viernes, 16 de mayo de 2008

El plan (ejercicio)

Eva

      Sara amaneció con los ojos hinchados. Había dormido a ratos, cuando el agotamiento la vencía y se imponía a sus pensamientos. Odiaba cada vez que pasaba una noche sola sin importar el porqué. Se levantó para ir al baño, se lavó la cara, fue hasta el cuarto de las niñas donde ambas dormían, cerró la puerta para no despertarlas y regresó a su cama.
      El reloj despertador marcaba las 10 de la mañana, tres horas más tarde de la hora a la que él le había prometido volver la noche anterior. Se dijo a sí misma que no le sorprendía nada y se giró en la cama. Entonces fue cuando se le ocurrió.
      Se levantó de nuevo y rebuscó en el botiquín, con cada movimiento iba retomando en control de la situación. Cogió varias cajas de pastillas y siguiendo el minucioso plan que terminaba de inventar las vació en el inodoro y tiró de la cadena. Dejó varias sobre la mesita de noche, alguna por el suelo, un par de ellas sobre la cama y las tiras vacías amontonadas sobre la almohada. Fue entonces hasta la cocina y sacó del frigorífico la botella de champagne que él le había prometido tomarse juntos un día de esos. La vació tras abrirla en el fregadero casi por completo aprovechando mientras lo hacía para manchar su pijama, beber un poco y por primera vez desde hacía horas, sonreír. Sonreía imaginando la cara de él al llegar. Según ella, se lo merecía.
      Ya sólo faltaba el último toque, estrelló la botella contra las escaleras de entrada a la casa y se sentó en el salón a esperar. Esperaría hasta escuchar el sonido de las llaves en la cerradura, pensó. Un sonido que tardó apenas quince minutos en oír y que le dio el tiempo justo para tirarse en la cama.
      Luís entró en casa silbando como hacía cuando estaba relajado y feliz, pero dejó de hacerlo cuando vio la botella destrozada a sus pies. Subió corriendo las escaleras llamándola con un tono de preocupación en su voz, uno que ella conocía bien, sin obtener respuesta. Al fin llegó al dormitorio y la vio.
      — Dios mío, ¿Qué ha pasado Sara? ¿Estás bien? ¿Y las niñas?
      Con lágrimas en los ojos Sara se abrazó a él y procedió a contarle lo que había pasado.
      — Es todo tu culpa, te pedí que no salieras anoche, pero insististe en salir, querías ir a toda costa a tomar algo con tus compañeros y no escuchaste razones. Yo sé que es mentira, en realidad tienes otra mujer, estoy segura, pero no quieres decirme la verdad. Por eso al ver que no venías y atormentada por la idea de que estuvieras en brazos de otra, anoche hice una locura… menos mal que una de las niñas lloró y me di cuenta de que no merecías que yo hiciera ninguna tontería, que después de todo tenía unas niñas por las que luchar. Fui al baño y metí los dedos en mi garganta para vomitar todo lo que acababa de tragar. No quiero ni pensar lo que te habrías encontrado al llegar a casa, tan feliz, si la niña no hubiera llorado…
      Luís juró y perjuró que eran todo locuras de su mujer. La abrazó, limpió sus lágrimas, ordenó la casa, la pidió perdón por retrasarse y sin más palabras intentó que su día fuera tranquilo en compañía de su familia.
      Sara se sintió culpable al ver la cara de Luís. Realmente parecía afectado por todo lo que había visto al llegar a casa aquella mañana. Dudo acerca de si debía confesar la verdad y pedir que le perdonara. Quizás su capricho y el antojo de darle una lección para que dejara de salir por las noches y le prestara atención había ido demasiado lejos, pensó.
      Desde entonces su relación pareció mejorar hasta el punto de que él dejó de llamarla para decirle que saldría con sus amigos. El malestar que le causaba el recuerdo de aquel día le duraba el tiempo que tardaba en razonar que después de todo, ahora todo estaba como siempre debía haber estado.
      Seis meses más tarde, cuando Luís le confesó que esa mañana él había llamado a su amante y había terminado con ella porque se había dado cuenta de lo importante que era su familia, Sara dejó de sentirse mala para sentirse perdida. No le hubiera importado lo más mínimo haber seguido sintiéndose malvada toda su vida si con eso hubiera logrado que todo lo que él le contó a continuación fuera mentira.

jueves, 15 de mayo de 2008

La mal(e)dad (ejercicio)

