sábado, 20 de diciembre de 2008

Deseos (ejercicio "Permítame insistir")

Mirta Leis

      Levantó los ojos y la vio: morena, voluptuosa, con la suavidad resbalándose sobre la piel de ébano.
      —La quiero –le dijo a Carlos con decisión—. No esperó respuestas, giró la cabeza y se puso a mirarla con arrobo. A su lado, el amigo aflojaba con displicencia el nudo de su corbata beige y se hundía en el cuero oscuro del sillón.
      Trabajaban en la misma clínica, compartían largas horas de labor y algunas confidencias; tenían la costumbre de terminar la jornada en el pequeño bar de la esquina, igual que muchos de sus colegas.
      —La quiero, no voy a poder estar sin ella, la quiero—remarcó insistente—. Con la mano, Carlos gesticuló una negativa.
      Ella, en tanto, desde un extremo de la barra, exhibía indiferente, su hermosura morena. Estaba allí, provocando con su encanto, desconociendo de qué manera la deseaba. A su lado una rubia regordeta sonreía indiscreta mientras murmuraba algo al oído de su acompañante, que de tanto en tanto la miraba también.
      El desfile incesante de clientes entre las mesas, la barra y la puerta impedía a Luis la visión de su deseo, tanto, que abandonó el sillón junto a Carlos y se sentó en una mesita de madera oscura lo más cerca posible. Con la copa entre las manos el amigo lo siguió obediente.
      —Quiero acercarme, la quiero oler, creo que su perfume va a emborracharme, muero por rozarla con mis labios —dijo con pasión. ¡Déjame ir!
      Carlos trató de distraer a su amigo y entre copa y copa, le mostró dos bellezas que asistieron hoy a su consulta. Las niñas en cuestión estaban en el bar, eran menudas, de sonrisa franca y agradable, el psicólogo estaba muy impresionado por la de ojos claros.
      El rostro de Luis estaba cubierto de sudor, la conversación amena no conseguía desviar su atención de la morena, aquello era casi una obsesión. Ella estaba justo debajo de una luz, atraía aún más por el brillo especial que le otorgaba a su oscura piel. Brillaba, obscena e indiferente como un faro en la marea. Decidido, se acercó lo más que pudo a su interlocutor y le dijo: — La quiero. Permíteme insistir, la quiero, ya no puedo más, —entornó los ojos y se puso de pie— Voy a tomarla. —Se paró mirándola fijamente mientras avanzaba—oyó apenas la voz de Carlos que moviendo la cabeza hacia los lados repetía: — No creo que la torta de chocolate sea buena para nuestra dieta pero, por favor, tráeme también una porción.

martes, 16 de diciembre de 2008

No insista más, señor. Ejercicio

Pilar Dublé

      —Seguramente usted no va a llegar a viejo, ¿verdad?
      El joven, de unos treinta años, bajó la cabeza, luego miró al techo con cara de impaciencia.
      —Ese no es el problema: simplemente estoy sumamente apurado y no puedo estar cediendo el puesto en la fila.
      —¡Usted no está cediendo nada! Es una norma bancaria: ¡los de la tercera edad no hacen cola! —La discusión se alargaba y la mujer comenzaba a perder paciencia y compostura: la saliva saltó de su boca al hablar y tenía la cara fruncida, mientras la mano que sostenía por el brazo a su madre se convertía en un nudo de piel brillante y tensa.
      —¡Lo que pasa es que eres una viva y te traes a la viejita para hacer tus trámites sin pasar por la cola!
      —Además de abusador, grosero, ¿verdad? ¡Mire! —arrancó una libreta que sostenía la viejita y la batió frente al joven—. ¿Lo ve? ¿Ve el nombre? Mamá, ¿cómo te llamas tú?
      —Herminia Ma…
      —¿Usted ve el nombre en la libreta? ¡Es el nombre de ella! —interrumpió la mujer.
      —¿Y no será que tú tienes el mismo nombre?
      —Pues no, no es así, ¡y no me tutee, tarado!
      —¡ Y usted, no ofenda! Ya van varios insultos.
      —¡Huy¡ Qué delicado, el muchacho.


      Algunos clientes de la interminable fila se fastidiaron más de lo que ya estaban y pasaron a revisar la pantalla del móvil a escondidas del vigilante; otros se interesaron en el pleito con variadas actitudes, entre la pena ajena a la risa contenida. Un señor muy negro, de piel brillante, con cabello rizado y blanco como una nubecita, había llegado a la taquilla de la otra fila. Iba a retirar dinero y llevaba la planilla y libreta en ristre cuando el espectáculo distrajo su mirada. Se acercó a la mujer que discutía.
      —Por favor, tomen mi lugar allá —dijo, señalando.
      —No. La gente tiene que aprender a respetar. A nosotras nos toca aquí. Y ahora.
      Ahora, ¿entiendes? —le espetó al joven con los ojos muy abierto. El muchacho rió con sorna.
      —Permítame insistir, señora, por favor: su mamá está asustándose con tantos gritos. No vale la pena.
      —¡No! estoy harta de estos tipos, que se creen dueños del mundo. ¡Yo no sé qué pasa en este país! Caminan por la calle y parece que no ven a los demás: si no te apartas te derriban. Son confianzudos y groseros; tutean a todos, manosean todo. Si llegan a un sitio lleno, usan sus corpulencias y sus vozarrones para que los atiendan primero. La viveza es su arma favorita, si te descuidas te estafan, creen que se la están comiendo cuando abusan y atropellan. Tienen que ser los primeros siempre, ganarlas todas, transar a diario. Viven del sablazo, de la marrullería, de la falta de respeto. Yo no sé si es que en sus casas les enseñaron cómo atropellar más y mejor ¡Ah! Pero si se topan con un Lotario, entonces sí saben ser decentes, ¿no? Se ríen de todo y de todos. ¡ES UNA MIERDA! ¡ESTE PAÍS ES UNA MIERDA!
      Súbitamente, el banco completo se centró en la diatriba. Las miradas se levantaron de las pantallas de computadoras y celulares y de los monitores de las cámaras, y el sub-gerente asomó desde el piso de arriba, protagonizando una arriesgada cabriola sobre la baranda de la escalera espiral.
      —¡Vigilante! —gritó— ¿usted no puede manejar eso?
      —¡Ah, no! ¡Yo no me meto! —contestó una voz de pito a través de los vidrios opacos de la cabina blindada. Algo metálico sonó, como una tuerca que gira para ajustarse al máximo.
      El negro, sonriendo a la fuerza y asintiendo despacio trató de llevar a las dos mujeres con suavidad hacia la taquilla libre, poniendo sendas manos en los brazos de ellas, cuando la hija explotó del todo.
      —¿Ve lo que pasa? ¡No me toque, estúpido! ¡ESTÚPIDO!
Y       se fue del banco. Trató de dar un portazo pero el brazo hidráulico detuvo el impulso de la puerta, que se cerró suavemente. La viejita miró desconcertada al negro, con un par de ojitos muy brillantes tras los lentes bifocales. Trató de sonreír y explicar.
      —Es que, es que ella está muy nerviosa, muy nerviosa, últimamente —parpadeó rápido.
      —Eso me pareció desde el principio. Pero no importa: seguramente volverá en un rato y mientras, yo la ayudo a usted. ¿Va a actualizar la libreta, a hacer un depósito, un retiro?
      —Bueno, en realidad, no. Creo que no. Es usted muy amable, pero no.
      —¿No? ¿Cómo que no? ¿No qué?
      — Es que... Bueno, verá —bajó la voz e hizo señas con un dedo índice seco y corto— es que, verá usted: lo que pasa es que la libreta… ¡Ay! –suspiró— es que la libreta es de ella.



