domingo, 28 de agosto de 2011

Cosas del destino (nueva versión)

          Pandora

Por fin había legado su hora. Paula había estado luchando con la burocracia japonesa desde hacía dos años y medio. Pero había valido la pena. El siguiente martes se embarcaría con destino a Shiroishi, Japón, para una instancia inicial de cinco días, luego volvería con los contratos para una permanencia de medio año.
Aquella noche, cuando Paula recostó su cabeza sobre la almohada, no pudo parar de recordar las infinidades de vueltas que el consulado oriental le había hecho dar por nada; sólo para repetir documentos.
―Menos mal que mi jefe es paciente, de lo contrario, ya estaría en la calle. ―pensó ella con una sonrisa cariñosa antes de cerrar los ojos.
Trabajaba con su padre desde que había terminado la carrera y su hermano, aventurero, había escapado de la responsabilidad de asumir el negocio familiar. Sí, de aquello hacía siete años. Tiempo en que ella aprovechó para estudiar idiomas. Estudió inglés, francés, alemán y japonés.
Sin embargo, su hermano acabó en Japón y allí conoció a su esposa.
Sus padres nunca habían aprobado dicho matrimonio, porque no conocían a su nuera más que por fotos, así como a sus dos nietos varones. Pero, todo era perdonable al varón, ya que el joven se había responsabilizado en ser un jefe de familia ejemplar. Y ahora que les proponía un negocio muy lucrativo, todo estaba olvidado, para consternación de Paula.
Había pedido a su hermano que le reservara hotel, visitas turísticas y todo lo que pudiera hacer en la ciudad de Shiroishi. En su agenda personal, tenía pintado en rojo el día y la hora de las entrevistas con los dos primeros clientes-proveedores, luego una larga raya diagonal y escrito en letras grandes “Diversión y Libertad”.

Así llegó el día “D”, y Paula se embarcó con destino a Japón. En el aeropuerto le esperaban el hermano acompañado de su esposa, una mujer menuda con una melena negra presa en una coleta alta y sus dos hijos, de tres y cinco años.
Después de los abrazos, besos y presentaciones, fueron al Pacific Hotel Shiroishi, donde decidieron cenar en familia.
Su cuñada estaba siempre pendiente de su marido, tanto que llegaba a ser molesto; también de sus hijos, extremadamente educados a pesar de la poca edad. Casi agradeció cuando se despidieron con la disculpa de que se levantarían temprano al día siguiente.
Paula los acompañó hasta la salida, dio un beso a cada niño, que parecían gemelos, y a su cuñada, que parecía mestiza como gran parte de las mujeres orientales. Luego subió a su habitación en la sexta planta.
Después de cerrar la puerta, respiró profundamente; sí, lo había logrado, era la subdirectora de una franquicia japonesa en Europa y estaba decidida ser la única capaz de lidiar con los japoneses. Fuesen machistas o no, era ella la única persona capaz de solucionar sus problemas en los dos continentes.
Pensando así, se dio una buena ducha y se recostó sobre la cama con los contratos en mano y quedó dormida.
Al día siguiente, como estaba previsto, su hermano la fue a buscar muy temprano. La llevó al edificio de oficinas donde, casualmente, se encontraban los dos clientes. Luego se marchó a sus quehaceres.
Paula pasó allí el día, primero esperando que le atendiesen, después explicando sus propuestas y afianzándolas con diapositivas, previsiones y carpetas llenas de números. Comió con los ejecutivos y después volvió a la carga. Ya al final de la tarde logró la firma del contrato.
Cuando salió, su hermano la esperaba.
―¿Difícil negociación, hermanita? ―le pregunto su hermano en tono burlón.
Ella soltó una exclamación entre dientes, apenas audible.
―Toshio quiere que vengas a cenar con nosotros. ―intentó el hermano una vez más iniciar una conversación.
―La verdad es que, no estoy con cuerpo para celebraciones. ¿Tienes idea de cuantas horas estuve delante de estos japoneses intentando persuadirles para que firmasen el contrato con nosotros? ―caminaba con pasos cansados delante del hermano, de repente se paró y se volvió― Nunca pensaste en nadie más que en ti mismo. No pensaste en como sería mi vida después de cinco años dedicados a estudios, pues ahora llevo siete dedicados al trabajo. Mientras tú salías por el mundo a vivir tus aventuras en cuevas orientales, yo estuve levantando todo un imperio, el cuál tú llevarás un buen pellizco cuando falten los viejos…
El hermano ya no conocía a la mujer que tenía delante, recordaba haber dejado una joven ilusionada por vivir una vida llena de aventuras como la que vivía él, su héroe.
―¿Qué te ha pasado Paula? ¿Tanto daño te he hecho con mi partida? ―fue cuanto pudo pronunciar.
Ella le dio la espalda y siguió caminando. Ya no hubo invitaciones, ni palabras de afecto, ni de cariño, hasta que el coche paró el motor delante de la portería del hotel.
El hermano iba a decir algo, pero ella se adelantó.
―Mañana no hace falta que vengas a buscarme, ya he pedido que me mandasen un taxi desde las oficinas, así podré ir a la peluquería del hotel y salir un poco más tarde de aquí. ―abrió la puerta del coche, pero antes de salir remató la faena― Agradece a Toshio por lo de la cena, pídele disculpas y da un beso a los niño. Ya te llamaré antes de volver a Europa.
Se apeó y cerró la puerta, luego desapareció en el interior del hotel, sin siquiera mirar atrás.

