lunes, 20 de abril de 2009

El regreso

Alicia

      La estación estaba llena de gente que se movía a saltitos, como en una de esas películas en blanco y negro, donde la chica va a buscar al soldado que viene de la guerra. Eso fue lo que a Julia le vino a la mente aquella tarde en que –por fin– llegaría Alberto. Su Alberto.
      Quería que el encuentro fuera especial, romántico. Uno de esos encuentros que uno no olvida nunca. Esos en los que el momento es tan intenso, que hasta parece detenerse el reloj de la Estación Central. Y suena música, y la gente baila. Y la luz es dorada y todo es hermoso.
Julia no pedía música. Sólo quería volverle a ver.
      Caminaba rápido, a pasitos cortos. Los altísimos tacones que se había puesto no la ayudaban a ser ágil, y el pantalón le apretaba demasiado en las caderas.
Había engordado.
      «Claro! –se auto justificaba Julia– ¡Claro que he engordado! Pensaba en ti. Tú no estabas, tenía que beber para olvidarme de eso. Tu ausencia es la culpable de todo. De mi tristeza, de mis angustias, de mi nostalgia... de mis kilos de más... ¡Por el amor de Dios! Si por poco me convierto en alcohólica esperándote. Cuando pienso en todas las noches de soledad que he pasado...»
      Julia juntó sus labios en una especie de beso de pez para comprobar que le faltaba carmín. Tenía que retocarse. Necesitaba un baño. ¿Dónde está el baño? ¡Ah! ¡Ahí!
En el baño, blanco, blanquísimo, recubierto de pequeñas baldosas blancas de estación de tren, una señora desgreñada y con cara de aburrida vigilaba unos rollos de papel higiénico. A su lado, una cesta de mimbre, vestida con un descolorido tapete de flores, custodiaba unas monedas de 50 céntimos.
      Por lo visto, era lo que se cobraba por usar el retrete. La mujer no dijo nada. Julia murmuró un "hola" ininteligible. Ella no buscaba el retrete, solamente un espejo. Encuadró su cara en el espejo y se afanó en repintarse la cara. Después se ajustó la ropa. Sí, había engordado, pero a pesar de eso no era malo lo que ella tenía que ofrecer.
      Una campanita anunció la llegada del tren.
      ¡Oh!
      Julia salió a la estación sin despedirse de la inmóvil señora del baño. Se le antojó que debía estar pagando por alguna maldad cometida en vidas anteriores. Luego, dejó de pensar en ella.
      Se apresuró a pasitos cortos por el andén.
      «¡No sabes lo larga que se me ha hecho la espera! –pensaba– en todo este tiempo, no he recibido ni una carta tuya. Apenas un par de correos electrónicos, sí, pero eso… es tan frío… Sé que has estado fuera, ocupado, que tenías mil cosas en la cabeza. Tu trabajo es muy importante, tú eres muy importante, sé que no podías ocuparte de mí. Siempre he sabido que volverías. Pero te he echado tanto de menos... he sufrido tanto... Sin noticias, no tenía noticias, no hay nada peor que no tener noticias. Me desesperaba...
      Ni una sola carta.
      Y ahora...»
      El tren resoplaba cansado escupiendo aceite y quejidos al entrar en la estación. Sí. Allí estaba.
      Se había levantado. Podía verle a través de una ventana.
      Estaba más delgado, más demacrado. Y con canas. Se acercaba a la puerta del vagón, con un maletín en la mano.
      El corazón de Julia parecía un tren desbocado.
      El tren de Alberto, se detenía gimiendo.
      Alberto se acercaba a la puerta del vagón sorteando viajeros.
      Julia se abría paso entre la multitud, para acercarse a la puerta del vagón.
      El tren se detuvo con un último estertor.
      Julia continuó andando a pasitos cortos entre la gente. Y medio corriendo, medio caminando, pasó de largo la puerta de Alberto. Fingió no verle, como si esperase a otra persona. Como buscando a otra persona.
      Y ese día, se escapó de él.

jueves, 16 de abril de 2009

Mitre, ramal Tigre-Retiro (ejercicio)

Mirta Leis

Las luces mortecinas dibujan la ciudad desde las ventanillas del tren. El día comienza en Buenos Aires.