Jardinzen, diciembre 2008

Permítame que insista. Ejercicio

Pedro Conde

      Como siempre que vuelo, llegué con tiempo de sobra al aeropuerto. Después de facturar mi maleta vagué con tranquilidad rodeando las filas que acababan en los mostradores. Algunas cortas, otras muy largas, tanto, que incluso tenían que doblarse al llegar a la otra parte del hall. En todas ellas mi parte de escritor, de ladrón de historias, encontró gente en la que posar los ojos e inventar la parte anterior del diálogo, y fabular con el recibimiento o la vida que les esperaba a todos en su destino.
      Aunque no tengo miedo a volar, la preparación de un viaje de esas características me provoca la ansiedad suficiente como para no poder estar quieto durante mucho rato. Me dirigí al quiosco y elegí una revista. Luego ojeé el expositor giratorio de libros que había a la entrada. Como chirriaba terminé girando yo alrededor de él. Comprobé que en todos los aeropuertos hay las mismas novelas, los mismos autores: Stephen King, Vázquez-Figueroa, Asimov… Reparé en una de Antonio Muñoz Molina, primero por no esperarla, luego, me atrapó el título prometedor "Sefarad" "Una novela de novelas". La compré y me dirigí de nuevo a un asiento. Abrí la revista, dejé la novela para las casi tres horas que duraba el vuelo. Entre párrafo y párrafo de un artículo sobre las excavaciones cercanas a la ciudad de Petra, miraba la pizarra y agudizaba el oído, temiendo concentrarme mucho en la lectura y que se me escapara el avión. Por fin, el aviso de embarque. Pasé por el control policial y, tras un expolio a mis bolsillos, tras exponer a la vista de los agentes mis pertenencias y desembarazarme de todo objeto metálico, pasé por un sin fin de sonrisas de dentífrico y busqué un asiento junto a una ventana, me gusta mirar cuando despegamos y al volver a tocar suelo. Aún me sigue pareciendo mágico sentir cómo la tierra se aleja de mí, del avión. Mi vértigo, el que me impide asomarme al balcón de un quinto piso, permanece dormido en estos momentos. Quizá porque al verlo tras el cristal de la ventana, lo convierte poco menos que en una película, le quita realidad.
      Acababa de sentarme, buscaba las dos mitades del cinturón de seguridad cuando le oí:
      —¿Arturo?
      No hice ningún caso, yo no me llamo Arturo. El resto de pasajeros bullían desordenados guardando las bolsas, pequeñas maletas, quitándose los abrigos.
      —¿Arturo? ¿De verdad eres tú? —insistió con fuerza, con una clara sorpresa, con alegría.
      Al mirar en su dirección me encontré con unos ojos redondos en una cara redonda. No era un tipo muy alto, pero como yo estaba sentado sí me lo pareció al principio. Tenía unas gafas de montura libre, y vestía una chaqueta que le estaba un poco estrecha en la cintura pero de mangas largas, le tapaban la mitad de las manos.
      —¡No me lo puedo creer!
      —Lo siento… —titubeé— creo que se confunde.
      Se detuvo indeciso, como si esperara que yo continuase diciendo "Es broma". Su momento de estatua se me antojó eterno y quise ayudarlo y ayudarme a mí también, acabando con ese instante tenso.
      —No me llamo Arturo.
      —¡Oh! Perdone… Pero créame que es usted cla-va-di-to —distanció las sílabas—, hubiera puesto la mano en el fuego. ¿Puedo sentarme? —señaló al asiento que estaba junto a mí.
      —Claro, está libre.
      Al acomodarse se rozaba conmigo, con mi brazo. Buscando un poco más de espacio optó por quitarse la chaqueta. Yo abrí la novela y empecé a leer.
      "Nos hemos hecho la vida lejos de nuestra pequeña ciudad, pero no nos acostumbramos a estar ausentes de ella, y nos gusta cultivar su nostalgia cuando llevamos ya algún tiempo sin volver, y exagerar a veces nuestro acento, cuando hablamos entre nosotros, y el uso de las palabras y expresiones vernáculas que hemos ido atesorando con los años, y que nuestros hijos…"
      —Pues ya le digo…, hubiera jurado que era usted Arturo. No sabe cómo se le parece, la misma frente, la misma nariz.
      Levanté los ojos y le hice una leve sonrisa, seguido y sin palabra alguna, volví a la lectura.
      —Se me ocurre —vuelve a la carga— que… ¿No será usted un hermano?
      —No, tampoco mis hermanos se llaman Arturo, ninguno de ellos —volví a la lectura. No quería mostrarme huraño pero tampoco me interesaba la conversación que podía salir de allí.
      "Nos hemos hecho la vida lejos de nuestra pequeña ciudad, pero no nos acostumbramos a estar ausentes de ella, y nos gusta cultivar su nostalgia cuando llevamos ya…"      
—Permítame que insista, es que se me ocurre también, ahora que lo pienso fríamente, que después de tantos años…podría ser que yo estuviera confundido —"Lo está", pensé—, y lo esté confundiendo con Arturo, pero en realidad lo recuerde de otra cosa, de otro sitio quiero decir.
      —Podría ser.
      —¿De Asturias? —preguntó con tonito de adivinanza.
      —No.
      —Sí, ya sé que no es de Asturias, su acento, está claro, no es de allí. Digo que si nos conocemos de Asturias.
      —No he estado nunca en Asturias. Y lo de conocernos…, es usted el que lo dice, yo no estoy tan seguro de eso —volví a bajar los ojos a la novela.
      Suspiré por que hubiera captado mi nulo interés por seguir la charla. Pasó una azafata ofreciendo la prensa. Mi vecino de asiento cogió un ejemplar y yo, negué apenas sin levantar la mirada.
      "Nos hemos hecho la vida lejos de nuestra pequeña ciudad, pero no nos acostumbramos a estar ausentes de ella, y nos gusta cultivar su nostalgia cuando llevamos ya algún tiempo sin volver, y exagerar a veces nuestro acento, cuando hablamos entre nosotros, y el uso de las…"