Luisa Matallana

      Tres días sin dormir, el pulso tembloroso y la imposibilidad de desempeñar el diseño a la par de esa exigencia creciente en pro de la exactitud y en sentido contrario al error. Una semana más y entraría en período de vacaciones, sólo era cuestión de aguantar las continuas dosis de anfetaminas combinadas de cafeína, esto cuando la combinación coketinto dejaba de surtir efecto. De esta manera había sobrevivido los años universitarios, y, luego, una semana bajo el sopor somnífero de los psicofármacos que Andrea o Sofía le suministraban desde su muestrario de firma comercial. Cuerpo de maracas, así se decían en broma. Dos años. De eso hace dos años. Después conocería a Lucía Maranto y tras ella la cesación del paraíso en un cubículo milimétrico, programado y estéril de una oficina. Horario flexible, paga fija y sin derecho a réplica, no sin riesgo de ser despedido. Dibujante, diseñador. ¿Sí? Siempre sobre el plano, la bidimensionalidad en tanto norma. Estático. Quietud. Siempre lo mismo como rutina. Sin fugas y sin variaciones. ¿Fuera? Había olvidado el afuera. Lejanía de mundo animado, fachada, digitalidad, en resumen, Lucía Maranto. Si hubiese respirado un segundo más aquella mañana, sólo eso, dejando expandir sus pulmones en lugar de estrecharlos en el ahogo. Sus manos no dejaron de abrazar el cuerpo de Lucía Maranto, y menos con ese olor húmedo de sexo emanando de su vagina. ¡Cuántas mujeres no le habían esperado en turno y venir a sustraerle un segundo aquella, sí, aquella misma que él había cortejado durante meses sin éxito! No desistió y al final, en ese final previsto por esperado, ella cedió. Fue así como la tuvo sobre sí, sintiendo las caricias de sus cabellos negros y el roce de sus pezones firmes sobre su rostro. Les besó una y otra vez entre paladar, diente, lengua y garganta. Apretó más fuerte su cintura mientras su pija le penetraba. ¡Qué aquello ardiese! Ella movía su cuerpo entre vaivén, circularidad, sacudida temblorosa y apretamiento. Llevaba su ritmo, el de ella, el de él. Y en aquello el enceguecimiento, un orgasmo más allá de la eyaculación pero sin ésta. Oscuridad. Sordera. Ceguez.De repente Lucía gritando en sus oídos: ¡Respirá, carajo, respirá, esperate un segundo que a mi me falta! Silencio. Quietud. Lejanía. Al fondo, fuera, en otro lado, golpe de zapatos contra las puertas. Sirenas. Pitos -¡Ojos dilatados, listo el equipo de choque! -. Salto. Todo su cuerpo fue eso, un salto espasmódico en tic generalizado. - ¿Cuánto tiempo lleva así?-. ¿Tiempo? Lucía Maranto sólo sabe del tiempo que tardó en aceptarle, el tiempo que le esperó encima para hacerlo inolvidable y ¡lo logró! - ¿Y cuándo fue su última sonrisa?-. 10-20-30 minutos hasta que su parálisis, ese congelamiento de imagen, hizo confuso el instante. Lucía Maranto creyó entonces que era ella quien reía, pero no, allí en sus ojos, suyos de él, yacía el rostro de una mujer distinta, ¡sí, distinta! Así lo he escrito y así fue.. Hasta allí se nos había ido a meter esa maldita. ¿De qué otra manera llamarle dadas las circunstancias? Siempre la principial, como si decir nacido en su lengua no fuese disimulo suficiente para hacerle alusión. - ¡Fue él quien lo hizo! ¡Fue él quien la invitó para mortificarme!-. Debía ser al contrario pero el escritor ha querido que Lucía Maranto yaciera mortificada ante su rigidez, la de él. En ese segundo cerró sus labios, sus párpados y cuanto orificio encontraron sus manos, ¡todo! Aquello fue un segundo, lo contó, así, u-n-o, nada más; el mismo segundo que faltó en y para ella. - No sabe usted cuánto lo odié por haberme dejado en ese estado, y he ahí que asimismo lo dejé. ¡Vaya forma de escribirse en pareja!-dice ella. Otro salto. - ¡Respira!- grita el encargado - ¡ha vuelto, lo tenemos!-. Dos años atrás celebran en su ausencia la fecha de los graduados mientras esa voz incondible de su madre resuena en el pasillo: ¿Volverá a ser el mismo? Plano, bidimensional en tanto norma, sin error y sin sobresalto, programado, predecible. Igual. Siempre igual. Una semana, sólo eso, entonces volverá a dormir gracias al psicofármaco que Andrea o Sofía le han suministrado desde su muestrario de firma comercial.

Apariencias (ejercicio)

