domingo, 15 de mayo de 2011

Los ojos que presienten (Ejercicio)

 Lila Daviña
No, no te culpo m’hijita; así es como debe ser. Tanto tiempo mirándote desde mi ojo sano, tanto tiempo queriendo no saber, lo que el otro, ciego, registraba. Pero la asfixia me acalambra el pecho, atenazaba la garganta y la mano, como si no fuera mía, me apretaba los labios. Para no gritar de miedo y soledad.
¿Sabés? Parece que río, o que lloro, depende. Depende con qué ojo enfrento la vida, tan complicada ahora que me suma más arrugas a los años cansados y resecos.
Te vi nacer, peludita y colorada, chillando como un chanchito de monte adentro, que de ahí venía yo. Te crié como si fuera tu madre, que ella se fue después vaya uno a saber detrás de qué. 

Nos arreglamos bien en esta casa mitad barro, mitad bloques, con cortinas floreadas en vez de puertas adentro. El mediero nos ayudó a poner el portón de chapa y la casita quedó segura con los mimbres que sombrean el verano y los malvones rojos en los tarros pintados. Trabajamos un lote, maíz, calabazas, sandías, mandioca y lo que sea que venga  en esta tierra dura y polvorienta. Cuidamos los animales de la casa grande, changas para el capataz que nos ayuda.
Yo te enseñé las cosas de la tierra, cuentos de hormigas y avispas coloradas, de la seca del río y las heladas negras, del té de yuyos que saca el dolor de muelas y te tiré el cuerito para el desempacho. Te gusta oírme contar la historia de la chispa que saltó del brasero y me chamuscó el ojo izquierdo  cuando era chica y ahí se me nubló el mundo. De ese ojo que quedó gris, a veces me sale un agua triste aunque yo esté contenta  y parezca que ría. Cosas de vieja sonsa son, de vieja que no es leída pero que sabe de pariciones en las tormentas, de males de envidia y curaciones a distancia. Vos me enseñaste de a poquito a leer cuando fuiste a la escuela, porque sos entendida y los ojos te brillan.
Un día viniste acompañada, contenta con el amigo nuevo  e insististe para que se quedara en las casas. No hay comida, dije, pero tozuda vos, que ya te arreglarías. Donde comen dos, comen tres repetite el dicho que yo a veces decía. Y se quedó nomás a pesar de que te avisé que el ojo ciego sentía el ardor del agua que se le escapa a veces y que el otro ojo  era más comprensivo: los chicos necesitan  compañía. Pero toda yo sentía que no se acercaba con buenas intenciones; a esos en el monte los animales les sienten el olor y se disparan. Estábamos ahí y yo iba  viendo día a día cómo te cambiaba la mirada  cuando te veías en sus ojos o te acercabas con el plato de comida, o le tendías la manta  en el piso de barro y sesteaban juntos. Vos lo acariciabas y él te olía toda como a una fruta salvaje.
Hubo  mucho después rasguños y quejidos; intranquilas noches  de luna o ciega ocuridad. El se iba a veces, pero siempre volvía.  El mediero te lo había anoticiado y vos, muchachita insistente te aferrabas a él como a un imán.
Por eso esta tarde cuando te vi venir  sola orillando la laguna entre pastizales, con la ropa en desorden, el pelo enmarañado y  caminando como si el alma se te hubiera quedado en otra parte, me llevé la mano a la boca para ahogar los miedos de la muerte. Tenías sangre en los brazos y te apoyabas en el fusil como un cayado.
No te culpes, m´hijita, por el gato montés que se fue tras la hembra. ¿Por eso lo mataste?
Esta vieja comprende, sus ojos han visto tanto y ya lo presentían.

Guacanic, que quiere decir estrella (Ejercicio)

Norberto

      Ella se llama Guacanic, que quiere decir estrella. No usa documento de identidad, nunca se lo han querido otorgar las autoridades provinciales, a menos que lo hiciera a través de los punteros políticos, quienes los conservan en su poder hasta luego de las elecciones para obligarlos a votar a candidatos predeterminados. A ella no le importa nada esa tarjeta insulsa que no la representa, nunca hay elecciones en su comunidad, y tampoco tiene apellido como exigen los gendarmes. Lleva a cuestas la traza de arrugas del rostro y de las manos, la piel curtida y cetrina, los ojos entrecerrados que parecieran sufrir historias de un ancestral desamparo. Su abuelo fue uno de los pocos sobrevivientes de la Masacre de Napalpí. Su padre fue acribillado en Rincón Bomba, ametrallado por la Gendarmería Nacional. Ella sufre la misma persecución que los va evacuando de las mejores tierras y del acceso al agua, a la salud, a la educación. Perdió a su hombre a fines del año pasado, cuando habían decidido cortar la ruta ya que nadie prestaba atención a los reclamos. De su cuello cuelgan coloridos colaq, y en sus muñecas danzan con seco tintineo los dientes y uñas de animales que lleva ensamblados en los onguaghachik. Casi nunca habla, sobre todo desde que las balas asesinas de los policías acabaran con la vida del Checho, que agonizó en sus brazos pidiéndole que no se fuera de la ruta, que era preferible morir así antes que vivir sometido y humillado.

     El que lleva la voz cantante es Lisandro Orozco, Tayabekel en su lengua nativa, cacique y chamán. Es el que la comunidad eligió para representarlos, hablar con los funcionarios y con los periodistas, salir en todas las notas y en todas las fotos y contarles del algodón y de la zafra y del maltrato y las exclusiones a que los someten. Es un chamán y a él nada le van a hacer los flashes ni los micrófonos ni el atropello de las voces de esta gente que pareciera únicamente escucharse a sí misma. Él usa un chaleco de cuerina gastada sobre una camisa leñadora, y un gorro pasamontañas con relleno de piel que alguna vez habrá sido blanca y ahora apenas se diferencia del oliva del rostro. Lo escogieron porque es el sanador, el que mejor se desenvuelve, el sabio capaz de aguantar la bronca y hablar pausado para explicar las injurias, repitiendo a unos y a otros por qué el gobernador y los hacendados los despojaron de sus tierras, de las pertenencias de los antepasados que ocupan desde siempre todos aquellos que sobrevivieron al exterminio, primero de los españoles, después de los militares, los terratenientes, y ahora de los políticos que defienden oscuros negociados de empresarios despiadados e inescrupulosos.

      El niño es otro de los tantos que corretean por el campamento sin terminar de entender por qué están ahí, para ellos es una fiesta, ni siquiera en su léxico figura la palabra vacaciones, muchísimo menos piquete. Es uno de los nietos del cacique, la quiere mucho a Guacanic que siempre lo está protegiendo. Su tío era el Checho, que perdió la vida durante el enfrentamiento con los policías y los gendarmes cuando estaban ocupando la ruta en reclamo de las tierras. Se llama Nicanor, es uno más de los catorce menores que acompañan a sus padres, recién cumplió los cinco años, pero no importa el nombre, ni los ojos tristes, ni la desnutrición avanzada ni la ropita harapienta y deshilachada que ni lo cubre del clima o del pudor; Nicanor apenas tendrá una azarosa participación en esta historia de reclamos inútiles y desidia.

      Lisandro Stein es periodista, trabaja para el diario Tiempo Argentino. Se encuentra en la Avenida 9 de Julio cubriendo el acto de la CGT. Aburrido, esperando que termine de una vez la concentración para ir a encontrarse con la notera de TN que lo había invitado a comer pizza. En el palco está hablando Moyano, no le presta atención a lo que dice, nada más registra las pausas que el sindicalista hace para que sus adeptos lo aplaudan, repitiendo el mismo recurso de todos los políticos. Lisandro camina entre la multitud, llega a pocos metros del piquete de los Qom, ve elevarse sobre ellos la negra imagen del Quijote brotando de la piedra blanca como en un acto de magia de los propios duendes indígenas. Está por regresar, no le interesa para nada esta protesta de los indios, se lo dijeron bien claro en la Redacción, vos nada más te ocupás del sentir de la gente que concurrió al acto, qué hacen, qué dicen, sobre todo los que hablan a favor, ya sabés, tomá nota, que no se te escape nada, olvidate del resto. Y claro, qué carajo le importa a él ese piquete, él nada más acata las órdenes, considera su puesto en el periódico apenas como un paso absolutamente necesario antes de pasar a la pantalla de la televisión. Ni loco iba a apartarse de la consigna, con los propios objetivos no se jode. Pero Lisandro, a pesar de su escasa experiencia en la profesión y del decidido afán de no discutir y mucho menos exponerse, no deja de percibir ahora ciertos movimientos especiales entre las fuerzas del orden que no le resultan del todo claros.