      —Pues no puede pasar sin conocerla. ¿Como dicen ellos? —se lleva un índice a los labios y mira arriba, como si quisiera encontrar las palabras escritas en el techo del avión— Asturias es España… y lo demás, tierra conquistada. Sí, así es. Muy gracioso. Son muy buena gente —insistía impasible por mi silencio.
      —Oh —dice un poco alarmado—, he sido terriblemente maleducado. Me llamo Antonio Luis —me tiende la mano con el brazo torcido, los asientos no nos dejan mucho espacio.
      —Pedro —le respondo.
      —¿Y Arturo de segundo nombre? —se ríe— es broma, es broma, es broma — aclara gesticulando con las manos, como si borrara lo dicho sobre una pizarra.
      "Nos hemos hecho la vida lejos de nuestra pequeña ciudad, pero no nos acostumbramos a estar ausentes de ella, y nos gusta cultivar su nostalgia cuando llevamos ya algún tiempo sin volver, y exagerar a veces..."
      —Pues era un gran tipo Arturo, y espero que lo siga siendo —aclara—. Muy sanote. Un poco inocente, ya me entiende…, corto de entendederas. No entendía la ironía, el sarcasmo, ni siquiera un buen juego de palabras —suspiró perdido en un momento de nostalgia—. Perdone que me repita, pero es usted igualito que él —se alarma de nuevo—. Entiéndame, me refiero al físico. Tiene usted la misma frente, la misma nariz. ¿Va usted a Barcelona? —quiere salir del pequeño aprieto en el que se ha metido— Sí, claro, ¡qué pregunta más estúpida! Todos vamos a Barcelona. Esto no es un autobús, no va haciendo paradas. Je je.
      Por los altavoces nos habla el comandante de la nave. Me suena raro que lo llamen así. Nos movemos lentamente, primero hacia atrás, maniobrando, luego nos dirigimos a la pista de despegue. Por la ventana veo la punta de las alas cimbrar, no dan aspecto de ser muy resistentes. Al llegar al extremo de la pista nos detenemos. Parece que nos estuvieran apuntando, y el sonido de los motores al acelerar, se me asemeja a que estiran las cuerdas de un enorme arco. Sueltan los frenos y salimos disparados. Con la aceleración, nuestros cuerpos se pegan al respaldo. Antonio, tiene los ojos cerrados y se agarra con fuerza a los apoyabrazos. Está rígido, y pálido. Mientras subimos sigue en esa posición. Cuando el avión se nivela, tras un buen rato de ascensión, parece que su piel vuelve a tomar un poco de color rosado. Alguna gota de sudor aparece en su frente. De nuevo respira con normalidad.
      —Ya está, ya estamos en el aire— sentencia nervioso— ¿Y de dónde es, si no es mucha molestia?
      —De Málaga.
      —Estupendos los boquerones, y los espetos de sardinas en la playa.
      —De un pueblo de Málaga, casi en la frontera de Córdoba —sigo siendo cortante—. No tenemos mar allí.
      —Ya, entiendo.
      Vuelvo a la lectura.
      "Nos hemos hecho la vida lejos de nuestra pequeña ciudad, pero no nos acostumbramos a estar ausentes de ella, y nos gusta cultivar su nostalgia cuando llevamos ya algún tiempo sin volver, y exagerar a veces nuestro acento, cuando hablamos entre nosotros…"
      —Yo he estado varias veces allí, en Málaga digo, no en su pueblo. Es una ciudad muy bonita. Claro que yo estuve trabajando…
      Antonio siguió en sus trece durante todo el vuelo. Encadenaba sus frases, sus pensamientos sin esfuerzo, y también sin ningún criterio. Al final abandoné el intento de leer al otro Antonio, al escritor. Durante casi tres horas me aburrió con sus aventuras por toda la geografía nacional y alguna del extranjero. Creo recordar que quiso situarme en todas ellas como confirmación a su idea de que me conocía. Me habló de su relación con Arturo. Fueron compañeros de la mili allí en Asturias. Luego, al licenciarse, estuvieron en contacto un tiempo pero acabaron por perderlo
      —La vida —decía— nos acaba llevando de un lado a otro sin permiso.
      El aterrizaje volvió a callarlo durante un rato, en el que el color de su piel, su rigidez y la respiración contenida, lo hacían parecer un cadáver. Desde que perdimos velocidad, y haciendo caso omiso de la voz anónima que nos decía que permaneciéramos sentados hasta estar parados en la terminal, el bullicio se apoderó del interior del avión. Todos se colocaban sus abrigos, bajaban sus bolsas de equipaje y cogían, presurosos, un buen sitio en la fila, que crecía por el pasillo, para salir cuanto antes. En la cinta, esperando recoger el equipaje, volví a encontrarme con Antonio. Estaba mucho más tranquilo, más callado.
      —Le ruego me perdone si he sido un poco pesado —me dijo, serio—. Son los nervios, en realidad, me da pánico volar.
      —Pruebe a dormir.
      —¡Qué va! —rechazó la idea— el miedo me lo impide, y si lo consiguiera, seguro que sólo tendría pesadillas —una sonrisa distinta, sincera, se dibujó en su cara redonda.
      Recogí mi maleta, que pasaba en esos momentos frente a nosotros. Al ponerla en el carro, casi se me cae la novela, que seguía en mis manos. Se la tendí.
      —Tenga, pruebe con esto.
      —No puedo aceptarlo, usted no la ha leído aún.
      —Oh, sí, sí la he leído, es vieja —mentí.
      —Gracias —aceptó el regalo y me tendió la mano— espero que nos volvamos a ver, quizá en otro viaje —le contesté con un gesto de asentimiento.
      —Adiós —le dije, pero mi cabeza de ateo, en una paradoja suplicaba: "Dios no lo quiera". Y me alejé en dirección a la salida. Allí, entre la gente que estiraba los cuellos para ver mejor, reconocí algunas cabezas familiares, me saludaron agitando las manos, le devolví el gesto y sonriendo, aceleré el paso.

sábado, 6 de diciembre de 2008

Fotografías

Montse Villares

—Don Julián ¿me oye? le preguntaba que dónde quiere ir. Si prefiere la residencia de las Hermanas del Perpetuo Socorro o la de María Auxiliadora.