Norberto Zuretti

      Una joven pasa caminando frente a un bar, lleva una minúscula pollerita a cuadros, medias tres cuarto, una remera blanca enrollada que deja al descubierto su cintura, y una mochila de la que sobresalen libros. En la ventana, un señor mayor la está observando, es medio pelado y usa unos lentes de mucho aumento. Ella se detiene, se quita el chupetín de la boca, le sonríe.
      —¿Me dijo algo? —le pregunta revoleando los ojos con picardía infantil, la mano con la golosina cerca del rostro.
      Él se sorprende.
      —No, no —le responde tímidamente.
      —¿Seguro? —insiste ella —, a mí me pareció…
      —No, no dije nada.
      —Ah, bueno… ¿y no quiere decirme nada?
      —Sólo estaba mirando.
      El hombre sacude la cabeza, bebe un trago de su taza de café. La joven se acerca y se apoya en la ventana. Él se siente incómodo, no termina de acomodarse en el asiento.
      —Ah, así que me estaba mirando.
      —No, no, a vos sola no…, miraba para afuera…, a la calle, a la gente, a los coches…
      —Tengo mucha sed, ¿no me invita con una Coca?
      Él le señala la mesa, ella da la vuelta y entra. Cuando le traen la gaseosa, bebe de un solo trago el primer vaso, reprime un eructo, se relame mostrando el piercing de su lengua, una bolita blanca de teflón, recoge una servilleta de papel y se seca los labios.
      —¿Cuántos años tenés? —le pregunta el hombre.
      —Diecinueve —contesta enseguida ella, muy seria, erguida sobre la silla.
      —¿Diecinueve? —se sorprende él-, no te doy más de quince.
      —Bueno, para serte franca, tengo dieciocho.
      —No te creo, a lo sumo podrían ser dieciséis, pero lo dudo.
      —¿En serio no querés decirme nada?, mirá que está todo bien.
      —¿Sos del colegio de acá a la vuelta, no…?, por el uniforme, digo.
      —A mí no me molestan que me digan cosas, a veces me gusta.
El hombre está cada vez más incómodo, termina su café, pliega el diario. La chica se apoya con los codos y se inclina sobre la mesa, le habla en voz baja.
      —Lo que no me gustan son las guarangadas que dicen mis amigos.
      —Mozo —llama él extendiendo el brazo y escribiendo en el aire para pedir la cuenta.
      —Vos seguramente no dirás estupideces, pareces muy serio y formal, me gustaría oírte, dale, decime lo que sea, lo que se te ocurra.
      —¿Sabés que…? —se interrumpe para pagarle al mozo-, me parece que tenés algún problemita vos…
      —¿Y por qué te parece, porque me gusta que me digan cosas?
      —Apenas tenés quince años, podría ser tu padre…, qué digo padre, tu abuelo podría ser…
      —Sí, pero…, igual podrías decirme algo.
      —Mirá, guapa, mi mujer es psicóloga, si alguna vez necesitás ayuda…, tiene buena onda con los adolescentes, al menos podría orientarte.
      —¿Ah, sí…, y vive por acá?
      —En la otra cuadra.
      —¿No me anotás el teléfono?
      Él toma una servilleta, busca la birome en el bolsillo del saco, escribe el número y el nombre, y se lo acerca arrastrando el papel sobre la mesa. La joven lo lee, lo mira y se lo devuelve.
      —Anotame tu nombre también, así la llamo de parte tuya.
      Él así lo hace, guarda la birome en el bolsillo interno del saco, se acomoda los lentes, recoge el diario y se levanta para marcharse, ignorando el puchero que ahora está haciendo ella.
      —Suerte —le dice sin mirarla, y se marcha, dejando unas monedas de pro-pina.
      Ella se queda en la mesa con la cabeza gacha, pareciera que tiembla. Entonces se acerca la señora que atiende la caja detrás del mostrador.
      —¿Te pasa algo?
      La joven se sacude más fuerte.
      —¿Estás bien, cómo te sentís, qué te pasa?
      También viene el mozo, y una señora de la mesa vecina. Ella alza la vista, está llorando, tiembla.
      —¿Qué pasó, te hizo algo ese tipo?
      —¿Lo vieron, no? —pregunta en medio del sollozo.
      La señora de la caja, el mozo, la mujer de una mesa vecina y dos muchachos de otra mesa que también se unen al grupo se observan entre ellos.
      —Sí sí, lo vimos, ¿qué te dijo el desgraciado?
      La joven coloca sobre la mesa un paquetito de nylon transparente, que contiene un polvo blanco. Levanta el rostro, los ojos humedecidos en lágrimas, le da un hipo, tartamudea.
      —Tam… bién… me de… jó… su… su telé… su teléfono, me… me dijo que… que lo llame… cuan… cuando se me… se me aca… be…
      Y extendió la servilleta, donde se podía leer el número telefónico, y dos nombres.
      —Pero…, pero…
      —Es un vecino, quién lo iba a pensar…
      —Qué hijo de puta.
      —No lo puedo creer.
      —Y aquí, a plena luz del día.
      —Delante de todo el mundo.
      —Esto no tiene nombre.
      —Hay que denunciarlo.
      En medio de un puchero lastimoso, la adolescente pregunta:
      —¿Les parece…, díganme, yo no sé…, a ustedes les parece…? —los mira uno a uno, extrae de su mochila un celular, lo abre y, llorando más intensamente, marca el 911.

El disfraz (ejercicio)