      El Cucaracha es uno de los principales integrantes de la barra brava de Boca, tiene el acceso prohibido a los estadios, y tres causas abiertas por venta de estupefacientes, extorsión, y asesinato con intento de robo, se encontraba en libertad condicional hasta hace dos meses, cuando dejó de presentarse a las audiencias y lo declararon prófugo. Trabaja a destajo en lo que sea, como guardaespaldas, como soplón, chorro, secuestrador, asesino, de acuerdo a los distintos niveles de demanda en las oportunidades que se le presentan. Además de mantener excelentes relaciones con los servicios y con importantes punteros políticos, tiene una impecable puntería con las pistolas; esta vez lo contrataron por esta razón, desde una fuerza de seguridad que debe mantener el anonimato. Le indicaron la esquina de Salta e Hipólito Irigoyen. Justo en medio de la concentración. Cuando llega caminando, distingue a su contacto al costado de una Trafic de la Federal. Le hace una seña y se acerca, el otro desplaza la puerta y ambos ingresan. Todos los vidrios del vehículo tienen un polarizado oscuro. El capitán Santoro le entrega un sobre del que sobresalen las puntas de un grueso fajo de billetes. El Cucaracha lo introduce en el bolsillo de la camisa. El acuerdo ya está sellado, ahora le van a explicar qué pretenden de él, no tiene apuro, siente el peso del dinero sobre la tetilla izquierda.

      Guacanic está obnubilada. Desde que llegaron hace más de siete meses, no deja de sorprenderla el parpadeo de las luces sobre las altas fachadas de los edificios, con letras y palabras que ella es incapaz de leer y no comprende. Extraña el chillido de la hateguera que vuela anunciando la muerte de un gobernante. Y al sirirí negro pronosticando la niebla o la lluvia. No hay en este lugar de tierra dura y sin vegetación, ni un tetaxañe, ni un pioq, ni un huareguerec, en este paisaje de vértigo y caos por dónde circulan carros extraños que emiten olores repulsivos y sonidos que lastiman. Todavía no se acostumbra ella a ir a hacer sus necesidades dentro de esa caja de plástico, pequeña, incómoda, sin una rama de la cual agarrarse, y con un olor nauseabundo que parece de intestinos en descomposición y le hace arder las fosas nasales. Acepta la comida que les alcanzan en unas cajas y en latas que se abren con unos cuchillos especiales, pero extraña los bollitos de algarrobo, el sabor pegajoso de la mandioca y el placer calentito del añapá durante las noches frías como ésta. Les prohibieron las fogatas, y les trajeron unos bidones de metal que se pueden prender y sueltan llamas mucho más pequeñas que las de sus hogueras, donde calientan agua para el mate. Vino gente que les habló de los derechos humanos, de justicia, de solidaridad. Nunca comprendió qué le decían, nada más le pareció que estaban de su parte.

      El abogado que los representa en Buenos Aires, el doctor Cortés Perenti, se abre paso entre los periodistas de Clarín y La Nación, acechantes a la espera de cualquier elemento que pudiera servirles para profundizar su especial lucha contra el gobierno. Lo lleva aparte a Orozco, bien rodeado de la propia gente, y le comunica la mala noticia de que la Policía Federal acaba de recibir la orden de desalojarlos. ¿Pero cuándo…?, tartamudea el chamán, aturdido por la sorpresa. Ahora mismo, le responde Cortés Perenti en el idéntico tono compungido que utilizan los abogados y los médicos para comunicar las malas noticias, se están preparando para desarmar todo y trasladarlos a otro lado, ya llegaron las ambulancias, los camiones y los asistentes sociales. No puede ser, se resiste Lisandro desde la impotencia y el desánimo, no podemos irnos, otra vez no, de aquí tampoco, no podemos, somos seres humanos, ¿qué se creen?, nos tienen que escuchar. Ahí están sus cámaras de televisión, sus reporteros, todos estos trabajadores de los sindicatos, voy a hablar con ellos, es nuestra tierra desde antes que llegaran, desde siempre. Déjeme, doctor, su justicia nada tiene que ver con lo que nos pasa, yo voy a ir a contarles.

      Junto a los demás niños, aturdidos por el griterío y los tambores de tanta gente en la manifestación, Nicanor presiente cosas que no comprende. Igual que en el monte cuando se detiene el viento y se hace el silencio, y uno sabe que algo va a pasar. Ahí nomás lo ve a Tayabekel y esos hombres de la ciudad que lo quieren convencer de algo, y a Guacanic que se les acerca y abraza al cacique, y todos los demás mayores que los rodean y cuchichean, mientras el griterío a su alrededor continúa y se vuelve cada vez más ensordecedor. Pero sobre todo ese infierno de la gran ciudad que tienen como escenario de fondo, de repente es como si se hubiera partido la cuerda del kuyvike y la última nota del violín se fuera apagando en un alargado sollozo.

      Y ahí está Lisandro ahora, le bastó mostrar la credencial y darle veinte pesos al agente para que le permitiera acceder al andamio que sostiene la batería de parlantes. Justamente él, a quién catalogan de conspirador cuando plantea que hasta Bin Laden no era más que un enemigo imaginario producido por los mismos que inventaron su descenso en la Luna. Ni qué hablar cuando estableció las relaciones entre los atentados a la Amia y a la embajada de Israel con los incumplimientos de Menen después de los aportes iraníes a su campaña. O cuando aseguró que el acampe de los Qom estaba promovido por ciertos intereses indescifrables que buscaban atentar contra la credibilidad del gobierno. O al afirmar que las últimas apariciones de ovnis en Victoria y en Cachi se tratan nada más que un desvío de la opinión pública sobre otros temas. Todo ello entra en el terreno de las probabilidades, Lisandro es adicto a conjeturar. Y a él no lo iba a engañar este inusual desplazarse de un pequeño contingente de efectivos -menos de una docena- atravesando al resto de la formación, se nota un evidente accionar programado, que trata de ocultarse. Aquí no le sirven las notas, extrae el celular Nokia N 97, busca el modo cámara y alza el brazo para obtener tomas desde una perspectiva más elevada. Como no le convencen, trepa por las diagonales y los largueros hasta alcanzar los ocho o diez metros. A esa distancia está todo claro, no se había equivocado. A ver qué dirán ahora sus detractores.

      Santoro le señala una pila de ropas que se encuentra sobre el asiento lateral. Sin una palabra, Cucaracha comienza a desvestirse y luego a calzarse el uniforme de policía que resulta de su talla exacta, tal como los borceguíes y el casco. Por último, le alcanzan la pistola. Él se da cuenta de que el oficial lleva guantes para evitar dejar huellas sobre el arma, lo mismo había hecho el capitán cuando le entregó el dinero. Son las reglas del juego. La sopesa en la palma y sabe que el cargador está completo; orgulloso él, que es fanático de las armas y de sus modelos preferidos se bajó todas las fichas técnicas de Internet. Se trata de una Walther P 99 con mira laser. Revisa el accionamiento, verifica la carga y comprueba su anterior apreciación. Es una seda. Huele a metal, a aceite, a vacío, los sabores le llegan al paladar. Se imagina la cara de sus compinches cuando les cuente. Un sueño, y le aseguraron que podía quedársela. Santoro le está indicando el objetivo. Percibe la frialdad en la mano que sostiene la pistola. Es una caricia, un placer perverso ese frío liviano subiéndole por los poros y provocándole un ligero espasmo.

      Las apesadumbradas palabras del longevo salarnek la acongojan en cuanto llega a su lado para abrazarle y preguntar lo que el lenguaje gestual le ha transmitido ya mejor que las palabras. Guacanic no puede creer que otra vez vayan a echarlos como si fuesen animales apestados, ni eso, que los patrones bien cuidan mejor a su ganado o a sus cosechas porque les producen cuantiosos dividendos. Los hermanos se agrupan, no es necesario un debate, son siglos de soportar la tiranía de quienes se niegan a oírlos y reconocerlos, pocos meses van desde la decisión tomada y del largo viaje para intentar presentar su reclamo a las autoridades nacionales. A escasos metros, una nutrida y exagerada columna de uniformados con sus escudos de plástico los va encerrando. Y entonces se abrazan, forman una ancha fila y caminan hacia ellos, con expresiones apáticas y retraídas, con pasos lentos de tanto arrastrar el peso y los sinsabores de la propia historia. Lisandro Orozco en el medio, tomada de su brazo avanza orgullosa de su estirpe y muy contrita, Guacanic, mientras intenta acomodar al pequeño Nicanor que se le está enredando una vez más entre las piernas.

      Nicanor ha caído presa de un miedo atávico, como durante esas noches oscuras de mucho viento cuando se oye llorar a los duendes. Desesperado, la busca a Guacanic que camina allá delante junto a todos los mayores. La alcanza y le toma las piernas en un intento de que lo aupe y lo proteja.