Al día siguiente, se levantó muy temprano, salió ya preparada al pasillo, decidida a bajar a la peluquería del hotel. En las manos llevaba una carpeta ejecutiva y unos cuantos tubos con los proyectos.
―¡Baja! ―dijo ella al ver que la puerta del ascensor se cerraba.
Por suerte, un hombre de mediana edad, con un reluciente traje azul marino, la había escuchado y había sujetado la puerta.
Ella entró, saludó a los demás miembros de la comunidad del ascensor y agradeció al hombre de traje azul, por el detalle de esperarla.
El oriental sonreía y balanceaba la cabeza para adelante y para tras, hablando un japonés muy rápido. Ella sólo pudo captar unas cuantas palabras; anoche, temblores, terremoto.
En aquel momento, el ascensor se paró en seco y quedaron a oscuras por breve momento. Luego la luz de emergencia parpadeó antes de encender.
Mientras tanto, el japonés seguía hablando y hablando. Las otras dos personas presentes en el ascensor, también comenzaron a perder la inhibición y empezaron todos a hablar a la vez.
A Paula le giraba la cabeza, se sentía mareada y con ganas de vomitar. Sentía las manos frías y a la vez le acaloraba la ropa. De repente, alguien le tocó el hombro, lo que le hizo sobresaltar.
―¿Estás bien? ―era el japonés de mediana edad.
―No, no estoy bien. No me gusta estar encerrada. ―comentó ella.
Miró su alrededor y pudo comprobar que a parte del oriental de traje, estaban la mujer que se alojaba en la última habitación de su pasillo; la había visto en la noche anterior con un acompañante, y un joven de unos veinte o veintiuno años, con apariencia de ser un gigoló.
Fue la mujer quien dijo, con un acento francés, que todo iría bien.
La vista de Paula ahora estaba borrosa. Los nervios le jugaban una mala pasada. Sintió una mano suave limpiarle la frente con un pañuelo.
―¿Qué ha pasado? ―preguntó con dificultad de respirar.
Fue la mujer con acento francés quien contestó.
―Sólo es un terremoto, querida, aquí esto es frecuente. Estamos siempre en movimien…
Antes que pudiera terminar la frase, otra sacudida. De esta vez, más fuerte que la anterior. Se podía sentir al ascensor tocar las paredes laterales de su habitáculo.
Luego hubo un aflojo automático de cables y el ascensor descendió por lo menos un piso y volvió a parar bruscamente, lanzando a todos al suelo.
Paula en un ataque de nervios, comenzó a gritar que la sacasen de allí. Fue el oriental de mediana edad, quien se arrodilló a su lado.
―No hay por qué preocuparse, vendrán en seguida. ―le dijo.
No, no era lo bastante para Paula que, no había vivido su vida, ni la viviría, porque estaba allí, encerrada. No tenía amigos, ni un novio. Sólo tenía a un padre cegado por el dinero, una madre cegada por su hijo varón, y un hermano que en el día anterior había maltratado. ―¿Quién me va a llorar? ―pensó Paula para si misma y su desesperación fue en rápido crecimiento. Parecía que el destino le quería penalizar por su vida mal vivida. ―Dos años y medio de lucha para venir a Japón y ahora que estoy aquí, aquí moriré.
Se incorporó y comenzó a golpear la puerta de acero revestida de madera, implorando que la abriesen y la dejasen salir.
El oriental de mediana edad intentó sujetarla, pero ella se soltó y lo abofeteó.
―No me toques. ―le advirtió con el dedo pegado en la nariz.
Luego fusiló a los demás con un fuego latente en la mirada. Silencio. Todo era silencio.
Volvió a golpear la puerta con más insistencia.
Ya agotada, Paula se dejó caer en el suelo del ascensor. No sabía cuanto tiempo había pasado, pero se sentía agotada.
De repente, alguien abrió una pequeña brecha en la puerta y el aire, aunque cargado, penetró fresco en el cubículo. Era el personal del hotel y el hermano.
―¿Paula, estás bien? ―preguntó el hermano.
―No, necesito salir. ―fue su respuesta en forma de un leve susurro.
Lograron abrir la puerta del ascensor con mucha dificultad. El japonés de mediana edad y el joven gigoló sacaron a Paula, casi desvanecida. La otra mujer, la del acento francés, salió cargando las pertenencias de la joven ejecutiva.
Otro temblor.
De esta vez el hermano no paró a pensar. La cogió en brazos y la llevó a su coche. Mientras tanto, Paula recuperaba la conciencia poco a poco.
―Nos vamos de aquí. ―dijo el hermano cuando arrancó el motor.
―¿Qué haces? Tengo una entrevista. ―dijo ella, pero se calló al mirar su alrededor.
En los escasos quince minutos que Paula había estado encerrada en el ascensor, se había desatado todo un desastre en Japón. Bocas de incendio reventadas, coches chocados, personas gritando. Todo era caos, era sufrimiento, era dolor.
Sí, era cosa del destino. Estar en el lugar equivocado en el momento exacto. Todo parecía el principio del fin, o el principio de un nuevo principio.
El hermano logró salir de Shiroishi antes del punto culminante de la furia de la naturaleza. Se refugiaron en Shibata, en casa del hermano. Allí vivieron todos los episodios de furia natural, uno tras otro, sucesivos y peores. También un tsunami y la radiación de la central. Todo un país arruinado.
Siete días después del ocurrido, lograron embarcar todos; Paula, el hermano y su familia, con destino a Europa.
―Será un buen lugar para crear a los niños; cerca de sus abuelos. ―decía el hermano a modo de disculpa.
Paula logró escapar del desastre que abrazó a Japón gracias a su hermano que, persistente, la fue a buscar aquella mañana.

sábado, 20 de agosto de 2011

Reflexiones en el ascensor (ejercicio)

Nelson

He presionado el botón de subir y estoy esperando que llegue el ascensor. Siempre me incomoda entrar en ellos. Ese lugar tan reducido donde estoy obligado a estar rodeado de gente que no conozco. Donde mi espacio vital es violado una y otra vez. Donde tengo que estar demasiado cerca de alguien con quien no deseo estar. Otras veces no hay casi nadie. Quizás hay una sola persona pero es igual. Al cerrar la puerta no se dónde mirar. Puede que mire un instante a la otra persona y me sonría pero luego no encuentro dónde mirar. Estúpidamente hago lo que todo el mundo hace. Fijo la vista en la indicación de los pisos, como si fuese muy importante mirar eso. Usualmente todos están mirando ese indicador, observando cómo cambian los números de los pisos. A veces alguien huele mal, en un espacio confinado eso es desesperante. Pero una vez que se cierra la puerta ya no hay vuelta atrás, tendrás que oler eso por el tiempo que dure el viaje.

Quizás lo que no me gusta del ascensor es que parece una obra de teatro en la que no quiero actuar, pero tengo que hacerlo. Todos los actores saben perfectamente cuál es su actuación. Hay tres roles principales. “Los que entran”, “los que están adentro” y “los que salen”. Estos roles van cambiando, todos los actores tienen que aprenderse los tres roles, porque deben ejecutarlos en secuencia.

Primer acto: se abre el telón. El telón es siempre el mismo, metálico, se abre desde el centro y se oculta en los lados exactamente como en una obra de teatro convencional. Si no entras al escenario rápidamente el telón se cierra y puede hacerte pasar un rato desagradable donde tu cuerpo queda en el medio del telón que pretende cerrarse. Con frecuencia el mecanismo sensor de cuerpos está dañado por lo que tienes que utilizar la fuerza bruta para retirarlo y liberar tu cuerpo, mientras algunos de “los que están adentro” se sonríen disimuladamente pretendiendo ayudar. El argumento es muy sencillo. Al abrirse el telón, los actores que representan el rol de “los que están dentro” miran al “los que entran”. A primera vista, parece que no hay cupo pero sin que nadie diga nada, se mueven un poco y crean un espacio para que entren los actores que personifican a “los que entran”. Apenas entran, cambian el rol de “los que entran” por el rol de “los que están adentro”. Observen que “los que entran” no tuvieron que decir: ¿por favor pueden arrimarse unos a otros un poco para que me den un espacio? No tuvieron que decir nada. “Los que están adentro” saben perfectamente su papel. Lo han ensayado muchas veces y sabían que tenían que moverse un poco para hacer espacio.