El traqueteo suave mece los cuerpos casi dormidos de los pasajeros. Las miradas se cruzan y se pierden, zambulléndose en la nada.


Con los brazos cruzados sobre el pecho, la figura menuda y pálida de Belén se mimetiza con el tapizado de los asientos. Sus grandes ojos parecen ahora dos líneas que apenas dejan pasar la luz. La música resuena en sus oídos desde un pequeño auricular que se adivina entre el cabello rubio.


Estación La Lucila. La gente ocupa casi todo el vagón. Un jovencito insiste en encontrar los ojos de Belén, pero se le escapan indiferentes por los cristales fríos del otoño.


La marcha acompasada del tren imprime una imagen de continuo y rítmico bamboleo de los cuerpos que se hamacan en extraña danza.


Estación Vicente López. La gente se amontona en los pasillos, traen su presencia de rutinas y de hastío. Un vendedor ambulante ofrece lapiceras, turrones y despertadores que saca de un bolso verde

— Despertadores— piensa Belén, — ¡Cómo si aquellos minúsculos aparatos pudieran hacer algo por sacudir la modorra que se instala al amanecer!— Y entorna los ojos mientras inclina hacia atrás la cabeza. El jovencito insiste, los ojos vuelven a escaparse, se corre un poco y encuentra un lugar a su lado.


Tercera estación. Algunos bajan. Sergio se sienta junto a Belén. Muchos suben. El aire se enrarece, las voces se mezclan y se vuelven insistentes, molestas, impertinentes.


Sergio se acerca, puede oler su perfume, — The evil that men do, también me gusta Maiden— le dice provocando su interés. Belén sonríe, el viaje comienza a ser diferente. Ya no cierra los ojos, sonríe mientras dice— y Metállica ¿te gusta?


Sergio se dispone a contestar cuando una voz grave se alza sobre el murmullo hablando sobre la moral y las buenas costumbres, sobre el amor y el respeto. Es un hombre mayor, bien vestido, de cabello cano, que luego de arengar a los pasajeros, toma un acordeón y canta un tango. Cuando el tren se detiene en la estación, el curioso personaje saluda con cortesía y antes de bajar dice a viva voz: — Sólo el amor salvará al mundo— Algunos aplauden.


La gente continúa con sus pensamientos, los vendedores con sus ofertas, el tren con su traqueteo.


Ellos hablan, se miran, se descubren, tal vez, mañana volverán a encontrarse

Grasa y el tren y la señorita

Carlos

Nuestro hombre se va en el tren a trabajar. Lleva consigo un libro de Ismael Grasa, Días en China, de difícil catalogación, ¿un libro de viajes? Grasa es un aragonés que pasó un año como profesor de castellano en China. En él cuenta, en tercera persona, las vicisitudes, pocas y deslavazadas, de un español que viaja a Xian para hacerse cargo de su plaza de enseñante. Tiene una prosa simpática. El amigo pequinés hace sonar en el magnetofón una cinta de música iberoamericana. Aquí el profesor trae clara ventaja, así que saca a bailar a la mujer. Ella tiene unos pechos brincones, unas caderas hospitalarias, unos ojos jacarandosos de los que el profesor tarda en apartar la mirada. Enfrente viaja una mujer bellísima, lleva unas gafas pequeñas de miope, unos pendientes largos que pendulean suavecito, los hombros desnudos, los labios pálidos. Él reconoce que está tardando en apartar la mirada de ella; y ella también se da cuenta de eso mismo. Por un instante nuestro hombre se pregunta si la mujer sabrá leer del revés el libro de Grasa, desde su asiento; si ambos están por eso al tanto de lo del amigo pequinés, su mujer y el colega español invitado en su casa durante su escala en Pekín; luego aparta su mirada, porque ya está bien y da vergüenza.