      Aún permanece sobre el andamio Lisandro Stein, oscuro e sórdido periodista de Tiempo Argentino. Ahora está grabando con su celular al grupo de policías que llega por detrás y se filtran como una cuña entre los uniformados de la retaguardia. Son seis, siete exactamente, y un octavo que avanza agazapado entre todos ellos. Están pegados a los de la primera fila que portan sus altos protectores de vidrio. El octavo apoya una rodilla en el piso, los otros siete se aprietan entre sí para ocultarlo. A través de la pantalla del celular, le parece distinguir un resplandor. Hay un remolino entre los indígenas, corridas, gritos que apenas se oyen debido al ronquido de la manifestación. Los ocho se retiran rápidamente, y los ve alejarse hacia una Trafic policial estacionada casi en la esquina de Irigoyen.

      Los poli que vienen protegiéndolo le avisan a Cucaracha que llegaron al objetivo. Se encuentran detrás de los primeros escudos, a través de los cuales se perciben en forma difusa las siluetas de los que avanzan. A Cucaracha le indicaron claramente que su víctima lleva un gorro viejo con piel que sobresale. Alza el arma. Respondiendo a una maniobra premeditada, se abren apenas los dos escudos que tiene delante. Inconfundible el gorro estrafalario. Apunta al corazón, y dispara. Casi ni se sacude la pistola. Se cierran los escudos. A través de ellos alcanza a distinguir la forma borrosa de alguien que cae. Lo toman de los brazos y lo empujan fuera del cerco. Es Santoro, que con un seco movimiento de ojos le señala hacia la Trafic.

      Guacanic está preocupada por el niño, intenta alzarlo para pasárselo a alguien que lo proteja. Pero Nicanor siente una garra que le estrangula el habla y al intentar trepar por ella le hace perder el equilibrio y resbalarse hacia el cacique. Su brazo alcanza a colgarse del cuello del anciano, pero la fuerza del niño la lleva a escurrirse sobre la chaqueta de cuerina gastada que huele a humo y a campo y a lluvia y a algarrobo y es áspera y se aleja. Es lo último que piensa antes de caer al suelo frío de la gran ciudad. La sangre sobre el asfalto pasa rápidamente de roja a negra, y sigue brillando.

      Cucaracha está por llegar a la camioneta cuando lo oye gritar a Santoro, ¿qué le pasará ahora a este tipo?, seguramente ni quiere que entre a cambiarse. Se está dando vuelta para averiguar qué sucede cuando la primera bala le entra por la axila, la segunda perfora el fajo de billetes, las siguientes ya no es capaz de percibirlas.

Tayabekel, sosteniendo entre sus brazos el cuerpo aún tibio pero ya inerte, alza los ojos a este insípido cielo, tal vez buscando el vuelo de algún carau arrastrando su lamento para indicar la muerte de un anciano. Pero una neblina espesa le impide ver las estrellas. Guacanic enfriándose aquí abajo, otra Guacanic que comienza a brillar allí arriba, aunque estos malos aires le impidan divisarla.

      Ni siquiera alcanzan a pasar dos horas de estos sucesos, cuando Lisandro Stein, el periodista trepador, se retira de las oficinas del Director sin poder disimular una expresión de júbilo. Tampoco se vio obligado a exponer algún planteo. Claro que la negociación lo comprometió al silencio y a la entrega de su celular personal con todas las grabaciones, pero se llevó agendada la cita con la Producción de 6, 7, 8, junto a la promesa de que inmediatamente pasaría a integrar el staff de ese programa.

Glosario de voces indígenas:

Calac: collar
Onguaghachik: pulsera
Hateguera, Sirirí negro, Carau: aves
Tetaxañé, pioq, huarequerec: arbustos
Kuyvike: instrumento musical similar al violín
Salarnek: cacique sanador

Regresos (Ejercicio)

Eduarda

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Crespín (Ejercicio)

Graciela Medina

Otra vez el insomnio. Crespín culpó al mosquito ése que lo había despertado ―hembra tenía que ser― y se rió estruendosamente, otra rebeldía. La hendedura  del silencio en ese horario lo envalentonó. Como un púgil  iracundo, aporreó las teclas de luz haciendo que se iluminara la habitación,  mientras  rebuscó desenfrenado entre las imágenes. Una en particular fue la elegida.
Se miró los pies. Como garras… Aferrados a sus raíces.
―Herencia de abuela indígena―deseó en voz alta.
 El crespín es un pájaro del tamaño de un gorrión. Se lo suele ver en tiempo de cosecha en el centro y noroeste argentino y su canto otorga cierta tristeza al paisaje.  La misma que nubla los ojos de la abuela Cata. Por sobre su rostro, un peinado de nido vacío; y aquellos orificios bordeados de ojeras oscurecidas con sufrimientos  milenarios. La vida la premió con un nieto al que debe educar, cuando  la muerte se llevó a su hija Alcira.


Le había abierto los ojos a la difunta  antes de entregarla a la madre tierra, para que mirara las inmensas riquezas que le esperaban en la otra vida. Hizo todo lo que sus antepasados le habían enseñado. Tenía la certeza de que  su Alcira  estaba en la estrella más rutilante, la que cada noche la guiaría cuando en su corto entendimiento se enfrentara con las cuestiones educativas. Eran tiempos difíciles.
Acaricia el lomo de Huyrapuca*, una huesuda perra que llegó una tarde ventosa,   se fue quedando y hoy forma parte del paisaje.
Sabe que Alpa Kamasca* la orientará para que pueda transmitirle al Crespín los valores morales por los cuales fue bautizado en cristiandad con ese nombre.
La temperatura  de  esa tarde es muy baja y el viento sopla fuerte, asustando y haciendo estremecer al Azul Casa*. El mate cocido está listo y una rodaja de pan de horno de barro espera resignado. La abuela Cata recibe el beso del recién llegado y sin más, recita la leyenda, lo único que entiende  que  será un buen ejemplo para el niño:
El Crespín era un criollo bueno y trabajador que prefería la vida sencilla y sobria. En cambio a Durmisa, su esposa, le gustaban  mucho las fiestas y la música, y sobre todo el baile.  Sucedió un año de cosecha abundante, que Crespín tuvo que trabajar de  sol a sol para poder terminar la siega y la trilla Y fueron  muchos días. Tantos que a Crespín le parecieron uno por cada espiga de trigo del campo.
Una tarde llegó a su rancho muy cansado y sintiéndose enfermo a causa de tanto esfuerzo. Durmisa no le prestó atención; estaba ocupada bailando.
―Estoy enfermo y tengo que terminar con la cosecha― dijo Crespín. ―Por favor ve al pueblo y tráeme medicina para poder levantarme mañana y seguir con el trabajo.
Durmisa no le dio  mucha importancia, aunque dejó su danza y partió al pueblo. En el camino se encontró con un baile, donde todo el mundo festejaba la terminación de la cosecha. Y no bien oyó la música de una zamba, olvidó a su esposo. Sin poder contenerse comenzó a bailar una y otra danza y, ya no pudo parar más.
Entonces vinieron a avisarle que Crespín se encontraba moribundo.
―La vida es corta para divertirse y larga para llorar― contestó ella sin preocuparse y siguió bailando. Terminada la fiesta Durmisa volvió a su casa. Crespín no estaba allí. Lo buscó por los alrededores y nada.
 Llena de remordimiento atravesó el trigal sin dejar de llamar a Crespín hasta casi quedarse si voz. Con el último aliento, enloquecida, Durmisa pidió a Dios que le diera alas para poder continuar con su búsqueda, sin saber que Crespín había muerto esa noche y que unos piadosos vecinos lo habían velado  y enterrado.
 Y así, convertida en pájaro, todavía sigue buscándolo por los trigales dorados de sol, llamando y llamando al Crespín.
En el ocaso de aquél día un cóndor enfila buscando las altas cumbres. Lejos, una enorme estrella, la más brillante, le hace un guiño cómplice a la abuela Cata.
Crespín ya tiene su propia historia. Una probable identidad. Una historia con luchas,  reivindicaciones y tradición. Hace un par de meses no más,  supo que era hijo adoptivo. Desde entonces emprendió la búsqueda. Eligió esa imagen en este insomnio, robándola de  una revista cualquiera,  convencido  quizás que desde los otros, podía  tener alguna noticia inicial de quién era.                                                               

·                                     Huyrapuca: Viento colorado
·                                     Alpa Kamasca: diosa tierra
·                                     Azul Casa: Cerro salteño

Fin del camino (Ejercicio)

Pandora

Mi madre siempre ha sido una mujer activa. Cuando cumplí la mayoridad, abrimos una tienda de ropas y calzados para señoras y niños. Y la verdad, las cosas nos fueron muy bien. Compramos una casita y a lo largo de muchos años la reformamos a nuestro gusto.
Mi padre trabajaba como transportista y casi nunca estaba en casa, pero esto no impidió a mi madre y a mí levantar nuestro pequeño imperio. Éramos más que madre e hija, éramos amigas, compañeras y cómplices. No teníamos secreto alguno.
Todo comenzó cuando mi madre cumplió los cincuenta y ocho años. Empecé a notar que algo raro le pasaba. Se caía con facilidad y olvidaba de las cosas más simples. En un principio, pensé que era cosa de la edad, pero, un cierto día, estando en la tienda, me llamaran diciendo que mi madre había sufrido un accidente.