Segundo acto: es curioso pero el segundo acto no comienza al abrirse el telón sino al cerrase. Durante este acto lo único que hacen los actores es mirar hacia el indicador de pisos. Esto es vital, un buen actor tiene que saber muy bien cómo mirar este indicador. Debe hacerlo con extraordinaria atención, arrugando ligeramente la frente para demostrar concentración, como si los numeritos de los pisos fuera una información vital o como si estuviese viendo una película muy interesante. Luego, cuando el ascensor se aproxima al piso seleccionado, los que llegan a su piso cambian su rol a “los que salen” para actuar en el tercer acto.

Tercer acto: Se abre nuevamente el telón. Sin que nadie diga algo, los nuevos actores que juegan el rol de “los que entran” esperan a que los que juegan el rol de “los que salen” salgan del ascensor y luego ellos entran. Esta escena se repite una y otra vez.

Si lograras observar la obra desde arriba, lo que llaman los cineastas plano cenital, te darías cuenta que los actores sólo se mueven cada vez que se detiene el ascensor y milagrosamente sus cuerpos no se tocan. Los movimientos solo ocurren al abrirse el telón. Luego nadie se mueve.

A veces se introducen algunas variantes para hacer más interesante la obra. Una de las variantes más utilizadas es que el ascensor se detiene entre pisos y el telón no se abre. Aquí los actores pueden desarrollar ciertos argumentos también muy conocidos, a veces con alto contenido dramático. Alguno de los actores rápidamente presiona un botón rojo más grande que los demás que dice “EMERGENCIA”, pero que casi nunca funciona. Una de las actrices, porque este papel casi siempre lo ejecuta una mujer de cierta edad, parece perder la compostura y comienza a gritar y hablar sin parar. A veces alguna de las actrices simula desmayarse. Luego al abrirse el telón los actores salen rápidamente sudando y hablando todos al mismo tiempo. Pero esta escena casi siempre es la misma, por lo que también es bastante fastidiosa.

Otra variante menos frecuente es cuando un actor entra y solamente hay una bella actriz dentro del ascensor. La escena que sigue tiene alto contenido erótico pero lamentablemente esta variante muy rara vez ocurre.

Lo siento, se esta abriendo el telón y ya tengo que tomar el rol de “los que entran”. No podré seguir contándoles. Hasta luego.

Una jornada casi igual a otra (ejercicio)

Norberto

Al retirar la ficha del reloj, Rogelio Brizuela vuelve a comprobar que las 7.41 horas impresas en la tarjeta no coinciden con las 7.38 que indica el panel digital del fichero. Lo observa en silencio a Palacios, encogido de hombros dentro de su cabina de resinas plásticas, que lo mira como diciendo qué querés que le haga sólo soy un vigilador y no tengo nada que ver con los relojes. Cuando encara por el pasillo hacia los vestuarios, casi choca con Juanita que avanza distraída haciendo equilibrio mientras sostiene una caja abarrotada de carpetas. Él se aplasta contra la pared para permitirle el paso. Kaplinsky quiere verte, le dice ella sin detenerse, antes que tomes tu turno, apurate. Rogelio está por preguntarle algo, pero Juanita gira e ingresa a las escaleras que llevan al Primer Subsuelo. A él le queda grabada la imagen de los largos collares de Juanita dando vuelta a la caja, como si los hubiera acomodado a propósito para soportar mejor el peso. Entra al vestuario, su casillero es el de la parte superior, el tercero desde la izquierda, en el último pasillo. Siente una especie de orgullo cada vez que, en puntas de pie, logra alcanzar la percha con el uniforme. Desde que reemplazaron a los antiguos, le tomó el gusto al gris claro y neutro de este nuevo, las franjas casi violeta en los puños, repetidas en las tapas de los bolsillos y en los botones y en la gorra. Antes de calzarse la chaqueta, va hasta el lavatorio a lavarse los dientes. Le causa placer el profundo sabor mentolado que le deja el dentífrico. Abrocha diestramente los botones frente al espejo. Kaplinsky, cierto. Son las 7.55, tiene que tomar el turno a las 8.00. Es poco tiempo, no resultará tan duro con el Jefe de Seguridad.

Buen día, Kaplinsky, dice respetuoso Rogelio apenas asomando la cabeza a la Sala de Control, me dijeron que usted quería verme. Alto, corpulento, el pelo casi rapado, una mirada acusadora, aspecto de escasa paciencia, con mueca de pocos amigos cuando le increpa de inmediato con tono subido: Volvieron a aparecer, Brizuela, esta noche, a las 3.07, el ascensor detenido en Planta Baja, con las puertas abiertas, fuera de uso. Kaplinsky señala hacia una pared cubierta de monitores que transmiten imágenes de otros tantos rincones del hotel, y continúa: Cuando llegó nuestro personal, el ascensor estaba vacío, registramos los archivos, le asegura con voz enfadada, se lo repito una vez más, Brizuela, y escúcheme bien, no salieron, aún se encuentran ahí dentro, así que espero que hoy haya venido bien despierto y dispuesto, no puede ser que usted, que se pasa diez horas por día en ese sucucho, nunca perciba nada de nada. Está bien, señor, lo entendí y le prometo estar atento, y a propósito, sigue marcando mal el reloj de la entrada. No tengo nada que ver con ese asunto, hable con Mantenimiento o con Personal, qué se yo, usted nada más tenga en cuenta lo que le digo, y me avisa inmediatamente cualquier novedad o sospecha, ¿me entendió, Brizuela?

Rogelio ingresa al moderno elevador, acciona la llave y por el intercomunicador dice: Son las 8.00, me hago cargo. Las puertas se cierran, comienza a escucharse de fondo una versión coral del Himno a la alegría, da la sensación de estar en una cabina presurizada, las cuatro caras del cubículo espejadas desde el piso hasta el cielorraso con infinitos ascensoristas junto a las teclas de múltiples tableros de control conformando mandalas que se abren y cierran en simétricos movimientos de aspiración e inspiración. El único ascensor del Herodes Hotel que llega al piso 45º, la cumbre de Puerto Madero, cientocincuenta metros por arriba de Buenos Aires. El Olimpo, dice una voz sensual que invade la cabina con su dulce cadencia mientras se separan las puertas. Las salas de relax, los sauna, duchas exóticas, masajes, depilación, manicura, las costas de Uruguay, la textura de las nubes, el mirador de las estrellas, el olor del cielo. Roberto, el encargado de este paraíso, desde el medio del pasillo le muestra el puño con el pulgar levantado, ya está listo el escenario, puede traer a las visitas. La música funcional aporta un lejano elevarse de voces, y a continuación el lamento de un violín solitario y lejano que va creciendo.