Pedro Conde

      Aquel año fue mi primera vez. Cuando doblé la esquina de la calle Mesa y López y me enfrenté cara a cara con el denominado “Mogollón”, que ocupaba todo el paseo junto al puerto hasta la plaza de Santa Catalina, no pude evitar sorprenderme, y eso que el estruendo de cientos de canciones que peleaban por la supremacía en el patio de casetas, como las luces de colores cambiantes que veía reflejadas en las paredes y ventanas de los edificios antes de llegar a aquel punto me prepararon para algo grande. Aun así no fue bastante.
      Yo, “godo” recién llegado a Las Palmas, novato en esto del Carnaval, miraba con cara de asombro, casi asustado, a esa multitud de seres fantásticos e irreales que bebían y bailaban en perfecta armonía. Había frutas enormes, payasos de rizadas pelucas coloreadas, brujas, monstruos, fantasmas de sábanas blancas y muchas, muchas mujeres que mostraban sin pudor sus cuerpos varoniles cubiertos de vello, que me hacían proposiciones deshonestas con su voz hombruna y me lanzaban besos con sus bocas cubiertas de gruesos mostachos.
      Yo desentonaba con mi raído vaquero y mi camiseta. Por mi vestimenta cotidiana estaba fuera de lugar. Pero el ritmo de la salsa y la absoluta desinhibición que mostraban todos, hicieron desaparecer cualquier intento de alienación por mi parte. De camino a la caseta 72, donde había quedado con unos amigos, bailé con un par de monjas y un Arlequín, recibí algunos besos que dejaron un borrón de carmín en mi cara y olor a ron amarillo, y fui intimidado por algunos seres deformes y contrahechos de cara viscosa y repugnante. Tropecé veinte veces, y otras tantas choqué con alguien que detuvo mi caída, y al fin, contagiado por la fiesta y con una enorme sonrisa llegué a mi destino. Solo reconocí a mi compañero de piso, al resto, un gladiador, un vampiro, un Charlot de precioso busto, un demonio rojo con cuernos y rabo, y unas sensuales bailarinas árabes de insinuantes curvas y vaporosos velos, fui presentado de manera informal una vez que me habían puesto en la mano un cubata en vaso de plástico.
      El ruido no hacía posible una conversación, y el Carnaval no estaba hecho para charlar. El sentido de la fiesta es el gozo de vivir por unas horas sin barreras, sin límites, totalmente libre de prejuicios. No tardé en darme cuenta de esto y me dispuse a disfrutar como el que más.
      El ritmo no tiene fin, ni el alcohol, por lo que al poco rato de abandonarme a ellos, mi cuerpo flotaba en un mundo de bienestar que mi vista no lograba enfocar con claridad. De todas formas, tal vez debido a que para mí todo era nuevo, no dejaba de observar curioso las acciones y reacciones de todos aquellos que me rodeaban. Alfonso, que así dijo llamarse el diablo rojo, resultó ser alguien perverso que encontraba diversión en pequeñas travesuras como vaciar o cambiar los cubatas que se ponían a su alcance y quemar los disfraces de los demás con la punta de su cigarrillo. Yo me dejé hipnotizar por el sugerente pecho del Charlot, y por las caderas que adivinaba bajo ese traje cuando bailaba agarrándolo por la cintura. No había pasado mucho rato y ya mi excitación borraba toda su vestimenta y me dejaba ver en su plenitud a la preciosa mujer que había dentro. La abandoné un momento y me fui a la barra a por otra copa. Alfonso me dijo con una pícara sonrisa mientras la señalaba con un movimiento de cejas.
      — La tienes en el bote.
      — Está buenísima — confirmé—, pero tengo novia.
      — ¿Y? — Preguntó con tono de burla— ¿Piensas contárselo?
      Nunca he sabido luchar contra ciertos impulsos. Sin decir nada acepté el condón que me ofrecía con descaro sujetándolo con la punta de los dedos a la altura de mis ojos, y con él apretado en mi mano me dirigí a donde estaba la chica. Pude ver de reojo que Alfonso ponía la zancadilla a alguien y le hacía caer, pero no le presté atención, mis urgencias eran otras.
      Nos fuimos no muy lejos, cerca del muelle. El edificio de aduanas proyectaba sus sombras sobre el aparcamiento donde estaba el coche que utilizamos de apoyo. El deseo desatado, la calentura, lo prohibido, todo se unió para hacer un polvo salvaje, corto e intenso. Mientras los efectos del orgasmo se diluían en nuestra respiración profunda y jadeante me salí de ella. Cuando intentaba quitarme el preservativo me vino clara y rápida, como el flash de una cámara, la certeza de que el travieso diablo rojo con cuernos y rabo, al igual que yo, no llevaba disfraz.
      — ¡Maldito hijo de puta!— Grité asustado.
      El condón tenía un pequeño corte en su punta, por donde se salía el semen que manchaba mi mano.

domingo, 11 de mayo de 2008

El bicho

Montse Villares

      Cuando me asomé a aquélla ventana, sentí ganas de vomitar. No supe si aquél asqueroso esperpento estaba dentro de ella o era un bicho revestido de persona. Por fuera una imagen agradable y sonriente. Por dentro, el bicho.
      Me costó recuperarme de la impresión. En mis muchos años como desatascador de interiores nunca, nunca, había visto algo así.
      Lo más habitual es la Tristeza. Por la pérdida de un ser querido, la soledad... En estos casos sólo tengo que limpiar un poco las telarañas y el polvo que se han acumulado, sembrar unas semillas de ilusión… y quedan casi como nuevos.
      Más difícil es la Amargura. Se cuela despacio. Imperceptible. Y se adhiere como resina a las paredes, atrapando los malos recuerdos, las heridas y los temores. Llena cualquier hueco con su savia y ahoga el aire de cualquier buen pensamiento. Requiere grandes dosis de cariño. Sólo el calor de un beso lo derrama cual rocío. Pero uno no basta. Han de ser uno, más uno, más uno. Un mes o cinco. Hasta que llegue el otoño y caigan los malos recuerdos, las heridas y lo temores, como hojas de abedul, en el olvido.
      El Rencor es más duro. Su semilla es un solo recuerdo, siempre doloroso. Se almacena en el cerebro pero pronto queda solo. Crece y crece, y todo lo que toca en piedra convierte. Con un raspado de buenas intenciones, sólo consigo retirar alguna capa, pero no es suficiente. Requiere el Perdón. El Perdón hacia el otro y el Perdón hacia uno mismo. Es realmente difícil pero no imposible. Actúa como un golpe certero de las manos expertas de un escultor, que con la ayuda de un martillo y un cincel, hace pedazos la piedra. Cuando esto sucede, la persona, como ave Fénix, de sus escombros renace.
      Pero en éste caso no podía hacer nada. Probablemente el Rencor había convertido el interior en una cueva y de la mano de la Desconfianza y el Recelo, había cerrado su puerta, dejando que se acumulara en su interior la Amargura y por último el Odio, que habría cobrado vida propia, creciendo hasta convertirse en el bicho que vi.
      Indudablemente un caso sin solución. Cerré la ventana despacio esperando que el bicho siguiera su camino, sin cruzarse con el mío.

viernes, 2 de mayo de 2008

Barrio Infierno. La chica del Soho

Charlie Manson no

Levantó la cabeza como si despertara de un sueño, como si de pronto le hubieran dado un empujón y le hubieran gritado- ¡Eh!, ¿qué haces?-

como cuando sueñas que te caes,

y

te

caes,

aún estando tumbado en la cama.