Marché a casa lo más rápido que pude y encontré a los bomberos y policías en mi domicilio. Me informaron de que mi madre, había colocado una satén en el fuego y se había ido al servicio, donde sufrió una caída. El resultado fue catastrófico. La sartén acabó pegando fuego e incendiando la cocina. La suerte fue que mi madre no sufrió nada grave, solamente el moratón del golpe. Mismo así, asustada, la acompañé al médico. Una vez allí, aproveché para explicar lo que pasaba a mi madre desde hacía algunos meses.
El médico decidió que sería importante hacerle algunos estudios. Y así lo ha hecho. Después de quince días de exhaustivos analices y estudios, el médico dio el diagnóstico.
― Tu madre padece de EP.
― ¿Qué es EP? – indagué inocentemente.
Me dijo que era la forma abreviada de la Enfermedad de Parkinson. Yo no daba crédito a lo que oía. No sabía nada de esta enfermedad, ni como actuar con un familiar que la padeciera.
El médico me dio varias direcciones para que yo pudiera informarme mejor. También dio un tratamiento a mi madre y aconsejó no dejarla sola, para que no se olvidara de tomar la medicación.
Aquél día, salimos del consultorio y fuimos a nuestra casa, que ya había sido arreglada por el seguro. Entre el incendio, la reforma de la cocina y ahora el diagnóstico de mi madre, yo veía el mundo caerme encima.
Los primeros días, estuve con mi madre, veinticuatro horas, pero sabía que debería comenzar a moverme. Saber más de esta enfermedad y como curar a mi madre. Fui a una asociación que se dedicaba especialmente a esta enfermedad. Allí, conocí a Marta, psicóloga, quien me explicó que se trataba de una enfermedad neuronal degenerativa del sistema nervioso central.
― ¿A que se debe? – quise saber.
― Verás, en nuestro cerebro, tenemos varios tipos de líquidos y células diferentes. Entre ellas, las neuronas y esta enfermedad es la muerte progresiva de estas neuronas, debido a la disminución de la dopamina, sustancia sintetizada por estas células o neuronas.
En aquél momento, comencé a llorar. Estaba asustada, con miedo de lo que podría pasar a mi madre, o con mi futuro, en fin, con todo lo nuevo y desconocido que me estaba pasando.
― ¿Cuándo comenzaste a notar que a tu madre le pasaba algo?
Le conté todo, desde que cumplió los cincuenta y ocho años, aun que antes ya notaba algo raro, pero no había dado mayor importancia. Al final, ¿quién no se olvida de algo, as veces?
― Tu madre empezaría perdiendo el control del movimiento. Aun que hay determinados agentes tóxicos que son capaces de provocar algunos cuadros clínicos similares a la EP. – hizo una pausa – Pero, creo que este no es el caso de tu madre, ya que el médico le ha hecho todas las pruebas pertinentes y se ha confirmado la enfermedad. Pregunté por las causas que podrían causar esta enfermedad. Marta se levantó y cogió uno de los muchos libros de la estantería. Abrió en una página y la leyó en silencio, luego me dijo que recientemente se habían descubierto la existencia de anomalías genéticas en algunas familias, otras veces la enfermedad era transmitida de generación a generación.
― Marta, mi madre es hija única y mis abuelos murieron en un accidente
automovilístico cuando ella tenía cinco años. Fue criada en un orfanato… ― dije yo desolada.
― De esta manera no podemos saber con seguridad si uno de tus abuelos padecía la enfermedad.
Marta volvió a sentarse y cruzó las manos sobre la mesa.
― Tienes que adquirir un nuevo hábito. – dijo muy seria – Debes prestar mucha atención en los síntomas, tales como trastorno progresivo del sistema motor, torpeza en los movimientos, trastorno y temblores estando dormida o rigidez de las extremidades. Anótalo todo en un cuaderno. Desde ahora, el camino es largo y duro, muy duro. Deberás ser fuerte, positiva y paciente. No la dejes sola, nunca. Comprueba si toma la medicación correctamente.
Cuando salí del consultorio de Marta, estaba segura de que mi vida había dado un giro de ciento ochenta grados, pero sería fuerte.
Desde la muerte de mi padre, en el accidente múltiple, donde su camión había explotado antes que él pudiera salir, mi madre había dedicado toda su vida a mí. Ahora tocaba a mí dedicar mi vida a ella.
Contraté una persona capacitada para estar con ella, durante el día y por la noche, la cuidaba yo.
Comenzamos a frecuentar grupos de apoyo, donde aprendí aun más sobre la EP. Supe que el tratamiento de mi madre era para reponer la dopamina cerebral. Supe también de un tratamiento quirúrgico, mediante lesión o estimulación de las estructuras cerebrales, aun que, mi madre no necesitaba de estetratamiento, aun no, pues estaba al principio de un largo camino degenerativo.
Entre Marta, el médico, los grupos de apoyo y yo misma, desarrollamos unas tablas de nuevos hábitos a mi madre, entre los cuales, estaban muchas actividades en grupos.
Yo intentaba mantenerla activa siempre. Desenvolvimos ejercicios de relajación y respiración. Los cuales hacíamos juntas, como casi todo. Yo pensaba día a día que yo también pasaría por esto. La EP en la mayor parte de las veces, es una enfermedad hereditaria. Más valía que me mantuviera al día para no tener sorpresas desagradables en el día de mañana.
Fue entonces que, mi madre tuvo una gripe muy fuerte. Tuve que hospitalizarla.
La EP tuvo un avance enorme en este período y mi madre fue a peor. La gripe se transformó en una neumonía y ella no aguantó.
Ya hace cinco años que mi madre me dejó, pero yo no he perdido la esperanza. Al contrario, me dediqué al estudio de la enfermedad de Parkinson.
Hoy, soy un de los principales miembros de apoyo de la Asociación Nacional de Parkinson. Ayudo a los enfermos y también a sus familias. Participo de grupos de ejercicios, apoyo psicológico y aun no presento síntomas de la enfermedad, mismo haciendo los estudios anuales.
La verdad es que, espero que se retrase en presentarse por que de esta forma, puedo ayudar un número mayor de personas.
Sé que esto era lo que deseaba mi madre y también mi padre en lo más hondo de sus corazones. Que yo dejara huella en las personas que ayudara a lo largo de mi camino.

lunes, 2 de mayo de 2011

Contrapuntos

por Rubén

       Así, de arranque nomás, a puro grito. Traté de explicarle que era una confusión o a lo sumo una coincidencia. Pero el tipo no estaba para palabras. Logré esquivarle el primer sopapo y no alcancé a ver el segundo. Me tumbó. Desde el piso le pedía que habláramos. Eso lo enfureció. Vi venir la patada a la altura del estómago y en una reacción que aún hoy no me la explico, le sujeté la pierna aérea y tiré con tal suerte que quedó suspendido en el aire unos segundos y cayó con todo su peso: golpeó con la nuca en el cordón y ahí quedó inmóvil. Decí vos que el gomero vio todo.
  

       Tendría treinta, treinta y cinco años, por la ropa te dabas cuenta de que no era un indigente, no tenía aspecto de drogadicto ni de marica. Viste que a esa hora, en esa cuadra del boulevar se torna peligroso. Yo acababa de inflar la bicicleta en lo del Flaco. Me estaba declamando como un mormón y ya sabés como soy, le presté oído hasta que pude escapar con alguna excusa. Dejé apoyada la bicicleta en un árbol y prendí un cigarrillo. Y ahí se me vino encima: hijo de remilputa, te encontré, esta vez no te me escapás. Ver que el gomero estaba mirando todo fue un segundo de alivio. Pero el tipo estaba decidido. Me gritaba desaforado. Yo supongo que le sonreiría tratando de calmarlo.