Planta Baja, repite la voz de la misma doncella invisible con un hueco pronunciado entre las dos palabras que le otorga cierta gracia al escueto mensaje. Difícil que llamen antes de las 8.15. Los tres últimos días los avisos llegaron del 18º. Las dos hermanas belgas que están aprendiendo a bailar tango. Puntuales. Hablan en inglés, idioma que Rogelio domina lo suficiente. Esta vez no resultan ser ellas las primeras, titila el botón del 31º. Durante la silenciosa subida se acuerda de Kaplinsky. Inspecciona detenidamente las paredes y las puertas y los simétricos rincones. Nada más que espejos unidos a espejos, sin sostenes visibles, sin huecos, sin fisuras, todo un perímetro de reflejos, de diedros y de triedros y más mandalas en esos dibujos que conforman. Una felpa espesa rellena los huecos entre las hojas de las puertas y el marco reforzando la hermeticidad del reducido ambiente. Se reconoce en su imagen invertida, inclina la cabeza como para oír mejor. Apenas el zumbido casi inaudible del motor que desaparece cuando el piso se detiene y la onda del frenado le recorre el cuerpo subiendo desde los pies hasta la nuca. Bonjour, le saluda un travesti vestido con una bata de gruesa y espumosa toalla amarillo rabioso, babucha y bolsa roja, revolea los ojos y le dice: Olimpo, s`il vous plait, sacudiendo las pestañas postizas y acomodándose en el extremo opuesto, acerca las manos al rostro para inspeccionar sus largas uñas, todas pintadas de negro igual a las de los pies, que sobresalen entre las tiras de las sandalias. A través de algún reflejo, Rogelio percibe que no deja de observarlo durante el trayecto. No logra suspirar de alivio cuando las puertas se deslizan, porque el estrambótico personaje se inclina hasta rozarle el oído para susurrar artificiosamente: Je suis seul, 3134, je vous souhaite la nuit, mon amour, y le pellizca la nalga antes de bajar. La cabina queda impregnada de su perfume.

8.29
Piso Treinta y siete.
El matrimonio sesentón de pampeanos que viene a festejar sus cuarenta años de casados según ya le contaran durante otros viajes, ingresa con acelerado ímpetu. Ambos le hablan en forma simultánea. Al Olimpo, dice ella. A Planta Baja, dice él. A ese no le hagas caso, ella lo mira con un guiño cómplice, vamos, andá, derechito al cielo sin parar. Que a mí me llevás a desayunar primero. Al Olimpo, ella. Abajo, él. Rogelio mira para otro lado, no quiere encontrarse con sus miradas y que lo obliguen a participar, ya le pasó el otro día y no va a permitir que se repita. Arriba, insiste ella en voz más alta, ahora increpando al marido. Abajo, reitera él, conciso, sin amilanarse. Rogelio gira la llave y la retira del panel de control, respira hondo, sale del recinto, da unos pasos por el pasillo alfombrado con inmensas flores y arabescos, en este piso predominan el ocre y el verde. No se aleja demasiado, apenas tres pasos muy cortos, le cuesta horrores abandonar ni siquiera segundos su puesto de trabajo, hasta le tiemblan las piernas, no está acostumbrado, le traspiran las manos y la frente. Te digo que mejor primero un baño turco, continúa ella ahora con un tono algo apaciguador, un rato de sauna y pileta, después bajamos relajados. Y yo te digo que no, mujer, que ya me conocés y no funciono sin las tostadas y el café con leche. Zumban las llamadas, en una de esas los botoncitos titilando y los zumbidos les provoca un poco de culpa, entonces la pareja coincide en una tregua, salen al pasillo. En un rato te llamamos otra vez, dice ella resignada. Sí, en un rato, agrega él, en cuanto nos pongamos de acuerdo. El piso del ascensor se le hace tierra firme. Las veces anteriores no se deben haber puesto de acuerdo, al menos entonces no regresaron.

Beethoven le deja el paso a Mozart, Rogelio siente que los movimientos de Pequeña Música Nocturna lo elevan a pesar de encontrarse descendiendo a buscar pasajeros al 7º. Suena el intercomunicador y Juanita le pregunta: ¿Alguna novedad? Él dirige el rostro hacia donde sabe se encuentra la cámara por detrás del espejo, le guiña un ojo: ¿Tu jefe otra vez? Está preocupado, contesta la voz de Juanita, todos andan con los pelos de punta, imaginate, ya van tres días y nada. Vos quedate tranquila, si veo algo te chiflo. Piso Séptimo, a Rogelio le causa gracia cómo la voz pronuncia sép-timo, con un ligero hipo intermedio, igual que en planta-baja. Sube Geraldine, una mucama que carga dos bolsos enormes. Arriba, le indica con un suspiro y con el movimiento de los ojos, a los de la 718 se les ocurrió que, de ahora en adelante, les lleve yo sus bártulos y se los prepare así ellos suben cuando está todo listo; y además, me van a avisar cuando terminen para que me vuelva a ocupar de regresar sus cosas a la habitación y ordenarlas y me encargue de enviar lo sucio a Lavandería, te aseguro que en cuanto deje estas porquerías me voy a hablar con el delegado, no sé si me corresponde hacer todo esto, la gobernanta me dijo que tengo que hacerlo pero claro, es ella la que se lleva una cuantiosa propina, decime ¿qué te parece…? che, pero cierto, con la bronca por la maldita 718 me olvidaba que este es el ascensor del que todos hablan, te vas a volver famoso, dale, contame, ¿viste algo vos, es verdad lo que dicen?
El Olimpo, suspira la voz melosa, y a continuación un suave chistido desliza las puertas espejadas.

9.17
Piso Treinta y nueve.
¿Por qué razón asocia siempre a los italianos con los brasileros?
A te ti sembra farli caso a quest´uomo?, pregunta ella al marido.
All´Olimpo per piacere, le indica el marido al ascensorista. Mi é sembrato di fiducia e si not ache conosce abbastanza Buenos Aires, a quella gente devi farli caso, le responde a la esposa.
Tuttavia, mi hanno assicurato che nella strada Murillo si compra a basso prezzo e che ho trovato miglior qualitá, e di non fare caso a quello che dicono  i  guide, vanno a comissione e ti portano dovunque, perche gli conviene.
Murillo, Murillo…, rezonga él, vai a sapere dove, Florida e qui vicino, a pochi blocchi, possiamo andare a piede, passiamo per Plaza de Mayo, bebiamo caffé nel Tortoni.
Dicami, le requiere ella a Rogelio sacudiéndole la manga, lei sa come arrivare da Puerto Madero alla strada Murillo?
Claro, los brasileros son tan dicharacheros y gritones como los italianos.