Ella sostenía todavía su polla en la mano y unas gotas de saliva escurrían sobre los hoyuelos de su mejilla, unos hoyuelos marcados de apretar los dientes en la vida no de nacimiento.
Miró con extrañeza al tipo desnudo que ronroneaba tumbado boca arriba - no lo reconoció-

Él,

empezó a moverse intentando recomponer el suave movimiento interrumpido por un sueño que no fue un sueño,

intentaba que siguiera.

Ella,

tuvo la tentación de continuar, siempre había sido muy cumplidora, como aquella vez que le mandaron recortar el seto del jardín con un sol de espanto en pleno agosto. Terminó, aunque le salieron ampollas de las quemaduras del sol.

- Chupa, cariño, chupa! -

Inclinó levemente la cabeza y eso la permitió conocer a quién estaba pegada la polla que trabajaba, varón, raza blanca y con cara de cerdo. Rubio de bote, poco, pues estaba casi calvo, ojos azules desteñidos por el alcohol y el vicio, camiseta de tirantes.

Entonces entendió la situación que le estalló en la cara.

Con toda naturalidad soltó la polla del tipo y empezó a buscar su ropa amontonada en una silla junto a una radio que daba la situación del tráfico de forma continua y planificada

- “ un accidente tiene cortada la autovía A4 a la altura Puerto Lápice, sentido Andalucía, se recomienda la antigua NIV como trayecto alternativo…”- la voz sonaba cansina y monótona.

- ¿Pero…qué crees que estás haciendo?-

Sobre dos pezuñas el tipo de la camiseta intentaba comprender lo que sucedía a fuerza de levantar la vista, como si alguna vez hubiera podido comprender algo.

No encontraba las bragas y se puso a revolver la ropa de él que iba tirando con desprecio y sin cuidado…, bueno.

Sin cuidado y con desprecio.

- ¡Vuelve a la cama y termina lo que estabas haciendo!- El tipo se estaba cabreando, más por la indiferencia de ella que por el dolor de pelotas que empezaba a sentir. Gritaba, lo hacía para hacerse entender, como se hace ante alguien que no habla tu idioma, como hacen los que nunca son escuchados, como hacen los que huyen de sí mismos.

Entonces ella habló por primera vez, tenía las bragas recién encontradas en la mano derecha y unos ojos como puñales.

- Mira, imbécil. Es inútil hacerte comprender que tú eras el fondo que buscaba, pero te diré una cosa. Tienes la cara amarilla, seguramente un cáncer te está matando por dentro y te quedan pocos meses de vida, así que vete con tu mujer, besa a tus hijos y llora por ti. Y si se te alarga el tiempo recuerda que me conociste, recuerda que me conociste postrada ante tu apestosa y maloliente polla. Porque ese recuerdo, es el que vamos tu y yo a compartir. A ti te servirá para meneártela entre sesión y sesión de quimioterapia, y a mí para que el orgullo no me pueda cuando termine lo que tengo que hacer en la vida.

- ¿El qué?

- Todo.

jueves, 1 de mayo de 2008

Carta en Bogotá

Pilar Dublé

      Árboles largos y apagados de lluvia. Se dibujan en el fondo de la sabana, se acercan y pasan bajo el avión. Santa Fe de Bogotá, bella, dispersa y húmeda como hembra receptiva.
      En el hotel, harta ya de los susurrantes moradores, llamo al servicio de piso y desbarato la maleta. La habitación parece arreglada con descuido, de prisa. El espejo del baño sucio, las revistas de turismo desparramadas, el fax encendido. Abro el bruscamente el cajón de la mesa de noche y salta un sobre envuelto en un pañuelo azul, aún fresco de perfume costoso. Abandonada, cerrada, nadie ha leído esta carta. “... mis pies trazan círculos sin sentido. El sol caliente me traspasa los párpados y los ensueños, como harías tú. Oigo romper el mar cuando estoy de espaldas. Lo miro, me recuerda tu risa, y ya no lo escucho. Sollozos de perro, tirada en la arena...”
      Un inmenso desconsuelo.
      Fechada dos días atrás, la firma Marcela Hayek. ¿Quién es Marcela? ¿Quién es él, porqué lo padece tanto? ¿Mar? El mar está muy lejos de Bogotá. Me olvido del tedio por Marcela. Llamo a recepción y escucho de nuevo la repulida y lenta dicción del altiplano: “La Jeñora Marsssela dejó ya el hotel”. “Por seguridad no podemos dar más datos, Jeñora”. En ese momento tocan a la puerta. Es la cena, primorosa, caliente. Acoso al empleado, sin darle chance para una pose profesional: “Quiero hablar con Marcela Hayek”.
      El hombre responde con voz quebrada, trémulo, sin levantar la vista: “No diga que yo dije, su mersssecita. La encontraron ayer, pobre, y había llorado mucho, Jeñora. No se sabe porqué murió. Estaba sentada, ahí misssmito, en esa butaca”.

Pilar

La increíble mujer tóxica

Isabel P.