       Después con el Flaco lo levantamos y casi arrastrándolo lo cruzamos hasta la clínica. No hubo nada que hacer. El Flaco se volvió para cerrar la gomería y después no se separó de mi lado. El policía que estaba de consigna ahí empezó con las preguntas y el gomero le relató en detalle cómo habían sido los hechos. El uniformado lo hizo callar y empezó a apurarme: que si lo conocía al muerto, que qué hacía ahí, que mejor dijera todo para sacarla más barata. Recién ahí tomé conciencia de la situación. A los cinco minutos cayó el patrullero y cuatro uniformados me rodearon. Estás complicado, pibe, me dijo el que parecía ser el jefe. Intervino otra vez el Flaco pero lo frenaron: Usted, callesé, ¿es pariente de él? El Flaco insistió: te guardo la bici y le aviso a tu hermano.


       Me empezó a doler el sopapo, entre la nariz y el ojo me lo había pegado. Bueno, esto habla a mi favor, me decía, y exageré un poco mientras iba en el patrullero hacia la Central.

Ya ahí, me sentaron en un banco en el segundo o tercer piso, me tomaron las huellas y después me llevaron a una sala de interrogatorio.
¡El ruido que hacía esa máquina de escribir! Parecía que cada tecla se me clavaba en las costillas, en el cráneo, en los dedos y yo contestaba como autómata, con monosílabos, no me salían las palabras, como si las palabras que podían salir hicieran un contrapunto de dolor con la máquina negra. Una, dos, tres hojas iba llenando es escribiente y yo contándole cuándo había comprado la bicicleta, cuánto hace que lo conozco al Flaco, que al muerto no lo había visto en mi vida, que la cubierta se me desinflaba cada tres días, que vivía solo con mi hermano, que le agarré la pierna en el aire desde el suelo y se desnucó.

       Fueron horas de declaración y a medida que se llenaban las hojas sentía que estaba complicando la situación.

Cuando me acostumbré a tolerar el golpeteo de las teclas me vi sorprendido por el timbre de mi voz. No era mi voz la que hablaba. Era una boca desenfrenada que no paraba de hablar. Decía cosas que desconocía, y te aseguro y les aseguro a los defensores de los derechos humanos que no hubo ninguna presión ni física ni psíquica. Creo que el primer escribiente se cansó o se le habría acabado el turno porque vino otro morochito que escribía con dos dedos solamente y me mandaba callar, a que le repitiera dos o tres veces la misma frase, pero yo, o mi voz estábamos desenfrenados y el pobre hombre tuvo que pedir auxilio.

       Y apareció ella. Pasó fugaz por un costado del escritorio. La firmeza de su andar golpeaba sobre el parquet de la habitación. De uniforme azul entallado, sus pechos eran faroles brillantes y sobre ese brillo el de una plaquita dorada con el nombre de Alicia y en sus hombros unas tiras que se movían ante mis ojos como un calidoscopio. Y más arriba, una tez blanquísima y una boca pintada de violeta que ocupaba gran parte de la cara. Los ojos eran pozos oscuros como estrellas negras: imperturbables, invitadores, desafiantes. La frente despejada dejaba entrever una cabellera estirada hacia atrás, sostenida con un gel, amontonada en la nuca en un rodete con un detalle rojo de bijouterie.


       Del resto de su cuerpo apenas si puedo hablar.


       Pero eran sus manos las que acechaban.


       Me dijo: a ver, continúe, y se me quedó mirando fijamente, con las manos sobre el teclado en posición de largada. Manos sin sol con uñas cuadradas pintadas de negro azabache. No sé si eran manos para acariciar espaldas. Los dedos empezaron a tamborilear sobre el techo de la máquina de escribir con un lenguaje de sonidos en clave: golpes secos de yemas, golpes agudos de uñas, más uñas, más yemas, un despertar de pájaros al amanecer, un tropel de tacos agujas sobre el asfalto, un ronroneo de pájaro carpintero sobre la madera.


       ―Continúe, señor ―me animó. Y el ritmo de su tamborileo se acomodó en mi lengua, se instaló en mi garganta y la voz extraña se apropió de la palabra. Los ojos de la mujer se iluminaron. Sus pechos se movían al compás de los dedos como si escribieran en el aire una invitación lujuriosa. Ya no eran diez, sino veinte, cien dedos los que golpeaban las teclas, las vocales con las yemas, las consonantes con las uñas. Los puntos y las comas eran golpes certeros de su meñique derecho y con el canto del pulgar un sonido impaciente separaba las palabras. Mientras esa voz hablaba por mí, me quedé mirando, en asombro creciente, el despliegue fantástico de esas manos sobre el teclado. Con movimientos precisos corría el carro tras los renglones; era una obstetra extrayendo cada hoja nacida, un relojero colocando la nueva pieza en el carro triunfal del tiempo. Los primeros folios quedaron ordenados en un ángulo del escritorio, en equilibrio inestable. Los siguientes, pan caliente, fueron cayendo en el parquet: un manto de nieve se fue formando hacia la madrugada.


       Poseído en el teclado, salía de mi hechizo cuando desde las carnosidades violetas brotaban palabras como preguntas que cerraban el grifo de la voz extraña, una voz por demás intolerable, una modulación soporífica con la persistencia de la noria.


       La mujer, si acaso alcanza ese nombre para definirla, tras dos, tres horas de acción, apenas si había modificado su postura. Algún carraspeo, un preciso movimiento para tomar un vaso con agua mineralizada, sin darle tregua al teclado con la otra mano, un llevarse el vaso a la boca con pasmosa morosidad y posarlo con suavidad en la madera. En las gotas de agua que se demoraban en el violeta estallaban reflejos de caireles, hasta que un hábil raspar de la palma los hacía desaparecer. Sí fue cambiando el uso de los instrumentos sonoros. Poco a poco las yemas se silenciaron y las uñas se adueñaron de todos los vocablos. Uñas que iban perdiendo sus cuadraturas: astillas frecuentes eran amordazadas en el interior del tajo violeta y expulsadas en brusca erupción. Mi oído, atento aprendiz de la sinfonía, captó frecuentes rupturas en el ritmo, de rápido olvido ante la consiguiente arremetida al teclado del carromato.


       Mis oídos sintieron un leve fastidio. La voz, más aflautada, casi histérica, desgranaba lugares, escenas, recuerdos en los que yo era un actor de reparto. Mis ojos, embelesados en la botonera de un bandoneón sin fuelle, consolaban a mis oídos.


       El violeta comenzó a moverse con mayor frecuencia. Sobre la frente de la mujer corrían gotitas espesas como miel que morían en la maraña tupida de las cejas: como estalactitas se iban acumulando en sus bordes y desde ahí despedían fugacidades lumínicas que me obnubilaban. Mientras el violeta preguntaba, los dedos uñas ya no tamborileaban sobre el techo. Entrelazados en el aire, crujían sus falanges, truenos sordos, entremés en la tormenta. Pude ver que los párpados eran nubes que menguaban las lunas negras y que en rápidos pestañeos buscaban encajarse en el cielo de los ojos.


       La voz, infatigable, continuó con su retahíla monocorde, ausente de mí y de ella.

Lentamente, el ritmo de las teclas fue sonido de ventilador de techo al apagarse.
Cuando la música de los dedos cesó, la mujer, en un gesto entre coqueto y felino, desprendió la bijouterie de su rodete, soltó su pelo larguísimo y sacudió la cabeza: fue un alboroto azabache en el aire. Reclinó su cuerpo, apoyó los brazos, manos en cruz, sobre el techo, y la cabeza cayó sobre ellas. Una cobija oscura cubrió la máquina y el folio inconcluso.

       Las palabras de mi voz siguieron en el aire, sin freno, a capella, hasta que, posiblemente, se desvanecieron en el aire.


       Miré alrededor. Dos policías dormían en un banco. La puerta estaba abierta. Salí a un amplio salón. Mis pasos resonaban en el damero del piso. Busqué la escalera. Peldaño a peldaño fui bajando. Al llegar a planta baja, un guardia adormilado, desde atrás de una ventanilla, me dijo buenas noches, y salí a la calle.


       En la vereda de enfrente, el Flaco me esperaba con la bicicleta. Me dijo algo sobre la telepatía, con su tono de sermón de adventista o fanático militante. Fuimos caminando hasta la plaza. Ausente la música de yemas y uñas, su voz me resultó fastidiosa.


       ―Estoy cansado, flaco ―le dije.


       Monté la bicicleta y me interné en la madrugada.

Poesía... eras tú

 Carlos Arroyo

Te doy mi palabra. No lloraré en público cuando nos volvamos a encontrar y vayas agarrada al brazo de tu esposo. Prometo no suplicarte, con la mirada, un beso o una caricia. Voy a amarrar mi tozudo corazón, que palpita desbocado en tu presencia. Me diré desde mañana mismo que nuestra relación sólo fue el más dulce sueño que nadie ha tenido.
Pero si ésta es nuestra última noche, hazme el amor como si acabara hoy el mundo y descansaré después en el cielo de tu regazo. Miénteme y dime que hoy no va a haber un mañana.