Regresan sus ojos al libro, pero de reojo ve que la señorita de los pendientes largos le está mirando. Terminan de beber, sentados, la botella. Se crea un vivo silencio; tras él, el amigo pequinés cambia de genio: acaba con la música de un manotazo y pronuncia por lo bajo unas palabras en lengua china. Ella clava la vista en el suelo, tensa su falda, recoge los vasos y se retira. Nuestro hombre se pregunta si su vecina de tren llevará sujetador debajo de esa camiseta desbocadísima de algodón. Levanta los ojos y sorprende a la señorita vigilando. Sí, supone, llevará uno de esos sujetadores sin hombreras. La señorita ha enviado distraídamente sus ojos hacia la ventanilla negra de túnel; él, avergonzado de mirar tan fijo, deja vagar los suyos por encima de los hombros de la mujer, por el mundo mañanero y ferroviario. Ella aprovecha entonces para espiarle una vez más, fugazmente. A partir de ese instante se produce un ejercicio de evasión: cuando uno mira al otro, el otro mira a la ventana, así cinco, seis veces. Finalmente él decide mantener la mirada con la esperanza de no parecer un patoso. Así que se tienen por unos segundos. Entonces ella levanta del regazo unas manos blancas, de dedos larguísimos, y se los lleva a la mejilla; hace ademán de limpiarse una mancha de hollín dos veces, manteniendo la mirada y la sonrisa. El hombre siente que una dulce decepción le está refaccionando la cara, agradece con la más tierna de sus sonrisas, se mira en el espejo negro de la ventana, y se descubre un tiznajo negro en su mejilla. Vuelve a ponerse, por debajo del libro, el anillo que se estaba quitando.



Al rato se levanta el profesor; desenrolla el estrecho jergón en el que ha de pasar la noche. El amigo pequinés tarda por lo menos dos o tres horas en irse a la cama y apagar la bombilla. La amable señorita se pone en pie como se levantan las semidiosas, con una litúrgica majestad, y se baja en Embajadores para ir a sus desconocidos quehaceres. Nuestro hombre no puede evitar despedirse de sus pechos brincones y de sus caderas hospitalarias. Ay. La sigue con la vista mientras camina elegantísima por el andén, hasta que desaparece.

martes, 14 de abril de 2009

El recorrido de las sombras

Montse Villares

      El frío le había acobardado. Llevaba un rato apoyado sobre el alféizar de la ventana. No pasaba nadie. Únicamente los tímidos rayos de un sol otoñal acariciaban los árboles del parque. Proyectaban una larga sombra que se movía a la misma velocidad que su lánguida vida. Pensaba en ello cuando su mujer le interrumpió:
      —¿Qué miras?

      Y él, dejó transcurrir unos segundos. ¿Lo entendería? Finalmente girando la cabeza hacia ella, le respondió:
      —Las sombras.
      —¿El qué?

      Ya sin mirarla, contestó:
      —El recorrido de las sombras.

      Hacía meses, desde que le jubilaron, que gastaba las mañanas sentado al sol en un banco del parque, contemplando a la gente y leyendo el periódico al sol. Al principio, regresaba de comprar el pan con él, para leerlo en el sofá, pero su mujer no paraba de ir y venir, de barrer donde él se sentara, haciéndole levantar los pies, o cambiar de asiento… Estaba invadiendo su espacio; por eso cada día se demoraba más. Sin trabajo, sin metas, sin vida. Su única ocupación, tras leer las noticias, era observar al que pasara. Poco a poco la lectura perdió interés. ¿Qué más le daba a él quién gobernara? ¿Acaso le iba a cambiar la vida? Durante algún tiempo se aficionó a los sucesos. La desgracia de los demás le hacía más llevadera la suya. Eso le condujo a las necrológicas donde llegó a buscar su nombre. Se cansó. Siguió acudiendo al banco del parque pero ahora pasaba las horas en blanco. Saludaba mecánicamente a algún conocido con quien, tiempo atrás, hubiera debatido sobre política o futbol junto a un café. Ahora prefería no molestar. No quería convertirse en uno de esos viejos babosos que mendigan un poco de conversación. Así, poco a poco se fue encerrando en sí mismo. Viendo la gente pasar, pero sin verla. Dejaron de ser personas. Sólo eran siluetas.

      Una mañana de tantas, cansado de no hacer nada, cabizbajo, oyó a una mujer cuya voz sonaba alegre. Se irguió perezosamente. Aún alcanzó a ver su sombra. La silueta se movía desenvuelta y los pasos le recordaron un fox-trot. Al regresar a casa, su mujer le descubrió una sonrisa. Aquél día, soñó con la silueta de la mujer y quiso ponerle cara, pero no pudo imaginar ninguna lo suficiente bella para aquella voz.