      Ernestina Robledo estaba maldita, aunque a primera vista era realmente difícil notarlo. Parecía poca cosa: pequeñita, dulce, amable... No gritaba ni hacía mucho ruido, no molestaba nada.. ni a nadie. “Incapaz de matar una mosca”, decían de ella. Pero la auténtica verdad era otra. Ernestina era tóxica. Sí, tóxica, de una forma casi radioactiva, que protegía en un núcleo apacible como el ojo de un huracán el lugar donde ella vivía tranquila, serena, inconsciente.
      A su alrededor... esa era otra historia. Las cosas se estropeaban, las luces se fundían, los coches que siempre habían funcionado como la seda renunciaban a arrancar. Estallaban los vasos en los fregaderos, los ordenadores se bloqueaban y las alarmas saltaban enloquecidas. Los perros se lanzaban contra los coches en marcha, y los pájaros, desorientados, se quebraban el pico contra los cristales de las ventanas, incapaces de percibir su solidez.
      Ernestina era bastante feliz, a su manera. Sí, veía que todo se desmoronaba a su paso, pero eso siempre había sido lo normal... Pensaba, simplemente, que era curioso lo poco que duraban las cosas, lo mal que se fabricaban esos aparatos modernos, lo tontos que eran los bichos, a veces.
      La toxicidad de Ernestina iba en aumento, con los años, y pronto empezó a afectar también a las personas que la rodeaban. A todos sus amigos, conocidos y vecinos comenzaron a pasarles cosas bastante absurdas: perder un zapato en la el andén del metro (gracioso, en cierto modo), encontrarse con una infestación de cucarachas en el armario del pan (asqueroso, pero con solución), confundir el lugar de encuentro en una cita importante (cosas que pasan, no era la persona adecuada, seguro)...
      Eso fue sólo al principio. La maldición era resistente y se crecía con cada nuevo acontecimiento, autoalimentándose de los restos de todas esas desgracias y cogiendo cada vez más y más fuerza. Llegaron los divorcios, los abortos, las enfermedades extrañas, los incendios, los robos, los derrumbamientos, y al final, las primeras muertes. Y ella seguía adelante, ignorante y hasta feliz en su firme e imparable avance destructivo.
      Ernestina era tóxica, y nadie lo sabía. Era portadora de un contagioso virus causante de un ingente aluvión de desastres e infortunios. Impermeable a todo lo malo, resbalaba por la vida como un trozo de jabón húmedo, dejando a todos los demás chorreantes de situaciones viscosas y a veces, desesperadas. Despacito, pero seguro, fue envejeciendo a lo largo del camino. Más sóla y menos consciente a cada paso, como una tortuga casi inmortal y recubierta de una concha cada vez más gruesa, resistía, sonriendo al vacío con aire dulce y paciente.
      Hasta que el universo, en un acto totalmente comprensible de defensa propia, decidió encogerse súbitamente sobre sí mismo e implosionó, borrándola también a ella y a toda su estúpida realidad.

Culpables

Marta Iris

      Formábamos un grupo de diez alumnos que solía reunirse para estudiar juntos. Ese día, 29 de julio de 1966, próximo a los exámenes parciales de mitad de año, habíamos quedado en reunirnos en la biblioteca pero varios estaban retrasados. Los que concurrimos a la cita, incansables, comenzamos a estudiar por separado ya que en la biblioteca no se podía hablar. Promediaba un invierno de temperatura moderada y política calurosa. El Gral. Juan Carlos Onganía presidía, “de facto”, el destino de la patria y el de sus habitantes.
      A mi izquierda, arrinconados, Jorge Garalloa y Martín Esquivel discutían a media voz la conveniencia de solicitar postergación en el servicio militar. De ese modo perdían la posibilidad del sorteo, de salvarse, pero terminarían de cursar la carrera sin interrupciones. Martín pidió la postergación y terminó haciéndola en el sur. Jorge no la pidió, y en el sorteo le tocaron dos años en la marina, pero falleció su padre y se salvó porque era hijo único de madre viuda. El destino de cada uno.
      Ese día, yo permanecía metida en el Atlas de Embriología, procuraba recordar las características del embrión de ocho semanas. No podía evitar bostezar, hacía horas que leía y ya no encontraba una posición cómoda en el sillón ni en mi cerebro. En el escritorio de enfrente Edith Bulstein dormía con la cabeza apoyada en el Manual de Histología, cursaba el sexto mes de su primer embarazo. A media tarde llegó Susana Carbajal, traía las mejillas enrojecidas y una mirada sobresaltada que en ese momento no supe interpretar. Se desparramó al lado de Edith, agitada.
      —¿Por qué llegás tan tarde? —la interrogué, molesta, porque habíamos quedado en encontrarnos al mediodía.
      —Intervinieron la universidad. El hall está lleno de canas.
      —¡Estás en pedo! —exclamó Jorge desde su rincón.
      Los muchachos se acercaron. Después de permanecer tantas horas encerrados perdíamos el contacto con la calle, con las noticias. Las bibliotecarias, que solían soportar algún murmullo perdido, chistaron enojadas para recuperar el silencio. Susana levantó una mano, como pidiendo tiempo. Agachamos las cabezas, con las caras en los libros, y escuchamos, paralizados, que Onganía había intervenido todas las universidades.
      Cinco minutos después se abrieron de par en par las puertas de la biblioteca. Fue un estampido ronco, brutal. Lo que vi en ese momento fue difícil de creer y es duro de recordar.
      Con paso fiero entró un grupo de policías, los bastones en la diestra, los rostros desfigurados por un resentimiento atávico e inocultable, y otros a caballo, que ocupaban lo ancho y lo alto de las dos hojas de la puerta. A partir de ese momento se adueñaron definitivamente de mi concepto de represión.
      Dejé de ver, de pensar. ¿Cómo era posible que hubieran subido a caballo hasta el quinto piso, donde funcionaba la biblioteca? Sí, fue posible, fue cierto y fue aterrador.
      Esa tarde no sentimos arder los ojos ni picar la garganta, no habían tirado gases lacrimógenos, no pretendían desalojar la facultad, pretendían apresarnos como a ratas, como a delincuentes peligrosos. Nuestro crimen: ser estudiantes.
      No sé por donde huimos, apenas recuerdo a Martín que procuraba ayudar a Edith. Yo me pegué a la espalda de Jorge y supongo que nos guiaba algún bibliotecario que conocía espacios vedados a los alumnos. No gritábamos. No hubo más ruido en esa huida que el sigilo del temor bajando por escaleras interiores que jamás volví a usar. Los gritos de la represión tronaban a nuestras espaldas, se escuchaba el trote de los caballos tirando escritorios, sillones, y estrellando las lámparas individuales de los escritorios. Destrozaron todo pero se ensañaron con los libros, como si pudieran hablar y criticarles su conducta canallesca.
      ¿Qué puedo decir del hall? Los caballos, los recuerdo con fidelidad fotográfica. Yo no sabía que existían argentinos tan altos y que montaban potros tan descomunales. Desde abajo, mezclada con la confusión de patas salvajes, aprendí cuál sería para mí, desde entonces, la encarnación del miedo: la policía montada.
      Adherida a las paredes, en medio del griterío y el desorden, alcancé la salida de la calle Uriburu, después corrí evitando un camión Neptuno hasta dejar atrás el edificio de la Facultad de Medicina.
      Al día siguiente supe que a Martín se lo habían llevado y estuvo una semana en la cárcel de Devoto junto a presos comunes. Edith salió muy lastimada porque se cayó en la corrida pero no perdió su embarazo. El resto del grupo salió magullado en el cuerpo y en el alma, pero entero. Otros no tuvieron tanta suerte. En la Facultad de Ciencias Exactas, dos filas de policías con sus bastones más largos que los comunes, hicieron desfilar, entre ellas, a alumnos y profesores, incluyendo al decano y vicedecano, y los molieron a bastonazos. Cuarenta años más tarde el director Bauer hizo una película conmemorando estos fatídicos hechos: “La noche de los bastones largos”. Y lo peor, la autonomía universitaria quedó marcada para siempre.
      Pocos días después junté fuerzas y le conté a mi padre lo sucedido, Me miró con sus ojos de haberlo visto todo, él había peleado en la guerra civil de su país, y me dijo: —Esa gente desayuna con un litro de vino y un kilo de asado. Unos minutos después me recomendó que me cuidara y lo mantuviera al tanto,
      —Querida hija, todos los estudiantes, por ser estudiantes, están fichados por el Servicio de Inteligencia del Estado. No lo olvides. Y no dijo nada más.
      La Universidad perdió cuatrocientos científicos de todas las áreas que debieron exilarse. Y además de la independencia perdimos gran parte del nivel académico, a pesar del esfuerzo de los que quedamos.