El Tano

por Fernando

       Se lo digo a la Mari todo el tiempo, no puedo entender lo del Tano, mirá que pienso y pienso y no me entra en la cabeza, es una locura, es una injusticia, qué se yo, hay tanto hijo de puta por ahí, viviendo lo más pancho … Y sí, a mí me afectó mucho lo del Tano, ¿sabés lo qué pasa?, que desde que lo conocí en el almacén de don José fuimos muy unidos, es una cuestión de piel, nos dirigimos unas pocas palabras y ya sabíamos que seríamos grandes amigos. Él me lo confesó después, fue ese día que cerramos el almacén y nos tomamos el bondi para ir hasta Güerin a comer unas porciones de muza (porque el tano jodía siempre con que la pizza esa era única y que no podía ser que yo no la haya probado), y mientras circulaban las porciones y las Quilmes, hablábamos de todo: de la vida, de la infancia, de fútbol, de Huracán, de minas, qué se yo, de todo. Ahí me lo dijo y me sorprendí, porque yo había sentido lo mismo, porque es como una especie de visión, como si hubiéramos sido amigos desde pendejos. También me dijo que sólo le había pasado una vez cuando era pibe. Tenía trece y había conocido al Luisito en un veraneo, porque los viejos alquilaban siempre carpa en el balneario Atlántico de San Clemente y ese año los viejos del tano habían alquilado la carpa de al lado, y el mismo día que llegaron, ahí estaba el Luisito, haciendo jueguito con una pulpo, y apenas vio que se instalaba, lo invitó a jugar unos tiritos en la orilla. Y así, verano tras verano construyeron una amistad que llegó más allá de las vacaciones, tanto es así que hoy con el Luisito somos grandes amigos también. El quedó tan hecho mierda como yo, mirá que en tantos años nunca nos mamamos, que tomábamos mucho, no lo niego, pero nunca, nunca nos pusimos en pedo, y últimamente ya lo tuve que llevar a la casa dos veces totalmente escabiado , pero lo entiendo, eh, porque si yo no me mamo es sólo porque me apolillo antes.

       Me acuerdo el primer día que entro a laburar en el almacén, yo estaba cortando fiambre para doña Rita y viene don José y me dice: “Pibe, te presento a Valentino, el hijo de la Rosina, te va a dar una mano para atender”, y el Tano de entrada nomás me hizo cagar de risa, mientras el viejo hablaba, él hacía que se desenroscaba una mano y me la daba. ¡Ay, qué hijo de puta, siempre jodiendo! Pero bien, eh, porque jodía todo el tiempo pero cuando tenía que laburar era una bestia, cuando llegaban las fiestas y caían los camiones llenos de sidra, champán, pan dulce, turrones y qué sé yo cuántas otras boludeces, nos quedábamos hasta las once, las doce, dale que dale, hombro a hombro. Y aquella vez que a don José se le ocurrió que tenía que comprarle a un amigo toda la producción de naranjas de una quinta de San Pedro… ¡Cómo puteó el tano cuando llegó el camión lleno de cajones! Pero al viejo no le dijo ni mu, puso el hombro y le metimos hasta las tres de la matina.


       ¿Y con las minas? ¡Ah, que recuerdos! ya habíamos salido con todas las pibas del barrio. Teníamos un código, si entraba una y uno de los dos le había echado el ojo decía: "me podés ir a buscar las latas de tomate al sótano", y mientras el otro desaparecía este se quedaba "atendiendo" a la minita. Claro, el problema era cuando nos gustaba a los dos, entonces prevalecía el más rápido, el más despierto. Igual, jamás nos peleamos por una mina, ni siquiera se nos pasó por la cabeza. Pero un día se nos acabó el jueguito... No me voy a olvidar más cuando conoció a la Rosita. Qué linda que estaba ese día, con esos faroles verdes, pollera roja, blusa y zapatos blancos y un moño rojo que le agarraba el pelo tirante. Apenas entró, el tano cogoteó por encima de los quesos y se enamoró, sí, amor a primera vista. Yo no creía mucho en eso del amor a primera vista pero el Tano quedó enloquecido, con decirte que estaba tan conmocionado que a la Rosita la tuve que atender yo, la piba se dio cuenta y se puso colorada. Al día siguiente cuando volvió la piba la atendió él, a los dos minutos la estaba haciendo reír como loca. A la semana ya la había invitado a salir y se habían puesto de novios, a los cinco meses se comprometieron y al año y medio se casaron por iglesia.


       Cuando lo conocí al Tano no era muy creyente, como yo, bah. Siempre me decía: “y algo superior debe haber” pero no lo tenía muy claro, sus viejos eran católicos y él bautizado, pero no le venían muy bien los curas, les tenía bronca. Pero el día que se desbarrancó con el Fiat 600 en un camino de ripio de Córdoba todo cambió. Me contó que, mientras el auto daba vueltas como un lavarropas, lo único que se le cruzaba por la cabeza era pedirle a Dios que lo salve, y mientras los bomberos (que no podían creer que estuviese ileso) lo sacaban de entre la maraña de fierros juró que no faltaría a ni una sola misa. Y así lo hizo, che, encontró un grupo en la parroquia de acá a la vuelta y cumplió con su promesa. A partir de ahí, día por medio, me rompía los quinotos para que vaya. Pobre, siempre se preocupó por mí y yo lo saqué vendiendo almanaques todas las veces, hasta que se enfermó. Mirá, digo “se enfermó” y ya se me humedecen los ojos, se me hace un nudo en la garganta.


       Cuando se enfermó —otra vez lo digo, la pucha— tenían cuatro pibes con la Rosita. Me acuerdo que se había hecho unos estudios porque andaba medio mareado, vino y me lo dijo así nomás, sin anestesia: “Flaco, tengo la papa”. ¡Ay, la puta madre, lo que lloré ese día! Con decirte que él terminó consolándome a mí, ¡él, que tenía que estar destruido! Ya desde ahí que mucho no entiendo. ¿Vos te crees que cambió su sentido del humor? Un carajo, siguió igual o peor, jodía con los clientes, con el pibe del reparto, conmigo y hasta lo hacía reír a don José, que ya es bastante decir. Eso sí, en ese tiempo, cuando se enteró de la enfermedad, no andaba muy bien con la Rosita, me contaba todos los días que discutían por cualquier boludez, que no se tiraban los platos porque no tenían plata para comprar otros, que si no se separaban era por los pibes. Pero apenas le dijo lo del cáncer a su mujer, todo cambió. Me contaba que Rafael, el cura de la parroquia, los ayudó mucho, les decía —y esto la verdad que a mí no me entra en la cabeza— que la enfermedad era una gracia, que Dios la había permitido para que ellos pudieran amarse, reconstruir su matrimonio. “¿Qué boludez es esa? ¿Cómo Dios se la va a agarrar con este pibe que es más bueno que Lassie?” pensaba yo, aunque a él no le decía nada. La verdad es que, boludez o no, a partir de ese momento, su relación con Rosita cambió totalmente, no te voy a negar que al principio les fue difícil, que ella estaba preocupada y angustiada, pero de a poco la cosa fue cambiando, con decirte que ella dos veces por día pasaba por el almacén para ver como andaba el Tano y le traía unas barritas de ese chocolate que lo volvía loco, le dejaban a los pibes a la vieja de ella y se iban al cine, a comer afuera, al teatro. ¿Qué carajo estaba pasando? Este tipo que tendría que tener el ánimo por el suelo, estaba tranquilo, contento cada día por estar vivo y disfrutando de una nueva luna de miel con su señora y de cada segundo compartido con sus hijos. Un día lo agarré y le pregunté si no estaba loco —porque hay que estar chiflado para tener cáncer y vivir como si nada—. “¿Vos te crees que no tengo miedo de morirme?... estoy cagado hasta las patas, pero todos los días, después que rezamos con la Rosita a la mañana y a la noche, no sé, es como que me vuelve el alma al cuerpo, pienso en el cielo y se me va el miedo”. Cuando vino y me contó que el doctor le dijo que había una remisión total del cáncer pensé que de verdad Dios existía y que el cura tenía razón, que todo había sido para que su matrimonio cambiara. Por eso cuando, seis meses después, le volvieron a dar mal los análisis se me vino la estantería abajo. En sólo un mes cayó en cama y no pudo volver al laburo.