Tardó en contestar. En la cama contigua había una señora conversando con una joven. A su lado dos desconocidas. Una enfermera que le tomaba el pulso y una señora que le hablaba de papeles, de opciones, de lo que el futuro le deparaba... En unos instantes iba a cambiar su vida. Como comercial de una empresa de camisería viajó continuamente hasta su jubilación. Iba de ciudad en ciudad, de flor en flor y en ese momento le iban a encerrar.

—María Auxiliadora -se oyó decir, como mínimo tiene nombre de mujer, pensó. Y la decisión estuvo tomada.

De camino, acompañado por la asistenta social, recordaba lo sucedido lo últimos días. A su más que tabernero, amigo, Tomás. ¿Cuántas veces le había aconsejado tomar mujer? Pa que te cuide… que no pasan los años en balde -le repetía en tantas sobremesas compartidas-. Y él lisonjeando a la camarera colombiana: Hombre… si esta zagala se prestara…

Acababan con unas risotadas y hasta otro día. Hasta aquél fatal día en que sufrió una embolia. Suerte que le pilló donde Tomás y él llamó a los sanitarios…

Y llegó el momento. Ya no había marcha atrás. Él estaba ahí, frente a la puerta de la residencia. Una última exhalación de aire libre salió por su boca antes de atravesarla.

—¿Es usted…?
—Julián Cortés Expósito.
—¿Tienen los papeles? Firmen aquí.
—Sor Teresa le acompañará. Nosotros nos ocupamos -dijo finalmente dirigiéndose a la asistenta y cogiéndole la maleta.

Sus pies siguieron a la hermana pesadamente por unos interminables pasillos hasta una sala en la que había dispuestas cuatro camas alineadas con una mesita a un lado, enfrente una hilera de armarios de una puerta. Varios hombres le miraron fijamente, compasivos.

—Ésta es su cama. Tras aquélla puerta, al fondo, están las duchas. Quítese la ropa y la deje fuera. Luego pasaré a buscarla. Lávese bien y aféitese. Mañana le verá el doctor.

Julián asentía ante las miradas clavadas en él. Antes de irse Sor Teresa, divisó la caja que llevaba bajo el brazo.

—¿Y esa caja?
—¡No! -podían obligarle a desnudarse ante desconocidos, a compartir la habitación con quien les viniese en gana, a desprenderse de su ropa, pero la caja no. No se la iban a quitar.
—No se pueden tener trastos aquí. Así que démela que ya me ocupo yo…
—Es todo lo que me queda para pasar una vejez digna -afirmó con aplomo buscando la compasión que se le supone a una alma cristiana.
—He dicho que me la dé —asiéndola por un lado mientras Julián se aferraba a ella más que al brazo de cualquier mujer.

Sus recuerdos le distrajeron y ella forcejeó.

Esa caja que él conservó durante tantos años…. desde que le regaló a Adela aquel par de zapatos rojos, con un tacón de vértigo… se rompió. Y cayeron las fotos que guardaba en su interior cubriendo el suelo de amores y olvidos, de alegrías y fracasos, de trozos de una vida de solitario don Juan. Era la que había decidido vivir. Sin darse cuenta lo hizo el día en que no aceptó casarse con Irene. Quería conocer otras mozas... estar seguro de que era la mujer de su vida antes de atarse… y ella le dejó volar.

Así saltó de cama en cama, de ciudad en ciudad gozando otros cuerpos y comparándolos con el de ella. Y acumuló con el tiempo todas aquellas fotografías. Ellas estaban allí aunque nadie las pudiera ver. Sólo las camas vacías que compartieron, su esencia. Siempre se consideró un caballero y no quiso que nadie las viera a ellas. Sólo él las sabía. Cogió la foto de una cama con cabezal de hierro forjado, sábanas de hilo y enseguida inspiró los besos sabor a aceitunas de Mariluz la cordobesa. Y después la cama enorme de madera con sábanas de un blanco inmaculado de Asunción. Y la de Carmela con su aroma de azahar. Y la de Concha con una virgencita en su mesita. Y la de Rocío… Ninguna de ellas era como su Irene.

Las abrazó a todas, arrodillado en el suelo, desolado, llorándolas como nunca.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Geografía

Daniel

Al recobrar el sentido, con las esquirlas punzándole la carne y los oídos flagelados por un silbido tenaz, vio al Chaqueño, su compañero, convertido en un amasijo de sangre. Quiso moverse y el dolor se le hizo más intenso. Le vino a la mente la hilacha de un recuerdo enmohecido, una imagen que brotó entre los cascajos de su niñez. Soldaditos y tanques desplegados sobre la maqueta de relieves que su padre le había regalado para su cumple. De eso hacía veinte años. Sin embargo, desbordado por la lucidez ―la misma que alcanzan ciertas personas antes del gran descanso definitivo―, fue capaz de reconocer la completa geografía de aquel diminuto campo de batalla: sus caminos, cerros y trincheras. Una réplica de la gran devastación que lo rodeaba.

