiró de la calle y al morirse le dejó una fortuna.
      Aunque llevaba otro peinado y no tenía minifalda, la reconocí por el balanceo de sus caderas. Me atusé el pelo con las manos y fui a ella con cara de hombre serio, limpio y domesticado.
      —Una mujer como yo no conviene a un buen chico como tú —me rechazó con una risa y un gesto, alejándose.
      Con el filo cortante de la señal de stop en la esquina en la que ella trabajaba antaño, por aquello de la poesía, golpeé mi ceja con fuerza hasta cortarla. No me afeité en días ni me lavé, con un cigarrillo colgando de mi boca y la cicatriz recién estrenada fui a ella. Cansada de la persecución, vocalizó claramente.
      —¡Niño! —me dijo— Me acostaré contigo cuando nieve en el infierno.
      Me refugié en las pajas que, aunque no me satisfacían más que unos segundos, no dejaban resaca como el licor. Con la mente lúcida pues, recé a Dios mañana, tarde y noche. Perdí casi una semana hasta darme cuenta del error. En la escuela me enseñaron que el viejo de blanco era un maldito puritano que no atendería peticiones del tipo de las que yo estaba haciendo, pero se me había olvidado. Perdido y desesperado vi como única salida invocar al diablo. Apareció en medio de una llamarada roja y algo de humo. Olía a azufre; o a sudor. Impaciente le ofrecí mi alma si me ayudaba, si apagaba por un día las calderas y hacía nevar en el infierno.
      —Ja, ja, ja —reía estrepitosamente—, tu alma ya me pertenece —enarcó las cejas en un gesto muy teatral y con una leve reverencia añadió— Pero te ayudaré.
      Justo antes de irse, por curiosidad, quise saber el motivo.
      —¿Por qué lo haces entonces?
      —Ja, ja, ja —volvió a reír y desapareció en una implosión.
      El día fijado nevó en el infierno, algunas almas me miraron agradecidas antes de romperse como frágiles espejos por el cambio brusco de temperatura. Margarita cumplió su palabra y entre los dos derretimos el hielo ocasional del inframundo.
      Satanás vino a verme la tarde siguiente mientras, completo, paseaba por el Retiro.
      —¿Qué tal? — inquirió.
      —Bien, bien —contesté satisfecho—, gracias. Oye —exclamé—, no me respondiste a la pregunta, ¿por qué me ayudaste?
      En ese momento, desentendido de mis dudas, el Demonio cogió su tridente a modo de jabalina y lo lanzó directo al corazón de un cura que hablaba con una señora de edad avanzada y vestimenta gris. El cura empezó a salivar mientras miraba fijamente el busto generoso y algo bajo de la mujer.
      —Creo que ya lo he entendido— le dije.
      —¿Sí?
      —Sí. En el fondo eres un jodido romántico.
      —Ja, ja, ja. Guárdame el secreto, tengo una reputación que mantener —desapareció en un chasquido y dejó, suspendido a mi alrededor, el eco de sus carcajadas y un fuerte olor a azufre; o a sudor.
      Continué mi paseo con los ojos cerrados para recordar de forma más nítida la noche anterior, y cada tanto, pasaba la lengua por mis labios recuperando así en la boca el sabor del coño de Margarita.