10.21
Piso Once.
On-ce, otro huequito. Y Kaplinsky. Lo siguen Burdizzo, su segundo, Arrieta, de Personal, y Juanita, que le esquiva la mirada y se ubica detrás de los hombres. Kaplinsky aprieta el botón de Planta Baja y le dice: ¿Y, Brizuela, vio algo, escuchó algo durante estas horas…? Nada, responde Rogelio muy seguro de sí mismo, nada más que lo normal. ¿Y para usted qué es lo normal?, lo increpa Kaplinsky. El zumbido, responde rápido el ascensorista, quien ante la pregunta se considera en libertad para explayarse, ¿sabe que al zumbido no lo sienten los que suben por tan poco tiempo?, pero yo estoy aquí todo el día, le aseguro que escucho el zumbido sobre la música funcional, además percibo el hidráulico de las puertas, el golpe amortiguado de las frenadas, el sutil silbido de los arranques, la temblequeante estática del intercomunicador, el filtrarse del aire acondicionado... Pero ¿qué carajo me está diciendo? siguen aquí adentro, Brizuela, no me haga perder el tiempo y no hable pelotudeces, siguen aquí, asegura Kaplinsky sacudiendo la mano con el índice extendido hacia los espejos, es su deber mantenerse atento, se trata de su territorio, su responsabilidad, ¿me comprende, Brizuela? Le aseguro que lo comprendo, señor Kaplinsky, y permítame, ya que estamos, señor Arrieta, ¿le avisaron que funciona mal el reloj de…?
¡Brizuela!, grita Kaplinsky violentamente.
Planta Baja. Como dicen, lo salvó la campana.

11.32
Dos americanos, más exactamente de Washington DC. Visten las clásicas batas de baño del hotel, sobre las que brilla el escudo en color morado, usan gafas de sol muy oscuras calzadas sobre la frente.
No chance last night, dice el mayor de ellos agitando la mano en la que sostiene un periódico doblado, en la otra lleva una net book.
That union guy showed up again?, pregunta el otro, observando con curiosidad y sin ningún disimulo a Rogelio.
That’s right, the guy’s turning unmanageable, the contract fell.
So, shall we insist through Chile again…
Yes, but we won’t lose these contacts with...
El Olimpo. Ni siquiera la sugestiva voz seductora los distrae al anunciar el arribo al 45º. Descienden del ascensor, el pelado se detiene en el vano, lo encara a Rogelio y le pregunta sacudiendo la cabeza: Do you speak english?
Yes, I do, responde el ascensorista, orgulloso de conocer el idioma y de poder mantener una conversación con los yanquis.
How’s that story about some missing people in an elevator?
Será en otra oportunidad, Rogelio sacude la cabeza con lentos vaivenes, el americano no se da cuenta de que lo hace siguiendo el ritmo del Allegro Primavera. El barrido de las puertas muda el escenario. Después del mediodía cambia la programación, lo que resulta una pena ya que durante casi toda la tarde abusan con temas centroamericanos muy orquestados. Él prefiere los clásicos matutinos, conoció este tipo de música gracias al nuevo ascensor, se le abrió una puerta a otro mundo. Y es por las tardes cuando tantas veces se pregunta con qué criterio alguien elegirá tal o cual música para determinada hora del día.

13.00
Primer Subsuelo.
Comedor del personal.
Rogelio acaba de finalizar su tarta de ricotta y calabaza. Entonces se asoma Kaplinsky, de haberlo hecho un rato antes le hubiera interrumpido el apetito. Se asoma por la mampara, nada más lo mira fijo, espera en silencio y se vuelve bruscamente en cuanto Rogelio encoge los hombros y le ofrece una mueca de resignación que evidentemente no le cae nada bien.
Mejor que no te lo pongas en contra, le sugiere Clarita de Compras, que se acaba de sentar en la mesa de al lado con una ensalada de frutas y cuatro minúsculos envases repletos de globulitos homeopáticos. No le hago demasiado caso, le dice él despreocupado. ¿Y…, se inclina entonces ella hasta su mesa en actitud conspirativa y hasta baja la voz para seguir hablando, se sabe algo de los prófugos, los volvieron a ver, sabías? No sé nada, Clarita, niega él con tono quejoso, tenés que hablar con los de Seguridad. Pero, vuelve ella a la carga, ¿acaso no pasó todo en tu ascensor, y dicen que continúan ahí encerrados? A mí apenas me lo contaron, se defiende Rogelio, yo no estaba ahí cuando dicen que sucedió, no vi nada ni tampoco me mostraron las grabaciones, ¿qué querés que te diga? Me aseguraron que está todo filmado, que no hay dudas, insiste ella. Yo no sé nada, Clarita, no me confundas vos también.

14.53
A Tobías Ferguson lo conoce como uno de aquellos clientes especiales. Siempre recurre a sus servicios cuando alterna en el hotel y viene sin la esposa. Senador de Formosa, católico, miembro del Opus Dei, con una posición tajante en contra del aborto, acérrimo postulante de que la escuela pública incorpore materias religiosas y vuelva a instalarse el servicio militar obligatorio. Llevame al 29, le dice con su sonrisa de enormes dientes blancos, el cabello ondulado húmedo. En el 40 bajan las otras pasajeras, tres jóvenes alemanas que no hablan una palabra de castellano y ahí corren por el pasillo dentro de sus batas blancas. Ferguson se le acerca, le coloca la mano sobre el hombro, y le dice con mucha confianza: Conseguímela a la Chloe para esta noche, pero a ninguna otra, no me hagas como la última vez que me mandaste a ese bagayo. Señor, yo le expliqué entonces que la Chloe estaba de viaje, se defiende Rogelio con aplomo, las únicas disponibles eran la Rusa y Cenicienta, usted no quería saber nada con la Rusa, ya había escarmentado, y se entusiasmó con Cenicienta, ¿se acuerda que hasta quiso que llevara la cesta de mimbre y pastelitos?, pero no se aflija, senador, la Chloe a las 22.30, ¿cuál es el número de su habitación? Piso Veintinueve. Veinti-nueve. Y decile a la Chloe que no se vaya a olvidar de los aparatitos, agrega el senador guiñándole un ojo. Ahí está, Amazonas, de Wanderley, lo dicho, muy superior la selección musical matutina.

15.17
Piso Cuarenta y uno.
La voz acentúa la e de cuarenta. Cuarén-tayuno. Otro tic gracioso.
Sube un matrimonio con dos hijos adolescentes, el varón de unos quince, la hermana algo mayor. Planta baja, señala el hombre. La mujer se inclina sobre el marido para decirle algo al oído, mientras le gira el rostro hacia el ascensorista. La hija se acerca a ellos para escuchar. El chico lo observa a Rogelio, busca en el bolsillo de su campera y extrae una cámara digital, lo enfoca, el flash blanquea la escena. El padre le dice al hijo: Esperá, esperá, sacame ahora con él, y lo abraza a Rogelio cuando se vuelve a disparar el flash. Hubo que repetir con la mujer y la hija. Después tomarle al hijo con el padre y el ascensorista.
En medio del entusiasmo, ninguno de ellos escucha la dulce voz susurrando Planta Baja, con el hueco singular entre palabra y palabra. Las puertas se corren. Kaplinsky a dos metros, de frente, las piernas abiertas, los brazos cruzados sobre el pecho, puñales en los ojos. A un costado, dos vigiladores amenazantes, ambos con pistolas eléctricas al cinto. Brizuela niega despacio con la cabeza, alza un poco las cejas, estira el mentón hacia adelante, frunce los labios y abre las manos como diciendo qué se le va a hacer, más o menos la misma seguidilla gestual de hace un rato en el Comedor. La familia demora a propósito el descenso, quieren acumular datos para después contar la anécdota a sus amigos, ahora el hijo está tomando fotos del ascensor, de los bordes de los espejos, del piso, del tablero, del cielorraso, de su imagen y la del ascensorista repitiéndose en forma interminable una atrás de otra. Durante un enfoque se detiene, le resulta siniestra la pose de ese tipo con las piernas abiertas que ahora lo mira tan fríamente.