Nuevos fantasmas en la casa del río

Norberto Zuretti


Maique me cuenta. Yo escucho. Obnubilado. ¿Te acordás de la casa sobre la que te hablé?, no le digo ni que sí ni que no, la verdad, sé de qué casa me habla pero, ¿cómo decirle, qué explicarle? La compramos. La compraron, ¿dónde queda?, le pregunto. En Victoria, Entre Ríos, me responde y me aclara que ahí nomás por donde hacían piquetes los del campo. A pocas cuadras del río, sobre la barranca, una vista maravillosa, un jardín que es un bosque, y un aljibe en un patio embaldosado. Ya me vas a invitar, le digo, por decir algo no más, por no quedarme callado, a los otros siempre les cae bien un mínimo de consideración. Me mira rara, niega con la cabeza y entonces comienza en realidad Maique a contarme su historia, y empieza por el final, por supuesto, porque me dice que ya se acabó todo, duró muy poco, y se pone seria, muy seria, y me sigue contando. Nos fuimos a pasar un mes de vacaciones, tenía pocos muebles, y muy viejos, pero nos lo tomamos como una salida de campamento. Aunque la verdad, te cuento, me cuenta Maique, se trataba de una aventura. La miro con cara de no entender nada, yo en realidad lo sé, pero la miro así y ella se da cuenta de mi gesto y trata de aclararlo. Esa casa la compramos, me explica, porque tenía fantasmas. No sé si reírme, ella está más seria que antes, opto por no reír, me lo agradece en silencio. Estaba desocupada desde hace cinco años, los últimos residentes fueron un matrimonio con dos hijos adolescentes que no la habitaron ni seis meses. A las pocas semanas de llegar, la mujer se fue de la vivienda, dicen que la internaron en un psiquiátrico por Santa Fé, el marido con sus hijos aguantaron unos tres meses más, y desaparecieron de golpe. Nadie pudo hablar con ellos, pero parece que hubo quienes sintieron gritos las últimas noches antes de la partida. Desde entonces estuvo deshabitada, nadie mostró interés por comprarla o alquilarla. Cuando la descubrimos con Leandro y nos fuimos enterando de las historias que la rodeaban, ese mismo día nos dijimos: la compramos. Una casa así, con fantasmas y todo, imaginate. Me lo imagino, claro, se lo digo. Y así fue, al mes era nuestra. Empezamos a ir los domingos a limpiar y acomodar un poco para pasar las fiestas y todo enero. Llegamos con nuestros bártulos el veinticuatro a la tarde, no había luz, cenamos en el piso, latas de atún, arvejas, un pan medio húmedo y un merlot que, a pesar de su liviandad, te entibiaba el cuerpo. Rodeados de velas, casi sin una palabra, esperábamos a los fantasmas. Habíamos colgado llamadores de ángeles en los distintos ambientes, el corcoveo travieso de alguna brisa evasiva lograba cada tanto justificar ese complejo nombre, pero de ángeles o fantasmas, nada, ni el aliento. A las doce en punto abrimos la segunda botella, y brindamos, como todos los años pensando lo mismo, que para qué, si ninguno de los dos es creyente, si la parodia de esas fiestas es producto de una histeria colectiva, si es un día como cualquier otro; pero ahí estamos, impacientes, cumpliendo a medias con un rito, aguardando ciertas visitas en medio de otro rito. Cerca de las cuatro, cabeceábamos, nos pusimos a caminar en círculos alrededor de la alfombra, intentando oír quejidos y lamentos invisibles, los mismos lamentos y quejidos que ahuyentaron a los anteriores ocupantes, abrí la ventana para respirar un poco de aire puro, Leandro está como nunca, me mata con el sahumerio, encima incienso, no sé por qué relaciona lo sobrenatural con el incienso. Diez paquetes había llevado para el fin de semana, cinco paquetes por día, cien sahumerios, seis o siete por hora, sin recreos, la liturgia completa para un week end a puro humo. El jardín era una negrura que asustaba, pero no se escuchaba nada, ni un perro, ni un grillo, ni las lechuzas, imaginate, adictos como somos a la ciudad, esa falta de sonido resultaba una experiencia exasperante. Ahí sí que entendés eso que siempre comentan de cómo pesa la noche. Te pesa, te aplasta, te lo aseguro, más cuando estás ahí, esperando, y no pasa nada, el tiempo que se estira, el silencio que mete miedo. Leandro cerró la ventana, se le escapaba el humito del incienso, se arruinaba el clima, ¿será que realmente cree que el aire puro los ahuyenta? No lo pensé entonces, pero se me ocurre ahora, la perspectiva, lógico, ¿no sería anormal tanto silencio como esa noche, ni el viento en los árboles, ni un murmullo lejano, decime, a vos qué te parece? Me pregunta Maique pero no me da tiempo a que le responda y sigue con que le tendría que haber llamado la atención, ahora reconoce que no es normal tanto silencio. Pero los fantasmas, los que asustaron a los otros, los que describen los vecinos y que se van confirmando en los dimes y diretes, aquellas apariciones que les garantizaron los de la inmobiliaria, ésos, dice Maique, se habían tomado vacaciones. Amaneció sin que nos diéramos cuenta, Leandro quiso un café, yo me acosté y me quedé dormida con la ropa puesta. Nos despertamos cerca de las tres de la tarde, muertos de hambre. Cuando me bajé de la cama, me di cuenta de que estaba desnuda, el vaquero y la blusa prolijamente acomodados en el desvencijado sillón debajo de la ventana. Me vino piel de gallina. Y risa. No acordarme cómo me desvestí, por qué acomodé la ropa de esa manera tan pulcra, tan ordenada. Pero me distrajo Leandro, que no encontraba las zapatillas, insistía con que las había dejado debajo de la cama, se calló cuando le mostré que se encontraban en el baño. Las miró. Extrañado las miró, me di cuenta. Claro, ahora te lo cuento desde acá, cuando ya pasó todo, a vos te parecerá muy obvio, pero es culpa de la síntesis, te juro que en el momento ni sospechamos. Recién al anochecer registramos que Leandro se dirigió tres veces a buscar su vaso a la mesa del comedor, y las tres veces el vaso apareció en la cocina. Después me tocó a mí. Ah, no te dije, había vuelto la luz, teníamos el televisor encendido en uno de esos programas que pasan música latina, me distraje, algo nos decíamos con Leandro, me parece que él se encontraba desarrollando una teoría filosófica sobre las peripecias de su vaso viajero, al regresar al televisor me encuentro con un canal de noticias. La segunda vez me dio un chucho de frío. Quedé muda. La tercera, lo miraba a Leandro que seguía obsesionado con el vaso. ¿Qué te pasa?, me dijo. Leandro le dijo, me imagino ese momento, los dos momentos de ambos. Estás blanca, y me mira curioso. Los sentí, le digo entonces, estaba en el sillón, dura, separada del respaldo, las rodillas y las piernas apretadas como si me estuviera orinando, y sentí su presencia, me rozaron. Sorpresa masculina, por cierto. Cambian los canales, le insisto a Leandro. ¿Qué, quiénes? Ellos. ¿Dónde están, los ves? No, no los veo, los siento, los sentí, te aseguro que los sentí. Maique me mira, sus ojos me dicen creeme, creeme, con la misma intensidad que le habrán suplicado esa vez a Leandro. ¿Y Leandro, qué te dijo? Se encogió de hombros. Maique también se encoge de hombros, me sigue contando. A la noche, repetimos el rito de oscuridad, velas y sahumerios. Habíamos encontrado el reproductor en uno de los bolsos, Carl Orff interpretaba Carmina Burana en esas series de altos y bajos tan aislados que a veces nos invadía el