      Al día siguiente volvió al mismo banco. Esperaba avistar la soñada silueta pero durante la mañana no apareció y por la tarde tampoco. Llegó a casa abatido. Quizá mañana, se repetía animoso. Transcurrieron semanas sin encontrarla. Durante ese tiempo rebuscó entre las sombras de la gente pero ninguna era la suya. Sin quererlo, adivinaba quien pasaba, por su sombra. Era una forma de matar el tiempo. Con la mirada clavada en el suelo, descubría una sombra y nombraba mentalmente la persona a quien pertenecía; el vecino del ático, la vecina del segundo, el hijo del frutero, etc. Después alzaba los ojos y casi siempre acertaba. Su sombra favorita no regresó pero la práctica le indujo a detectar anomalías; movimientos que no correspondían al dueño; éste negaba mientras su sombra afirmaba, otro saludaba efusivamente, con reverencias mientras su sombra no se movía. Incrédulo continuó espiándolas. No pudo negarlo cuando, al encontrarse dos matrimonios que paseaban, sus sombras se saludaron entre ellas sin las ataduras de tener que guardar las formas que sus propietarios tuvieron a bien mantener. Así se enteró que el marido de la modista se entendía con la mujer del panadero. Era inaudito. Ese mundo estaba al alcance de todos y en cambio sólo él parecía conocerlo. ¿A quién podía contárselo? Nadie le iba a creer. Por eso probó aquél día con su mujer… pero tuvo que desistir. Por el rabillo del ojo la vio barrer mientras negaba con la cabeza. No oyó lo que ella murmuraba entre dientes pero supo que no podía confiarle su secreto.

      Poco a poco, de puro observar, aprendió que las sombras tenían carácter propio y a menudo no coincidía con el del dueño; niños con aspecto sano y una sombra enferma, y señoritos encorbatados con una sombra encorvada, ancianos con una sombra infantil y señoras puritanas con una sombra voluptuosa. ¿Cómo sería la mujer de voz alegre? No. Mejor no arriesgarse a que el aspecto físico le desilusionara.

      No podía dejar de espiar las sombras de los paseantes. Ahora era su única ocupación diaria. Subyugado por ese nuevo mundo, sólo faltaba los días de lluvia en que las sombras se esconden bajo los paraguas.

      Una vez, presenció la pelea de un gran pastor alemán con un cocker; por mucho que ladrara el primero, la sombra acrecentada del canijo le tenía petrificado. Ese día quiso conocer su propia sombra. Sentado en el banco, con el sol a la espalda, aguardó para verla aparecer lentamente. A media mañana, la tenía enfrente. Un poco pequeña—pensó. Y se levantó. Sí, parece encogida. Empezó a caminar irguiendo ligeramente el cuerpo y la sombra le acompañó. No era como él creía. Pero después de un largo paseo, tuvo que admitir que era la suya.

      Quizás él también había cambiado. Ya no era aquél joven que consiguió un aumento de sueldo y una semana extra de vacaciones cuando se casó. Hasta entonces no lo había conseguido nadie en el despacho. Nadie supo que fue sólo cosa del azar. Sí, el azar y el trabajar hasta tarde… por ello sorprendió al jefe con una clienta. Mantuvo el secreto y así ganó la consideración de su superior y el respeto de los demás. Se crecía recordándolo. Y su sombra también.

      La estudiaba buscándose en ella, pero sin reconocerse. La nostalgia extrajo de su memoria momentos; escenas de su infancia, de sus pocos amigos, del servicio militar… en todos, él era joven, ágil y útil. Formaban parte de él, pero ¿y de su sombra? ¿Estuvo ella también en aquellos momentos? Debió crecer con él… Se la miraba. Y ella parecía entenderle. Asentía y le animaba a proseguir.

      —¿Recuerdas… de crío, cuando harto de recibir puñetazos, un día tras otro, me dirigí al grandullón y le di mi bocadillo para que me defendiera de los macarras del barrio? La satisfacción ante mi pequeña victoria duró poco. Me supe un cobarde.

      Su sombra asentía reconociéndolo.

      —¿Y cuando me emborraché por primera y única vez y mi padre me quitó la resaca de un guantazo? ¿también estuviste allí?