16.58
Piso Treinta y uno.
Descienden dos parejas, belgas, comparten una suite. Por el pasillo se acerca el travesti, ahora envuelto en un tapado blanco muy mullido, lleva botas rojas y una peluca platinada, apura el paso. Ignorándolo, Rogelio marca Planta Baja y el ascensor inicia el descenso.
¿Todavía nada?, inquiere notoriamente ansiosa la voz de Juanita por el intercomunicador. Él se dirige a la cámara oculta y responde con su mueca ya registrada: Nada. El jefe está furioso, comenta ella. En una hora me voy, agrega él. ¿Y qué le vas a decir?, se preocupa ella. Nada, si no tengo qué decirle, ¿o vos querés que invente algo? No te digo que inventes, aún intenta Juanita desde el otro extremo del sistema, no se trata de inventar…, pero explicame cómo puede ser posible que justamente vos no veas nada, están ahí adentro, te deben respirar en el cuello, vamos, no hay tanto lugar que digamos en tu cubículo.

17.55
El Olimpo. Casi la hora de salida, pero aún así a Rogelio vuelven a temblarle las piernas en cuanto Geraldine le pide que la acompañe. Ante la firme negativa, desciende ella a pedido de la señora de la 718 para buscar una pulsera que dejó olvidada en las sesiones de la mañana. Entonces esperame, le pide la mucama mientras ingresa al sector de Masajes, no me tardo, vuelvo enseguida. Él traba las puertas, sorpresivamente aparece Roberto y le pregunta: ¿Qué me contás de este asunto, qué creés vos, cómo pueden desaparecer así, esfumarse de golpe aquí adentro de esta cajita, volver a aparecer cuando se les canta, cómo hacen? Geraldine atraviesa otra vez el pasillo, agita la mano en un saludo fugaz, y entra en Manicura. Me enteré que te llenaron el ascensor de cámaras y micrófonos y sensores de no sé qué, y más cámaras lo graban por afuera de arriba y de abajo, no se los vio llegar por ninguna pantalla, sin embargo los captó la del interior del recinto, es una película de terror. Geraldine sale ahora de Manicura, duda unos instantes y entra en Ozonoterapia. La Dirección y los miembros del Directorio están convulsionados, parece que de la casa matriz van a enviar expertos a que se ocupen, imaginate vos, lo que significaría una intervención a esta sucursal. Geraldine cruza de Ozonoterapia e ingresa a Podología. Tendríamos al Gran Hermano hasta en el baño, sobre todo con las ganas que tienen de reducir el personal, ¿vos comprendés la gravedad, no? Un zumbido señala el llamado desde el 19º. Geraldine corre con el brazo en alto, agitando una pulsera de enormes y groseras piedras negras separadas por bolillitas doradas. Mientras cierran las puertas aún se escucha la voz de Roberto suplicante: Fijate vos, Rogelio, hacé lo que puedas, pero tratá de darnos una mano... Ya iniciado el descenso y observando la pulsera, ella dice: El delegado me asegura que hay un límite ético y legal, pero que servilismo no, ¿a vos te parece que estos abusos se podrían encasillar dentro del término servilismo?

18.02
Vestuario.
La única música que se percibe entre las paredes azulejadas es el uniforme y aburrido repiquetear de las duchas.
Vuelve a estirarse frente al armario, ahora para enganchar la percha con el uniforme en el barral, sacude la manga que queda hacia afuera, alisa una arruga en la tapa del bolsillo, acomoda la gorra en el fondo del armario, boca arriba para que ventile durante la noche. Desarma la combinación del candado, y sale. Ya quedan pocas posibilidades de cruzar a Kaplinsky. Esta vuelta de pasillo a la izquierda. Ahora cinco pasos a la derecha, ahí al frente está el reloj, vecino a la cabina de vigilancia con Mondragón dentro, el reemplazante de Palacios. Introduce su ficha en la abertura y la hunde. Hasta mañana Mondragón, hasta mañana Kaplinsky. Avisarle a Chloe, muy importante. La cartulina le vibra en los dedos durante el trac crak de la impresión. La retira y lee impreso: 18.07. Observa el visor digital: 18.04.

Cosas del destino (ejercicio)

Pandora

Por fin había llegado su hora. Paula había estado luchando con la burocracia japonesa desde hacía dos años y medio. Pero había valido la pena. El siguiente martes se embarcaría con destino a Shiroishi-Japón, para una estancia inicial de cinco días, luego volvería con los contratos para una instancia de medio año.
Aquella noche, cuando Paula recostó su cabeza sobre la almohada, no pudo parar de recordar las infinidades de vueltas que el consulado oriental le había hecho dar por nada; sólo para repetir documentos.
—Menos mal que mi jefe es paciente, por lo contrario, ya estaría en la calle. —pensó ella con una sonrisa cariñosa antes de cerrar los ojos.
Trabajaba para su padre, desde que había terminado la carrera y su hermano, aventurero, había escapado de la responsabilidad de asumir el negocio familiar. Sí, de aquello hacía siete años. Había vuelto a estudiar idiomas; inglés, francés, alemán y japonés.
Sin embargo, su hermano acabó en Japón y allí conoció a su esposa.

Sus padres nunca habían aprobado dicho matrimonio, mismo porque no conocían a su nuera más que por fotos, así como a sus dos nietos varones. Pero, todo era perdonable al varón, ya que el joven se había responsabilizado en ser un jefe de familia ejemplar. Y ahora que les proponía un negocio muy lucrativo, todo estaba olvidado, para consternación de Paula.
Había pedido a su hermano que le reservara hotel, visitas turísticas y todo lo que pudiera hacer en la ciudad de Shiroishi. En su agenda personal, tenía pintado en rojo el horario y el día de las entrevistas con los dos primeros clientes-proveedores, luego una larga raya diagonal y escrito en letras grandes “Diversión y Libertad”.