silencio de la noche, y al momento siguiente los platillos nos aguijoneaban con sus repentinos agudos metálicos que aturdían. Otro de los mitos de Leandro, como con el incienso. Yo creo que debíamos espantarlos con tanto humo y tanta opera. Se lo dije a Leandro, me cuenta Maique, le dije que no debía de ser ésta la recepción más apropiada, más acorde hubieran sido los chirridos, las cadenas, música de Wagner, de Metálica. Lo debe de haber pensado, porque al rato apagó el equipo. Seguro que no quería sentirse culpable. No fue culpa suya que no aparecieran, ya había salido el sol cuando nos acostamos. Él me hizo notar que dejaba las zapatillas debajo de la cama. Riendo, le mostré cómo arrojaba mi ropa al piso antes de abrazarlo. Bueno, aquí hago un paréntesis. Yo me sorprendo, aunque la entiendo a Maique, se reserva en las intimidades. Pero no puedo, no puedo, me dice que en realidad no es posible que haga el paréntesis, porque el problema fue durante ese paréntesis, en un intento forzado de caricias y suspiros. Resulta que Leandro estaba en otra, le parecía oír voces, aunque no entendía qué decían. Seguía sentado en la cama cuando me quedé dormida. Dormí de un tirón, y me despertó su abrazo tembloroso, se había acurrucado contra mi espalda, me apretaba y me daba calor mientras dormía profundamente. Entonces sentí una intensa ternura, no sabés, era una ternura corporal, se desplazaba dentro mío, deseaba volverme y abrazarlo pero me provocaba miedo realizar cualquier mínimo movimiento que quebrara la alquimia de ese instante. No sé cuánto duró. Lo presentí antes de verlo. Tenía los ojos cerrados, pero igual supe que en el cuarto había alguien más. Era un chico. Estaba agachado doblando mi blusa, levantó el rostro y me miró. No dijo nada, no se asustó. Tampoco a mí me dio miedo. Sí sentí frío, mucho frío en la espalda a pesar del abrazo de Leandro dormido. Le soplé despacito mi aliento, como enviándole un beso desde el embudo de mis labios, un soplido lento y largo, había paz en su rostro infantil, y mucha luz. Me miraba, todo un dulce. También aquí supuse que algo estaba por suceder. Leandro dormía sin aflojar el abrazo. Estuve por hablar, pero el niño lo hizo primero, creí entender algo así como cuan… cuánto o cuando, y después le oí claramente, ya viene otra vez, y de repente fue como si se hubiera abierto de golpe una ventana, una corriente de aire, el chico se asusta, parece buscar algo por el cuarto, está nervioso, aterrado. Cuando se vuelve para mirarme, se me parte el alma recordarlo, recordar el agudo miedo en sus ojos, la boquita entreabierta, su brusca desaparición en un susurro. Me quedo sin aliento, el pecho vacío, el alma dada vuelta. Intento despertarlo a Leandro, Leandro, le susurro, me da miedo hablar en voz alta, Leandro, lo vi, Leandro. Hasta que finalmente abre un ojo, boquea, me doy cuenta de que tiene la boca seca. Le quiero contar sobre el chico. Se levanta, parece un sonámbulo, choca contra el marco de la puerta, lo sigo. De la heladera toma la botella de agua, de litro y medio, llena un vaso. Yo continúo herida a quemarropa por un chiquillo que aparece y desaparece, él comienza a beber y se detiene bruscamente, separa el vaso del rostro, lo observa, me doy cuenta con qué fuerza lo aprieta, con qué rabia lo deja sobre la mesada, y bebe de la botella hasta vaciarla. Después, abrió la alacena, sacó todos los vasos, y los llevó a la mesa, donde formó una fila con los diez que pudo recoger. Acercó una silla, y se sentó a observar el conjunto cristalino. Estaba ido, ¿qué le iba a contar del chico que huyó asustado, de mi embeleso casi místico? ¿Qué otro fantasma andaría penando por ahí para aterrorizarlo tanto? ¿Será el mismo que había trastornado a Leandro? Maique me lo pregunta a mí, ¿acaso realmente espera que yo pueda darle una respuesta? No lo espera, también ella habla intentando despejar las dudas, como si fuera posible ordenar las ideas después de las palabras. Eran como las cinco de la tarde, me sigue contando Maique, una tarde hermosa, brillante, así que lo dejé a Leandro en su extática contemplación de vasos, y me tiré a tomar sol en el jardín. Estaba despierta, lo bastante despierta para percibir la súbita interrupción del parloteo de los gorriones, del agitarse de las ramas. Entonces nuevamente la sensación fue la de una corriente de aire, casi violenta ahora, furiosa diría. Y el resonar del grito dentro del torbellino de aire, de… jen… lo, de… jen… lo, de… jen… lo. La voz lo repitió cuatro o cinco veces, parecía provenir de las profundidades del aljibe. Cada vez con mayor énfasis, con odio. Busqué auxilio en Leandro, a través de la ventana lo veía inclinado en la silla, hacia adelante, los ojos al ras de la mesa, fijos en la serie de vasos vacíos y transparentes. Se había transformado en una extraña marioneta envuelta en el humo del incienso, porque podía estar ido pero de eso no se olvidaba, siempre mantenía encendidas una o dos ramitas de sahumerios. Entonces fue que oí el llanto, juntamente con el bailoteo de los caireles. Era el niño que se quejaba dentro de la casa, eran los llamadores de ángeles agitándose en múltiples espasmos simultáneos. Entré. Leandro dudaba ahora de pie al lado de la mesa, donde había seis vasos, los otros cuatro estaban sobre la mesada. El llanto era desgarrador, venía de todos lados y sobre los gemidos se podía oír aún el grito espeluznante, de… jen… lo, de… jen… lo. Así continuó el resto del día y de la noche, no pude dormir, tampoco Leandro, quien no abandonaba su devoción hacia los vasos. En un momento de la noche, me di cuenta de que todos los vasos se habían desplazado a la cocina, él estaba parado en la puerta, sin dejar de vigilarlos, una mirada desquiciada, el pelo revuelto, algunos dedos extendidos como contando objetos invisibles. Me estaba durmiendo cuando regresó el niño, apareció a mi lado, su mirada muda de ojos llorosos parecía preguntarme por qué, por qué. Se quedó una eternidad en silencio, hasta que susurró finalmente: ya es demasiado tarde, te lo dije, me va a encontrar otra vez. A mí me sofocó una tristeza agobiante. Desapareció en un soplido, todavía me duele su expresión desolada, la profundidad de sus ojos de fantasmita juguetón que dobla la ropa, esconde zapatillas y traslada los vasos, sus temores primitivos. Me vestí como pude, no toleraba más estar ahí, así que vine urgente a buscarte, me dice Maique en medio de sollozos. Te lo quería contar, no sé qué hacer, Leandro se quedó solo, ayudame, me suplica. ¿Qué puedo decirle? Ella sabe que nada, que nada puedo hacer para rescatarla. En un momento se acuerda de Leandro, sigue ahí, me explica, con sus vasos y sahumerios y la casa revuelta, los llamadores de ángeles sonando todo el día, el aljibe murmurando desde sus entrañas. Ella va a regresar. Intentará convencerme un rato más, sabiendo en el fondo que es inútil. Finalmente regresará a la casa. Mañana o pasado vendrá otra vez a buscarme, Maique aún no comprende que todas sus esperanzas están puestas en esto de venir a buscar mi ayuda. Por eso insistirá en sus vanos intentos de desentrañar los designios de la eternidad. Tiempo tendrá de sobra, yo estoy siempre aquí, para escucharla y brindarle un aliento con mi presencia. Ella ya entenderá, pronto llegará el relevo de otros nuevos