       Le pedí permiso al pobre don José y casi que me quedé a vivir en el hospital, un poco para estar con él y otro para darle una mano a la Rosita. Qué querés que te diga, yo estaba hecho mierda, y el médico nos decía que le digamos que ya está, que como mucho va a vivir un par de días más. Y no entiendo, ahí estaba tranquilo, mientras le contábamos que chau, que se terminaba, que no había nada más que hacer, y él sereno, y yo con una angustia que parecía que era yo el que se iba morir. Nunca voy a poder olvidarme de cuando la Rosita lloraba a moco tendido y él le preguntaba por qué lloraba y ella le decía que porque lo veía sufrir y él le contestaba que más había sufrido Jesucristo por él. Yo nunca entendí esto de la religión, pero si existió un hombre con fe, ese fue el Tano, si hasta se despidió de sus hijos diciéndoles que no se olviden nunca de Dios, que Dios era fiel.


       Como dije desde el principio, yo no entiendo por qué se me lo llevaron al Tano tan pronto, por qué un tipo tan bueno, tan compañero, tan fiel, tiene que dar las hurras sin haber vivido, ni siquiera, la mitad de una vida como la gente. Lo único que yo sé es que quiero ser feliz con mi familia como lo fue el Tano con la suya, vivir cada día como vivió el Tano los suyos y cuando me muera quiero morirme como se murió el Tano. El Luisito me dice que no sea tan boludo, que me dé cuenta que el Tano era así porque creía en Dios, porque creía en que la vida no se termina con la muerte. Y no sé, puede ser, qué se yo… lo extraño tanto al Tano que soy capaz de creer que hay otra vida con tal de volverme a juntar con él y charlar de lo que vivimos juntos, y cagarnos de risa de boludeces y hacerle jodas a Don José y comer un cacho de pizza. Y no sé, soy capaz… con tal de volverlo a ver, soy capaz…

domingo, 1 de mayo de 2011

Letargo

por Daniel
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No despertar del todo

por Masanchez  
      Abro los ojos y mi mirada choca contra la tuya. Y a su vez, en tus pupilas casi puedo ver el reflejo de las mías. Tus ojos brillan. Brillan como si fueras a llorar estrellas. Sonríes y parece que el aire se ondula, parece que todo gira más y más rápido. Pestañeo, desapareces. La resaca me golpea como un coche a un peatón despistado, condensa el sonido de mis latidos en mis tímpanos, hace que las sábanas parezcan hormigón. Miro al techo. Respiro hondo y parece que el oxigeno no llega, siento en la boca las ruinas de lo que horas atrás fue sabor a ginebra, siento la lengua pastosa y a la vez seca.
      Decido a levantarme, el tacto del suelo es frío. Salgo del cuarto. Llego a la cocina, preparo café. Cuando está listo lo echo en una taza. Lo tomo solo. El aroma del café es fuerte, tan fuerte que me aturde. Dejo la taza sobre la mesa, ni la miro. Algo ocurre dentro de mí. Parece que los pensamientos brotan y mueren tan rápido que sólo dejan una vaga idea de su existencia. Siento un nudo en la garganta. Abro la ventana. El aíre frío me roza la cara despejándome un poco. Miro hacia la calle. Personas anónimas pasean, aparecen, desaparecen como los actores de una película. Hasta mi ventana solo llega el lento y lejano rumor de sus voces, casi tornadas en susurros, ininteligibles. Parece que el mundo sigue funcionando lejos de mi malestar. Enciendo un cigarrillo. Inhalo el humo, lo expulsó de un soplido. El humo revolotea y desaparece como una bandada de pájaros de ceniza en mitad de un vendaval. Suspiró. Doy otra calada. Los coches pasan deprisa, desaparecen de mi campo de visión.
Me quedo treinta segundos mirando por la ventana. Un minuto, dos, tres, cinco. El cigarro se consume y tiro la colilla por la ventana. No pienso en nada más que en el momento en que creía o soñé que te miraba. Últimamente todo es muy extraño. Extraño como la ruina, como los entierros felices. Todo es muy extraño y yo ya no sé si sueño o estoy despierto. La realidad se mezcla con la fantasía como dos amantes fuera de sí. Me levanto los domingos con el alma rota en trozos, con la cabeza embotada, desorientado y lleno de enfado. Pierdo el tiempo mirando por la ventana. No resisto el café. Y pienso en ti. Y me hundo más y más en este suelo que parece lodo. Un gran lodazal empeñado en tragarme por completo. Y alrededor, entre el lodo, solo hay facturas, una televisión que escupe día tras día las mismas noticias, un buzón sin cartas, una planta medio seca que odia su maceta. Y así estoy, con el lodo a la altura del torso, rodeado de este desolador paisaje de barro y escombros, y restos de una vida que se desmorona.
      Dejo de mirar por la venta. La cierro. Abandono momentáneamente el lodazal, pero tus ojos, brillantes, siguen tatuados en mis parpados. Al igual que tus gestos, tu perfume, tu maquillaje. También sigo teniendo el sabor del alcohol grapado en el paladar, como si fuera la escarcha que recubre a los coches las madrugadas de helada en invierno o las plantas que recubren las fachadas de algunos edificios. Abandono también la fría taza de café que descansa sobre la mesa de la cocina y decido volver a mi habitación. Me meto en la cama como si fuera un extraterrestre entre las sábanas revueltas. Vuelvo a mirar el techo, a respirar hondo, y voy sintiendo como el sueño va intoxicándome de nuevo, poco a poco, volviéndose pesado. Por fin cierro los ojos y mi mirada, mi mirada choca contra la tuya.

Vengándome de la tristeza

por Eduarda
    Al despertar, el aroma de la tierra húmeda aún me exaltaba los sentidos. Aquella noche había sido Diana, la reina de los bosques. Durante las largas horas de mi sueño me había sumergido en lo salvaje y secreto de mí misma, pero a mi alrededor nada había cambiado. La brava cazadora había despertado en el cuerpo de una mujer desgastada. Y como ya me era habitual, sentí el despropósito elevarse amenazante. Sacudí la cabeza, era necesario espantar los asomos de amargura. De un impulso salí de la cama pero al hacerlo, volví a sentir bajo mis pies los cascajos y la hojarasca que cubrían el bosque de mi sueño.
    Así fue como comenzó la mañana del día más largo de mi vida.
    No fueron sólo mis pies maltratados, también hubo una hoja de cedro que recuperé de mi pelo con manos temblorosas. Sin duda podría haberme explicado todas estas rarezas de manera racional, pero ya era muy tarde para eso. Simplemente acepté lo que hacía tiempo sabía: que no se puede eludir toda la vida un llamado. Hoy entiendo que ignorar es morir, que aún cuando se nieguen aquellas voces que permanecen en lo secreto, ellas jamás dejan de insistir. Nadie cambia abruptamente en un día, en algún lugar que no conocemos, nuestras almas ya decidieron.
    De pie, con una maleta a cada costado de mi cuerpo, miré por última vez aquella habitación que había compartido con Vicente. Luego bajé dejándome invadir por la asfixia que aquella casa me producía. ¡No fuera a ser que un día olvidara! Al llegar al salón y comprobar el esmero con que había dispuesto cada cosa, me sentí aplastada. Yo era la mujer –una más– que había entregado sus sueños a un hombre demasiado voraz para saber guardarlos. En ese momento quise aferrarme a aquellas paredes, disculparme ante el esqueleto de ese hogar por todo lo que no pudo ser preservado. Yo la culpable. Pero la otra Diana se impuso y me ordenó levantar las maletas. ¿No has sufrido ya bastante? No alcancé sin embargo a caminar más de dos pasos cuando escuché la llave de Vicente entrando en el cerrojo. ¿Qué hacía en casa a las tres de la tarde? La gran cobarde en que me había convertido quiso gritar, esconder las valijas, desaparecer tras las cortinas. Pero ya no había forma de ocultarme ni de encubrirme. Las absurdas palabras de Vicente parecieron rasgar un papel delicado.
    –¿Qué, te vas de viaje con alguna amiga? –Preguntó con sorna.
    ¿Qué podía decirle? ¿Cómo se responde a la ironía? Réplicas comenzaron a sonar en mi cabeza: voy al viaje más largo que haya emprendido un ser humano, al único que de verdad cuenta, voy a deshacerme de esta mujer ridícula en que me he convertido, a bailar sobre sus cenizas. Pero una vez más el exceso de emociones se convirtió en una mordaza. Vicente que me daba la espalda en ese momento, se quitó la corbata y se preparó una copa
    –¿Me estás dejando, verdad? –Agregó con la misma naturalidad con que diría:–. Vas a devolver los libros a la biblioteca me supongo.
    Las lágrimas comenzaron a brotar sin ningún gesto, gotas de agua desconectadas de mí y de mi cuerpo. Las miraba con indiferencia ir a estrellarse una tras otra contra la alfombra. Sentía que la nariz se me congestionaba más a cada segundo. Pronto no podré respirar –pensé– necesitaré un pañuelo. Pero ningún estremecimiento de emoción lograba traspasarme. Era como si ya hubiese partido.
    –¿Por qué? –Entonces algo pareció quebrarse.
    ¿Vicente? ¿Podría ser Vicente? Esta vez su pregunta no era retórica, tampoco había en ella ironía. Sentí una bola de fuego en la cabeza y sin ningún esfuerzo las palabras se precipitaron fuera de mi boca.
    –¿Por qué? –Lo miré incrédula. Entonces ocurrió, la Diana reina de los bosques se levantó. Lentamente le dije: porque me cansé de morirme junto a ti. Porque he olvidado mi nombre, porque ya no sé quien soy. Porque yo ardía y creí que tú serías la calma. Por aquella primera noche en que besaste mis párpados y sostuviste mis manos. Por la belleza de aquella única noche que creí podría alimentar todas las otras.
    –¿Y por qué nunca me hablaste de todo eso?
    –Es como si nunca hubieses estado conmigo –le dije mirándolo–. Podría contestar de tantas formas a tu pregunta, pero la única respuesta válida es la tuya. Tú partiste, simplemente un día abrí los ojos y te habías vuelto inalcanzable.
    –Estás histérica Diana, es imposible sostener una conversación racional de esta manera –Y luego continuó en tono amenazante:– Diana te advierto...
    –Sí Vicente, Diana, ese es mi nombre, el nombre de una cazadora ¿Lo olvidaste? El nombre de una mujer salvaje. Yo no quiero ser más esta sumisa, yo no quiero parecerme a las mujeres que esperan. Quiero volver a ser Diana, severa, vengativa, quiero volver a correr flecha en mano detrás de lo que es mío. Y tú no eres mío Vicente y esta vida dejó de interesarme desde hace mucho.
    Mientras le hablaba, Vicente se había dejado caer sobre un sofá con un gesto de cansancio. Lo observé con el mismo desapego con que observaría un objeto exótico en alguna tienda. Su rostro se había crispado en una mueca difícil de definir, ¿Miedo? No, Vicente era un gigante incapaz de conocer el miedo. Pero entonces ocurrió que sus hombros comenzaron a sacudirse, Vicente lloraba, aquel titán que creí incapaz de flaqueza, lloraba. No obstante una reina está inhabilitada para la compasión, y yo, ya me había calzado mi corona. Algunos días atrás ver la arrogancia de Vicente quebrarse pudo haberme hecho dudar, hoy no. Ver crispado este rostro que ayer no supo inclinarse sobre el mío en un gesto de ternura, no me produce nada.