Así llegó el día “D”, y Paula se embarcó con destino a Japón. En el aeropuerto le esperaban el hermano acompañado de su esposa; una mujer menuda con una melena negra presa en una coleta alta; y sus dos hijos de tres y cinco años.
Detrás de los abrazos, besos y presentaciones, fueron al Pacific Hotel Shiroishi, donde decidieron cenar en familia.
Su cuñada estaba siempre pendiente de su marido; tanto que llegaba a ser molesto; también de sus hijos, extremadamente educados, a pesar de la poca edad. Casi agradeció cuando se despidieron con la disculpa de que se levantarían temprano al día siguiente.
Paula los acompañó hasta la salida, dio un beso a cada niño, que parecían gemelos, y a su cuñada, que parecía mestiza con gran parte de las mujeres orientales. Luego subió a su habitación en la sexta planta.
Después de cerrar la puerta, respiró profundamente; sí lo había logrado, era la subdirectora de una franquicia japonesa en Europa y estaba decidida ser la única capaz de lidiar con los japoneses. Fuesen machistas o no, era ella la única persona capaz de solucionar sus problemas en los dos continentes.
Pensando así, se dio una buena ducha y se recostó sobre la cama con los contratos en mano y quedó dormida.
Al día siguiente, como estaba previsto, su hermano la fue a buscar muy temprano. La llevó al edificio de oficinas donde, casualmente se encontraban los dos clientes. Luego se marchó a sus quehaceres.
Paula pasó allí el día, primero esperando que le atendiesen, después explicando sus propuestas y afianzándolas con diapositivas, previsiones y carpetas llenas de números. Comió con los ejecutivos y después volvió a la carga. Ya al final de la tarde logró la firma del contrato.
Cuando salió su hermano la esperaba.
—¿Difícil negociación, hermanita? —le preguntó su hermano en tono burlón.
Ella soltó una exclamación entre dientes, apenas audible.
—Toshio quiere que vengas a cenar con nosotros. —intentó el hermano una vez más.
—La verdad es que, no estoy con cuerpo para celebraciones. ¿Tienes idea de cuantas horas estuve delante de estos japoneses intentando persuadirles para que firmasen el contrato con nosotros? —caminaba con pasos cansados delante del hermano, de repente se paró y se volvió— Nunca pensaste en nadie más que en ti mismo. No pensaste en como sería mi vida después de cinco años dedicados a estudios, pues ahora llevo siete dedicados al trabajo. Mientras tú salías por el mundo a vivir sus aventuras en cuevas orientales, yo estuve levantando todo un imperio, el cual tú llevaras un buen pellizco cuando falten los viejos…
El hermano ya no conocía a la mujer que tenía delante, recordaba haber dejado una joven ilusionada por vivir una vida llena de aventuras como la que vivía él, su héroe.
—¿Qué te ha pasado Paula? ¿Tanto daño te he hecho con mi partida? —fue cuanto pudo pronunciar.
Ella le dio la espalda y siguió caminando. Ya no hubo invitaciones, ni palabras de afecto, ni de cariño, hasta que el coche paró el motor delante de la portería del hotel.
El hermano iba a decir algo, pero ella se adelantó.
—Mañana no hace falta que vengas a buscarme, ya he pedido que me mandasen un taxi desde las oficinas, así podré ir a la peluquería del hotel y salir un poco más tarde de aquí. —abrió la puerta del coche, pero antes de salir remató la faena— Agradece a Toshio por lo de la cena, pídele disculpas y da un beso a los niños. Ya te llamaré antes de volver a Europa.
Se apeó y cerró la puerta, luego desapareció en el interior del hotel, sin siquiera mirar atrás.

Al día siguiente, se levantó muy temprano, salió ya preparada al pasillo, decidida a bajar a la peluquería del hotel. En las manos llevaba una carpeta ejecutiva y unos cuantos tubos con los proyectos.
—¡Baja! —dijo ella al ver que la puerta del ascensor se cerraba.
Por suerte, un hombre de mediana edad, con un reluciente traje azul marino, la había escuchado y había sujetado la puerta.
Ella entró, saludó a los demás miembros de la comunidad del ascensor y agradeció al hombre por el detalle de esperarla.
El oriental sonreía y balanceaba la cabeza para adelante y para atrás, hablando un japonés muy rápido. Ella sólo pudo captar unas cuantas palabras; anoche, temblores y terremoto.
En aquel momento, el ascensor se paró en seco y quedaron a oscuras por breve momento.
Mientras tanto, el japonés seguía hablando y hablando. Las otras dos personas presentes en el ascensor, también comenzaron a perder la inhibición y empezaron todos a hablar a la vez.
A Paula le giraba la cabeza, se sentía mareada y con ganas de vomitar. Sentía las manos frías y a la vez le acaloraba la ropa. De repente, alguien le tocó el hombro, lo que le hizo sobresaltar.
—¿Estás bien? —era el hombre de mediana edad.
—No. No estoy bien. No me gusta estar encerrada. —contestó ella.
La mujer que estaba alojada en la última habitación de su pasillo y que se encontraba en el ascensor se acercó, y con un acento francés le dijo que todo iría bien.
Junto a la mujer, estaba un joven oriental de unos veinte o veintiuno años, con apariencia de ser un gigoló.
La vista de Paula ahora estaba borrosa. Los nervios le jugaban una mala pasada. Sintió una mano suave limpiarle la frente con un pañuelo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó con dificultad de respirar.
Fue la mujer con acento francés quien le contestó.
—Sólo es un terremoto, querida, aquí esto es frecuente. Estamos siempre en movimien…
Antes que pudiera terminar la frase, otra sacudida. De esta vez, más fuerte que la anterior. Se podía sentir al ascensor tocar las paredes laterales de su habitáculo.
Luego hubo un aflojo automático de cables y el ascensor descendió por lo menos un piso y volvió a parar bruscamente, lanzando a todos al suelo.
Paula en un ataque de nervios, comenzó a gritar que la sacasen de allí. Fue el hombre de mediana edad, quien se arrodilló a su lado.
—No hay por que preocuparse, vendrán en seguida. —le dijo.
No, no era lo bastante para Paula que, no había vivido su vida, ni la viviría, por que estaba allí, encerrada. No tenía amigos, ni un novio. Sólo tenía a un padre cegado por el dinero, una madre, cegada por su hijo varón, y un hermano que en día anterior, había maltratado. —¿Quién me va a llorar? —pensó Paula para si misma y su desesperación fue en crecimiento rápido.
Se incorporó y comenzó a golpear la puerta de acero revestida de madera, implorando que la abriesen y la dejasen salir.
El hombre de mediana edad intentó sujetarla, pero ella se soltó y lo esbofeteó.
—No me toques. —le advirtió con el dedo índice pegado a la nariz.
Luego fusiló a los demás con un fuego latente en la mirada. Silencio. Todo era silencio.
Volvió a golpear la puerta con más insistencia.
Ya agotada, Paula se dejó caer en el suelo del ascensor. No sabía cuanto tiempo había pasado, pero se sentía agotada.
De repente alguien abrió una pequeña brecha en la puerta y el aire fresco penetró en el cubículo. Era el personal del hotel y el hermano.
—¿Paula, estas bien? —preguntó el hermano.
—No, necesito salir. —fue su respuesta en forma de un leve susurro.
Lograron abrir la puerta del ascensor con mucha dificultad, y el hermano la cogió en brazos, la llevó a su coche y se marchó, sin importar si había o no cerrado el contrato. No miró para atrás ni siquiera para ver si los demás estaban bien.
—¿Qué haces? Tengo una entrevista. —dijo ella, pero se calló al mirar su alrededor.
En los escasos quince minutos que Paula había estado encerrada en el ascensor, se había desatado todo un desastre en Japón. Era el principio de un fin, o el principio de un nuevo principio.
Paula logró escapar del desastre que abrazó a Japón, gracias a su hermano que, persistente, le fue a buscar aquella mañana.
Después de aquél episodio, vinieron muchos otros y sucesivos y peores, pero hoy Paula está en Europa, junto con su hermano, cuñada y sobrinos.