Me llamo Clara

Mirta Leis

Caigo...No se bien si es un sueño…me siento caer.
El viento que me envuelve es helado .Desearía abrir los ojos ¿ que me sucede? no veo, ¿qué tengo?...ya recuerdo: la capucha.
El frío traspasa mis huesos y solo siento el vértigo de la caída.
Aunque me esfuerce no puedo pensar, escucho gritos y caigo.
El mareo persiste, quisiera pensar, recordar...pero no puedo, solo me siento caer en una gran oscuridad.
Algunas imágenes cruzan por mi mente: aquella noche estaba muy cansada, había corrido mucho. Me dolían las piernas cuando llegué a casa de Juan y me desplomé en su viejo sillón azul. Estaba agitada pero la sonrisa pintaba mi cara con luces : estaba contenta. Jadeando comentaba con Laura la asamblea en la facultad mientras Juan me alcanzaba un mate. Cuanto entusiasmo, cuantas ideas, había tanto para comentar, tanto para quejarse, tanto para planear...
Nos están quitando todas las libertades. ¿Acaso se puede estudiar cuando te prohíben leer?...Si hasta los VECTORES son subversivos!! Si no se puede hablar, ni disentir, si hasta para ir al baño tenemos que llevar documentos, es inaudito!
Los recuerdos se mezclan con el frío y el vértigo de la caída… los fusiles apuntándonos, los empujones, los insultos, los golpes…el silencio. Sentía frío cuando me interrogaban, sentía frío cuando oía aquellos gritos en las noches de encierro. La oscuridad en la capucha que ahogaba, el agua, el miedo, la soledad acompañada de gritos, los llantos…
Ahora hay algo más, me siento flotar como una hoja, apenas puedo abrir los ojos, tiemblo y sigo cayendo: no es un sueño, es real, el agua golpea mi cuerpo flácido y mis piernas pesan buscando el fondo. No respiro, ya no caigo: me hundo, ya no me esfuerzo: lentamente, muy lentamente, me trago el mar.

Oro

Pedro Conde

      Juana viste de luto. Sólo el delantal, de pequeños cuadrados grises y blancos, rompe la profunda oscuridad de su vestimenta. Sale al patio con los restos de la comida en un plato de loza en una mano y un tenedor en la otra. Lo vuelca en la espuerta de goma sin tapa que hay en un rincón del fondo, bajo el limonero. Algunas moscas acuden al tintineo del tenedor que actúa como llamada cuando choca con el plato al empujar los desperdicios. Cuando termina, se acerca a los geranios que pueblan el parterre y una infinidad de macetas y latas de conserva que cuelgan de la pared de la derecha. Las flores parecen alegres mariposas de colores suspendidas sobre el verde de las hojas. Con el pulgar y el índice de la derecha que actúan como una experimentada pinza, va de un lado a otro arrancando las hojas secas, tronchando los tallos muertos y escondiéndolos sobre la tierra, para que al pudrirse sirvan de abono. Mientras, no deja de hablarles.
      —Pobrecitos, qué secos que están. Tenéis ganas de agua, ¿verdad? ¡Ya mismo! —les tranquiliza— cuando se ponga el Sol. Ahora que está tan alto, no es bueno que os caiga agua encima.
      En su movimiento parece un enorme abejorro que va de flor en flor. Hace calor, su traje negro actúa como un imán que atrae los rayos del sol, como un horno que cuece sus carnes viejas y blancas. Acabado el trabajo se refugia bajo la parra para admirar el resultado. Allí, bajo la parcheada sombra de hojas grandes y pámpanos tiernos, parece que corre un poco de brisa fresca. Los zumbidos de los tábanos y moscardones acompañan la siesta de los cerdos que respiran ruidosamente en sus corraletas.
      —Hay que regar las plantas esta tarde —se ordena mentalmente—. Los geranios son preciosos, y perfuman el patio, no se pueden descuidar, aunque son duros y aguantan bien. A mi madre le gustan mucho —recuerda—, los tenía de todos los colores, pero a mí me gustan más los blancos. Bajo el Sol brillan como los vestidos de novia —sueña—. Como el mío. Cuando me case llevaré un vestido blanco y un ramo de geranios también blancos.
      —¡Abuela! — la llama un niño que asoma por la puerta.
      Ella le mira fijo, no lo reconoce.
      —Dice mamá que el café ya está listo.
      Juana se extraña que su madre la llame a ella, es a su padre quien toma café tras las comidas. El niño…Casimiro, debería saberlo. ¿Casimiro? ¿Mi nieto? Por un momento le extraña ver el plato con el tenedor en su mano. Pero luego, como si despertara de una siesta improvisada, todo va tomando consistencia de realidad. El patio se va haciendo familiar, y hasta le resulta gracioso el haber pensado en volver a casarse vestida de blanco. Antes de entrar por la puerta del comedor para tomar el café, todo el episodio se ha perdido de su memoria.