      Ella había sido, hasta entonces, mudo testigo de sus actos y cobardías. Incluso de aquellas que él mismo se negara. Este descubrimiento le perturbó. Caminó todo el día estudiándola de reojo. Regresó a casa de noche, sin querer saber si le seguía o no.

      A la mañana siguiente se quedó en casa. Asomado a la ventana contemplaba el recorrido de las sombras sin atreverse a encarar la suya.

      Por la tarde decidió salir. Más por evitar la mirada interrogante de su mujer que por ganas. Paseaba despacio. Su sombra silenciosa junto a él. Llegó hasta el puente de la riera y se apoyó en la baranda. Ella también. Parecía interrogar al cauce del rio seco. Como si sus piedras pudieran darle una respuesta. Comenzó a desandar el camino, despacio, cabizbajo. Se paró ante un guijarro, miró hacia su sombra, por si ella lo había visto también y le dio un puntapié. Ambos a la vez. ¿Hasta qué punto sabía ella lo que pensaba? Ella parecía comprender sus silencios. Demasiados años juntos…

      Recuperado del shock inicial, una vez aceptado que ella le conocía tan bien como él mismo, se dejó acompañar y del mismo modo que otros hacían con su perro, él empezó a pasear su sombra.

      —¿Vamos al parque? Parece que hace buen día.

      Caminaba sin dejarla atrás, a su lado. A medida que recordaba sucesos memorables de su vida, los compartía con la sombra. Era mejor que estar solo.

      Al llegar a casa, si los recuerdos le habían llevado a algún momento compartido con su mujer, se los comentaba. Ella estaba contenta con el nuevo carácter sociable de su marido. Hacía tanto que no hablaban… cuando trabajaba, después de comer con el diario en la mesa, se recostaba en el sofá unos minutos antes de ir al trabajo. Ella recogía la mesa sin hacer ruido y se sentía tan sola como lo había estado toda la mañana. Compartían, techo, cama, mesa y vida, pero no conversaban. Sólo les unía ese espacio, las costumbres.

      Ella sabía que no era normal, que debía haber conocido a alguien que le tiraba de la lengua. Aunque no quiso darle importancia. Prefirió ignorarlo y conservar esos instantes compartidos.

      No quiso darse por enterada, pocas semanas después, cuando unas vecinas en el portal, cuchicheaban de alguien que hablaba solo en el parque y callaron al entrar ella.

      Quiso preguntarle, pero no pudo. Ahora, ¡estaban tan bien! No iba a estropearlo.

      Transcurrieron meses en esa nueva armonía. Pero él, cada vez con más frecuencia, perdía la noción del tiempo y llegaba a casa a comer tarde, casi de noche. Ella se preocupaba al principio, se impacientaba después y por último se enfadaba. Le recibía disgustada. Ahora que había recuperado ese espacio juntos no se resignaba a perderlo. Él fingía no oír sus protestas. Dejó de prepararle la comida pero eso a él no le importó. Así ya no debía aparecer a una hora determinada, era más libre de moverse. Cuando tenía hambre comía cualquier cosa, allá donde estuviera. A la noche se calentaba un poco de leche y se acostaba. Dejó de lavarle la ropa, pero eso tampoco le importó. En realidad le daba pereza cambiarse. Un día, ella no lo soportó más y marchó de casa. Él no se inmutó. Se continuó levantando a la misma hora, se duchaba con pereza, se vestía y salía a comprar el pan pero ya no lo compraba. Se tomaba un café y se iba a pasear con su sombra.

      El rostro se le fue tostando, la barba le creció y la ropa sucia… le daban un aspecto envejecido. Durante días olvidó pasar por casa. Dormía donde se encontrara, aunque cada vez menos. No tenía sueño. Así que alargaba las tardes charlando y cuando el sol desaparecía y su sombra marchaba, intentaba demorarla, seguirla entre las brumas de la noche… Ella se escurría con la misma facilidad que un niño. Probablemente pensó en niños. Le sobrevino el oculto recuerdo del hijo perdido. Nació prematuro y murió a las pocas horas. No pudo siquiera llamarle, ponerle un nombre… le brotaron las lágrimas no nacidas hasta aquél día. Llorar era cosa de mujeres y él debía ser el hombre. Su sombra se enterneció y no supo qué responderle, cuando le preguntó, si su hijo tuvo sombra y cómo era.