Marta

Julián y Rosita

Eva

      —Este pueblo nunca cambiará Felipe. Viejas chismosas y gente con mucho tiempo que perder, ¡me cago en la sota de bastos!
      Entra Julián en este momento por la puerta con el pan recién comprado, huele delicioso. El portazo ya no me sorprende. Yo le quiero igual. A pesar de que su humor últimamente no es el mejor. No deja de intentar seguir con su rutina, pero ni sus viajes a la panadería parecen gustarle, ya no regresa con la alegría que lo hacía tiempo atrás.
      Me acerco a él y espero paciente a que parta un trozo de pan y me lo regale.
      —Ay Felipe, ya ni Rosita quiere hablarme. ¿Qué culpa tendré yo? Yo sólo quiero portarme bien y que no le hagan daño. No meterla en líos y mantener su buen nombre, pero ni ella atiende a razones. ¡Leches! No puedo evitar añorar aquellos días en que la visitaba y me sonreía, con los ojos brillantes y alegres. ¡Es que sólo había que verla menearse detrás del mostrador…!
¡Qué recuerdos! Desde que nos descubrimos, un día cualquiera de esos que yo fui a su tienda a comprar el pan, ya nada fue igual. Nuestros ratos de gozo a escondidas eran increíbles. Dos mozos, Felipe, igual que dos mozos estábamos de felices. Pero luego tuvieron que llegar todas estas gentes de mentes estrechas y estropearlo todo…
      Mientras devoro el pedazo de pan que acaba de regalarme le observo moverse por la vieja casa refunfuñando. Está enfadado. Enciende la chimenea y continúa maldiciendo a estos y aquellos, a la vieja de la esquina y hasta al párroco del pueblo.
      —Menudo éxito el mío Felipe. Ahora tengo fama de cabrón o de gilipollas, el caso es que no sé cuál es peor. Yo viudo, ella viuda y no nos pueden dejar en paz.
      Acaricia mi cabeza, el último cigarro encendido queda olvidado a medias en el cenicero, sentado en su vieja silla, parece dormitar. Yo sé que está pensando. Su mirada perdida y el silencio acompañan el vaivén acompasado de la mecedora.
      Al rato se levanta y fiel salgo con él a la puerta. La garrota y la chaqueta le acompañan en su salida. Me recuesto sobre mis patas junto a la gran piedra, al frente de la casa, a esperar su regreso. Una última caricia y le escucho decirme:
      —¿Sabes qué Felipe? A la mierda toda la gente. ¡Voy a devolverle la sonrisa a mi Rosita!