      Don Francisco es un hombre grande y tiene la voz grave. Suena como cuando se habla a la boca de un pozo. En su despacho, los libros, los papeles desordenados y polvorientos pueblan las estanterías y los bordes de su mesa. Al lado de la puerta, de un perchero de pie cuelga la bata blanca. Hace mucho calor para ponérsela, un viejo ventilador que hay sobre una repisa de madera, lucha, ruidoso, para tratar de aplacarlo. Les recibe en mangas de camisa. Le habla a Juana, como si estuviera sorda, como si fuera una niña.
      —¡Qué, Juana! ¡Cómo se encuentra usted?
      Escucha el relato de los síntomas, la ausculta, y con un tono de estudiado dramatismo, con una fingida empatía trabajada en tantos años de oficio, da su diagnóstico que, por su voz, suena a sentencia.
      —Alzheimer —y avergonzado por no poder compartir el dolor, esconde los ojos mientras entrelaza sus dedos sobre la mesa.


      Los episodios se hacen cada día más frecuentes, y Juana, en unos meses, se ha instalado para siempre en su locura. A veces, con gestos cotidianos, hace que un escalofrío les suba a todos por el centro de la espalda. Con la mirada fija y una mano temblorosa, se empeña en coger algo que sólo ella ve sobre el hule de la mesa. Raspa con las uñas en el intento, concentrada, asomando la punta de la lengua por entre sus encías rosadas. A ratos habla con el espacio vacío sobre la silla, aquella que permanece pegada a la pared.
      —Acérquese, que hay candela —invita al fantasma, levantando ligeramente las enaguas de la mesa por la parte de los flecos—. Se va a quedar helado —advierte ante la muda negativa.
      Si se atreven a preguntarle sobre su visitante, ella les mira desconcertada, sorprendida por su estupidez.


      Juanita es la mayor de sus hijas, heredó de su madre al nacer, el nombre, y desde siempre, para diferenciarlas, le aplicaron el diminutivo. Ayudó a mantenerlo en el tiempo la extrema delgadez de esta. Criar cinco hijos vivos y parir algunos muertos, la mantuvo ocupada para poder engordar. La enfermedad de la madre, una anciana con la infancia recuperada, le trajo otra niña a la que cuidar. Así, al poco tiempo, las ojeras resultaban enormes y apagaban el brillo de sus ojos verdes.
      —Mamá, es mejor que te acuestes y duermas toda la noche, yo me quedo cuidándola —su mirada interroga al su hijo sobre la certeza de la propuesta tentadora—. No te preocupes, ya dormiré mañana —prosigue dando un aire liviano, de poca importancia, al hecho de no dormir una noche—. Si estoy de vacaciones, no tengo nada mejor que hacer — ella se resiste —. Si sucede algo yo te llamo.
      Unos ruidos, un murmurar entre dientes le liberan de la modorra en la que lo tiene sumergido la hora de la madrugada y el calor del brasero, se levanta, va a su cuarto y la ve rebuscando entre la ropa del baúl, con una celeridad en las intenciones que el cuerpo intentaba alcanzar sin conseguirlo.
      —Abuela ¿Qué haces?
      —¿Donde está mi ropa?—pregunta mientras corre de un lado a otro—Tenemos que ir a La Rincona, a la casa de mi hija Juanita…
      —Abuela, si ya estás aquí, esta es la casa de tu hija —lo mira, sin conocerlo, extraviada entre las palabras y su realidad. Decide ignorarlo y prosigue la búsqueda.
      —¡Cómo vamos a estar en el pueblo! —se enfada— Mi marido acaba de decirme que después del trabajo se va para allá, que nos vemos allí en la tarde.
      —Escúchame abuela —trata de hablarle despacio, de transmitirle calma—. Es de noche, ahora debes dormir, mañana por la mañana llega el abuelo —parada enfrente de él, con los ojos desorientados, su mano derecha se apoya abierta sobre su pecho, bajo el cuello, en un gesto mecánico que hace años no practica, y la alarma la domina cuando sus dedos no encuentran…
      —¡Mi medalla! ¡He perdido mi medalla! —y vuelta a trastear y rebuscar por los rincones. —Mi medalla de La Virgen de Gracia, es de oro ¿Sabes? Me la regaló mi novio —se vuelve y le dirige unos ojos adolescentes vestidos de rubor, mientras levanta suavemente la falda de su cara en una inocente y cómplice sonrisa—. Él me quiere mucho, me ha regalado una medalla de oro —su mano rebusca nerviosa en su cuello, juega con una etérea cadena, y hace pucheros de bebé, lloriquea—. Va a pensar que no le quiero. Es de oro ¿Sabes?, y yo, tonta de mí, la he perdido. ¡Con lo que le ha costado! ¡Ay Dios mío! ¿Qué le voy a decir yo ahora? —casi le hace caer cuando se arrodilla para mirar bajo la cama al no darle tiempo para sujetarla, le ayuda a levantarse y no le escucha cuando la llama, no hay nada más importante que su pérdida — Que aparezca mi medalla San Cucufato —se hace nudos en los faldones del camisón color vainilla, ribeteado con encajes de espuma de leche hervida—. Mi virgencita de oro —la retahíla de frases inconexas, unidas por un hilo de murmullo ininteligible a modo de rosario, llena la razón del nieto, su entendimiento, y por un momento casi logra que busque con el mismo afán la dichosa joya.
      —Abuela, seguro que se te olvidó en el baño cuando te lavaste —trata de sonar eufórico pero con voz queda para no despertar al resto de los habitantes de la casa—. Ahora es de noche, mañana la buscamos los dos, cuando haya más luz —consigue que se calme, y la ayuda a entrar de nuevo en la cama. Tras arroparla, tratando de imitar su ternura cuando ella lo hacía con él en el pasado, le besa la frente y le desea buenas noches. Cuando apaga la luz, les agarra los ojos una brillante luna llena que se dejaba ver por la ventana. No puede evitar casi gritarle:
      —Mira abuela, allí está tu medalla. ¡Es preciosa!
      —¡Sí! —contesta ella alargando la “i” como una fina cadena. Y enseguida corrige— Pero no es la mía —con enorme tristeza, con pena—. La mía es de oro ¿Sabes?, y esa…, esa es de plata.