      Aquella noche le permitió acompañarle, conocer su mundo. En el parque que atravesaba la ciudad, entre la oscuridad, se reunían muchas sombras. No todas —le explicó— porque las hay que prefieren la parte oscura de la periferia o los sótanos de las viviendas. Somos como familias. Allí pudo conocer muchas. Unas cantaban y bailaban alrededor de una farola. Otras silenciosas contaban estrellas o sombras. Las había altas y bajas, delgadas y gruesas, pero todas se movían con plena libertad. Nunca antes se le había permitido el paso a un humano, pero ellas lejos de asustarse, jugaban con él, le respondieron a todas las preguntas aunque ninguna pudo darle una pista de su hijo. La noche discurrió tan amena que le sorprendieron los primeros destellos del amanecer y con ellos las sombras se dispersaron. La suya, que al principio de la noche hizo de anfitriona y luego perdió de vista, también desapareció. Miró a su alrededor y no la encontró.

      Cuando el primer rayo de sol tropezó con él, se le acabó el tiempo. Su sombra contemplaba el cuerpo sin vida, oculta tras un árbol.

miércoles, 1 de abril de 2009

Moneda de dos caras

Pablo Moreno

—No deberías hacerlo, Berni, y los sabes… esta mano no está bien, podrías terminar de jodértela para siempre. Además estás muy mayor para estas historias.  


—Necesitamos la pasta, Ernesto. 


—Habla por ti, a mí no me metas… que yo prefiero seguir comiendo lentejas— Ernesto termina de poner el vendaje en la mano derecha de Berni. Escupe en los dorsos de ambas antes de calarle los guantes. Un viejo ritual, tan viejo como ellos,  cien veces repetido.


—Pues vale, es cosa mía, yo echo de menos los chuletones del Chistu— Berni esboza una mueca que pretende ser una sonrisa y muestra su dentadura incompleta. Su rostro erosionado de golpes se asemeja a una meseta castigada por un clima extremo. La nariz roma, rota por varias partes, apenas repunta sobre su cara, que es redonda como un planeta. Bajo sus ojos, hundidos como simas, una sombra amoratada delata el exceso de cansancio.


Sentado en la camilla con los ojos entornados Berni gira su cuello de toro, a un lado y a otro. Trata de acompasar la respiración para conseguir concentrarse; quiere aislarse del mundo al menos un par de minutos antes de salir camino del cuadrilátero. El griterío del público, tras la puerta, llega amortiguado hasta el vestuario, como el sonido lejano de un grifo mal cerrado. El fogonazo de un recuerdo acaba por aislar a Berni y el murmullo desaparece del todo; tampoco escucha las palabras de Ernesto, que sigue dale que te pego, dándole los últimos consejos: "Tú, al tercero, si ves que te ha dado suficiente, te tiras y ya no te levantas"

El recuerdo de los días de gloria, del clamor de la sangre temblando en sus oídos mientras el campeón de los pesados yace sobre la lona, a sus pies. Nadie lo esperaba, en realidad fue un golpe de suerte, nunca mejor dicho. Berni jamás ha sido un gran púgil pero sabe aguantar todos los golpes que sean necesarios y tiene una derecha demoledora. Aquel campeón se confió demasiado y cuando quiso darse cuenta de su error yacía con la boca pegada a la lona y los ojos mirando a la Meca. Intentó levantarse pero fue inútil. Su cuerpo había dicho basta. Los brazos en alto, el clamor que arrecia hasta alcanzar el paroxismo y la gloría, siempre efímera, tintineando como una moneda de dos caras. En aquellos días Berni todavía tenía todos los dientes en su sitio y comía carne a diario.