El número

Pedro Conde

      Hace años que no vemos la luz del Sol, desde la gran guerra. Apenas tengo recuerdos de los tiempos anteriores. Pero aunque son pocos, por el continuo uso que hago de ellos en mis solitarias horas antes de dormir, en mi fría celda, sobre mi dura cama, los tengo grabados de forma indeleble con el fuego amarillo y cegador de aquella luz en el cielo azul de mi infancia. Pocas cosas tienen colores en mis recuerdos, los años viviendo bajo focos blancos que reflejan y ensucian su luz en las paredes y suelos de hormigón, anularon la capacidad de ver otra cosa que el gris. Pero perdura en mi memoria el verde de la hierba en un prado, que mis continuas evocaciones han hecho infinito, y los dorados cabellos de mi madre. Los demás, son brochazos sin sentido, colores perdidos entre colores.
      No tenemos días ni noches en este mundo subterráneo, los cambios de actividad los va marcando una voz desconocida que resuena y se arrastra por pasillos y estancias tras salir por los numerosos altavoces. Todo está ordenado. Nuestra vida es una rutina lenta y pesada, un eterno cansancio, un ir y venir desganado a nuestras tareas. Arrastramos la mirada por el suelo, evitando mirar a los ojos de los demás; a falta de espejos, la visión de esas negras ojeras en las caras blancas, nos muestra la horrible y enfermiza imagen de nuestros propios rostros. Nadie habla con nadie, la comunicación es una pérdida de energía que lleva a la creación de ideas peligrosas para el buen funcionamiento de la comunidad.
      La primera vez que me llamaron estaba trabajando en los grandes comedores. Recogía platos y cubiertos en mi carro gris. No necesitaba mi mente para hacer eso y la dejé divagar libre. Recordé frases sueltas de una canción de cuando era niño, jugué con las notas y rellené los huecos con imaginación.— “Quisiera ser tan alto… como la…”— Fue fantástico sentir como los músculos se volvían livianos.— “Quisiera ser tan alto como la luna…”— ya no era doloroso moverse, incluso parecía que los pies quisieran seguir ese trocito de ritmo y hasta mis labios se unieron y formaron las palabras — ¡Ay, ay! como la luna, como la luna.— Era embriagador dejarse llevar y lo hice. Canté cada vez más fuerte y bailé una danza primitiva e inocente. Giré convertido en el centro de un remolino, ebrio, y lancé mi canción sobre las paredes que me la devolvieron multiplicada.
      Los altavoces detuvieron mi alegría con su voz cortante.
      —Ciudadano 12914, espere en el lugar en que se encuentra hasta la llegada de un vigilante. Luego, siga sus indicaciones.
      Me guiaron a través de corredores que el temor hizo interminables. Cada umbral de cada puerta que pasábamos, era la promesa de algo terrorífico. Mi respiración siguió el trepidante ritmo de mi corazón, pero no lograba llenar mis pulmones de aire. Me ahogaba. Desmadejado me pusieron sobre aquella mesa, me ataron y giraron a mi alrededor con su macabra danza. El miedo me impidió guardar nada más en mi memoria. Sólo quedan palabras sueltas de un discurso que una voz en el techo me gritaba mientras algo que me inyectaban en el brazo difuminaba todo a mi alrededor.
      — ¡… las distracciones minan la posibilidad de un buen trabajo… un miembro indolente deteriora la capacidad de la comunidad…!

      Me destinaron a la limpieza de los pozos en las plantas de reciclado. El olor era insoportable pero acabas haciéndote a él. Y aprendí la lección, mis labios se sellaron, pero no dejé de cantar por dentro mi pequeña estrofa.
      Un día, fruto de la casualidad, la luz de mi linterna cayó sobre un trozo de cristal que la reflejó sobre la sucia pared en maravillosas franjas de colores, limpié el cristal, limpié la pared y jugué con el arco iris en mis dedos, en mi ropa, en el suelo…Oculté mi tesoro y aproveché cualquier incursión a los lugares escondidos para recrearme en mi juguete. Así recuperé la capacidad de asombro, el ansia por ver. Pero la rutina te vuelve descuidado. Mis recién hallados ojos infantiles, en su juego, no vieron acercarse la mano que sujetó fuerte mi hombro. La voz grave retumbó en el vacío repentino de mi estómago.
      —Ciudadano 12914, acompáñeme.
      Se repitieron escenas anteriormente vividas. Mis gritos no salieron de mi boca, se ahogaron en mi llanto, y las sentencias de quien estaba en el techo sonaban casi con ira desoyendo mis súplicas.
      ;—¡¡…la individualidad llevó al exterminio…el egoísmo es el ácido que corroe…!!

      Ahora ayudo a mover una turbina. Camino durante horas empujando, junto a otros cuerpos, una barra horizontal que gira sobre un eje lejano. Si me concentro, puedo cantar en silencio mi canción al ritmo de mis pies, y mis ojos, innecesarios en el trabajo, se cierran y echan a volar coloridas mariposas.
      Por las noches en mi celda, antes de que el cansancio me duerma, sobre la pared del fondo y cortando con mis manos el camino de la luz del pasillo, hago sombras de cosas olvidadas y de animales fantásticos de irisadas plumas, que vuelan, que bailan. El miedo a los altavoces no me abandona. Mis oídos están atentos hasta que se apaga la luz y se desvanece el peligro. Luego, me lleva hasta el olvido del sueño, una dulce voz enredada en cabellos dorados que me llama por mi nombre.
      — “Pedro…Pedro…”— por que ese soy yo, Pedro, no el ciudadano 12914 ¡Yo no soy un número!