El elevador (ejercicio)

Marcos


       Tan abstraída estaba en la lectura que ni se daba por aludida en cada tropezón que causaba o que le era causado por otros transeúntes en su travesía hacia el trabajo.
Casi con enfermiza sumisión leía: “Alterado por el remordimiento  y la inquietud comenzó a trepar por las paredes, los muebles y el techo hasta caer con desesperación encima de la mesa.”
“Pasó un rato, Gregorio yacía extenuado: en la casa reinaba el silencio, lo cual era tal vez buena señal…”
Esa mañana, no abrió, como era su costumbre “Examinando las Escrituras diariamente”. El  pequeño libro lo dejó olvidado a un costado de la cama. Justo al lado de las pastillas que guardaba para conciliar el sueño cada vez que leía una obra que le causaba terror.
—Eres una masoquista –le repetía sin cesar su madre –Un día vas a amanecer muerta de un infarto de tanto que te concentras en  esos libros que te ponen como una gelatina de pies a cabeza.  No entiendo cómo hay gente que le gusta el sufrimiento y van por más.
Aunque podía, no contradecía para nada a la autora de sus días. Bien sabía  por su grado de conocimientos universitarios, que parte del masoquismo era apegarse al dolor para conseguir placer. Estaba convencida de que por ningún motivo, disfrutaría de humillaciones y castigos con tal de ser feliz y por lo tanto, no encajaba en esa calificación.
Además, que iba a sospecha su madre,  que parte de su resilencia  consistía en imbuirse en la  lectura para alejarse de  la realidad, o por lo menos tener a mano un antídoto contra la depresión que le causaba su alejamiento de Arturo.
La lectura de temas de suspenso  y los llamados programas televisivos de  “entretenimiento” en donde se digerían bichos raros, se introducían las manos en cajas repletas de tarántulas, se cubrían a algunos participantes con cientos de gusanos o culebras, mientras observadores idiotizados contemplaban en shock, se constituían en su refugio. En una cueva en donde Arturo dejaba de existir.
A Arturo lo conoció un año atrás en el bufete de relaciones públicas en donde llegó a realizar su práctica profesional. Más allá de enterarse de que era un hombre casado,  con dos hijos y unos 13 años mayor que ella, se enamoró perdidamente de él. Le fue tomando tanto aprecio y amor, que la arrastró no solamente a bajar en estima a Roberto con quien estaba comprometida para casarse, sino también, a insinuársele y a entregársele a aquel creativo que fue llenando su vida como nadie lo había logrado.
Y claro que ella también se constituyó en el soporte emocional de Arturo, una vez que por su desempeño, la contrataran en el lugar aún sin la presentación formal de su título universitario.
Ella y Arturo, en la intimidad de hoteles y otros lugares de encuentro, se habían fusionado en un amor tan  profundo que al final los desgarró a ambos. A él, que por ser un hombre cien por ciento dedicado a su hogar, jamás echaría  a un lado la estabilidad del mismo aunque tuviera que sacrificar con ese principio, un trozo de su alma. A ella, porque ya no visualizaba su vida sin élsaturando cada momento de sus días y sus  noches.
Y ahí estaba, cerca y alejada por mutua decisión del hombre que amaba a más que nada en el mundo. Dispuesta a proseguir una vida con Roberto y alejándose de escritos como “La Barraca”,
“Tu sola en mi vida” “Trafalgar” “Tabaré” y otras, para irrumpir en selecciones más impactantes y retadoras frente a su desnutrido ánimo.
Es posible que alleer “El Tunel” de Sábato, se hubiese reprogramado mentalmente para que lecturas duras, le sirvieran de antídoto para no perpetuar los recuerdos de su nube negra con Arturo.
Muchas noches quiso ser el Castel de Sábato y asesinarse ella misma una y otra vez. Después se convirtió en lectora incansable de Poe, Gordon Aalborg, KinseyMillhone,Dick  Francis, Robin Cook y otros, que según ella,  le ayudaban a forjar una conducta de vida adecuada para calmar sus  atormentados sentimientos.
De esa manera, dispuesta a comenzar un nuevo día de labores penetró al ascensor del edificio de 49 plantas en el que laboraba.
Bajó el libro que leía para no tropezar con el piso del elevador. A esa hora venía en la nave una pareja que con seguridad provenían de los estacionamientos subterráneos. Tanto el hombre como la mujer eran personas muy elegantes y calladas. La puerta se cerró y ella se concentró en mirar las luces que iban marcando los pisos   a medida en que subían.
Llegando al piso 35, el elevador dio un pequeño movimiento y la estancia quedó totalmente a oscuras. —Qué raro que la planta eléctrica de emergencia no funcione —se dijo  —Ojalá que no nos quedemos encerrados por mucho tiempo porque esto si me altera – pensó mientras se aflojaba la bufanda.
Tras diez minutos de estar allí sin ni tan siquiera escuchar a sus acompañantes, fue percibiendo una sofocante sensación de calor y un olor extraño a grillos, a cucarachas, a escarabajos y un sinfín de insectos.
A la mente se le vino a la imagen del Gregorio de su lectura. Se lo imaginó con la viscosidad de sus patas y la fortaleza de sus mandíbulas. El nerviosismo la fue envolviendo, quiso gritar pero al intentarlo sintió que unas solidas tenazas le estrangulaban  con gran rapidez y que su ropa era devorada mientras dolorosas punzadas le laceraban la piel. Pensó en las veces que se había besado furtivamente con Arturo en ese ascensor. Pensó en su madre y lo mucho que la quería y también recordó a Roberto haciendo sus planes para la boda mientras ella garabateaba la forma de firmar su nombre de casada. Se culpó de no haber leído nada ese día de su libro de asistencia
“Examinando las Escrituras diariamente “ y así cavilando fue perdiendo la noción del tiempo y de las cosas.
A la hora de restablecerse el fluido eléctrico una joven entró al elevador y vio tirado en el piso un pequeño libro en cuya portada de verderibete  se leí: “La Metamorfosis” Franz Kafka.
—¿A quién se le habrá caído? Con el temor que la fueran a ver guardando en su bolso aquella pertenencia que consideraba ajena,  comentó para sus adentros, ojala que esta lectura, que ni me imagino de qué  trata, me pueda ayudar a olvidarme de Eduardo, de su mujer y de sus hijos aunque sea por un segundo…