La puerta del vestuario se abre y una cabeza asoma: "Dos minutos, campeón". A Ernesto le suena a coña lo de campeón y se caga en los muertos del tipo, pero la cabeza ya no está allí para escucharle. Berni levanta sus noventa y dos kilos de carne y músculo, da unos saltitos y unos puñetazos al aire; sale del vestuario y encara el pasillo que conduce al mismo centro del sufrimiento. Respira, Berni, respira. Mientras avanza a pequeños brincos mueve la cabeza a los lados dentro de la capucha del batín. Respira, Berni, respira. Ernesto le precede con la banqueta —su banqueta— en una mano y la escupidera con sus herramientas para las curas en la otra. El público le recibe tibio cuando recorre los últimos metros hasta el cuadrilátero. Ya han visto otros tres combates antes pero saben que en este habrá sangre, saben que Berni no tiene ninguna oportunidad, que esta pelea no es más que un entrenamiento para el campeón. Las apuestas están veinte a uno y casi nadie ha pronosticado que el viejo púgil, por muy fajador que sea, vaya a durar más de cinco asaltos. Berni pasa entre las cuerdas y se queda en su rincón sin parar de saltar. Mientras Ernesto le quita el batín puede oír como el público enloquece con la entrada del campeón pero él no se gira, no quiere mirarle hasta que lo tenga delante de su nariz roma. Respira, Berni, respira.


—A mi derecha, con un peso de noventa y dos kilos, calzón blanco y raya negra, el aspirante al título nacional de los pesados, el Toro de Albacete, Beeeeerni Sáááánchez… —Berni da unos golpes al aire y gira un par de veces sobre si mismo.


—A mi izquierda, con un peso de noventa y un kilos, calzón amarillo y raya azul, el actual campeón nacional de los pesos pesados, el Cholo de Hortaleza, Vaaaaalerio Péééééérez— el público que acaba de enloquecer mientras el Cholo, con chulería, hace genuflexiones en todas las direcciones, norte, oeste, sur y este.


Tras los habituales consejos por parte del árbitro suena la primera campanada y el Cholo sale como una exhalación desde su rincón. Berni trata de esquivar la primera avalancha de golpes pero no puede zafarse. Ese cabrón es más joven, más rápido, mejor preparado y, además, come carne todos los días. Muévete, Berni, muévete. Sube la guardia, cuida su derecha. Los tres minutos parecen tres horas y cuando Berni regresa al rincón tiene el rostro congestionado y el alma en un vilo. "Me va a matar, Ernesto". "Tú calla y aguanta por lo menos tres asaltos, luego te tiras y mañana nos vamos al Chistu".  Berni muestra su sonrisa mellada antes de que Ernesto le coloque el protector.


En los siguientes asaltos siempre lo mismo: El Cholo que golpea como un martillo neumático y Berni que encaja, uno tras otro, todos los golpes. De vez en cuando se agarra a su contrincante para arañar unos segundos al cronómetro, para conseguir recuperar la respiración. Mediado el cuarto asalto el Cholo encadena una secuencia de golpes, jab de derecha a las costillas, directo de izquierda que le roza una oreja y gancho de derecha a la mandíbula. Berni dobla las piernas y se queda enganchado a las cuerdas en posición grotesca. Una sucesión de imágenes inconexas pasa por delante de sus ojos pero una, sólo una, se le queda grabada en la retina: el Cholo dando saltitos ante él mientras el árbitro cuenta… cuatro, cinco… el  hijoputa del Cholo encoge los hombros con mirada burlona y saluda al público seguro de su victoria… seis, siete… Ernesto, en la esquina, le hace gestos para que se quede donde está… ocho… nueve… y Berni que se levanta. Se toca la cara con los guantes, trata de quitarse la sangre y el sudor, que le escuecen en los ojos como un millón de cristales al clavarse. Una nueva andanada del Cholo y suena la campana.


Berni cae y se levanta en el sexto, en el séptimo y en el noveno. Pierde a los puntos pero da igual... ya ha conseguido encandilar al público que ahora, en el último asalto, jalea su bravura, sus cojones, su nombre, que vuelve a resonar como en los días de gloria: "Toooooro, Tooooooro, Tooooro" El Cholo se muestra desesperado, nunca antes le habían aguantado más de ocho asaltos y el puto viejo sigue en pie en el último, con el rostro deformado por la paliza, pero en pie y con una  mueca en su cara que asemeja una sonrisa de triunfo. Valiente gilipollas. "Teeeeeermina el combate"


Los jueces declaran ganador a los puntos a Cholo pero nadie corea su nombre, en las bocas de las tres mil y pico personas que han asistido a la velada sólo queda espacio para el Toro de Albacete, que sabe que mañana no podrá comer un chuletón en el Chistu con la boca hecha papilla como la tiene pero le da igual porque puede escuchar, de nuevo, el tintineo de una moneda de dos caras chocando contra el suelo.