   Llora Vicente, llora por las noches de amor que me negaste, llora por la lujuria que ignoraste.
    Vicente levanta un rostro desconocido hacia mí.
    –Diana recapacita, no todo está perdido–. Me dice con una voz que me paraliza ¡Hasta tal punto me es desconocida!–. Es una vida entera la que quieres tirar a la basura. Podemos pedir...
    –Detente ahí, no más ayuda, no más plazos. Se acabó.
Vicente vacía la copa de un trago y desde otro lugar me responde.
    –Eres una asquerosa egoísta.
    Me doy cuenta de que Vicente ya se ha restablecido. Mejor, lo prefiero así. El gigante avanza hasta situarse a algunos centímetros de mi cuerpo:
    –¡Vete y no vuelvas, vete de una vez y olvídate de mi, lárgate! –Me dice con un gesto que indica la puerta–¡Lárgate!
    –Gracias Vicente, le digo levantando mis maletas. Antes de dirigirme hacia la puerta busco una última vez sus ojos, aquellos ojos que tanto quise. Pero no encontré nada, dos órbitas vacías ciegas de soberbia. No recuerdo cuántos pasos pude dar antes de que mis piernas flaquearan; el vértigo se había apoderado de mí.

    En ese momento tuve la certeza de que si caía, ya no sería capaz de levantarme. Desde algún lugar brotó un viento que me calmó en algo, aunque a mi alrededor todo seguía difuso. Me detuve y cerré los ojos, al sonido del viento se unieron los crujidos de los troncos, el olor de la tierra húmeda. ¡El bosque se había despertado! Puedo hacerlo –me dije– e imaginé que caminaba a través de los árboles, un paso tras otro ya casi había llegado al corredor. Entonces sin presentirla, la otra, la que permaneció durante años junto a un hombre sólo por miedo, susurró languideciente: no puedo. No la escucho –me dije– los grillos cantan y el sol calienta mi cabeza. Al distinguir la puerta quise correr pero una de mis rodillas cedió, y fui a dar al piso arrastrando conmigo la mesita del teléfono. Mi rostro se contrajo de dolor: estoy derrotada. Sobre la mesita había una foto mía y de Vicente que cayó junto a mi mano. En ella estábamos a bordo de un crucero, ambos sonreíamos. Me vi, vi mi sonrisa amaestrada, vi ese rostro vacío de mirada. De un salto me puse de pie: nunca más Diana, nunca más.
    Afuera el día estaba luminoso, los ojos me cosquillearon y tuve que parpadear repetidamente antes de poder abrirlos del todo. Ya me acostumbraré me dije, y comencé a caminar.
    Desde la acera una mujer un poco encorvada y con la mirada triste, mira a aquella otra de paso seguro, alejarse.

No matarás tus sueños

por Graciela
      El cansancio era enorme. Tan enorme que me arrebató la conducción del auto. Era un agobio que llevaba un tiempo importante de nacido. No deseado, eso sí, pero con nombre propio y afamada historia.
      Tuve que esforzarme para poder asistir. La clase de los miércoles nos reunía a las 1930 en un salón del Bernardino Rivadavia. ¡Uf, el cansancio seguía haciéndose oír. A los gritos, oprimiendo sectores corporales que conocía bien, que sucumbían ante él. La clase había comenzado y el salón estaba abarrotado de alumnos, como nunca. Graciela, una amiga, había decidido acompañarme. Veníamos del frío invernal y adentro, a pura calefacción, estaba gratísimo. No me quité el abrigo, estaba destemplada. Uno de las últimas filas nos reunió a la Gra y a la que suscribe. La profesora, de reconocida trayectoria, leía un cuento de autor latinoamericano, extendido y denso.

      Un calorcito complaciente me regaló un sopor conocido que culminó en merecido descanso. ¡Claro que ofrecí resistencia previa! Cabeceaba y el mentón golpeaba sobre mi pecho. Alerta de nuevo. Y otra vez imbuida en el tono monocorde de la lectura. Y una vez mas el agotamiento que me torcía el brazo y yo jurando que nunca volvería a traerlo. Evidentemente mis defensas estaban bajas y me superó el malvado. ¡Me venció! De modo que ahí estaba yo, cómoda y relajada, desatando furibundos ronquidos. Un violento (aunque en su primera etapa intentó ser discreto) codazo, golpeó mis costillas felizmente acomodadas sobre el apoyabrazos del asiento. Lejos de despertarme, quizás porque soñaba que era Sinatra, no sè, una sacudida interior habilitó una melodía que transformó a los desafinados resuellos en Strangers in the night. La sorpresa de los presentes poco a poco fue reemplazada por admiración. Alguien intentó un silbido aprobador y fue callado por muchas manos que no deseaban importunarme. Percibí la buena onda del lugar e ininterrumpidamente de mi boca se sucedieron temas de los Beatles, Serrat y algún otro de Milanés en homenaje a autores de centroamérica. Los estribillos fueron acompañados por canturreos, y hasta un joven entusiasta de la primera fila, pidió un tema de Los Piojos.
      Poco a poco las cabezas volvieron a su lugar, de frente a la disertante, quién nunca perdió un renglón de lo que leía. ¡Tan académica ella! Hubo quién siguió el ritmo tamborileado sobre el pupitre y otro que imitó diferentes instrumentos. Esto lo supe por mi amiga, que no podía salìr del asombro, aunque luego también se distendió y acabó disfrutando de los afinados resoplidos. Cierto es que no faltó quién intentó infructuosamente imitarme. Pero Dios quiere las cosas justas. Yo inicié el movimiento de modo que los laureles eran míos ¡Ojo eh, hay que roncar para tanta gente! La señorita Betty, una compañera con enormes dificultades de audición, fue la única que no vino a elogiar esta extraña sinfonía; el resto del auditorio me aplaudió de pie cuando finalizó la lectura.
      El sueño reparador se llevó el cansancio, los temores, las miserias cotidianas. Y más que nunca sostengo que debe haber un nuevo mandamiento:
      No matarás tus sueños.